Dictator

Dictator


Segunda parte. Redux 47-43 a. C. » Capítulo XVI

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XVI

Si Cicerón me hubiera suplicado que regresase con él a Roma, supongo que me habría negado. Fue su determinación de emprender sin mi compañía la última gran aventura de su vida lo que espoleó mi orgullo y me empujó tras él. Por supuesto, no se extrañó ante mi cambio de parecer. Me conocía demasiado bien. Se limitó a asentir y decirme que cogiera lo que necesitase para el viaje, y que no me demorase.

—Hemos de recorrer un buen trecho antes de que anochezca.

Reuní en el patio a los escasos miembros del servicio de la casa y les deseé buena suerte con la cosecha. Les dije que volvería tan pronto como me fuese posible. No sabían nada de política ni de Cicerón. Me miraron con desconcierto. Formaron una fila para verme partir. Justo antes de que la granja se perdiera en la lejanía, me volví para decirles adiós con la mano, pero ya habían regresado al campo.

Tardamos ocho días en llegar a Roma y fue un viaje muy peligroso hasta la última milla, a pesar de la escolta que Bruto le había cedido a Cicerón. La amenaza, no obstante, siempre era la misma: los antiguos soldados de César habían jurado dar caza a los asesinos. El hecho de que Cicerón no estuviera al corriente del homicidio con antelación no les importaba; una vez que se cometió, había defendido a sus artífices, y eso, según ellos, bastaba para que también fuese culpable. La ruta nos llevó por las fértiles planicies que se entregaron a los veteranos de César para que las cultivaran, y en al menos dos ocasiones (la primera cuando atravesamos la ciudad de Aquino, y la segunda poco después, a la altura de Fregellae) nos avisaron del riesgo de emboscada que había más adelante, por lo que tuvimos que detenernos y aguardar a que el camino quedase despejado.

Vimos casas reducidas a cenizas, mieses abrasadas, rebaños masacrados, e incluso un cadáver colgado de un árbol, con un cartel que rezaba TRAIDOR colgado del cuello. Los legionarios desmovilizados de César recorrían Italia en pequeñas patrullas, como si hubieran regresado a la Galia. Oímos multitud de historias sobre los saqueos, las violaciones y otras atrocidades que cometían. Siempre que los civiles reconocían a Cicerón, se congregaban en torno a él, le besaban las manos y la ropa y le suplicaban que los librase del régimen de terror que padecían. Cuando más patente quedó la devoción del vulgo fue al llegar a las puertas de Roma, en la víspera de la asamblea del Senado. El pueblo le dio una bienvenida aún más calurosa que cuando retornó del exilio. Fue tal el cúmulo de delegaciones, peticiones, saludos, apretones de manos y sacrificios de agradecimiento a los dioses que tardó casi todo el día en cruzar la ciudad y llegar a su casa.

En términos de reputación y renombre, imagino que era la figura preeminente del Estado. Todos sus grandes rivales y contemporáneos (Pompeyo, César, Catón, Craso, Clodio) habían muerto de forma violenta.

—No me aclaman por ser quien soy, sino por encarnar la memoria de la República —me dijo cuando llegamos—. No pretendo envanecerme, tan solo soy el último que queda. Y, claro está, manifestarse a mi favor es un modo seguro de protestar contra Antonio. Me pregunto qué opinará de lo efusivo que el pueblo se ha mostrado conmigo hoy. Seguro que quiere aplastarme.

Uno tras otro, los líderes de la oposición contra Antonio en el Senado ascendieron por la colina para presentarle sus respetos. No fueron muchos, pero debo mencionar a dos en particular. El primero, Publio Servilio Vatia Isáurico, era hijo del anciano cónsul que había fallecido recientemente a la edad de noventa años; acérrimo partidario de César en su momento, acababa de terminar su período como gobernador de Asia. Intratable y altivo, envidiaba la posición dominante que Antonio ocupaba en el Estado. Al segundo lo he nombrado con anterioridad: Lucio Calpurnio Pisón. Era el padre de la viuda de César, y el primero que levantó la voz contra el nuevo orden. Anciano encorvado, barbudo de tez cetrina y dentadura castigada, había ocupado el cargo de cónsul durante los días de exilio de Cicerón. El orador y él se habían profesado un odio mutuo durante años, pero ahora despreciaban aún más a Antonio, lo que, al menos en el ámbito político, los convertía en amigos. Había más gente en casa, pero estos eran los hombres más relevantes; ambos coincidieron en advertir a Cicerón que no acudiera al Senado al día siguiente.

—Antonio te ha tendido una trampa —le advirtió Pisón—. Pretende proponer una resolución para solicitar nuevos honores en memoria de César.

—¡Nuevos honores! —exclamó Cicerón—. Si ya es un dios. ¿Qué más honores necesita?

—La moción decretará que en adelante todas las festividades públicas de acción de gracias incluyan un sacrificio en honor de César. Antonio solicitará tu parecer. En la reunión estarán presentes los veteranos del dictador. Si apoyas la propuesta, estarás acabado como político antes de haber tenido ocasión de mover un dedo; la multitud que hoy te aclamaba te abucheará mañana por haber cambiado de bando. Y si te opones, no llegarás vivo a casa.

—Pero si no me presento, quedaré como un cobarde, y ¿qué clase de adalid sería entonces?

—Envía un mensaje para decir que te encuentras agotado después del viaje —le sugirió Isáurico—. Los años te empiezan a pesar. La gente lo entenderá.

—Ninguno de nosotros irá —añadió Pisón—, pese a que nos han convocado. Todos verán en él a un tirano al que nadie obedece. Quedará como un idiota.

Este no era el regreso heroico a la vida pública que imaginaba Cicerón, renuente ante la idea de ocultarse en casa. Aun así, sabía que lo que le proponían era lo más sensato, de modo que al día siguiente le envió un mensaje a Antonio en el que aducía un acentuado cansancio como pretexto para no acudir a la sesión. Antonio montó en cólera. Según Servio Sulpicio, quien puso a Cicerón al tanto de todos los detalles, amenazó frente al Senado con enviar una representación de asistentes y soldados a la casa del orador para echar la puerta abajo y traerlo a rastras a la reunión. Si no llegó a ese extremo fue porque Dolabela anunció que Pisón, Isáurico y algunos otros tampoco se presentarían; no podía acorralarlos a todos. El debate siguió adelante y la propuesta de Antonio de honrar a César fue aprobada, aunque no sin una firme oposición.

Cicerón se puso hecho una furia cuando se enteró de lo que Antonio había dicho. Insistió en acudir al Senado al día siguiente y pronunciar un discurso, sin importarle el riesgo.

—¡No he vuelto a Roma para esconderme debajo de la cama!

Intercambió una sucesión de mensajes con los demás, hasta que decidieron asistir juntos, pues concluyeron que Antonio no se atrevería a aniquilarlos a todos. A la mañana siguiente, protegidos por varios escoltas, bajaron del Palatino a modo de falange Cicerón, Pisón, Isáurico, Servio Sulpicio y Vibio Pansa (Hircio no se unió a ellos porque estaba enfermo de verdad) y se abrieron paso entre una multitud que los vitoreaba hasta llegar al templo de la Concordia, ubicado en el extremo del foro, donde había de reunirse el Senado. Dolabela los esperaba en las escaleras con su silla curul. Se acercó a Cicerón y le informó de que Antonio había caído enfermo y él presidiría la asamblea en su lugar.

Cicerón se rio.

—De repente todos nos encontramos indispuestos. ¡Todo el Estado parece sentirse mal! Se diría que Antonio se comporta como todos los matones: disfruta castigando a los demás, pero no sabe encajar un golpe.

—Confío en que hoy no digas nada que haga peligrar nuestra amistad —respondió Dolabela con frialdad—. Me he reconciliado con Antonio, por lo que consideraré cualquier ataque que se lance contra él como un ataque contra mí. No olvides tampoco que te nombré mi legado en Siria.

—Sí, aunque en realidad preferiría que me devolvieras la dote de mi querida Tulia, si no te importa. Y en cuanto a Siria, en fin, mi joven amigo, más vale que me apresure para llegar allí, pues si no, Casio podría llegar a Antioquía antes que tú.

Dolabela lo atravesó con la mirada.

—Veo que has dejado a un lado tu afabilidad. Muy bien, pero ándate con ojo, viejo. El juego se te empieza a complicar.

Se alejó con paso airado. Cicerón lo observó con satisfacción.

—Hacía tiempo que quería decírselo.

Era igual que César, pensé, quien enviaba a su caballo a la retaguardia antes de cada batalla; vencería de pie o moriría.

El templo de la Concordia era donde Cicerón había convocado al Senado como cónsul hacía ya tantos años para debatir el castigo que se les debía aplicar a los conspiradores de Catilina; allí ordenó su ejecución en la Carcer. Yo no lo había vuelto a pisar desde entonces, y sentía la presencia opresiva de muchos fantasmas. Cicerón, no obstante, parecía inmune a esos recuerdos. Se sentó en el primer banco, entre Pisón e Isáurico, y esperó con paciencia a que Dolabela lo llamara, algo que hizo con tanto retraso como pudo y con una displicencia insultante.

Como tenía por costumbre, Cicerón comenzó a hablar en un tono contenido.

—Antes de pronunciarme sobre los asuntos públicos, elevaré una breve queja por el agravio que ayer sufrí por parte de Antonio. ¿Por qué se me acusó de un modo tan envenenado? ¿Qué asuntos pueden revestir tanta urgencia como para obligar a un enfermo a personarse en esta cámara? ¿Acaso estaba Aníbal en las puertas? ¿Cuándo se ha visto que a un senador se le amenace con asaltar su casa por no acudir a tratar un asunto de acción de gracias pública?

»Y, en cualquier caso, ¿creéis que habría apoyado su propuesta de haberme encontrado aquí? Yo pienso que si se trata de darle las gracias a un muerto, démoselas al viejo Bruto, que libró al Estado del despotismo de los reyes, ¡y nos dejó a unos descendientes que casi quinientos años después demuestran unas cualidades similares con las que alcanzar un logro equiparable!

La cámara jadeó sobrecogida. Puede que la voz de un hombre pierda fuerza con el paso de los años, pero no era el caso de Cicerón aquel día.

—No me asusta hablar claro. No me da miedo morir. Me apena que los senadores que han alcanzado la condición de cónsul no apoyasen a Lucio Pisón en junio, cuando condenó los abusos que ahora se cometen en todo el Estado. Ni un solo excónsul lo secundó con la palabra, y ni siquiera con una simple mirada. ¿Qué sentido tiene esta esclavitud? ¡Yo digo que estos hombres no han estado a la altura de lo que su condición exige!

Puso los brazos en jarra y miró en derredor. Pocos senadores tuvieron arrestos para mirarlo a los ojos.

—En marzo acepté que a los mandatos de César se les confiriese carácter legal, no porque estuviera de acuerdo con ellos, ¿quién podría estarlo?, sino en aras de la reconciliación y el orden público. No obstante, todos los que Antonio desaprueba, como, por ejemplo, la limitación del gobierno de las provincias a dos años, han sido abrogados; sin embargo, da la casualidad de que otros han sido descubiertos de milagro y publicados tras su fallecimiento, de manera que se ha traído a los criminales del exilio, por orden de un muerto. Se les ha concedido la ciudadanía a tribus y provincias enteras, por orden de un muerto. Se ha impuesto todo tipo de tributos, por orden de un muerto.

»Ojalá Marco Antonio estuviera aquí y pudiera explicarse, pero al parecer se encuentra indispuesto, un privilegio que ayer él se negó a concederme a mí. Tengo entendido que está enfadado conmigo. Pues bien, le haré una propuesta, una proposición justa. Si digo algo en contra de su persona o de su carácter, que se declare mi más enconado enemigo. Que mantenga su guardia armada si de verdad considera que la necesita para protegerse. Pero que dicha guardia no amenace a quienes expresan su opinión con libertad en nombre del Estado. ¿Puede haber un trato más justo?

Por primera vez, sus palabras levantaron un murmullo de aprobación.

—Senadores, para mí el regreso ya ha merecido la pena, tan solo con haber hecho estos comentarios. Me ocurra lo que me ocurra, he sido fiel a mis principios. Si puedo volver a hablar aquí sin correr ningún riesgo, lo haré. Si no, estaré listo para cuando el Estado me requiera. He vivido muchos años y he disfrutado de una gran popularidad. El tiempo que me quede no me pertenece ya a mí, sino que lo pongo al servicio del bien común.

Cicerón regresó a su asiento entre murmullos de aprobación e incluso algunos zapateos. Los que estaban sentados a su alrededor le dieron palmadas en el hombro.

Al término de la sesión, Dolabela se escabulló con sus lictores, derecho hacia la casa de Antonio para contarle lo ocurrido, mientras Cicerón y yo nos marchábamos a casa.

Durante las dos semanas siguientes, en las que el Senado no se reunió, Cicerón permaneció encerrado en su vivienda del Palatino. Contrató más escoltas, compró un feroz perro guardián y protegió la villa con contraventanas y puertas de hierro. Ático le prestó algunos escribientes, a los que puse a hacer copias del desafiante discurso que el orador había dado ante la cámara y después se las envió a todos los destinatarios que se le ocurrieron: a Bruto, en Macedonia; a Casio, de camino a Siria; a Décimo, en la Galia Citerior; a los dos comandantes militares de la Galia Ulterior; a Lépido y Lucio Munacio Planco; y a muchos otros. A esa carta la llamó (un poco en serio y otro poco riéndose de sí mismo) «su filípica», en honor a la famosa serie de arengas que Demóstenes pronunciara contra el tirano macedonio Filipo II. Una de las copias debió de llegarle a Antonio. En cualquier caso, este dio a conocer su intención de responder en el Senado, al cual convocó en una reunión que se celebraría el decimonoveno día de septiembre.

Nunca se dijo que Cicerón tendría que acudir en persona; no tenerle miedo a la muerte era una cosa, y suicidarse otra muy distinta. Me preguntó, por tanto, si me importaría ir en su lugar y tomar nota de lo que Antonio dijese. Acepté, dando por hecho que mi natural condición de persona anónima me protegería.

Nada más entrar en el foro, les di gracias a los dioses porque Cicerón se hubiese quedado en casa. Antonio había llenado todos los rincones con soldados de su ejército privado. Incluso había apostado un escuadrón de arqueros itureanos en las escaleras del templo de la Concordia (unos guerreros de aspecto feroz que pertenecían a una tribu procedente de la fronteras de Siria y eran famosos por su salvajismo). Vigilaban a los senadores que entraban en el templo, y mientras lo hacían ajustaban de vez en cuando una flecha en el arco y fingían apuntarla hacia ellos.

Conseguí hacerme un hueco al fondo y sacar el estilete y la tablilla justo cuando llegaba Antonio. Además de la casa que Pompeyo poseía en Roma, también había confiscado la finca que Metelo Escipión ocupaba en Tibur, y era en esta donde se decía que había compuesto su discurso. Parecía sufrir los efectos de una fuerte resaca cuando pasó junto a mí. De hecho, cuando llegó al estrado, se inclinó hacia delante y expulsó un sustancioso vómito sobre el pasillo. Esto provocó risas y aplausos entre sus partidarios; era conocido por mostrar síntomas de embriaguez en los actos públicos. A mis espaldas, sus esclavos cerraron y trancaron la puerta. Tomar como rehenes a los miembros del Senado de esta manera se salía por completo de lo habitual, y estaba claro que no tenía otra finalidad que la de intimidarlos.

En cuanto a la soflama contra Cicerón, fue, en esencia, un segundo vómito. Escupió la bilis que llevaba años tragando. Hizo un gesto para señalar el interior del templo y les recordó a los senadores que fue en ese mismo edificio donde Cicerón ordenó la ejecución ilegal de cinco ciudadanos romanos, entre ellos Publio Léntulo Sura, padrastro de Antonio, cuyo cadáver no quiso entregar a su familia para que le dieran la debida sepultura. Acusó a Cicerón («ese carnicero sanguinario que deja que otros maten por él») de haber urdido el asesinato de César, así como el de Clodio. Sostuvo además que fue él quien, al envenenar de forma artera la relación entre Pompeyo y César, provocó la guerra civil. Yo sabía que todas las incriminaciones eran falsas, pero también que perjudicarían al orador, como sucedería con otras denuncias más personales que hizo después, como, por ejemplo, que Cicerón era un cobarde en el sentido literal y moral, que pecaba de vanidoso y de fanfarrón, y que sobre todo era un hipócrita, que siempre andaba cambiando su discurso para congraciarse con todos los bandos, tanto que incluso su hermano y su sobrino terminaron por renegar de él y denunciarlo ante César. Citó un fragmento de una carta personal que Cicerón le envió cuando estaba atrapado en Bríndisi: «Siempre, sin titubeo alguno y con todo mi corazón, haré cuanto esté en mi mano para satisfacer tu voluntad y tus intereses». El templo estalló en carcajadas. Incluso hizo mención a cuando se divorció de Terencia y se casó con Publilia.

—¿Con qué dedos trémulos, depravados y ávidos desnudaría este altanero filósofo a su esposa quinceañera en la noche de bodas, y con qué languidez no desempeñaría su deber de marido, que la pobre criatura salió huyendo de él de puro espanto en cuanto tuvo ocasión, y que incluso su hija prefirió morir antes que vivir con la vergüenza?

Esto sonó demasiado contundente, y cuando desatrancaron las puertas y salimos al luminoso exterior, me aterraba el momento de presentarme ante el orador y recitar la sarta de inculpaciones. Sin embargo, Cicerón insistió en que se lo repitiera todo palabra por palabra. Cada vez que intentaba omitir un pasaje o alguna expresión, él se daba cuenta y me hacía retroceder e incluirlos. Cuando terminé, parecía bastante abatido.

—En fin, así es la política —dijo, en un intento por restarle importancia.

Noté, sin embargo, que se había quedado atónito. Era consciente de que tendría que pagarle a Antonio con la misma moneda o retirarse humillado. Pretender hacerlo en persona y en el Senado, donde Antonio y Dolabela ejercían un control absoluto, era muy peligroso. Por lo tanto, debería contraatacar por escrito, y una vez que el texto fuese publicado no habría vuelta atrás. Con un salvaje como Antonio, el duelo sería a muerte.

A principios de octubre, Antonio abandonó Roma para viajar a Bríndisi con el propósito de asegurarse la lealtad de las legiones que había traído de Macedonia, y que ahora estaban al vivaque a las afueras de la ciudad. En ausencia de Antonio, Cicerón decidió que también él dejaría Roma durante unas semanas para concentrarse en la redacción de su réplica, a la que ya se refería como su Segunda filípica. Partió hacia la bahía de Nápoles y yo permanecí en la casa para ocuparme de sus asuntos.

Hacía un tiempo propicio para la melancolía. Como ocurría siempre a finales de otoño, el cielo de Roma se oscureció con los incontables millares de estorninos que llegaban del norte. Parecían anunciar alguna calamidad inminente con sus chillidos agitados. Anidaban en los árboles que bordeaban el Tíber, y tras esto alzaban el vuelo en inmensas columnas negras que se desplegaban en las alturas y se sacudían adelante y atrás como impelidas por el pánico. Los días se tornaron gélidos; las noches, más largas; el invierno se acercaba y con su proximidad crecía la certidumbre de la guerra. Octaviano se encontraba en Campania, muy cerca de donde estaba Cicerón, reclutando combatientes en Casilinum y Calacia entre los veteranos de César. Antonio intentaba sobornar a los soldados de Bríndisi. Décimo había formado una legión nueva en la Galia Citerior. Lépido y Planco aguardaban con sus tropas al otro lado de los Alpes. Bruto y Casio habían izado sus estandartes en Macedonia y Siria. Entre todos sumaban un total de siete ejércitos, ya formados o en proceso de reclutamiento. La cuestión era quién atacaría primero.

Al cabo de un tiempo, este honor (si se le podía llamar así) recayó sobre Octaviano. Había reunido casi una legión entera prometiéndoles a los veteranos una asombrosa recompensa de dos mil sestercios por cabeza (Balbo aportaría el dinero). Había escrito a Cicerón para rogarle que le diera su consejo, y este me envió la sensacional noticia para que yo se la entregase a Ático.

Tiene un objetivo muy claro: declararle la guerra a Antonio y ser el comandante en jefe. Me parece, por tanto, que el conflicto se desatará en cuestión de días. Pero ¿a quién seguiremos? Consideremos su nombre; consideremos su edad. Quería que lo aconsejase sobre si debería avanzar hacia Roma con tres mil veteranos; mantener Capua y bloquear la ruta de Antonio, o ir a unirse a las tres legiones macedonias que ahora marchan por la costa del Adriático, las cuales espera que se adhieran a su bando. Rechazaron el botín que Antonio les ofreció, según me dijo, lo abuchearon con todas sus fuerzas y lo dejaron hablando solo mientras intentaba arengarlos. En resumen, se ha autoproclamado dirigente de nuestro bando y espera que yo lo respalde. Por mi parte, le he recomendado que vaya a Roma. Imagino que la chusma lo apoyará, y también la gente honrada, si logra convencerla de su sinceridad.

Octaviano siguió el consejo de Cicerón y entró en Roma el décimo día de noviembre. Sus soldados ocuparon el foro. Observé cómo se desplegaban por el centro de la ciudad para asegurar los templos y los edificios públicos. Mantuvieron las posiciones durante toda la noche y el día siguiente mientras Octaviano establecía su cuartel general en la casa de Balbo e intentaba organizar una reunión del Senado. No obstante, todos los magistrados veteranos estaban ausentes; Antonio intentaba ganarse a las legiones macedonias; Dolabela había partido hacia Siria; la mitad de los pretores, incluidos Bruto y Casio, habían huido de Italia; no quedaba ningún mandatario en la ciudad. No me costaba entender que Octaviano le rogase a Cicerón que se uniera a él en su aventura, para lo cual le escribía una y, en ocasiones, hasta dos veces al día; solo el orador tenía la autoridad moral para convocar al Senado. Sin embargo, este no albergaba el menor deseo de ponerse a las órdenes de un crío que encabezaba una insurrección armada con escasas probabilidades de conseguir la victoria, de manera que tuvo la prudencia de mantenerse al margen.

En mi papel de ojos y oídos de Cicerón en Roma, bajé al foro llegado el duodécimo día para escuchar a Octaviano. Para entonces había abandonado su propósito de reunir al Senado y, en lugar de eso, convencido a un tribuno solidario, Tiberio Canutio, para que convocase una asamblea pública. Subió a la rostra bajo un cielo ceniciento, a la espera de que lo llamasen, delgado como un junco, rubio, pálido, nervioso; la escena, como le escribiría a Cicerón, se antojaba «tan ridícula como, por alguna extraña razón, fascinante, como si de un pasaje extraído de alguna leyenda se tratara». Por otro lado, no era mal orador, según demostró al iniciar su discurso, y Cicerón se deleitó con la denuncia que pronunció contra Antonio («este falsificador de decretos, este manipulador de leyes, este ladrón de herencias legítimas, este traidor que en estos momentos planea entrar en guerra contra el Estado…»). Sin embargo, no le hizo tanta gracia cuando le comuniqué que también señaló la estatua de César que había sido levantada en la rostra y describió al dictador como «el más insigne romano de todos los tiempos, cuya muerte vengaré y cuya confianza en mí, os lo juro por todos los dioses, me encargaré de honrar». Dicho esto, bajó de la plataforma arropado por un caluroso aplauso; poco después abandonó la ciudad, llevándose consigo a sus soldados, alarmado por la noticia de que Antonio se acercaba con unas tropas mucho más numerosas.

Los acontecimientos adquirieron un ritmo vertiginoso. Antonio detuvo a su ejército (del que también formaba parte la famosa Quinta Legión de César, «las Alondras»), a solo doce millas de Roma, en Tibur, y entró en la ciudad con una escolta de mil hombres.

Convocó una reunión del Senado el día veinticuatro e hizo saber que esperaba que Octaviano fuese declarado enemigo público. La no asistencia a la cámara equivaldría a aprobar la traición de Octaviano, el cual sería castigado con pena de muerte. El ejército de Antonio estaba listo para entrar en la ciudad si su voluntad era cuestionada. Roma entera se sobrecogió ante la inevitable masacre.

Llegado el día veinticuatro, el Senado se reunió, aunque Antonio no hizo acto de presencia. Una de las legiones macedonias que lo habían abucheado, la de Marte, acampada en Alba Fucens, a sesenta millas de Roma, se había declarado de pronto partidaria de Octaviano a cambio de una recompensa cinco veces superior a la que le ofrecía Antonio. Este salió a la carrera para intentar recuperarla, sin embargo fue recibido con una lluvia de burlas por su tacañería. Regresó a Roma y convocó al Senado para el día veintiocho, aunque en esta ocasión habría de reunirse por la noche en sesión de urgencia. Era la primera vez en todos sus años de existencia que el Senado se congregaba tras la puesta de sol, algo que atentaba contra todas las normas y leyes sagradas. Cuando bajé al foro con la intención de elaborar un informe para Cicerón, lo encontré repleto de legionarios detenidos bajo la luz de las antorchas. El escenario se me antojó tan siniestro que me puse nervioso y no me atreví a entrar en el templo, así que me quedé fuera con la plebe. Vi llegar a Antonio a toda prisa de Alba Fucens, en compañía de su hermano Lucio, quien parecía aún más feroz que él (de hecho, había luchado como gladiador en Asia e incluso había llegado a degollar a un amigo). Al cabo de una hora los vi salir con premura. Nunca olvidaré los ojos de Antonio, que tenía abiertos como platos de puro terror, mientras bajaba atropelladamente las escaleras del templo. Acababan de comunicarle que otra legión, la Cuarta, había seguido el ejemplo de la de Marte y se había pasado al bando de Octaviano. Ahora era él quien corría el riesgo de quedar en inferioridad numérica. Escapó de la ciudad aquella misma noche y se dirigió a Tibur con el propósito de reunir a su ejército y reclutar nuevos combatientes.

Mientras ocurría todo esto, Cicerón le daba los últimos retoques a su Segunda filípica y me la enviaba con instrucciones de que tomase prestada una veintena de escribientes de Ático y me asegurase de copiarla y ponerla en circulación lo antes posible. El orador la había escrito a modo de extenso discurso (de haberlo pronunciado, habría durado dos horas largas), de manera que, en lugar de hacer que cada escribiente trabajase en una sola copia, dividí el manuscrito en veinte partes y las distribuí entre todos ellos. De esta forma, a medida que los distintos fragmentos eran reunidos y pegados, llegábamos a producir cuatro o cinco ejemplares al día. Estos se los enviábamos a los amigos y aliados, a quienes a su vez les pedíamos que o bien realizasen nuevas copias o bien organizasen reuniones en las que leer el discurso en voz alta.

Las noticias relativas al texto no tardaron en difundirse. Al día siguiente de que Antonio abandonara la ciudad, fue expuesto en el foro. Todos querían leerlo, entre otras cosas porque recogía una plétora de rumores envenenados, como, por ejemplo, que durante su juventud Antonio se había prostituido con hombres, que con frecuencia se caía de lo borracho que iba, y que incluso había tenido una actriz nudista como amante. Pero yo le atribuyo su extraordinaria popularidad sobre todo porque entraba en detalles que nadie se había atrevido a revelar hasta ahora: que Antonio había robado setecientos millones de sestercios del templo de Ops, dinero que empleó en parte para saldar sus deudas personales, que ascendían a cuarenta millones; que Fulvia y él habían falsificado los decretos de César a fin de extorsionar al rey de Galacia y obtener diez millones de sestercios; que se habían apropiado de joyas, muebles, casas, granjas y dinero, y se lo habían repartido todo entre ellos dos y su séquito de actores, gladiadores, adivinos y curanderos.

Llegada la novena jornada de diciembre, Cicerón volvió por fin a Roma. Su regreso me cogió por sorpresa. Oí ladrar al perro guardián y me asomé a la entrada, donde vi al señor de la casa conversando con Ático. Había estado ausente casi dos meses e irradiaba una lozanía y un ánimo desacostumbrados. Sin siquiera quitarse la capa ni el gorro, me tendió una misiva de Octaviano que le había llegado el día anterior.

He leído tu nueva filípica y me parece un escrito magnífico, digno del mismísimo Demóstenes. Ojalá pudiera verle la cara al actual Filipo cuando la lea él. Me han comentado que ha decidido no atacarme aquí, sin duda temeroso de que sus hombres se nieguen a entrar en liza contra el hijo de César; en lugar de eso, marcha aprisa con su ejército hacia la Galia Citerior con la intención de arrebatarle la provincia a tu amigo Décimo.

Mi estimado Cicerón, convendrás en que mi posición es más fuerte de lo que nos atrevíamos a soñar cuando nos reuníamos en tu casa de Puteoli. Ahora me encuentro en Etruria en busca de más reclutas. Acuden a mí en masa. Y aun así, ahora más que nunca, necesito con apremio tus sabios consejos. ¿Sería posible que organizásemos un encuentro? No hay nadie en este mundo con quien me urja más hablar.

—Bien —dijo Cicerón con una sonrisa—, ¿qué te parece?

—Es muy gratificante —juzgué.

—¿Gratificante? ¡Por favor, usa la imaginación! ¡Es más que eso! No he dejado de darle vueltas desde que la recibí.

Después de que un esclavo terminara de ayudarlo a quitarse la ropa de abrigo, nos hizo una seña a Ático y a mí para que lo siguiéramos hasta su estudio, y cuando entramos me pidió que cerrase la puerta.

—Esta es la situación tal como yo la veo. De no ser por Octaviano, Antonio se habría apoderado de Roma y nuestra causa sería historia en estos momentos. Pero el miedo que le tiene al heredero de César ha obligado al lobo a dejar caer la presa en el último momento, por lo que ahora se escabulle hacia el norte para saciarse en su lugar con la Galia Citerior. Si derrota a Décimo este invierno y conquista la provincia, lo que me parece muy probable, contará con los fondos y las tropas necesarios para regresar a Roma en primavera y rematarnos. El único que puede librarnos de ese final es Octaviano.

—¿De verdad crees que Octaviano ha formado un ejército para defender lo que queda de la República? —le preguntó Ático con escepticismo.

—No, pero, del mismo modo, ¿le conviene permitir que Antonio tome el control de Roma? Por supuesto que no. Antonio, en estos momentos, es su verdadero enemigo, quien le ha arrebatado su herencia y desoye sus exigencias. Si consigo persuadir a Octaviano para que se dé cuenta de ello, tal vez aún podamos salvarnos del desastre.

—Tal vez, pero solo para librar a la República de las garras de un tirano y dejarla en las de otro, que además se hace llamar César.

—Ah, no estoy seguro de que el muchacho sea un tirano. Creo que podría utilizar mi influencia para que no abandone la senda de la virtud, al menos hasta que nos deshagamos de Antonio.

—Desde luego, por lo que dice en su carta, parece que está dispuesto a escucharte —observé.

—Exacto. Créeme, Ático, si me pusiera a buscarlas, podría enseñarte otras treinta cartas similares que me lleva mandando desde abril. ¿Por qué le urge tanto que le dé mi consejo? Lo cierto es que el joven carece de una figura paterna. Su verdadero padre murió hace tiempo; su padrastro es un cretino; y su padre adoptivo le legó la herencia más valiosa que se pueda imaginar, pero sin darle ninguna indicación sobre cómo hacerse con ella. De alguna manera, yo he pasado a desempeñar esa función, lo que es una bendición, no tanto para mí como para la República.

—Y ¿qué piensas hacer? —preguntó Ático.

—Iré a verlo.

—¿A Etruria, en pleno invierno, a tu edad? Está a cien millas de aquí. Has perdido el juicio.

—Tampoco podemos esperar que Octaviano venga a Roma —dije.

Cicerón hizo un gesto con la mano como quitándole importancia a nuestras objeciones.

—Pues nos encontraremos en un punto intermedio. Ático, la villa que has comprado hace poco junto al lago de Volsinii nos vendría de maravilla. ¿Está ocupada?

—No, pero no te garantizo que sea el lugar más cómodo.

—Eso no importa. Tiro, redacta una carta en mi nombre para Octaviano para proponerle un encuentro en Volsinii tan pronto como le sea posible.

—Pero ¿qué hay del Senado? —le recordó Ático—. ¿Qué hay de los cónsules designados? Tú ya no tienes autoridad para negociar en nombre de la República con nadie, y menos aún con alguien que encabeza un ejército rebelde.

—En esta República ya nadie tiene autoridad. Ese es el problema. El poder está tirado en medio del fango esperando a que alguien se atreva a rescatarlo. ¿Por qué no voy a ser yo?

Puesto que Ático no supo darle una respuesta, la invitación del orador le fue enviada a Octaviano en menos de una hora. Al cabo de tres días de ansiosa espera, Cicerón recibió la contestación:

Nada me complacería más que volver a verte. Nos encontraremos en Volsinii el decimosexto día, como propones, a menos que se me avise de que ha surgido algún impedimento. Sugiero que mantengamos esta reunión en secreto.

Para cerciorarse de que nadie descubriera sus planes, Cicerón insistió en que partiésemos cuando aún faltaba mucho para el amanecer, de noche, en la madrugada del decimocuarto día de diciembre. Tuve que sobornar a los centinelas a fin de que abriesen la puerta Fontinalia solo para nosotros.

Sabíamos que nos adentrábamos en un territorio sin ley, infestado de bandas de forajidos armados, por lo que viajábamos en un carruaje cerrado e íbamos escoltados por un numeroso séquito de guardias y asistentes. Una vez que atravesamos el puente Mulvio, continuamos hacia la izquierda y bordeamos la orilla del Tíber hasta tomar la vía Cassia, una carretera que yo nunca había pisado. Llegado el mediodía entramos en un terreno escarpado. Ático me había prometido que disfrutaríamos de unas vistas espectaculares. No obstante, el clima desapacible que se había asentado en Italia desde el asesinato de César siguió castigándonos, y las cimas lejanas de las montañas alfombradas de pinos aparecieron envueltas por la niebla. Durante los dos días que pasamos viajando el velo no pareció disiparse un ápice.

Poco quedaba del entusiasmo inicial de Cicerón. Se había sumido en un mutismo desacostumbrado, consciente sin duda de que el futuro de la República podría depender de esa reunión. Llegada la tarde de la segunda jornada, cuando arribamos a la orilla del inmenso lago y nuestro destino apareció en lontananza, empezó a quejarse del frío que hacía. Tiritaba y se soplaba en las manos, pero cuando fui a taparle las piernas con una manta, se la quitó de encima de un manotazo como un niño malcriado y dijo que aunque fuese un anciano no era ningún inválido.

Ático había comprado esta finca a modo de inversión, pero solo la había visitado una vez. No obstante, en asuntos de dinero tenía muy buena memoria, así que enseguida recordó su ubicación. Amplia y medio en ruinas (algunas partes databan de la época etrusca), la villa quedaba frente a las murallas de la ciudad de Volsinii, junto a la orilla del lago. La verja de hierro estaba abierta. En el húmedo patio se amontonaban las hojas secas y podridas; el liquen negro y el musgo cubrían los tejados de terracota. Solo el leve remolino de humo que brotaba de la chimenea sugería que la vivienda estaba habitada. Supusimos, al no ver a nadie en los terrenos circundantes, que Octaviano aún no había llegado. Pero cuando nos apeamos del carruaje, el mayordomo nos instó a pasar y anunció que un joven nos esperaba dentro.

Estaba sentado en el tablinum con su amigo Agripa y se levantó al vernos entrar. Intenté determinar si el increíble cambio de su suerte se reflejaba de modo alguno en su ademán o su carácter, pero lo vi igual que siempre: comedido, modesto, atento, con el mismo corte de pelo convencional y el mismo acné juvenil. Había venido sin escolta, dijo, aparte de dos conductores de carros, que se habían llevado los tiros para darles de comer y beber en la ciudad. («Nadie sabe cómo soy, por lo que prefiero no llamar la atención; es mejor pasar desapercibido, ¿no crees?»). Cicerón y él se dieron un cálido apretón de manos. Una vez terminadas las presentaciones, el orador dijo:

—Había pensado que Tiro podría tomar nota de los acuerdos a los que lleguemos, así los dos podríamos conservar una copia después.

—Entonces ¿dispones de autoridad para negociar? —infirió Octaviano.

—No, pero estaría bien tener algo que mostrarles a los dirigentes del Senado.

—Personalmente, si no te importa, preferiría que no quedase ningún registro escrito de este encuentro. Así podríamos hablar con más libertad.

No existe, por ende, ningún informe textual de sus conversaciones, aunque sí elaboré un resumen inmediatamente después para uso personal de Cicerón. Primero Octaviano le expuso la situación militar tal como él la veía. Tenía, o no tardaría en tener, cuatro legiones a su disposición: los veteranos de Campania, los reclutas que estaba captando en Etruria, la de Marte y la Cuarta. Antonio contaba con tres legiones, incluida las Alondras, pero también otra que no tenía ninguna experiencia; iba tras Décimo, quien, según sus informadores, se había retirado a la ciudad de Mutina, donde estaba sacrificando los rebaños y salando la carne con el propósito de abastecerse de cara a un largo asedio. Cicerón dijo que el Senado disponía de once legiones en la Galia Ulterior, siete de ellas al mando de Lépido y cuatro al de Planco.

A esto, Octaviano le respondió:

—Sí, pero se encuentran en el lado equivocado de los Alpes, y son necesarias para mantener la Galia. Además, los dos sabemos que ninguno de los comandantes es precisamente de fiar, sobre todo Lépido.

—No te lo discutiré —aceptó Cicerón—. La situación se resumiría de la siguiente manera: tú cuentas con soldados pero careces de legitimidad; nosotros tenemos legitimidad pero nos faltan soldados. Lo que sí tenemos los dos, no obstante, es un enemigo común: Antonio. Y algo me dice que bajo esa mezcla de condiciones se esconde la base de un acuerdo.

—Un acuerdo —intervino Agripa— que, según has dicho tú mismo, no estás autorizado a negociar.

—Joven, hazme caso, si queréis hacer un trato con el Senado, soy vuestra mejor opción. Y permitidme que os diga algo más: convencerlo no será tarea fácil, ni siquiera para mí. Habrá muchos que dirán: «No nos deshicimos de un César para aliarnos con otro».

—Sí —admitió Agripa—, pero también habrá muchos de los nuestros que dirán: «¿Por qué deberíamos luchar para proteger a los que asesinaron a César? Solo quieren comprarnos hasta que tengan la fuerza suficiente para aniquilarnos».

Cicerón descargó las palmas de las manos contra los reposabrazos de su silla.

—Si eso es lo que opináis, entonces este viaje ha sido en balde.

Hizo ademán de levantarse, pero Octaviano se inclinó hacia delante y le puso la mano en el hombro para que se mantuviera en su asiento.

—No tan rápido, mi querido amigo. No hay por qué ofenderse. Estoy de acuerdo con tu análisis. Mi único objetivo es derrotar a Antonio, algo que sin ninguna duda preferiría conseguir con la autoridad legal del Senado.

—Hablemos claro —dijo Cicerón—: ¿lo que prefieres, aunque para ello tengas que acudir al rescate de Décimo, y de hecho es lo que tendrás que hacer, el mismo que engañó a tu padre adoptivo y lo condujo a la muerte?

Octaviano lo atenazó con sus fríos ojos grises.

—Eso no supondría ningún problema para mí.

En ese momento supe con certeza que Cicerón y Octaviano llegarían a un acuerdo. Incluso Agripa pareció relajarse un poco. Convinieron que Cicerón propondría en el Senado que a Octaviano, a pesar de su edad, se le confiriese imperium y autoridad legal necesaria para declararle la guerra a Antonio. A cambio, Octaviano se pondría a las órdenes de los cónsules. Lo que pudiera ocurrir a largo plazo, tras la derrota de Antonio, no llegó a detallarse. No se recogió nada por escrito.

Cicerón dijo:

—Podrás saber si he cumplido con mi parte del trato cuando leas mis discursos, los cuales me ocuparé de enviarte, y cuando conozcas las resoluciones que el Senado anuncie. Y yo sabré por los movimientos de tus legiones si tú estás cumpliendo con la tuya.

—Por eso no debes preocuparte —le confirmó Octaviano.

Ático salió a buscar al mayordomo y regresó con una jarra de vino toscano y cinco copas de plata que procedió a llenar y repartir. Cicerón estimó que era un buen momento para pronunciar unas palabras.

—En el día de hoy la juventud y la experiencia, las armas y la toga, han unido sus fuerzas en un pacto solemne para acudir al rescate del bien común. Abandonemos este lugar y regresemos a donde nos corresponde, decididos a desempeñar nuestro respectivo deber por la República.

—Por la República —dijo Octaviano alzando su copa.

—¡Por la República! —repetimos los demás antes de beber.

Octaviano y Agripa declinaron cortésmente la invitación de pernoctar en la casa; adujeron que debían llegar al campamento cercano antes de que anocheciera, ya que al día siguiente se celebraban las saturnales y se esperaba que Octaviano repartiese presentes entre sus hombres. Tras un profuso intercambio de halagos y declaraciones de afecto imperecedero, Cicerón y Octaviano se dijeron adiós. Todavía recuerdo la expresión que el muchacho utilizó al despedirse: «Tus discursos y mis espadas engendrarán una alianza imbatible». Cuando se hubieron marchado, el orador salió a la terraza y se puso a dar vueltas bajo la lluvia para tranquilizarse mientras yo, por pura costumbre, retiraba las copas de vino. Reparé en que Octaviano no había probado ni gota.

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