Dictator

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Segunda parte. Redux 47-43 a. C. » Capítulo XVII

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XVII

Cicerón esperaba no tener que dirigirse al Senado hasta el primer día de enero, fecha en que Hircio y Pansa debían asumir el cargo de cónsul. Pero durante el viaje de regreso nos enteramos de que los tribunos habían convocado una reunión de urgencia que se celebraría dentro de dos días para debatir la guerra inminente entre Antonio y Décimo. Cicerón decidió que cuanto antes cumpliera la promesa que le había hecho a Octaviano, mejor. Por consiguiente, bajó muy temprano al templo de la Concordia para pronunciarse. Como de costumbre, yo lo acompañé y me quedé junto a la puerta para tomar nota de sus comentarios.

Cuando corrió la voz de que Cicerón había ocupado su sitio, la gente afluyó al foro. Algunos senadores que de otra manera no habrían asistido también pensaron que sería mejor acudir y escuchar lo que el orador tenía que decir. Al cabo de una hora los bancos estaban abarrotados. Uno de los que habían cambiado sus planes era el cónsul designado, Hircio. Era la primera vez en varias semanas que se había levantado de su lecho de enfermo, y cuando entró en el templo su aspecto provocó no pocos jadeos de asombro. El joven y rollizo gastrónomo que había ayudado a redactar los Comentarios de César y que solía invitar a Cicerón a cenar cisne y pavo real se había marchitado hasta quedar reducido a un esqueleto andante. Creo que padecía lo que Hipócrates, el padre de la medicina griega, llamaba carcino; tenía en el cuello la cicatriz que le había dejado el tumor que le habían extirpado recientemente.

El tribuno que presidía la asamblea era Apuleyo, amigo de Cicerón. Empezó leyendo un edicto en el que Décimo prohibía que Antonio entrase en la Galia Citerior, reiteraba su determinación de preservar la lealtad de la provincia hacia el Senado y confirmaba que había desplazado sus tropas a Mutina. Fue en esa ciudad donde le entregué a César la carta de Cicerón hacía ya tantos años, y cuyas robustas murallas y puertas me vinieron a la memoria; muchas cosas dependían de su capacidad de resistir un asedio prolongado por parte de las tropas de Antonio, más numerosas. Cuando terminó de leer, Apuleyo dijo:

—En cuestión de días, o acaso ahora mismo, la República volverá a caer presa de la guerra civil. La cuestión es: ¿qué vamos a hacer? Llamo a Cicerón para que comparta su parecer con nosotros.

Cientos de senadores se inclinaron hacia delante para escucharle atentamente cuando Cicerón se levantó.

—Honorables senadores, en mi opinión, esta reunión no podría haberse convocado en un momento más oportuno. Una guerra inicua contra nuestros hogares y altares, nuestra vida y nuestro destino, no solo la ha planeado, sino que la está librando un individuo libertino e inmoral. De nada sirve que aguardemos al primer día de enero para actuar. Antonio no espera. Ya ha iniciado su ataque contra el eminente e inefable Décimo. Y cuando termine con la Galia Citerior, amenaza con regresar y atacarnos en Roma. De hecho, ya habría iniciado esa ofensiva de no ser por un joven, casi un niño, aunque dotado de una inteligencia y un valor extraordinarios y casi divinos, que formó un ejército y salvó al Estado.

Hizo una pausa para dejar que el mensaje calase en la cámara. Los senadores se giraron hacia sus vecinos de banco para cerciorarse de que habían oído bien. Una barahúnda de sorpresa se propagó por el templo entremezclada con algunos lamentos de agravio y no pocos jadeos de emoción. ¿Acababa de decir que el niño había salvado al Estado? Pasaron largos instantes hasta que Cicerón pudo proseguir.

—Sí, es lo que pienso, senadores; esta es mi opinión: si este muchacho no le hubiera plantado cara a ese lunático, el bien común se habría desmoronado por completo. En sus manos hoy, porque si ahora estamos aquí y tenemos la libertad de expresar nuestra opinión, es gracias a él, en sus manos debemos poner la autoridad de defender la República, no a modo de tarea emprendida por su mera voluntad, sino como un cargo que nosotros le encomendamos.

Al instante se oyó gritar: «¡No!», «¡Te ha comprado!» entre los partidarios de Antonio, protestas que quedaron ahogadas bajo los aplausos del resto del Senado. Cicerón señaló la puerta.

—¿No veis el foro atestado y el ardor con que el pueblo romano ansía recuperar su libertad? ¿Que ahora, después de tanto tiempo, al vernos congregados aquí en tal multitud, confía en que nos hayamos reunido como hombres libres?

Esto dio pie a lo que se dio en llamar la Tercera filípica. La invectiva encajaba la política romana sobre su eje. Colmaba de elogios a Octaviano, o a César, como lo llamó ahora Cicerón por primera vez. («¿Quién es más casto que este joven? ¿Quién más modesto? ¿Qué mejor ejemplo podemos encontrar entre la juventud de la tradicional pureza?»). Señalaba el camino hacia una estrategia con la que aún era posible salvar la República. («Los dioses inmortales nos han agraciado con estos protectores: para la ciudad, César; Décimo para la Galia»). Pero quizá todavía más importante, para aquellos que se sentían hartos y apesadumbrados después de meses e incluso años de abúlica aquiescencia, era el hecho de que inflamase al Senado con su espíritu combativo.

—Hoy por primera vez después de mucho tiempo podemos erigirnos en posesión de la libertad. Es en el seno de la gloria y la libertad donde nacimos. Y si el último capítulo de la larga historia de nuestra República ha llegado, afrontémoslo al menos como gladiadores triunfantes, los que encaran la muerte con honor; comportémonos del mismo modo nosotros, la más sublime nación del mundo, y caigamos con dignidad en lugar de servir con deshonra.

Tal fue el efecto que cuando Cicerón se sentó, una buena parte del Senado se puso en pie de inmediato y se arracimó a su alrededor para darle la enhorabuena. Saltaba a la vista que por el momento había cosechado un éxito absoluto. A petición de Cicerón, se propuso una moción para darle las gracias a Décimo por su defensa de la Galia Citerior; para elogiar a Octaviano por su «ayuda, coraje y sensatez», y para prometerle la concesión de los correspondientes honores cuando los cónsules electos convocaran al Senado al comenzar el nuevo año. La proposición se aprobó por aplastante mayoría. Después, apartándose de toda costumbre, los tribunos invitaron a Cicerón en vez de a alguno de los magistrados en activo para que saliese al foro y le anunciase al pueblo lo que el Senado acababa de decidir.

Antes de partir al encuentro de Octaviano nos dijo que el poder de Roma estaba en el fango a la espera de que alguien lo rescatara. Eso fue precisamente lo que hizo aquel día. Subió a la rostra bajo la mirada del Senado, y se mostró ante todos aquellos millares de ciudadanos.

—¡Vuestra abrumadora presencia multitudinaria, romanos —bramó—, nunca he visto a tanta gente en esta asamblea, me inspiran para defender la República y me devuelven la esperanza de restablecerla!

»¡Puedo deciros que el Senado le ha dado las gracias a Cayo César, quien ha protegido y sigue protegiendo el Estado y vuestra libertad! —Una ensordecedora oleada de aplausos brotó de la multitud—. ¡Os doy las gracias! —gritó Cicerón, esforzándose por hacerse oír—. ¡Os doy las gracias, romanos, por recibir con vuestro aplauso más cálido el nombre de este joven nobilísimo! ¡Merece recibir honores divinos e inmortales por sus servicios asimismo divinos e inmortales!

»Os enfrentáis, romanos, a un enemigo con el que no es posible llegar a ningún acuerdo de paz. Antonio no es solo un criminal y un canalla. Es una alimaña despiadada y sanguinaria. La cuestión no es en qué condiciones viviremos, ¡sino si sobreviviremos o pereceremos víctimas de sus torturas y su oprobio!

»En cuanto a mí, no escatimaré esfuerzos por vosotros. ¡Hoy, por primera vez en mucho tiempo, con mi consejo y a petición mía, nos exalta de nuevo la esperanza de la libertad!

Dio un paso atrás para señalar el final de su discurso y dejó que el gentío rugiera y batiese el suelo con los pies para expresar su aprobación. Comenzó entonces la última y más gloriosa fase de su carrera pública.

A partir de mis notas taquigráficas elaboré una transcripción de los dos discursos, y de nuevo un equipo de escribientes trabajó por turnos para elaborar las copias. Estas se publicaron por decenas en el foro y les fueron enviadas a Bruto, a Casio, a Décimo y al resto de las figuras prominentes de la causa republicana. Huelga decir que también le llegaron a Octaviano, quien las leyó de inmediato y mandó su respuesta en menos de una semana:

De Cayo César para su amigo y mentor Marco Cicerón. ¡Saludos!

No te imaginas cómo he disfrutado de tus últimas filípicas. «Casto… Modesto… Pureza… Inteligencia casi divina». ¡Siento que me arden las mejillas! En serio, no me halagues tanto, mi viejo amigo, ¡o te llevarás una decepción! Me encantaría que un día pudiéramos hablar sobre las claves de la oratoria. Sé que podría aprender muchísimo de ti, tanto de esta como de otras materias. ¡Y ahora a lo que nos ocupa! En cuanto me comuniques que mi ejército ha sido legalizado y que cuento con la autoridad pertinente para entrar en guerra, desplazaré mis legiones hacia el norte para atacar a Antonio.

Ahora todos aguardaban con impaciencia la siguiente reunión del Senado, fijada para el primer día de enero. Cicerón temía que estuviesen desperdiciando un tiempo valiosísimo.

—En política la regla de oro es mantener las cosas en constante movimiento.

Fue a ver a Hircio y a Pansa y los urgió a adelantar la asamblea; ellos se negaron, aduciendo que carecían de la autoridad legal necesaria. Aun así, Cicerón creía que contaba con su confianza y que los tres juntos conformarían un frente sólido. No obstante, cuando al dar comienzo el nuevo año se llevaron a cabo en el Capitolio los sacrificios que la tradición exigía y el Senado se retiró al templo de Júpiter para debatir sobre el estado de la nación, Cicerón recibió un fuerte revés. Tanto Pansa, que ejercía de presidente y pronunció el discurso de apertura, como Hircio, que habló a continuación, expresaron su deseo de que, por grave que fuese la situación, aún existiese la posibilidad de llegar a un acuerdo pacífico con Antonio. Esto no era en absoluto lo que Cicerón quería oír.

Como excónsul más veterano, esperaba que después lo llamaran a él, por lo que se levantó de su asiento. Sin embargo, Pansa lo ignoró y le dio la palabra a su suegro, Quinto Caleno, antiguo partidario de Clodio y compinche de Antonio, quien nunca había sido elegido cónsul, sino que el cargo le fue concedido por el dictador. Era de complexión ancha y fornida, propia de un herrero, y carecía de dotes de comunicador, pero se expresaba con llaneza y se le escuchaba con respeto.

—Esta crisis —dijo— ha sido ideada por el cultivado y distinguido Cicerón para hacernos creer que existe una guerra entre la República y Marco Antonio. Pero no es así, senadores. Se trata de una guerra entre tres bandos: Antonio, que fue designado gobernador de la Galia Citerior por votación de esta cámara y del pueblo; Décimo, que se niega a renunciar a su autoridad; y un crío que ha reunido un ejército privado para alcanzar sus propios objetivos. De estos tres, conozco y apoyo a Antonio. Tal vez, por compromiso, debamos ofrecerle el gobierno de la Galia Ulterior. Pero, si eso fuese demasiado pedir, propongo que, cuando menos, nos mantengamos en una posición neutral.

Cuando Caleno se sentó, Cicerón volvió a levantarse. Sin embargo, Pansa volvió a ignorarlo y llamó a Lucio Pisón, exsuegro de César, al que por supuesto Cicerón consideraba un aliado. No obstante, Pisón pronunció un largo discurso, que en esencia venía a decir que él siempre había creído que Antonio constituía una amenaza para el Estado y que, de hecho, lo seguía pensando, pero que después de haber padecido la última guerra civil, no albergaba ningún deseo de pasar por otro conflicto, por lo que en su opinión el Senado debía realizar un último esfuerzo por mantener la paz y enviar una delegación para hablar con Antonio y presentarle una serie de condiciones.

—Propongo que se someta a la voluntad del Senado y el pueblo, que cese el asedio de Mutina y retire su ejército hasta el lado italiano del Rubicón, pero a más de doscientas millas de Roma. Si se atiene a esto, cabe la posibilidad de que aun a estas alturas se evite la guerra. Pero si siguiera adelante y esta se desatase, todo el mundo tendría claro quién es el responsable.

Tras el alegato de Pisón, Cicerón ni siquiera se molestó en ponerse de pie, sino que permaneció sentado con la barbilla apretada contra el pecho y la mirada ceñuda adherida al suelo. A continuación tomó la palabra otro supuesto aliado, Publio Servilio Vatia Isáurico, quien procedió a encadenar un tópico tras otro para criticar con dureza a Antonio, pero con mayor acrimonia todavía a Octaviano. Familiar político de Bruto y Casio, formuló una pregunta que muchos tenían en mente:

—Desde que llegara a Italia, Octaviano ha dado los discursos más violentos. Ha jurado vengar a su supuesto padre ajusticiando a sus asesinos, con lo que pone en riesgo la seguridad de algunos de los hombres más ilustres del Estado. ¿Se les ha preguntado a estos qué opinan sobre los honores que ahora se contemplan para el hijo adoptivo de César? ¿Quién nos garantiza que, si convertimos a este ambicioso e inmaduro aspirante a caudillo en «la espada y el escudo del Senado», como el noble Cicerón sugiere, no se dará media vuelta y encarará esa espada contra nosotros?

Estos cinco discursos, dados tras la apertura ceremonial, ocuparon la totalidad del breve día de enero, por lo que Cicerón volvió a casa sin haber pronunciado el que tenía preparado.

—¡Paz! —exclamó con repulsión. Toda su vida había abogado por la paz; ya no. Proyectó el mentón hacia delante en actitud agresiva mientras se quejaba desdeñosamente de los cónsules—. Menudo par de mediocres sin sangre. ¡Con las horas que me he pasado enseñándoles a hablar como es debido! Y ¿para qué? Más me habría valido haberles enseñado a pensar con tino.

En cuanto a Caleno, Pisón e Isáurico, los tachó de «apaciguadores cabezas huecas», «alfeñiques», «aberraciones políticas»… Pasado un rato, dejé de tomar nota de los distintos insultos. Se retiró a su estudio para reescribir el discurso, y a la mañana siguiente salió airado de casa dispuesto a afrontar la segunda jornada de debates como un buque de guerra preparado para la batalla.

Apenas dio comienzo la sesión, se puso de pie y así permaneció, haciendo señas para anunciar que deseaba ser llamado a continuación y que no aceptaría una negativa por respuesta. A su espalda, sus partidarios comenzaron a corear su nombre, hasta que a Pansa no le quedó más remedio que indicar con gestos que era el turno de Cicerón.

—Nada, senadores —comenzó el orador—, he tenido que esperar tanto mi turno como el inicio de este nuevo año y, con él, esta reunión del Senado. Nosotros hemos esperado, pero los que le han declarado la guerra al Estado no. ¿Marco Antonio desea la paz? Pues dejad que deponga las armas. Dejad que pida la paz. Dejad que nos suplique clemencia. Pero enviar una delegación a dialogar con un hombre al que hace trece días juzgasteis del modo más duro y reprobatorio raya en lo ridículo y, si queréis oír lo que de verdad pienso, ¡en la locura!

Uno tras otro, como sometidos a una lluvia de proyectiles arrojados por una colosal balista, Cicerón demolió los argumentos de sus oponentes. Antonio no poseía ningún título legal para erigirse en gobernador de la Galia Citerior; su ley fue impuesta a la fuerza por medio de una asamblea no válida. Era un falsificador. Un ladrón. Un traidor. Entregarle la provincia de la Galia Ulterior equivaldría a darle acceso al «corazón de la guerra: dinero ilimitado»; la mera idea era absurda.

—Y ¿es a este hombre, por los dioses, a quien estamos encantados de enviar una delegación? ¡Jamás obedecerá a los emisarios de nadie! Sé muy bien lo demente y lo arrogante que es ese canalla. Y mientras tanto estaremos perdiendo el tiempo. Los preparativos de la guerra se enfriarán, ya han empezado a ralentizarse por culpa de nuestra parsimonia. Si hubiésemos actuado antes, ahora no tendríamos que preocuparnos de ninguna guerra. Todo mal es fácil de extirpar cuando brota; pero si dejas que arraigue, nunca dejará de enconarse.

»Propongo, por lo tanto, senadores, que no enviemos ninguna delegación. En su lugar, sugiero que quede declarado el estado de emergencia, que se clausuren los tribunales, que se pase a vestir el uniforme militar, que se inicien los reclutamientos, que las exenciones del servicio militar queden anuladas en Roma y en toda Italia, y que Antonio sea declarado enemigo público.

Una espontánea batahola de aplausos y zapateos ahogó el resto de sus palabras, aunque se negó a dejar de pronunciarlas.

—… Si hacemos todo esto, Antonio tendrá la impresión de haber comenzado una guerra contra el Estado. Sufrirá la fuerza y la severidad de un Senado unánime. Dice que esta es una guerra entre varias partes. ¿Qué partes? ¡Esta guerra no ha sido desatada por nadie más que por él!

»Y ahora hablaré de Cayo César, sobre el que mi amigo Isáurico ha vertido tanto desdén y tantas sospechas. Pues bien, de no haber sido por su intervención, ¿quién de nosotros seguiría vivo? ¿Qué dios ha agraciado al pueblo romano con este muchacho caído del cielo? Gracias a su protección, la tiranía de Antonio ha quedado desbaratada. Otorguemos a César, por tanto, la autoridad pertinente, sin la cual no es posible ordenar ningún trámite militar, ni formar ningún ejército, ni librar ninguna guerra. Nombrémoslo propretor, y que posea todos los poderes que correspondan a dicho cargo.

»De él dependen nuestras esperanzas de libertad. Conozco a este joven. Para él nada es más valioso que la República, nada es más importante que vuestra autoridad, nada es más deseable que la opinión de los hombres buenos, nada es más dulce que la verdadera gloria. Me atrevo incluso a daros mi palabra, a vosotros y al pueblo romano: prometo, garantizo y juro solemnemente que Cayo César será siempre el ciudadano que es hoy, el ciudadano que todos demandamos y suplicamos que sea.

Aquel discurso y, en concreto, el hecho de que diera su palabra, lo cambió todo. Cabe afirmar con rotundidad (y es algo de lo que pocos oradores podrían alardear) que si Cicerón no hubiera pronunciado su Quinta filípica, la historia habría seguido un curso muy distinto, ya que en el Senado la discrepancia de opiniones se repartía casi a partes iguales, y hasta que él no habló, el debate se desarrollaba a favor de Antonio. No obstante, su compromiso cambió las tornas y empujó las votaciones a favor de la guerra. De hecho, Cicerón habría ganado todos los votos si un tribuno llamado Salvio no hubiera interpuesto su veto, que llevó a alargar el debate una cuarta jornada más y que le dio a la esposa de Antonio, Fulvia, la oportunidad de presentarse en la puerta del templo para rogar moderación. Llegó en compañía de su hijo pequeño, el que fuese enviado al Capitolio como rehén, y de la anciana madre de Antonio, Julia, prima de Julio César y muy admirada por su ilustre cuna. Vestidos de negro, conformaban un espectáculo conmovedor, tres generaciones que avanzaban por el pasillo del Senado con las manos unidas en ademán suplicante. Todos los senadores sabían que si Antonio era declarado enemigo público, hasta la última de sus propiedades sería confiscada y su familia, desahuciada.

—Ahorradnos esta humillación —gimió Fulvia—, ¡os lo imploramos!

Como era de esperar, la votación para declarar a Antonio enemigo del Estado no prosperó, pero la moción para enviar una delegación que le propusiera un último acuerdo de paz sí quedó aprobada. Lo demás, sin embargo, sí agradó a Cicerón; el ejército de Octaviano fue reconocido de forma legítima y se unió al de Décimo bajo el estandarte del Senado; Octaviano ascendió a la condición de senador, a pesar de su juventud, y asimismo se le concedió una propretoría con poderes de imperium; de cara al futuro, el requisito de la edad mínima para optar al cargo de cónsul se rebajó en diez años (aunque aún habrían de transcurrir otros trece para que Octaviano pudiera presentarse); la lealtad de Planco y Lépido se compró, la del primero con la concesión de un consulado para el siguiente año y la del segundo al ser honrado con una estatua ecuestre dorada en la rostra; y la formación de nuevos ejércitos, así como la imposición de un estado de preparación militar en Roma y en toda Italia, fueron ordenadas con carácter inmediato.

Una vez más los tribunos le pidieron a Cicerón, en lugar de a los cónsules, que anunciase las decisiones del Senado a los miles de ciudadanos que se habían congregado en el foro. Cuando les comunicó que una delegación de paz partiría para dialogar con Antonio, estalló un rugido colectivo. Cicerón hizo gestos con las manos para llamar a la calma.

—Comprendo, romanos, que repudiéis este procedimiento, como también lo hice yo, y con razón. Pero os ruego que seáis pacientes. Lo que he hecho antes en el Senado, lo haré ahora ante vosotros. Predigo que Marco Antonio ignorará a los enviados, que devastará la tierra, que asediará Mutina y que reclutará más tropas. Y no me da miedo que cuando oiga lo que he dicho, cambie de planes y obedezca al Senado con el fin de rebatirme; se encuentra demasiado lejos. Perderemos un tiempo precioso, pero no temáis, al final nos alzaremos victoriosos. Otras naciones son capaces de sobrellevar la esclavitud, pero el bien más preciado del pueblo romano es la libertad.

La delegación de paz salió del foro al día siguiente. Pese a ser reacio a ella, Cicerón acudió a la despedida. Los enviados elegidos eran tres excónsules: Lucio Pisón, que fue quien tuvo la idea y por tanto no podía negarse a participar; Marcio Filipo, el padrastro de Octaviano, cuya participación el orador tildó de «repugnante y escandalosa»; y un viejo amigo de Cicerón, Servio Sulpicio, quien se encontraba tan delicado de salud que Cicerón le suplicó que se lo pensara dos veces.

—Tendréis que recorrer doscientas cincuenta millas, en pleno invierno, a través de la nieve, de un territorio infestado de lobos y bandidos, donde solo podréis disfrutar de las escasas comodidades que se os ofrezcan en el campamento militar de vuestro destino. Por todos los dioses, mi apreciado Servio, aprovecha tu enfermedad como excusa y pide que busquen a otro.

—Olvidas que luché en el bando de Pompeyo en Farsalia. Estuve allí en medio, viendo cómo masacraban a los mejores hombres del Estado. Mi último servicio a la República será intentar que eso no vuelva a ocurrir.

—Tus motivos son ahora más nobles que nunca, pero no ves la realidad. Antonio se reirá en tu cara. Lo único que conseguirás con tu sufrimiento es contribuir a prolongar la guerra.

Servio lo miró con tristeza.

—¿Qué ha sido de mi viejo amigo, el que odiaba la soldadesca y amaba los libros? Lo echo mucho de menos. Sin duda lo prefiero a este agitador que incita a las masas a saciar su sed de sangre.

Sin más, se montó con rigidez en su litera y dejó que se lo llevaran con los demás para comenzar el largo viaje.

Los preparativos para la guerra prosiguieron sin prisa, tal como Cicerón advirtió, mientras los romanos aguardaban el desenlace de la misión de paz. Aunque se iniciaron levas por toda Italia con el propósito de reclutar cuatro nuevas legiones, no se respiraba un ambiente de gran urgencia ahora que la amenaza inmediata parecía haber sido contenida. Entretanto, las únicas legiones a las que el Senado pudo recurrir eran las dos que estaban acampadas cerca de Roma (la de Marte y la Cuarta). Estas ya se habían pronunciado a favor de Octaviano y, tras recibir el permiso de este, aceptaron marchar hacia el norte bajo el mando de uno de los cónsules para socorrer a Décimo.

Conforme a la ley, hubo que echar a suertes el cargo, que, por una cruel jugarreta de los dioses, le fue adjudicado al enfermo, Hircio. Al ver cómo aquella figura espectral subía a duras penas las escaleras del Capitolio envuelta en su capa roja, llevaba a cabo el tradicional sacrificio de un toro blanco como ofrenda a Júpiter y a continuación partía hacia la liza, Cicerón no pudo tener peores presentimientos.

Habría de transcurrir casi un mes para que el heraldo de la ciudad anunciase que los enviados a la misión de paz estaban cerca de Roma. Pansa convocó al Senado para oír su informe aquel mismo día. Solo dos de los mensajeros, Pisón y Filipo, acudieron al templo. El primero se puso de pie y con voz grave comunicó a la cámara que en cuanto llegaron al cuartel general de Antonio, el gallardo Servio falleció de puro agotamiento. Debido a la gran distancia y a lo mucho que el invierno alargaba el viaje, se hizo necesario incinerarlo allí mismo en lugar de traer los restos de regreso a su hogar.

—Debo deciros que allí averiguamos que Antonio había rodeado Mutina por medio de un potentísimo sistema de máquinas de asedio, y que mientras permanecimos en su campamento, no dejó de atacar la ciudad con sucesivas cortinas de proyectiles. Se negó a concedernos un salvoconducto con el que atravesar sus líneas para reunirnos con Décimo. En cuanto a los términos que nos autorizasteis a presentarle, los rechazó para defender sus objetivos particulares. —Pisón sacó una carta y procedió a leerla—. Renunciará a su pretensión de gobernar la Galia Citerior solo si se le compensa con la concesión de la Galia Ulterior durante cinco años y el mando del ejército de Décimo, con el que el total de sus tropas ascendería a seis legiones. Exige que todos los decretos que publicó en el nombre de César sean declarados legales; que cesen las investigaciones relativas a la desaparición del tesoro del Estado del templo de Ops; que sus partidarios sean amnistiados; y, por último, que a sus soldados se les pague lo que se les debe y que se les concedan tierras.

Pisón enrolló el documento y se lo guardó bajo la manga.

—Hemos hecho cuanto hemos podido, senadores. Confieso que estoy decepcionado. Me temo que esta cámara debe admitir que el estado de guerra entre la República y Marco Antonio ha dado comienzo.

Cicerón se levantó pero, una vez más, Pansa llamó a su suegro, Caleno, para que hablase en primer lugar.

—Me niego a hablar de guerra —dijo—. De hecho, creo que tenemos ante nosotros los cimientos de una paz digna. Sugerí, por primera vez ante este Senado, que a Antonio había que ofrecerle la Galia Ulterior, y me alegro de que la haya aceptado. En los puntos principales estamos de acuerdo. Décimo conserva el cargo de gobernador. Al pueblo de Mutina no se le somete a más padecimientos. Los romanos no toman las armas contra los romanos. Veo, por el modo en que niega con la cabeza, que a Cicerón no le gusta lo que estoy diciendo. Es un hombre violento. Peor aún, me atrevo a aseverar que es un anciano violento. Permitidme recordarle que no serán los hombres de nuestra edad los que caigan en esta nueva guerra. Serán su hijo, y el mío, y también los vuestros, senadores, y los vuestros, y los vuestros y los vuestros. Propongo que acordemos una tregua con Antonio y que resolvamos nuestras diferencias en paz, como nuestros gallardos compañeros, Pisón, Filipo y el tristemente fallecido Servio, nos han enseñado.

El discurso de Caleno tuvo una cálida acogida. No cabía duda de que Antonio todavía contaba con algunos partidarios en el Senado, entre ellos su legado, el diminuto Cotila, o «Media Pinta», a quien había enviado al sur para que le informase del ambiente que se respiraba en Roma. A medida que Pansa llamaba a un orador tras otro (incluido el tío de Antonio, Lucio César, quien manifestó que tenía el deber de defender a su sobrino), Cotila tomaba notas de sus comentarios con ostentación, en teoría para presentárselas después a su superior. Esto ejerció un efecto desconcertante, y al término de la sesión la mayoría de la cámara, incluido Pansa, votó por retirar el término «guerra» de la moción y por declarar en su lugar que el país se hallaba sumido en un estado de «agitación».

Pansa no llamó a Cicerón hasta la mañana siguiente. Sin embargo, esto volvió a otorgarle cierta ventaja al orador. No solo intervino en medio de una atmósfera de intensa expectación, sino que además tuvo ocasión de refutar las razones de los anteriores hablantes. Empezó por Lucio César.

—Recurre a sus vínculos familiares para justificar su voto. Es su tío. De acuerdo. Pero ¿y los demás también lo sois?

Y una vez que provocó la risa de su audiencia (cuando hubo allanado el terreno, por así decirlo), procedió a vapulearla con una catarata de acritud e ironía.

—Atacan a Décimo, pero no por belicismo. Asedian Mutina, pero esto tampoco es un acto de guerra. Arrasan la Galia; ¿puede haber algo más pacífico? Senadores, ¡esta es una guerra que se está librando a una escala insólita! Nosotros defendemos los templos de los dioses inmortales, nuestras murallas, nuestros hogares y los derechos de nacimiento de los ciudadanos romanos, y también los altares, los hogares y las tumbas de nuestros ancestros; defendemos nuestras leyes, nuestros tribunales, nuestra libertad, a nuestras esposas, a nuestros hijos, nuestra patria. Por el contrario, Marco Antonio lucha para devastar todo eso y saquear el Estado.

»Llegados a este punto mi audaz y enérgico amigo Caleno me recuerda las bondades de la paz. Pero, yo te pregunto, Caleno, ¿a qué te refieres? ¿Llamas paz a la esclavitud? Se está fraguando una ardua batalla. Hemos enviado a tres miembros destacados del Senado para que intervengan. Antonio los ha rechazado con desprecio a todos ellos. ¡Y aun así te empeñas en defenderlo contra viento y marea!

»¡Con qué deshonra se nos ocurrió preguntarnos “Ah, ¿y si estuviera dispuesto a negociar una tregua?”! ¿Una tregua? En presencia de los enviados, ante sus mismos ojos, castigó Mutina con sus máquinas de guerra. Les mostró sus avances y las armas de asedio. Ni por un momento, aunque los enviados estuvieran allí, cesaron las maniobras de sitio. ¿Enviar una delegación a dialogar con este hombre? ¿Pretender negociar la paz con él?

»Lo siguiente lo diré con más tristeza que acrimonia: hemos sido abandonados. Abandonados, senadores. Por nuestros dirigentes. ¿Qué concesiones no hemos hecho con Cotila, el enviado de Marco Antonio? Aunque por derecho esta ciudad debería haberle cerrado sus puertas, ha encontrado este templo abierto. Ha entrado en el Senado. Ha anotado en sus documentos vuestros votos y todo cuanto habéis dicho. Incluso los que ocupan los cargos más altos han intentado granjearse su favor para desgracia de su dignidad. ¡Por los dioses inmortales! ¿Dónde está el espíritu milenario de nuestros antepasados? Que Cotila regrese con su general, pero con la condición de que nunca más vuelva a pisar Roma.

Una profunda conmoción invadió la cámara. Los senadores no se sentían tan avergonzados desde los días de Catón. Después de un momento, Cicerón expuso una nueva propuesta: que a los que luchaban junto a Antonio se les diera hasta los idus de marzo para rendir las armas; después, todo el que continuase en su ejército o que se uniera a él pasaría a ser considerado un traidor. La moción fue aprobada por una abrumadora mayoría. No habría tregua, ni paz, ni acuerdo; Cicerón tendría su guerra.

Un día o dos después del primer aniversario del asesinato de César (acontecimiento que no recordó nadie salvo los pocos que fueron a dejar flores sobre su tumba), Pansa siguió a su compañero Hircio a la liza. El cónsul partió a caballo del Campo de Marte a la cabeza de un ejército compuesto de cuatro legiones, casi veinte mil hombres reclutados de todos los rincones de Italia. Cicerón y el resto del Senado los vieron desfilar ante ellos. Como fuerza militar no impresionaba tanto como cabía esperar. En su mayor parte se conformaba de soldados totalmente inexpertos (granjeros, mozos de cuadra, panaderos y lavanderos que apenas acertaban a mantener el paso). Su poder era simbólico. La República volvía a alzarse en armas contra el usurpador Antonio.

En ausencia de los dos cónsules, el magistrado de mayor rango que quedaba en la ciudad era el pretor urbano, Marco Cornuto, un soldado al que César eligió por su lealtad y discreción. Ahora se le exigía que presidiese el Senado, a pesar de que apenas tenía experiencia política. No tardó en ponerse por completo en manos de Cicerón, quien, por consiguiente, a la edad de sesenta y tres años, se convirtió en el verdadero gobernador de Roma, veinte años después de haber ejercido su consulado. Era a Cicerón a quien todos los gobernadores del Imperio remitían sus despachos. Era él quien decidía cuándo debía reunirse el Senado. Era él quien realizaba los nombramientos principales. Suya era la cámara que todo el día estaba atestada de peticionarios.

Le envió un ocurrente informe de su redux a Octaviano.

No creo que peque de jactancioso si te digo que nada puede hacerse en esta ciudad actualmente sin mi aprobación. De hecho, es mejor que un consulado porque nadie sabe dónde empieza ni termina mi autoridad; por ello, en lugar de arriesgarse a ofenderme, todo el mundo me consulta hasta el último detalle. En realidad, es incluso mejor, si lo piensas bien, que una dictadura, ¡ya que nadie me culpa de nada cuando algo sale mal! Es la prueba de que nunca se deben confundir las bagatelas del cargo con el verdadero poder; otro paternal consejo de tu leal y viejo amigo y mentor para que lo tengas en cuenta de cara a tu brillante futuro, muchacho.

Octaviano le respondió a finales de marzo para comunicarle que estaba haciendo lo que le había prometido: su ejército de casi diez mil hombres estaba levantando el campamento que ocupaba al sur de Bononia, junto a la vía Emilia, y emprendiendo la marcha para unirse a las tropas de Hircio y Pansa con el propósito de poner fin al asedio de Mutina.

Quedo a las órdenes de los cónsules. Esperamos entablar una cruenta batalla con Antonio a lo largo de las próximas dos semanas. Te prometo que me comportaré con tanto valor en la liza como el que tú has demostrado en el Senado. ¿Cómo decían los guerreros espartanos? «Regresaré, o bien portando mi escudo, o bien portado sobre él».

Por aquel entonces Cicerón empezó a recibir noticias de lo que sucedía al este. Supo por Bruto, destinado en Macedonia, que Dolabela (que viajaba hacia Siria a la cabeza de una pequeña tropa) había llegado a Esmirna, una ciudad ubicada en la costa este del Egeo, donde se encontró con el gobernador de Asia, Trebonio. Este lo trató con la debida cortesía e incluso le permitió seguir su camino. Sin embargo, aquella noche Dolabela volvió sobre sus pasos sin avisar a nadie, entró en la ciudad, capturó a Trebonio mientras dormía y lo sometió a insoportables torturas durante dos días y dos noches, para lo cual se sirvió de látigos, del potro y de unos hierros candentes, con el fin de que le confesase el paradero de su tesoro. Después ordenó que le rompieran el cuello. Le cortaron la cabeza, y sus soldados recorrieron las calles dándole patadas hasta dejarla completamente destrozada, mientras que el cuerpo lo desmembraron y exhibieron en público. «Así muere el primero de los asesinos de César —dicen que declaró Dolabela—. El primero, pero no el último».

Los restos de Trebonio fueron enviados a Roma y sometidos a un reconocimiento post mortem con el objeto de confirmar el modo en que se produjo el fallecimiento antes de entregárselos a su familia para que los incinerara. Su pavorosa suerte ejerció un efecto alarmante en Cicerón y los demás dirigentes de la República. Ahora sabían qué esperar si caían en manos de sus enemigos, sobre todo después de que Antonio les enviara una carta abierta a los cónsules en la que le prometía lealtad a Dolabela y manifestaba el gozo que le producía la ejecución de Trebonio. «Que a un criminal se le haya aplicado la pena que le corresponde es algo digno de celebración». Cicerón leyó la misiva en voz alta en el Senado, que se determinó con más firmeza aún a no transigir. Dolabela fue declarado enemigo público. Cicerón se quedó conmocionado ante semejante muestra de crueldad por parte de su exyerno. Más adelante compartiría conmigo su arrepentimiento.

—Y pensar que ese monstruo se alojó bajo mi techo y compartió cama con mi pobre y adorada hija; y pensar que incluso llegué a sentir simpatía por él… Nunca sabemos qué animal acecha dentro de las personas que tenemos cerca.

La tensión a la que se vio sometido durante aquellos primeros días de abril, mientras esperaba noticias de Mutina, es difícil de describir. Primero llegarían las buenas nuevas. Tras varios meses sin saberse nada de él, al fin Casio escribió para anunciar que se estaba haciendo con el control absoluto de Siria, que todos los bandos (cesarianos y republicanos, así como los últimos pompeyanos que quedaban) acudían en masa a él y que tenía a su mando un ejército conjunto de nada menos que once legiones. «Quiero que sepas que tú y tus amigos del Senado contáis con un poderoso apoyo, a fin de que podáis defender el Estado en aras de la esperanza y el coraje». Bruto también tuvo éxito y consiguió formar otras cinco legiones en Macedonia, compuestas por unos veinticinco mil hombres. El joven Marco lo apoyaba ejerciendo labores de reclutamiento y adiestramiento de la caballería. «Tu hijo se ha ganado mi admiración por su vitalidad, resistencia, trabajo duro, espíritu desinteresado y, en definitiva, por todos sus servicios».

No obstante, más tarde llegarían otros despachos más preocupantes. Décimo se hallaba en una situación desesperada tras llevar más de cuatro meses atrapado en Mutina. Únicamente podía comunicarse con el exterior por medio de palomas mensajeras, y las escasas aves que llegaban solo traían noticias de hambre, enfermedades y moral baja. Mientras tanto, Lépido, que seguía aproximándose con sus legiones al escenario de la batalla inminente con Antonio, urgía a Cicerón y al Senado a proponer una nueva negociación de paz. El atrevimiento de este hombre pusilánime y arrogante enfureció tanto al orador que decidió dictarme una carta que saldría hacia su destino aquella misma noche.

De Cicerón para Lépido.

Celebro tu deseo de restablecer la paz entre la ciudadanía, pero solo si eres capaz de discernir la paz de la esclavitud. De lo contrario, debes comprender que los hombres juiciosos optan por lanzarse a la muerte antes que resignarse a la servidumbre. Actuarás con mayor cordura, a mi parecer, si dejas de entrometerte en este asunto, algo que ni el Senado, ni el pueblo, ni de hecho ningún hombre honesto consideran aceptable.

Cicerón no se engañaba. Tanto en la ciudad como en el Senado había aún cientos de partidarios de Antonio. Sabía que si Décimo se rendía, o si los ejércitos de Hircio, Pansa y Octaviano caían derrotados, él sería el primero a quien apresarían y ejecutarían. Como medida preventiva, ordenó que regresaran a casa dos de las tres legiones destinadas en África con el fin de que defendieran Roma. Sin embargo, no llegarían hasta mediados de verano.

No fue hasta el duodécimo día de abril cuando finalmente estalló la crisis. Aquella madrugada, Cornuto, el pretor urbano, subió corriendo la colina. Con él traía al mensajero que Pansa había enviado hacía seis días. Un gesto de pesadumbre ensombrecía el semblante de Cornuto.

—Dile a Cicerón —le indicó al mensajero— lo que acabas de decirme.

Con voz trémula, el emisario anunció:

—Vibio Pansa lamenta informar de una derrota catastrófica. Las tropas de Marco Antonio los sorprendieron a su ejército y a él en el asentamiento del Foro de los Galos. La inexperiencia de nuestros hombres quedó patente de inmediato. Rompieron filas y se produjo una masacre. El cónsul logró huir, aunque también él resultó herido.

Cicerón se puso lívido.

—¿Y de Hircio y César? ¿Hay alguna noticia?

—No —dijo Cornuto—. Pansa iba de camino a su campamento, pero lo interceptaron antes de que pudiera unirse a ellos.

Cicerón gruñó.

—¿Debería convocar una reunión del Senado? —le preguntó Cornuto.

—¡Por todos los dioses, no! —exclamó Cicerón, que a continuación se dirigió al mensajero—. Dime la verdad: ¿sabe esto alguien más en Roma?

El enviado agachó la cabeza.

—Fui primero a la casa del cónsul. Su suegro estaba allí.

—¡Caleno!

—Lo sabe todo, por desgracia —confirmó un abatido Cornuto—. En estos momentos está en el pórtico de Pompeyo, en el mismo lugar donde asaltaron a César. Está diciendo a todos los que quieran escucharlo que van a hacernos pagar el precio de un asesinato impío. Te acusa de planear conseguir el poder absoluto y convertirte en dictador. Creo que está reuniendo a una verdadera multitud.

—Tienes que abandonar Roma —apremié a Cicerón.

Este expresó una negativa rotunda con la cabeza.

—No, no. Los traidores son ellos, no yo. Maldita sea, no pienso salir corriendo. Ve a buscar a Apuleyo —le ordenó con actitud enérgica al pretor urbano, como si fuera su mayordomo principal—. Dile que convoque una asamblea pública y que después venga a recogerme. Yo le hablaré al pueblo. Tengo que disipar su inquietud. Hay que recordarle que la guerra siempre trae malas noticias. Y tú —le dijo al mensajero—, más te vale que no le digas ni una palabra de esto a nadie más, ¿me has entendido?, o haré que te encadenen.

Nunca había admirado a Cicerón tanto como aquel día, cuando decidió plantarle cara a la adversidad. Se retiró al estudio para redactar un alegato mientras yo observaba desde la terraza como los ciudadanos empezaban a llenar el foro. El pánico sigue su propio curso. Con el paso de los años había aprendido a reconocerlo. A cada momento la gente escucha a un orador distinto. Se forman grupos tan rápido como se disuelven. En ocasiones los espacios públicos se quedan desiertos. Es como las nubes de polvo que se deslizan y se arremolinan antes de que estalle la tormenta.

Cuando un solícito Apuleyo terminó de subir esforzadamente la colina, lo llevé a ver a Cicerón. Le dijo que había rumores de que se le iba a obsequiar con los fasces de dictador. Era una treta, por supuesto, una provocación con la que justificar su asesinato. Los antonianos, que después imitarían la estrategia de Bruto y Casio, tomarían el Capitolio e intentarían mantenerse allí hasta que Antonio regresara a la ciudad y los socorriese.

—¿Puedes garantizar mi seguridad si bajo y me dirijo al pueblo? —le preguntó Cicerón a Apuleyo.

—No, pero lo intentaré.

—Envíame a todos los escoltas que puedas. Dame una hora para prepararme.

El tribuno se marchó y, para mi asombro, Cicerón anunció que se daría un baño, se haría afeitar y se cambiaría de ropa.

—Asegúrate de escribir todo esto —me recomendó—. Será un buen final para tu libro.

Se alejó con los esclavos que se encargaban de su aseo y, cuando al cabo de una hora reapareció, Apuleyo había reunido una nutrida tropa en la calle, integrada en su mayor parte por gladiadores, además de otros tribunos y sus asistentes. Cicerón se irguió mientras le abrían la puerta y, en el momento en que se disponía a cruzar el umbral, los lictores del pretor urbano llegaron corriendo pendiente arriba, abriendo paso a Cornuto. Este traía un despacho en la mano. Con la cara humedecida por el llanto, demasiado exhausto y sobrecogido para hablar, le entregó el documento a Cicerón.

De Hircio para Cornuto. Antes de Mutina.

Te remito estas líneas con gran premura. Gracias a los dioses, hemos escapado del desastre inicial y obtenido una victoria aplastante sobre el enemigo. Lo que estaba perdido al mediodía ha sido recuperado al atardecer. Partí a la cabeza de veinte cohortes de la Cuarta Legión en auxilio de Pansa y nos echamos sobre los hombres de Antonio mientras celebraban antes de tiempo su triunfo. Hemos capturado dos águilas y sesenta estandartes. Antonio y lo que queda de su ejército se han retirado a su campamento, donde se hallan acorralados. Ahora sabrá qué se siente cuando te sitian. Ha perdido a la mayor parte de sus veteranos; tan solo conserva algunas unidades de caballería. No tiene ninguna posibilidad. Mutina está a salvo. A Pansa lo han herido, pero se recuperará. Larga vida al Senado y al pueblo de Roma. Avisa a Cicerón.

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