Dictator

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Segunda parte. Redux 47-43 a. C. » Capítulo XIX

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XIX

Después de aquel encuentro, el estadista se convirtió de repente en un anciano. Se retiró a Túsculo al día siguiente y empezó a quejarse de la vista. Se negó a escribir e incluso a leer, actividades que, según decía, le provocaban dolor de cabeza. En el jardín no hallaba consuelo alguno. No iba a visitar a nadie ni nadie lo visitaba a él, aparte de su hermano. Se pasaban las horas sentados en uno de los bancos del Liceo, casi todo el tiempo en silencio. El único tema sobre el que Quinto intentaba animarlo a conversar era el del pasado lejano (los recuerdos comunes de su infancia y la época en que se criaron en Arpino), y fue entonces cuando por primera vez oí a Cicerón hablar largo y tendido sobre sus padres. Me desconcertaba verlo, precisamente a él, tan ajeno al mundo. Llevaba toda la vida afanándose por conocer las últimas noticias de Roma. Ahora, cada vez que compartía con él las nuevas que me llegaban (que Octavio había instituido un tribunal extraordinario para procesar a los asesinos de César, o que había salido de la ciudad a la cabeza de un ejército de once legiones para luchar contra Antonio), el orador permanecía mudo, salvo para decir que no quería ni pensar siquiera en esas cosas. Si sigue así unas semanas más, me decía para mis adentros, morirá.

A menudo me preguntan por qué no intentó escapar. Al fin y al cabo, Octaviano no había impuesto un control infranqueable en las fronteras del país. El clima todavía era clemente. Los puertos no estaban vigilados. Podría haberse escabullido de Italia para reunirse con su hijo en Macedonia; estoy seguro de que Bruto habría estado más que dispuesto a ofrecerle asilo. Pero, a decir verdad, le faltaba arrojo para emprender ese tipo de actos tan determinantes.

—Estoy cansado de huir —me confesó en un momento dado.

Ni siquiera logró reunir las fuerzas necesarias para bajar a la bahía de Nápoles. Además, Octaviano le había garantizado la vida.

Debía de haber transcurrido un mes desde que nos habíamos retirado a Túsculo cuando vino a buscarme una mañana para decirme que le gustaría repasar sus viejas cartas.

—Tanto hablar con Quinto sobre nuestra infancia ha agitado los posos de mi memoria.

Las conservaba todas, por incompletas que estuvieran, tanto las recibidas como las enviadas, desde hacía más de tres décadas, y las tenía organizadas por el corresponsal y recogidas en rollos clasificados por orden cronológico. Cuando le llevé los cilindros a la biblioteca, Cicerón se tendió en el diván para que uno de sus secretarios se las leyese. Todo estaba allí, una vida entera, desde los primeros intentos por ganar las elecciones al Senado; los cientos de casos que aceptó para hacerse un nombre en los tribunales y que culminaron en el épico enjuiciamiento de Verres; el día en que fue elegido edil, después pretor y finalmente cónsul; hasta los enfrentamientos con Catilina y Clodio; el exilio y el regreso, su relación con César, Pompeyo y Catón; la guerra civil, el asesinato; su regreso al poder, Tulia y Terencia…

Dedicó más de una semana a repasar su vida, hasta que al final recuperó a una parte del hombre que había sido.

—Ha sido toda una aventura —reflexionó mientras se estiraba en el diván—. Lo he revivido todo, lo bueno y lo malo, lo noble y lo deshonroso. Creo firmemente que puedo decir, sin ánimo de alardear, que estas cartas complementan el registro más minucioso de una época histórica jamás recogido por un estadista destacado. ¡Y qué época! Nadie ha vivido tantas cosas y escrito sobre ellas mientras sucedían. Esto es un capítulo de la historia que no ha sido redactado en retrospectiva. ¿Crees que existe algo que se le pueda comparar?

—Será de un interés impagable dentro de mil años —le dije en un intento de mantener encendida la llama de su buen humor.

—¡Ah, esto reviste algo más que interés! Constituye el argumento de mi defensa. Puede que haya perdido el pasado y el presente, pero me pregunto si con esto estaré a tiempo de recuperar mi futuro.

Algunas de las cartas no daban una buena imagen de él (lo describían como una persona engreída, artera, codiciosa, obcecada), por lo que yo imaginaba que apartaría los ejemplos más llamativos para después pedirme que los quemara. No obstante, cuando le pregunté qué misivas deseaba descartar, me contestó:

—Debemos conservarlas todas. No puedo presentarme ante la posteridad como un insólito dechado de virtudes, nadie se lo creería. Si queremos que estos archivos transmitan autenticidad, debo presentarme ante la musa de la historia tan desnudo como una estatua griega. Que las generaciones venideras se mofen de mis majaderías y mis pretensiones todo lo que quieran; lo importante es que tendrán que leerme, y ahí es donde radica mi triunfo.

De todas las citas que se le atribuyen a Cicerón, la más famosa y característica es: «Mientras hay vida hay esperanza». Todavía seguía vivo, al menos en apariencia, y ahora brotaba ante él un tenue haz de esperanza.

Aquel mismo día empezó a concentrar las escasas fuerzas que le quedaban en su empeño de que sus papeles se salvasen. Al final Ático aceptó ayudarlo, con la condición de que se le permitiera recuperar hasta la última de las cartas que le había escrito a lo largo de su vida. El orador renegó de sus precauciones pero terminó por acceder.

—Si quiere pasar a la historia como una mera sombra, allá él.

A regañadientes, le devolví a Ático la correspondencia que con tanto celo había guardado todos esos años, le vi encender un brasero y, en lugar de encomendarle la tarea a un sirviente, quemar él mismo todos los rollos donde se conservaban sus cartas. Después puso a sus escribientes a trabajar. Se elaboraron tres juegos completos de las misivas seleccionadas. Cicerón se quedó con uno, Ático con otro y yo con el tercero. Envié el mío a mi granja junto con varias cajas cerradas con llave que contenían todas mis notas taquigráficas, en las que se resumían miles de reuniones, discursos, conversaciones, ocurrencias y pullas, así como los borradores dictados de sus muchos libros. Le dije al capataz que lo escondiera todo en uno de los graneros y que si me ocurría algo, se lo entregase a Ágata Licinia, la liberta que regentaba las termas de Venus Libertina, en Bayas. En cuanto a lo que debía hacer con ello, no estaba muy seguro, pero sentía que si había alguien en este mundo en quien podía confiar, era ella.

A finales de noviembre, Cicerón me pidió que volviera a Roma para cerciorarme de que no quedara ningún documento en su estudio y llevase a cabo una última inspección general. Ático vendería la casa por él y, de hecho, faltaban ya la mitad de los muebles. Se acercaba el invierno. Era una mañana gélida de luz plomiza. Recorrí las habitaciones vacías como si fuese un espíritu invisible, y aproveché ese momento para repoblarlas en mi imaginación. Volví a ver el tablinum repleto de estadistas que debatían sobre el futuro de la República, a oír la risa de Tulia en el comedor, a contemplar a Cicerón inclinado sobre sus libros de filosofía en la biblioteca intentando explicar por qué el miedo a la muerte carecía de lógica… La vista se me empañó con las lágrimas; sentí una punzada en el corazón.

De pronto un perro empezó a ladrar, tan alborotada y frenéticamente que mi fantasía agridulce se disipó al instante. Me detuve a escuchar. Nuestro viejo perro ya no estaba. Tenía que ser el de un vecino. Sus gemidos lastimeros originaron todo un coro. Salí a la terraza. Las bandadas de estorninos oscurecían el cielo y todos los perros de Roma parecieron romper a aullar como lobos. De hecho, más tarde oí que en aquel preciso instante se vio a un lobo pasar corriendo por el foro, que las estatuas empezaron a rezumar sangre y que un recién nacido se puso a hablar. Oí el estrépito de varias personas a la carrera y, cuando miré hacia abajo, vi a un grupo de hombres que gritaban alborozados mientras corrían hacia la rostra y se lanzaban los unos a los otros lo que al principio di por hecho que sería una pelota pero que al fijarme vi que era la cabeza de una persona. Una mujer se puso a llorar en medio de la calle. Sin pensar en lo que hacía, bajé a ver quién era y entonces encontré a la esposa de nuestro anciano vecino, Cesetio Rufo, postrada de rodillas en medio del desaguadero, mientras a sus espaldas un cadáver decapitado se desangraba por el cuello en medio del umbral. Su mayordomo, al que yo conocía bastante bien, corría desesperado de un lado a otro. Sobrecogido, lo sujeté por el brazo y lo zarandeé para obligarlo a decirme qué había pasado. Octaviano, Antonio y Lépido se habían aliado y habían publicado una lista con los nombres de cientos de senadores y équites a los que había que ejecutar y cuyas propiedades era preciso confiscar. Se ofrecía una recompensa de cien mil sestercios por cada cabeza que se les presentara. Los dos hermanos Cicerón figuraban en la tabla, y también Ático.

—No puede ser verdad —le aseguré—. Se nos hizo una promesa solemne.

—Es verdad —sollozó el mayordomo—. Lo he visto.

Regresé corriendo a la casa, donde los pocos esclavos que quedaban se habían reunido, atemorizados, en el atrio.

—Tenemos que irnos —les dije—. Si nos capturan, nos torturarán para que les confesemos el paradero del amo. Si eso llegara a ocurrir, decidles que está en Puteoli.

Escribí el siguiente mensaje a Cicerón: «Quinto, Ático y tú habéis sido declarados proscritos. Octaviano te ha traicionado. Los escuadrones de la muerte van a por ti. Parte de inmediato hacia la casa de la isla. Te buscaré un barco». Le di la nota al mozo de cuadra y le dije que se la hiciera llegar con su caballo más rápido a Cicerón, que la esperaba en Túsculo. Después me dirigí a los establos, donde estaban mi carruaje y el conductor, al que ordené que me llevase a Astura.

Mientras descendíamos agitadamente por la colina, las bandas de hombres armados con cuchillos y duelas subían corriendo hacia el Palatino, donde encontrarían los botines humanos más valiosos. Me di un cabezazo contra la pared del carruaje por la angustia que me provocaba el hecho de que Cicerón no hubiera abandonado Italia cuando tuvo la oportunidad.

Obligué al desdichado conductor a que fustigase a la pobre pareja de caballos hasta que les sangraran los ijares a fin de que llegásemos a Astura antes de que anocheciera. Encontramos al barquero en su cabaña, y aunque el mar empezaba a embravecerse y apenas si quedaba luz, nos llevó a remo hasta la pequeña isla, situada a unos cien pasos de la orilla, donde la villa de Cicerón se erigía rodeada de árboles. Puesto que hacía meses que el orador no la visitaba, los esclavos se sorprendieron al verme, e incluso parecieron enfadarse un poco conmigo por tener que encender las chimeneas y caldear las habitaciones. Me tumbé sobre mi colchón húmedo y me quedé escuchando el viento que sacudía el tejado y azotaba los árboles. Al oír el oleaje romper contra la orilla rocosa y los crujidos de la casa, caí presa del pánico y empecé a temer que todos los ruidos los provocaban los asesinos de Cicerón. Si hubiera traído conmigo el frasco de cicuta, creo que lo habría vaciado.

A la mañana siguiente hacía mejor tiempo, aunque cuando me adentré en la arboleda y me detuve a contemplar la vasta llanura cenicienta del mar, surcada por los cordones de las olas blancas en su carrera hacia la orilla, sentí una desolación absoluta. Me pregunté si sería un plan disparatado y si no haríamos mejor en viajar directamente a Bríndisi, que al menos se encontraba en la costa adecuada de Italia para emprender una travesía hacia el este. Pero, por supuesto, la noticia de las proscripciones y de la generosa recompensa que se entregaba por cada cabeza cortada llegaría antes que nosotros, y no encontraríamos ningún lugar seguro. Cicerón no llegaría al puerto con vida.

Le indiqué al conductor que saliese hacia Túsculo con una segunda nota para Cicerón en la que le comunicaba que yo ya había llegado a «la isla» (preferí no dar demasiados detalles por si el aviso caía en las manos equivocadas) y le urgí a que viajase a toda prisa. Después le pedí al barquero que fuese a Anzio para ver si podía contratar un barco con el que bordear la costa. Me miró como si hubiera perdido el juicio por requerir algo así en invierno, cuando el clima se volvía tan traicionero, pero después de refunfuñar, se puso en camino, y cuando al día siguiente regresó, me dijo que había conseguido una nave de diez remos y una vela que vendría a recogernos en cuanto pudiera recorrer las siete millas que la separaban de Anzio. Después ya no pude hacer nada más que esperar.

El islote arbolado de Astura era el lugar donde Cicerón se refugió tras el fallecimiento de Tulia. Su silencio, absoluto salvo por los sonidos de la diosa Naturaleza, le resultó balsámico. En mí tuvo el efecto contrario, me crispaba los nervios, sobre todo cuando veía que los días pasaban sin que sucediera nada. Aunque no bajé la guardia en ningún momento, hasta la tarde del quinto día no observé que de pronto se producía cierto tumulto en la orilla. Dos literas salieron de entre los árboles en compañía de un séquito de esclavos. El barquero me acercó en el bote para echar un vistazo, y a medida que nos acercábamos divisé a Cicerón y a Quinto detenidos en la playa. Cuando corrí por la arena para recibirlos, me sobrecogí al fijarme en su aspecto. No se habían cambiado de ropa ni se habían afeitado; los dos tenían los ojos enrojecidos por haber estado llorando. Caía una lluvia fina. Empapados, parecían un par de ancianos indigentes. Quinto se hallaba en peor estado si cabe que su hermano. Tras un apesadumbrado intercambio de saludos, le echó un vistazo a la embarcación que yo había alquilado, que estaba varada en la playa, y anunció que no pondría un pie dentro.

Se giró hacia Cicerón.

—Mi querido hermano, esto no tiene sentido. No sé por qué he dejado que me arrastres hasta aquí, salvo porque toda mi vida he hecho lo que me has dicho. ¡Mira cómo estamos! Viejos, decrépitos. El clima no nos favorece. No tenemos dinero. Haríamos mejor en seguir el ejemplo de Ático.

—¿Dónde está Ático? —pregunté.

—Se ha ocultado en Roma —explicó el orador, que rompió a llorar. No se molestó en disimularlo. Después, con la misma rapidez con que había empezado, recuperó la compostura y siguió hablando como si no hubiera pasado nada—. No, lo siento, Quinto, no puedo vivir en el sótano de nadie, echándome a temblar cada vez que llaman a la puerta. El plan de Tiro también es sensato. Veamos hasta dónde podemos llegar.

—En ese caso, me temo que debemos despedirnos —le dijo Quinto—. Rezaré porque volvamos a vernos, si no en esta vida, en la siguiente.

Se dieron un abrazo y se estrecharon con fuerza hasta que Quinto se separó. Me abrazó. Ninguno de los que observaban la escena pudo contener las lágrimas. Sin duda yo estaba atenazado por la tristeza. Por último, Quinto volvió a montar en su litera y dejó que lo llevaran de nuevo por donde habían venido para después perderse entre la foresta.

Puesto que era demasiado tarde para que zarpásemos ese día, el barquero nos llevó de regreso a la villa. Mientras Cicerón se secaba frente a la lumbre, me contó que había permanecido en Túsculo dos días más, incapaz de creer que Octaviano lo hubiera traicionado, convencido de que debía tratarse de un malentendido. Esto era lo que había averiguado: que Octaviano se había reunido con Antonio y con Lépido en Bononia, en una isla que había en medio del río; que tan solo estaban ellos tres, además de un par de secretarios; que habían dejado atrás a los escoltas y se habían registrado los unos a los otros en busca de armas; que habían dedicado los tres días siguientes a trabajar de sol a sol para repartirse el cadáver de la República; y que para pagar a sus ejércitos habían elaborado una lista de ejecuciones compuesta por dos mil hombres ricos, entre los que se contaban doscientos senadores, cuyas propiedades quedarían confiscadas.

—Por lo que me dijo Ático, que lo oyó de boca del cónsul Pedio, cada uno de los tres criminales, como prueba de buena fe, debía requerir la ejecución de alguien a quien apreciaran. Así, Antonio nombró a su tío, Lucio César, a pesar de que este lo defendió en el Senado; Lépido entregó a su hermano, Emilio Paulo; y Octaviano me ofreció a mí. Antonio insistió, aunque según Pedio, para el muchacho no fue algo fácil de transigir.

—Y ¿tú lo crees?

—La verdad es que no. Me he asomado demasiadas veces a esos ojos grises, pálidos e inertes que tiene. La muerte de una persona le duele tanto como la de una mosca. —Dio un suspiro que pareció estremecerle todo el cuerpo—. ¡Ah, Tiro, estoy agotado! ¡Pensar que, precisamente a mí, me ha engañado, en el otoño de mis días, un joven que apenas ha empezado a afeitarse! ¿Has traído ese veneno que te pedí que consiguieras?

—Se quedó en Túsculo.

—Muy bien, entonces solo me queda implorarles a los dioses inmortales que me concedan la muerte esta noche mientras duermo.

Sin embargo, no murió. Se despertó abatido, y a la mañana siguiente, cuando nos encontrábamos en el pequeño muelle esperando a que los marineros nos recogiesen, anunció de pronto que no se marcharía a ninguna parte. Más tarde, cuando el barco se hubo acercado lo suficiente, uno de los tripulantes nos dio una voz para avisarnos de que acababa de ver una unidad de legionarios marchando desde Anzio en nuestra dirección, encabezada por un tribuno militar. La noticia sacó a Cicerón de su letargo al instante. Extendió el brazo para que los marineros lo ayudaran a subir a bordo de la nave.

Pronto el viaje empezó a recordarnos a nuestra primera travesía al exilio. Daba la impresión de que la Madre Italia no estuviese dispuesta a dejar marchar a su hijo predilecto. Debíamos de habernos alejado unas tres millas, bordeando la costa, cuando el cielo plomizo empezó a esconderse tras unos inmensos nubarrones que surgieron del horizonte. Se levantó un viento que provocó un elevado oleaje, al son del cual el pequeño barco parecía alzarse casi en perpendicular, para después precipitarse de nuevo con violencia, de proa, y empaparnos de agua salada. Fue peor si cabe que la primera vez, ya que ahora no contábamos con ningún tipo de refugio. Cicerón y yo nos mantuvimos agazapados bajo sendas capas mientras los tripulantes intentaban remar para afrontar el oleaje de costado. El casco empezó a inundarse y hundirse en exceso. Todos tuvimos que colaborar para vaciarlo, incluso Cicerón, recogiendo el agua helada frenéticamente con las manos y tirándola por la borda para no naufragar. No sentíamos las extremidades ni la cara. Tragamos el agua que el mar arrojaba contra nosotros. La lluvia nos cegaba. Por último, después de bogar con valentía durante muchas horas, los marineros, extenuados, nos dijeron que necesitaban descansar. Rodeamos un promontorio rocoso y nos dirigimos hacia una cala, manteniéndonos todo lo cerca de la playa que podíamos antes de saltar y vadear el agua hasta la orilla. Cicerón se hundió casi hasta la cintura y cuatro de los tripulantes tuvieron que llevarlo a tierra. Lo tumbaron en el suelo y regresaron para ayudar a sus compañeros con el barco, del que tiraron hasta dejarlo varado en la orilla. Lo apoyaron sobre uno de los lados y lo apuntalaron con unas ramas que cortaron de los mirtos cercanos, y aprovechando la vela y el mástil levantaron un refugio improvisado. Incluso se las arreglaron para encender una fogata, pese a que la madera estaba mojada y el viento no dejaba de empujar el humo en todas direcciones, ahogándonos e irritándonos los ojos.

Enseguida se hizo de noche, y el orador, que no se había quejado en ningún momento, parecía dormir. Así concluyó la quinta jornada de diciembre.

Me desperté al alba de la sexta después de una noche en la que no terminé de conciliar el sueño y me encontré con un cielo mucho más despejado. Tenía el frío metido en los huesos, y la ropa empapada se había quedado rígida por la sal y la arena. Me levanté a duras penas y miré a mi alrededor. Todos dormían, salvo Cicerón. Se había ido.

Recorrí la playa con la vista, miré hacia el mar y me giré para escudriñar los árboles. Había un pequeño hueco que resultó conducir a un sendero, el cual tomé gritando su nombre. El sendero llevaba a una carretera. Cicerón caminaba por ella dando tumbos. Lo llamé otra vez pero me ignoró. Avanzaba despacio y con torpeza en la dirección de la que habíamos venido. Lo alcancé, me situé a su lado y le hablé con una calma que en absoluto sentía.

—Tenemos que volver al barco —le dije—. Los esclavos de la casa podrían haberles dicho a los legionarios adónde nos dirigimos. Puede que nos pisen los talones. ¿Adónde pensabas ir?

—A Roma. —Siguió caminando sin mirarme.

—Para ¿qué?

—Para quitarme la vida ante la casa de Octaviano. Eso lo matará de la vergüenza.

—No —opuse al tiempo que lo sujetaba del brazo—, porque no sabe lo que es la vergüenza, y los soldados te torturarán hasta la muerte como hicieron con Trebonio.

Se giró hacia mí y se detuvo.

—¿Tú crees?

—Estoy seguro. —Lo tomé del brazo y tiré de él con delicadeza. En lugar de resistirse, agachó la cabeza y dejó que lo llevara como a un niño a través de la arboleda de regreso a la playa.

¡Qué tristeza me produce revivir todo esto! Pero no me queda otra opción si quiero cumplir la promesa que le hice y narrar la historia de su vida.

Lo ayudamos a subir al barco, el cual entregamos de nuevo a las olas. El día se presentaba grisáceo e inmenso, como si trajera consigo el amanecer de los tiempos. Los marineros remaron durante muchas horas, favorecidos por una brisa que preñaba la vela, de tal forma que al atardecer habíamos recorrido, aproximadamente, veinticinco millas más. Cuando pasamos frente al famoso templo de Apolo, que se erige a escasa altura sobre el mar, en el cabo de Caieta, Cicerón, que estaba tumbado en el suelo, con la vista extraviada en la orilla, lo reconoció de súbito, se incorporó y dijo:

—Estamos cerca de Formiae. Tengo una casa allí.

—Lo sé.

—Hagamos noche allí.

—Es demasiado peligroso. Todo el mundo sabe que tienes una villa en Formiae.

—No me importa —insistió Cicerón, recuperando una sombra de la entereza perdida—. Quiero dormir en mi cama.

Así, remamos hacia la orilla y amarramos en el embarcadero que salía al mar a escasa distancia de la villa. Mientras anudábamos los cabos, una numerosa bandada de cuervos se levantó graznando de entre los árboles cercanos como si pretendiera alertarnos, por lo que le pedí a Cicerón que al menos me permitiera cerciorarme de que sus enemigos no acechaban allí antes de que desembarcase. El orador aceptó y subí por el familiar sendero que serpenteaba entre la floresta, acompañado por dos de los marineros. El camino nos llevó a la vía Apia. Pero ya casi era de noche. La carretera estaba desierta. Tras caminar unos cincuenta pasos llegué a la villa de Cicerón, que se alzaba tras dos verjas de hierro. Recorrí el camino de la entrada, llamé con firmeza a la puerta de roble e, instantes después y con un estrépito de cerrojos descorriéndose, apareció el portero. Se sorprendió al verme. Miré sobre su hombro y le pregunté si había venido algún desconocido preguntando por el amo. Me aseguró que no. Era un hombre bueno y sencillo. Hacía años que lo conocía, de modo que lo creí.

—Entonces —le dije— manda a cuatro esclavos con una litera al embarcadero para recoger al amo y traerlo a la villa, y mientras tanto, haz que le preparen un baño caliente, ropa limpia y algo de cenar. Está exhausto.

Después envié a otros dos esclavos con sendos caballos rápidos a echar un vistazo por la vía Apia, no fuese que llegara el misterioso y temible destacamento de legionarios que parecía perseguirnos.

Cuando hubieron subido a Cicerón a la casa, las verjas y la puerta fueron cerradas con llave.

Luego ya no lo vi mucho más. Nada más terminar de darse el baño, tomó una cena ligera y un sorbo de vino en su habitación y se retiró a descansar.

Yo también me eché a dormir, y muy profundamente, a pesar de la angustia, debido a lo extenuado que estaba. A la mañana siguiente tuvo que despertarme con brusquedad uno de los esclavos que yo había apostado en la vía Apia. Le faltaba el aliento y estaba muy asustado. Una tropa de treinta legionarios, junto con un centurión y un tribuno montados a caballo, venía hacia la casa desde el noroeste. Se encontraban a menos de media hora de distancia.

Corrí a despertar a Cicerón. Tapado hasta la barbilla con las mantas, se negó a moverse, pero aun así se las quité de encima.

—Vienen a por ti —lo avisé, inclinándome sobre él—. Ya casi están aquí. Tenemos que marcharnos.

Me sonrió y me puso la mano en la mejilla.

—Que vengan, mi viejo amigo. No tengo miedo.

—Si no lo haces por ti, hazlo por mí —le supliqué—, hazlo por tus amigos y por Marco, te lo ruego, ¡muévete!

Creo que fue la mención del nombre de su hijo lo que lo hizo reaccionar. Dio un suspiro.

—Está bien. Pero no servirá de nada.

Me retiré para dejar que se vistiera y salí a dar las órdenes pertinentes (que trajeran una litera de inmediato, que preparasen el barco para zarpar y que todos los marineros se sentaran a los remos, que cerrasen con llave las verjas y la puerta en cuanto saliésemos de la villa, que los esclavos de la casa abandonasen la propiedad y se escondieran donde pudiesen).

En mi cabeza podía oír el paso rítmico de los legionarios, cada vez más cercano y estrepitoso.

Por fin, al cabo de unos minutos que parecieron eternizarse, Cicerón apareció, con un aspecto tan pulcro que parecía disponerse a salir hacia el Senado. Recorrió la villa para decirles adiós a los sirvientes. Toda la casa estaba deshecha en lágrimas. Miró por última vez a su alrededor, como si quisiera despedirse del edificio y sus preciadas posesiones, montó en la litera, corrió las cortinas para que nadie pudiera ver su rostro y cruzamos las verjas. Los esclavos, no obstante, en lugar de salir huyendo, se armaron como pudieron (con rastrillos, con escobas, con hurgones, con cuchillos de cocina) e insistieron en acompañarnos, formando una rústica falange improvisada alrededor de la litera. Recorrimos un breve tramo del camino y tomamos el sendero que bajaba hacia la foresta. Entre los árboles se veía el mar reluciente bajo el sol de la mañana. La salvación parecía asegurada. Pero en ese instante, al final del sendero, justo antes de que este se abriese a la playa, apareció una decena de legionarios.

Los esclavos que formaban la cabeza de nuestra enclenque procesión gritaron alarmados, mientras que los que cargaban con la litera porfiaban en darle la vuelta. La caja se sacudía con tal violencia que Cicerón estuvo a punto de caer al suelo. Nos esforzamos por desandar nuestros pasos, solo para descubrir que arriba habían aparecido más soldados que bloqueaban el acceso a la carretera.

No teníamos escapatoria, estábamos rodeados, perdidos. Pese a todo, decidimos luchar. Los esclavos posaron la litera en el suelo y se distribuyeron en torno a ella. Cicerón descorrió la cortina para comprobar qué ocurría. Al ver a los soldados que avanzaban aprisa hacia nosotros, me gritó:

—¡No va a haber ninguna lucha! —Después les indicó a los esclavos—: ¡Tirad las armas! Me honráis con vuestra devoción, pero la única sangre que es preciso derramar aquí es la mía.

Los legionarios tenían sus espadas empuñadas. El tribuno militar que los comandaba era un matón de rostro atezado e hirsuto. Bajo el borde de su casco sus cejas se fundían en una tupida franja negra y continua.

—Marco Tulio Cicerón —exclamó—. Traigo la cédula que ordena tu ejecución.

El orador, tendido aún en la litera, con la barbilla apoyada en la mano, lo miró de arriba abajo sin inmutarse.

—Te conozco —le dijo—. Estoy seguro. ¿Cómo te llamas?

El tribuno militar, a todas luces desconcertado, le respondió:

—Me llamo, si necesitas saberlo, Cayo Popilio Laenas y, sí, nos conocemos, aunque eso no te salvará.

—Popilio —murmuró Cicerón—, eso es. —Se giró hacia mí—. ¿Recuerdas a este hombre, Tiro? Era cliente nuestro, aquel quinceañero que asesinó a su padre, en los inicios de mi carrera. Lo habrían sentenciado a muerte por parricidio si yo no lo hubiera librado de esa pena con la condición de que se alistase en el ejército. —Se rio—. Supongo que esto también es una suerte de justicia.

Miré a Popilio y, en efecto, me acordé de él.

—Basta de cháchara —dijo Popilio—. El veredicto de la Comisión Constitucional ordena que la pena de muerte se ejecute de inmediato. —Les hizo una seña a sus soldados para que sacaran a Cicerón de la litera.

—Aguarda —le pidió Cicerón—. Déjame donde estoy. Me he hecho a la idea de morir así. —Se apoyó boca arriba sobre los codos, como un gladiador derrotado, y echó la cabeza atrás para presentarle la garganta al cielo.

—Si es lo que quieres —dijo Popilio. Se volvió hacia el centurión—. Acabemos con esto.

El jefe de la centuria ocupó su posición. Afirmó las piernas. Balanceó la espada. La hoja centelleó, y en ese preciso instante quedó resuelto para Cicerón el misterio que llevaba toda la vida atormentándolo, y la libertad se extinguió de la faz de la tierra.

Después le cortaron la cabeza y las manos, que introdujeron en un saco. Nos obligaron a sentarnos y a mirar mientras lo descuartizaban. A continuación se marcharon. Me contaron que Antonio se deleitó tanto con estos trofeos añadidos que gratificó a Popilio con una paga adicional de un millón de sestercios. Se dice también que Fulvia perforó la lengua de Cicerón con una aguja. Lo ignoro. De lo que no cabe duda es de que por orden de Antonio la cabeza que pronunció las filípicas y las manos que las escribieron fueron clavadas en la rostra, como aviso para quien estuviera pensando en oponerse al triunvirato, y allí permanecieron durante muchos años, hasta que terminaron de pudrirse y se cayeron.

Cuando los asesinos se hubieron ido, bajamos el cadáver de Cicerón a la playa, levantamos una pira y, al caer el crepúsculo, lo quemamos. Después me dirigí al sur, de regreso a la granja de la bahía de Nápoles.

Poco a poco fui conociendo más detalles de lo sucedido.

Quinto fue capturado poco después junto a su hijo y ejecutado.

Ático salió de su escondite y fue indultado por Antonio gracias a la ayuda que le había prestado a Fulvia.

Y mucho, mucho después, Antonio se suicidó junto con su amante, Cleopatra, cuando Octaviano los derrotó en combate. En la actualidad el muchacho es el emperador Augusto.

Pero ya he escrito suficiente.

Muchos años han transcurrido desde los acontecimientos que he relatado. Al principio creí que jamás superaría la muerte de Cicerón. El tiempo, empero, se lo lleva todo, incluso el dolor. De hecho, me atrevería a decir que el dolor es en buena medida una cuestión de perspectiva. A menudo, durante los primeros años, soltaba un suspiro y pensaba: «Vaya, aún no habría rebasado la sesentena»; pero al cabo de una década, con alguna sorpresa, me dije: «Cielos, ahora tendría setenta y cinco años». A pesar de todo, lo que opino hoy es: «En fin, ya llevaría mucho tiempo muerto de todas maneras, así que ¿por qué darle más importancia a la forma en que murió que a cómo vivió?».

Mi trabajo ha concluido. El libro está terminado. Yo también moriré pronto.

Durante las noches de verano me siento en la terraza con Ágata, mi esposa. Ella cose mientras yo contemplo las estrellas. En esos momentos siempre me viene a la memoria el sueño que Escipión tiene en La República, en el que habla de la morada de los estadistas fallecidos:

Miraba en todas direcciones y todo me parecía de una belleza prodigiosa. Había estrellas que no se ven desde la tierra, y todas eran más grandes de lo que creíamos. Las esferas refulgentes superaban en tamaño a nuestro mundo; de hecho, este se quedaba tan pequeño que incluso sentí desprecio por nuestro Imperio, que se reducía a una simple mota, de alguna manera, sobre su superficie.

«Si tomas distancia —le recomendaba el anciano estadista a Escipión—, y contemplas este eterno hogar y lugar de reposo, dejarás de preocuparte por las habladurías del vulgo y de esperar una recompensa terrena por tus logros. Comprenderás también que nadie gozará de una reputación duradera, pues lo que los hombres dicen perece con ellos y se disipa en el olvido de la posteridad».

Lo único que perdurará de nosotros será lo que quede escrito.

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