Dictator

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Primera parte. Exilio. 58-47 a. C. » Capítulo III

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III

Que Cicerón no reconociese a su única hija no era algo tan inaudito como podría parecer. La joven había cambiado mucho durante nuestra ausencia. Su rostro y sus brazos, antes rollizos e infantiles, eran ahora esbeltos y pálidos, y llevaba el cabello rubio cubierto por el tocado negro del duelo. El día de nuestra llegada coincidió con el de su vigésimo cumpleaños, aunque me avergüenza admitir que en aquel momento no caí en la cuenta y, por tanto, no pude recordárselo a Cicerón.

Lo primero que hizo este cuando descendió de la plancha fue arrodillarse y besar el suelo. Hasta que el público no prorrumpió en vítores ante esa muestra de patriotismo, no levantó la vista y se fijó en su hija, que lo observaba vestida de luto. El orador clavó los ojos en ella y rompió a llorar: la amaba con toda su alma y quería también a su marido, pero en ese momento se dio cuenta, por el color y el corte de su atuendo que este había fallecido.

La envolvió entre sus brazos, para regocijo del público, y tras estrecharla contra sí durante un largo rato dio un paso atrás para mirarla de arriba abajo.

—Mi adorada hija, no te haces una idea de lo mucho que he esperado este momento. —Sin soltarle todavía las manos, dirigió la vista hacia los rostros que la rodeaban y los examinó ansioso—. ¿Ha venido tu madre? ¿Y Marco?

—No, papá, están en Roma.

A Cicerón aquello no le extrañó; por aquel entonces ir de Roma a Bríndisi exigía realizar un arduo viaje de dos o tres semanas, especialmente duro para las mujeres, y comportaba el riesgo de sufrir algún asalto en los tramos más remotos. De manera que le sorprendió encontrar allí a Tulia, y más sin compañía alguna. A pesar de esto, su desilusión saltaba a la vista, por mucho que se esforzase en disimularla.

—Bueno, no tiene importancia. Te tengo a ti, y eso es lo más importante.

—Y yo a ti, y en mi cumpleaños.

—¿Es tu cumpleaños? —Me lanceó con una mirada reprobatoria—. Casi lo olvido. Claro que lo es. ¡Esta noche lo celebraremos! —La tomó del brazo y salió con ella del puerto.

Puesto que aún no sabíamos con certeza si su exilio había sido revocado, decidimos no partir hacia Roma hasta que llegase la confirmación oficial. De nuevo Lenio Flacco se ofreció a alojarnos en la residencia que tenía fuera de Bríndisi. Varios hombres armados se apostaron en el perímetro de esta para proteger a Cicerón, que pasó con Tulia la mayor parte de los días que siguieron, paseando por los jardines y la playa mientras ella le contaba lo difícil que había sido su vida durante su ausencia; que a su esposo, Frugi, lo agredieron los secuaces de Clodio cuando intentó pronunciarse en favor de Cicerón, lo desnudaron y sometieron a una lluvia de basura antes de expulsarlo del foro, y que, a raíz de esto, su corazón dejó de latir correctamente hasta que, meses más tarde terminó muriendo entre sus brazos; que, como no tenía hijos, tras este suceso lo perdió todo, salvo unas joyas y la dote, que le fueron devueltas y que le entregó a Terencia para ayudarla a saldar las deudas de la familia; que su madre se vio obligada a vender una parte sustancial de sus bienes, e incluso recobró el ánimo necesario para rogarle a la hermana de Clodio que hablase con este para que se apiadara de ella y sus hijos, a lo que esta respondió con burlas jactándose de que Cicerón habían querido mantener un idilio con ella; que las familias a las que siempre habían considerado amigas les cerraron las puertas por miedo, y así un drama detrás de otro.

Una noche, después de que Tulia se hubiera acostado, Cicerón me contó todo esto con tristeza.

—No me extraña que Terencia no haya venido. Me imagino que por el momento prefiere quedarse encerrada en casa de mi hermano y no aparecer en público. En cuanto a Tulia, debemos encontrarle un nuevo marido cuanto antes, mientras siga siendo lo bastante joven como para darle hijos a un hombre sin riesgo. —Se frotó las sienes, como hacía siempre que algo lo inquietaba—. Creía que volver a Italia supondría el fin de mis problemas. Ahora comprendo que no es más que el principio.

Llevábamos seis días siendo los huéspedes de Flacco cuando llegó un emisario de Quinto con el mensaje de que, pese a las protestas de Clodio y sus seguidores, las centurias habían votado por unanimidad devolverle a Cicerón todos sus derechos de ciudadano. De nuevo era un hombre libre. Por extraño que pareciese, no se mostró muy entusiasmado con la noticia, y cuando le pregunté por su indiferencia, me respondió:

—¿Qué tengo que celebrar? Me han devuelto algo que nunca deberían haberme arrebatado. Por lo demás, me encuentro más débil que antes.

Emprendimos el viaje a Roma al día siguiente. Para entonces la noticia de su rehabilitación ya se había difundido en Bríndisi y varios centenares de personas se habían aglomerado frente a las puertas de la villa para despedirlo. Se apeó del carruaje que compartía con Tulia, saludó a sus admiradores con un apretón de manos y, tras dar un breve discurso, reanudamos la marcha. No habíamos recorrido más de cinco millas cuando nos encontramos a otra multitud en el siguiente asentamiento, que también manifestaba a gritos su deseo de estrecharle la mano. De nuevo, Cicerón complació al gentío. Y así transcurrieron aquella jornada y las siguientes, todas iguales, con la diferencia de que a medida que corría la voz de que Cicerón pasaría por las distintas poblaciones el número de personas crecía más y más. Estas acudían a su encuentro desde varias millas a la redonda, e incluso bajaban desde las montañas para aguardar nuestro paso en las cunetas. Cuando llegamos a Benevento, eran ya miles; y en Capua tantas que colapsaron las calles.

Al principio, a Cicerón le emocionaban estas muestras sinceras de cariño, después pasó a disfrutar de ellas, luego a sorprenderse y, por último, a reflexionar al respecto. ¿Existiría alguna manera de aprovechar la popularidad arrolladora de la que gozaba entre los ciudadanos de Italia para ganar influencia política en Roma?, se preguntaba. En cualquier caso, la popularidad y el poder, como él bien sabía, eran cosas muy distintas. A menudo los hombres más poderosos de una región podían caminar por la calle sin que nadie los reconociera, mientras que los más famosos disfrutaban de una aplaudida impotencia.

No tardamos en comprobarlo poco después de abandonar Campania, cuando Cicerón decidió que visitásemos Formiae para echarle un vistazo a la villa que poseía junto al mar. Sabía por Terencia y Ático que habían saqueado la casa, y estaba preparado para encontrársela en ruinas. De hecho, cuando nos apartamos de la vía Apia y entramos en la propiedad, la residencia, con todas las contraventanas cerradas, parecía continuar intacta, a pesar de que las estatuas griegas habían desaparecido. El jardín estaba bien cuidado. Los pavos reales seguían paseándose entre los árboles y se oía el murmullo lejano del oleaje. Cuando el carruaje se detuvo y Cicerón se apeó, el servicio empezó a salir de distintos rincones de la propiedad, como si hubieran permanecido ocultos. Al ver de nuevo a su señor, se arrodillaron y rompieron a llorar de emoción. Pero cuando este se encaminó hacia la entrada, varios de ellos intentaron detenerlo y le suplicaron que no lo hiciese. Hizo un gesto con las manos para que se apartaran y ordenó que desbloqueasen la cerradura.

Lo primero que nos llamó la atención fue el olor a ahumado, a humedad y a excrementos humanos. Después, el silencio, roto tan solo por el eco y el crujido del yeso y la loza despedazados bajo nuestros pies, y el arrullo de las palomas que anidaban en las vigas. Cuando las contraventanas empezaron a desprenderse, la luz de la tarde estival nos permitió ver las distintas habitaciones, todas desnudas. Tulia se tapó la boca con la mano, horrorizada, y Cicerón le pidió con delicadeza que saliera y esperase en el carruaje. Nos adentramos más. El mobiliario había desaparecido, así como los cuadros y adornos. Aquí y allá colgaban diversas secciones del techo; habían robado hasta el suelo de mosaico y las malas hierbas crecían en la tierra descubierta, entre la porquería de los pájaros y las heces de los ladrones. Las paredes estaban tiznadas allí donde habían encendido las hogueras, y cubiertas con dibujos y pintadas obscenos, todos ellos realizados con una pintura roja chorreante.

Al entrar en el comedor, una rata corrió a lo largo de un friso, hasta que se escabulló por una grieta. Cicerón observó cómo desaparecía con un inmenso gesto de asco en el rostro. Salió de la casa, volvió al carruaje y le ordenó al conductor que regresara a la vía Apia. Permaneció en silencio al menos durante una hora.

Dos días más tarde llegamos a Bovillae, a las afueras de Roma.

Al despertar la mañana siguiente, otra multitud nos esperaba para escoltarnos hasta la ciudad. Cuando nos entregamos al calor de aquella mañana de verano, me invadió cierto desasosiego; el estado en el que habíamos hallado la villa me intranquilizaba. Además, era la víspera de los juegos romanos, un día festivo. Las calles estarían colapsadas, y ya nos había llegado la noticia de que la gente empezaba a pelearse por la escasez de pan. Yo estaba convencido de que Clodio aprovecharía el desorden para tendernos alguna emboscada. Pero Cicerón estaba tranquilo. No albergaba ninguna duda de que el pueblo lo protegería. Pidió que se retirara el techo del carruaje y, con Tulia sentada a su lado, protegida por un quitasol, y conmigo en el banco junto al conductor, reanudamos la marcha.

No exagero cuando digo que hasta la última pulgada de la vía Apia estaba colmada de admiradores y que durante casi dos horas avanzamos hacia el norte en medio de una oleada ininterrumpida de aplausos. A ambos lados del tramo de la calzada donde se eleva sobre el río Almo, junto al templo de la Gran Madre, la muchedumbre se repartía en tres o cuatro filas. Más adelante, abarrotaba los escalones del templo de Marte como si fueran a celebrarse los juegos. Y tras las murallas de la ciudad, justo donde el acueducto bordeaba la carretera, varios grupos de jóvenes se encaramaban como podían en alto de los arcos o se enfilaban en las palmeras. Cuando empezaron a agitar los brazos, Cicerón los saludó. El alboroto, el calor y la nube de polvo se tornaron abrumadores y nos vimos obligados a detenernos frente a la puerta Capena, donde la aglomeración adquiría tal densidad que nos impedía avanzar.

Bajé de un salto con la intención de abrir la puerta e intenté abrirme paso a empujones hasta uno de los costados del carruaje. Pero la oleada de gente, desesperada por acercarse a Cicerón, me aprisionó con tanta fuerza contra el remolque que no podía moverme ni respirar. El carruaje se tambaleaba y amenazaba con volcarse; estoy seguro de que Cicerón habría perecido víctima del amor desatado del público a tan solo diez pasos de Roma si su hermano Quinto no hubiera emergido en ese momento de la puerta junto a una decena de asistentes que obligó al gentío a apartarse y dejar sitio para que Cicerón descendiese.

Hacía cuatro años que no se veían, y Quinto ya no parecía el hermano menor. Le habían roto la nariz durante los disturbios del foro y saltaba a la vista que bebía más de la cuenta. Parecía un viejo boxeador vapuleado. Extendió los brazos hacia Cicerón y se fundieron en un abrazo, incapaces de hablar debido a la emoción, con las mejillas humedecidas por las lágrimas, dándose palmadas en la espalda el uno al otro.

Cuando se separaron, Quinto le dijo lo que había preparado y después entramos en la ciudad a pie, Cicerón y Quinto caminando codo con codo y Tulia y yo tras ellos, franqueados por una fila de asistentes a cada lado. Quinto, que antes trabajaba como administrador de las campañas de Cicerón, había planificado la ruta con la idea de presentar a su hermano ante el mayor número de admiradores posible. Pasamos frente al Circo Máximo, cuyas banderas ondeaban ante la inminencia de los juegos, y según avanzábamos, sin premura, por el atestado valle que se formaba entre el Palatino y el Caelio, daba la impresión de que todos aquellos a los que Cicerón había defendido en los tribunales, o ayudado, o sencillamente saludado con un apretón de manos durante el período de elecciones, hubieran acudido en masa para darle la bienvenida. Aun así, observé que no todos lo aclamaban, y que aquí y allí pequeños grupos de plebeyos de aspecto hosco nos miraban con desaprobación o nos daban la espalda, sobre todo en las inmediaciones del templo de Cástor, donde se ubicaba el cuartel general de Clodio. Allí podían leerse nuevos lemas pintarrajeados en la fachada, en el mismo rojo encendido que emplearon en Formiae: M. CICERÓN ROBA EL PAN DEL PUEBLO. CUANDO EL PUEBLO TENGA HAMBRE, SABRÁ A QUIÉN CULPAR. Un hombre nos escupió. Otro se abrió la túnica con disimulo para mostrarme el puñal que portaba. Cicerón fingió no darse cuenta.

Millares de personas nos aclamaban desde el foro y las escaleras del Capitolino hasta el templo de Júpiter, donde un hermoso toro blanco iba a ser sacrificado. Temía que se produjese un asalto en cualquier momento, pese a que la razón me decía que eso supondría un suicidio para los atacantes, ya que los partidarios de Cicerón los destriparían en el acto en el improbable caso de que se acercasen lo suficiente para herirlo. No obstante, habría preferido que nos hubieran llevado a un lugar cerrado. Pero eso era imposible: aquel día Cicerón le pertenecía a Roma. Primero tuvimos que asistir a las oraciones de los sacerdotes y después Cicerón se cubrió la cabeza y dio un paso al frente para dar gracias a los dioses, tras lo cual permaneció de pie y observó cómo degollaban a la bestia y examinaban sus vísceras hasta que los auspicios fueron considerados favorables. Tras esto entró en el templo y depositó una ofrenda a los pies de la pequeña estatua de Minerva que había erigido allí antes de su exilio. Por último, cuando salió, fue rodeado por una buena parte de los senadores que con más celo habían defendido su rehabilitación (Sestio, Cestilio, Curtio, los hermanos Cispio y demás, encabezados por el primer cónsul, Léntulo Espínter), a todos los cuales dio las gracias por separado. Se derramaron muchas lágrimas y se intercambiaron muchos besos, y debía de quedar ya muy atrás el mediodía cuando se encaminó hacia su casa, pero incluso entonces Espínter y los otros insistieron en acompañarlo; Tulia, sin que ninguno nos diésemos cuenta, ya se había adelantado.

Su «hogar» ya no era, por supuesto, la elegante mansión que poseía en las lomas del Palatino; al levantar la vista, vi que esta había sido demolida para erigir el santuario de Clodio dedicado a la diosa Libertad. Así pues, en lugar de ir a la antigua residencia, nos alojaríamos justo debajo, en la casa de Quinto, donde permaneceríamos hasta que Cicerón recuperase la propiedad y pudiera iniciar la reconstrucción. También esta calle se encontraba llena de partidarios, de modo que Cicerón tuvo que abrirse paso como pudo para llegar al umbral. Al otro lado, a la sombra del patio, lo esperaban su esposa y sus hijos.

Yo sabía, porque él lo decía con frecuencia, lo mucho que ansiaba que llegase ese momento. Sin embargo, había una tensión en el ambiente que me llevó a desear desaparecer. Se notaba que Terencia, ataviada con sus mejores galas, llevaba horas esperándolo, durante las cuales el pequeño Marco había empezado a aburrirse e intranquilizarse.

—Esposo —lo saludó ella, con una sonrisa tensa, al tiempo que tiraba del niño para que se irguiera—, ¡al fin estás en casa! Ve y saluda a tu padre —le indicó a Marco, empujándolo hacia delante, pero de inmediato el pequeño se escabulló y se ocultó tras sus faldas.

Cicerón se detuvo a unos pasos de ellos, abriendo los brazos para que su hijo fuera a su encuentro, sin saber muy bien cómo actuar. Entonces Tulia intervino para salvar la situación: corrió hacia su padre, lo besó, lo llevó junto con su madre y, con delicadeza, los apretó el uno contra el otro, y de esta manera, al fin, la familia se vio unida de nuevo.

La villa de Quinto era amplia, aunque no lo bastante como para acoger a dos familias sin estrecheces, y ya desde el primer día se produjeron algunas fricciones. Por respeto a la edad y el rango de su hermano, Quinto, con su habitual generosidad, insistió en que este y Terencia ocupasen los aposentos principales, que compartía con Pomponia, la hermana de Ático. Estaba claro que ella se oponía en redondo a esta idea, ya que solo a regañadientes le ofreció un saludo formal a Cicerón.

No es mi intención fomentar rumores íntimos, tales asuntos no se sujetan a la dignidad de mi propósito. Sin embargo, no me es posible ofrecer un relato completo sobre la vida de Cicerón sin mencionar lo que aconteció, pues aquel fue el punto de partida de sus problemas domésticos, conflictos que terminarían por afectar a su carrera política.

Cicerón y Terencia llevaban casados más de veinte años. Discutían a menudo. Pero, más allá de sus riñas, se profesaban un respeto mutuo. Terencia poseía su propia fortuna, y ese fue el motivo por el que Cicerón se casó con ella; sin duda, nunca se vio atraído por su belleza ni por la dulzura de su carácter. Fue su riqueza lo que le permitió llegar al Senado. A cambio, ella se sirvió del éxito de su marido para ascender en la escala social. Ahora, la estrepitosa caída de Cicerón había dejado al descubierto las fallas de su relación. Terencia no solo se había visto obligada a vender una buena parte de sus propiedades a fin de proteger a su familia durante la ausencia de su esposo, sino que además había sido objeto de injurias e insultos, y había tenido que alojarse con su familia política, a la que ella, desde su altivez, consideraba muy inferior a la suya. Sí, Cicerón estaba vivo y había regresado a Roma, y no me cabe duda de que se alegraba de ello. Sin embargo, no se molestaba en fingir que para ella los días de Cicerón en el poder político habían quedado atrás, aunque él, que seguía flotando entre las nubes de la adulación del pueblo, no se hubiera percatado de ese hecho.

Aquella primera noche no me pidieron que me sentase a cenar con la familia, pero teniendo en cuenta la tensión del ambiente, no puedo decir que lo lamentase demasiado. Me sentí consternado, sin embargo, cuando supe que me habían preparado una cama en los cuartos de los esclavos, en el sótano, donde compartiría un cubículo con el mayordomo de Terencia, Filotimo. Era un individuo zalamero y avaricioso de mediana edad; nunca nos habíamos llevado bien, y me imagino que cuando nos encontramos él se alegraría tanto como yo. Pese a esto, el amor que sentía por el dinero lo llevaba a administrar con abnegación los negocios de Terencia, con lo que debió de suponer un gran tormento para él ver cómo la fortuna de su señora decrecía mes a mes. El rencor con el que criticaba a Cicerón por haberla arrastrado a aquella situación me enfurecía, y terminé por exigirle secamente que cerrase la boca y mostrase un poco de respeto, pues de lo contrario me encargaría de que el señor lo castigara con el látigo. Más tarde, tumbado despierto en la cama mientras lo oía roncar, me pregunté cuáles de aquellas quejas serían suyas, y cuáles una repetición de las de su señora.

A causa de mi desasosiego, al día siguiente me desperté tarde y me levanté sobresaltado. Cicerón debía acudir al Senado aquella mañana para expresar un agradecimiento oficial por el apoyo prestado. Por lo general, se aprendía los discursos de memoria y los pronunciaba sin ayuda de una sola nota. Pero hacía tanto tiempo que no hablaba en público que tenía miedo de titubear y atrancarse, por lo que este discurso tuvo que ser dictado y escrito durante el viaje desde Bríndisi. Lo saqué de mi caja de despachos, comprobé que el texto estuviera completo y subí aprisa, justo en el momento en que Estacio, el secretario de Quinto, hacía pasar a dos invitados al tablinum. Uno de ellos era Milón, el tribuno que nos visitó en Tesalónica; el otro, Lucio Afranio, el principal lugarteniente de Pompeyo, nombrado cónsul dos años después que Cicerón.

—Desean hablar con tu señor —me informó Estacio.

—Veré si está disponible.

—¡Más le vale! —respondió Afranio en un tono que no me preocupó mucho.

Me dirigí presto al dormitorio principal. La puerta estaba cerrada. La doncella de Terencia se puso un dedo ante los labios y me dijo que Cicerón no estaba allí. Me llevó por el pasillo hasta el vestidor, donde el ayuda de cámara le estaba poniendo la toga. Mientras le comunicaba quiénes solicitaban verlo, me fijé en la cama improvisada que había tras él. Al percatarse de mi extrañeza me confió a media voz:

—Algo no marcha bien, pero Terencia no quiere decirme qué es. —Después, quizá arrepentido de su franqueza, me ordenó con brusquedad que fuese a buscar a Quinto para que también él oyera lo que habían venido a decir los visitantes.

La reunión comenzó en un clima amigable. Afranio anunció que traía consigo los saludos más afectuosos de Pompeyo el Grande, quien esperaba tener pronto la oportunidad de felicitarlo por su regreso a Roma. Cicerón le dio las gracias por hacerle llegar ese mensaje y también le expresó su agradecimiento a Milón por todo lo que había hecho para traerlo de vuelta. Describió la calurosa acogida con la que fue recibido en el campo y a la multitud que había acudido a Roma para darle la bienvenida el día anterior.

—Siento que estoy comenzando una nueva vida. Espero que Pompeyo esté presente en el Senado para oírme alabarlo con la escasa elocuencia de la que ahora soy capaz.

—Pompeyo no acudirá al Senado —reveló Afranio con sequedad.

—Lamento oír eso.

—No lo considera apropiado, en vista de la nueva ley que se va a proponer.

Dicho esto, sacó un bolso pequeño del que extrajo un anteproyecto de ley, que Cicerón leyó con evidente sorpresa antes de pasárselo a Quinto, quien después me lo entregó a mí.

Puesto que se le está negando al pueblo de Roma un suministro suficiente de trigo, hasta el punto de que esto constituye una grave amenaza para el bienestar y la seguridad del Estado, y teniendo en cuenta el principio según el cual todos los ciudadanos romanos tienen derecho al equivalente de al menos una barra de pan gratuita al día, por la presente, se ordena que se le conceda a Pompeyo el Grande la potestad, como comisario del trigo, de comprar, incautar u obtener de modo similar en todo el mundo la cantidad suficiente de grano para garantizar un suministro constante en la ciudad; que ostentará esta potestad durante un período de cinco años; y, que con el propósito de ayudarlo en este cometido, tendrá derecho a designar a quince lugartenientes de comisario del trigo para que desempeñen tales funciones bajo su dirección.

—Naturalmente, a Pompeyo le gustaría que tuvieras el honor de proponer esta ley cuando hoy te dirijas al Senado —dijo Afranio.

—Es una jugada astuta, estarás de acuerdo —exhortó Milón—. Después de haberle arrebatado las calles a Clodio, ahora debemos quitarle la posibilidad de comprar votos con pan.

—¿De verdad la escasez es tan grave como para aprobar una ley de emergencia? —preguntó Cicerón a Quinto.

—Lo es —le confirmó su hermano—. Cuesta mucho conseguir pan, y el poco que hay ha alcanzado un precio desorbitado.

—Aun así, es un poder demasiado grande e inaudito sobre el suministro de alimentos de la nación para concedérselo a una sola persona. Me temo que necesitaría conocer la situación en profundidad antes de manifestarme.

Intentó devolverle el anteproyecto de ley a Afranio, que se negó a cogerlo. Se cruzó de brazos y le lanzó una mirada feroz.

—Lo cierto es que esperábamos un poco más de gratitud por tu parte, después de todo lo que hemos hecho por ti.

—Huelga decir —añadió Milón— que tú serías uno de los quince lugartenientes de comisario. —Se frotó el pulgar y el índice para denotar la naturaleza lucrativa del cargo.

A continuación se hizo un silencio incómodo hasta que Afranio dijo:

—Te dejaremos el borrador, y cuando te dirijas al Senado, te escucharemos con mucha atención.

Una vez que se marcharon, fue Quinto quien habló primero.

—Al menos ahora sabemos cuál es el precio.

—No —lo contradijo Cicerón abatido—, este no es el precio. De hecho no es más que la primera cuota de lo que quieren cobrarse, una deuda que a su juicio nunca llegaré a saldar, por mucho que me expriman.

—Y ¿qué piensas hacer?

—No hay ninguna solución satisfactoria, ¿verdad? Si propongo la ley, todos me considerarán el títere de Pompeyo; y si no digo nada, este se volverá contra mí. Haga lo que haga, salgo perdiendo.

Como de costumbre, cuando nos encaminamos hacia el Senado aún no había tomado una decisión. Siempre prefería tomarle el pulso a la cámara antes de hablar, escuchar el latido de su corazón, como hacían los médicos con los pacientes. Birria, el gladiador con el cuerpo lleno de cicatrices que acompañaba a Milón cuando vino a Macedonia, le hizo de guardaespaldas, junto con otros tres luchadores. Calculo que además habría veinte o treinta clientes de Cicerón que actuaban como escudo humano; nos sentíamos bastante seguros. Mientras avanzábamos, Birria empezó a explicarme con aire jactancioso lo fuertes que eran; me dijo que Milón y Pompeyo tenían cien pares de gladiadores en unos cuarteles del Campo de Marte, listos para entrar en acción en cuanto a Clodio se le ocurriera poner en práctica alguna de sus tretas.

Cuando llegamos al edificio del Senado, le di a Cicerón el texto de su discurso. Al entrar, palpó la antigua jamba y examinó lo que él llamaba «la más excelsa sala del mundo». Se sentía agradecido y sorprendido por seguir vivo para verla de nuevo. Cuando se dirigió hacia el asiento que siempre había ocupado en el primer banco, el más próximo al estrado de los cónsules, los senadores de las plazas contiguas se levantaron para estrecharle la mano. Fueron muchos los que faltaron a la sesión; no solo estaba ausente Pompeyo, según pude observar, sino también Clodio y Marco Craso, cuyo pacto con Pompeyo y César seguía conformando la alianza más poderosa de la República. Me pregunté por qué habrían decidido mantenerse al margen.

Aquel día el cónsul presidente era Metelo Nepos, un antiguo enemigo de Cicerón, con el que más adelante se reconcilió en público a regañadientes y bajo la presión de la mayoría del Senado. En lugar de mencionar la presencia de Cicerón, se limitó a levantarse para anunciar que acababa de llegar un despacho remitido por César desde la Galia Ulterior. La cámara enmudeció y los senadores le prestaron atención mientras leía el informe donde César relataba los últimos brutales enfrentamientos con diversas tribus salvajes de nombres exóticos —los viromanduos, los atrebates y los nervios—, librados entre los lúgubres bosques de acentuados ecos y los crecidos ríos invadeables. No cabía duda de que César había conseguido llegar más al norte que ningún comandante romano, casi hasta el gélido mar del Norte, y de nuevo su victoria distaba poco de la aniquilación: de los sesenta mil hombres que componían el ejército de los nervios, aseguraba haber dejado con vida a no más de quinientos. Solo cuando Nepos concluyó la lectura, la cámara pareció seguir respirando; solo entonces el cónsul le concedió la palabra a Cicerón.

Era un momento delicado para pronunciar un discurso. Y al final Cicerón lo redujo casi a una sucesión de agradecimientos. Les dio las gracias a los cónsules. Al Senado. Al pueblo. A los dioses. Le dio las gracias a su hermano. Le dio las gracias a casi todo el mundo, salvo a César, a quien ni siquiera mencionó. Les dio las gracias en especial a Pompeyo («cuyo coraje, fama y logros no tienen parangón en los registros de nación o era algunas») y a Milón («durante cuyo tribunado no ha hecho sino abogar con firmeza, esfuerzo, valentía y serenidad por mi bienestar»). Sin embargo, no mencionó la escasez de trigo ni propuso concederle facultades adicionales a Pompeyo, de forma que en cuanto hubo tomado asiento, Afranio y Milón abandonaron su plaza y salieron del edificio.

Después, de vuelta a la casa de Quinto, observé que Birria y sus gladiadores ya no nos acompañaban, lo que me pareció extraño, ya que todavía nos encontrábamos en peligro. Vimos multitud de mendigos entre las riadas de curiosos que se arremolinaban a nuestro alrededor, y quizá estuviera equivocado, pero me daba la impresión de que Cicerón atraía muchas más miradas y gestos hostiles que antes.

Ya en la seguridad del interior, declaró:

—No he podido hacerlo. ¿Cómo iba a protagonizar una controversia de la que no sé nada? Además, no era el momento adecuado para formular una propuesta de esa índole. Nadie hablaba de otra cosa que no fuera César, César y más César. Tal vez ahora me dejen en paz durante un tiempo.

Fue un día largo y soleado, que Cicerón pasó sobre todo en el jardín, leyendo y lanzándole la pelota a la perra de la familia, una terrier que respondía al nombre de Myia, cuyas gracias alborozaban al pequeño Marco y a su primo de nueve años, Quinto hijo, el único vástago de su hermano y Pomponia. Marco era un niño encantador y modoso, mientras que su primo, muy malcriado por su madre, tenía en ocasiones reacciones crueles. Con todo, se divertían mucho jugando juntos. De vez en cuando el clamor de la multitud del Circo Máximo llegaba hasta nosotros desde el valle del otro lado del monte. Cien mil gritos o bramidos se alzaban al unísono, un estrépito emocionante a la vez que aterrador, como el rugido de un tigre, que me erizaban el vello de la nuca y de los brazos. Por la tarde Quinto le sugirió a Cicerón que fuese al Circo, se mostrara ante el público y viese alguna carrera. Pero él prefirió quedarse en casa.

—Estoy cansado de exhibirme ante desconocidos.

Dado que los niños se negaban a acostarse y a Cicerón, después de tanto tiempo sin verlos, no le importaba consentirlos, la cena no se sirvió hasta tarde. Esta vez, para evidente irritación de Pomponia, sí me invitó a que me uniese a ellos. La esposa de Quinto no aprobaba que los esclavos comiesen con sus señores y sin duda consideraba que le correspondía a ella y no a su cuñado decidir quién podía sentarse a su mesa. Nos juntamos seis comensales: Cicerón y Terencia en un diván, Quinto y Pomponia en otro, y Tulia y yo en el tercero. En circunstancias normales, el hermano de Pomponia, Ático, se habría unido a nosotros. Era el amigo más allegado de Cicerón. Pero una semana antes de que este regresara, abandonó Roma de improviso para visitar las propiedades que tenía en Épiro. Adujo que debía atender unos asuntos urgentes, aunque sospecho que preveía las riñas familiares que se avecinaban y prefería evitar los conflictos.

Caía el crepúsculo y los esclavos empezaban a traer velas para encender los faroles y los candelabros cuando a lo lejos se oyó un alboroto de silbidos, tambores, cuernas y cantos. Al principio, pensamos que se trataría de algún desfile relacionado con los juegos. Pero el ruido parecía proceder directamente de la entrada de la casa, donde se prolongó.

Entonces Terencia dijo:

—¿Se puede saber qué escándalo es este?

—Veamos —comentó Cicerón con tono de erudito—, me pregunto si no será una flagitatio. ¡Esa sí que es una curiosa costumbre! Tiro, ¿te importaría salir a ver qué ocurre?

Creo que ya no se hacen esas cosas, pero en los tiempos de la República, cuando el pueblo podía expresarse con libertad, la flagitatio era un derecho de los ciudadanos que deseaban quejarse pero eran demasiado pobres para acudir a los tribunales. Les permitía manifestarse ante la casa de aquel a quien consideraban responsable de su desgracia. Aquella noche, el objeto de las reclamaciones era Cicerón. Oía su nombre mezclado entre los cantos, y cuando abrí la puerta, entendí el mensaje con toda claridad:

¡Hideputa Cicerón, ¿dónde tienes nuestro pan?!

¡Hideputa Cicerón, has robado nuestro pan!

Un centenar de personas atestaban la angosta calle repitiendo la misma cantinela una y otra vez con ocasionales y picantes variaciones de la palabra «hideputa». Una vez que se dieron cuenta de que los estaba mirando, prorrumpieron en un abucheo atronador. Cerré la puerta, eché el cerrojo y regresé al comedor para informar de lo que acababa de ver.

Pomponia se incorporó alarmada.

—Pero ¿qué vamos a hacer ahora?

—Nada —resolvió Cicerón sin inmutarse—. Tienen derecho a hacerse oír. Dejemos que griten un rato, y ya se marcharán cuando se cansen.

—Pero ¿por qué te acusan a ti de haberles robado el pan? —inquirió Terencia.

—Según Clodio —explicó Quinto— falta pan por culpa de toda la gente que ha acudido a Roma para apoyar a tu marido.

—Pero la gente no ha venido por mi marido, ha venido por los juegos.

—Tan franca como siempre —convino Cicerón—. Y aunque estuvieran aquí por mí, que yo recuerde, la ciudad nunca ha padecido escasez de alimentos durante los días de celebración.

—Y ¿por qué la sufre ahora?

—Imagino que alguien habrá saboteado el suministro.

—¿Quién podría hacer algo así?

—Clodio, para mancillar mi nombre. O tal vez Pompeyo, con la idea de tener una excusa para encargarse de la distribución. En cualquier caso, no hay nada que podamos hacer al respecto. Así que sugiero que los ignoremos y sigamos cenando.

Sin embargo, aunque intentamos hacer como si no pasara nada, e incluso bromeamos y nos reímos de ello, la conversación se volvió tensa, y cada vez que se producía algún silencio enseguida se llenaba con los lemas airados de los manifestantes.

¡Comevergas Cicerón, te has llevado nuestro pan!

¡Comevergas Cicerón, te has comido nuestro pan!

—¿Piensan seguir así toda la noche? —preguntó entonces Pomponia.

—Tal vez —admitió Cicerón.

—Pero esta siempre ha sido una calle tranquila y respetable. Seguro que puedes hacer algo para dispersarlos.

—Lo cierto es que no. Están en su derecho.

—¡Su derecho!

—Creo en los derechos del pueblo, como sabrás.

—Te felicito. Pero ¿cómo esperas que pueda dormir?

En ese momento a Cicerón se le acabó la paciencia.

—¿Y por qué no te tapas los oídos con cera, señora? —le sugirió, a lo que añadió entre dientes—: Yo lo haría si estuviera casado contigo.

Quinto, que había bebido demasiado, intentó ahogar una risa. Pomponia se volvió hacia él al instante.

—¿Vas a permitirle que me hable así?

—Solo es una broma, querida.

Pomponia dejó la servilleta en la mesa, se levantó del diván con aire digno y anunció que iría a ver cómo estaban los niños.

Terencia, después de acuchillar a Cicerón con la mirada, anunció que la acompañaría y le hizo una señal a Tulia para que la siguiera.

Cuando las mujeres los dejaron a solas, Cicerón le dijo a Quinto:

—Lo siento. No debería haber hablado de ese modo. Iré a disculparme. Además, tiene razón; he traído mis problemas a vuestra casa. Por la mañana nos marcharemos.

—No, no os iréis. Aquí el señor soy yo, y mi techo será el tuyo mientras viva. Los insultos de esa chusma no me preocupan en absoluto.

Escuchamos de nuevo.

¡Cabronazo Cicerón, ¿dónde tienes nuestro pan?!

¡Cabronazo Cicerón, has vendido nuestro pan!

—Emplean una métrica muy versátil, eso hay que reconocérselo. Me pregunto cuántas más serán capaces de inventar.

—Sabes que podríamos avisar a Milón. Los gladiadores de Pompeyo limpiarían la calle en un abrir y cerrar de ojos.

—¿Y seguir aumentando la deuda que he contraído con ellos? Mejor que no.

Nos retiramos a nuestras respectivas habitaciones, aunque dudo que ninguno de nosotros durmiera demasiado. La protesta, al contrario de lo que Cicerón preveía, no se extinguió, sino que a la mañana siguiente creció en volumen y, por supuesto, en violencia. La multitud empezó a levantar los adoquines para lanzarlos contra la fachada y hacerlos volar por encima del pretil a fin de que cayesen con estruendo en el atrio o en el jardín. Era obvio que la situación estaba cobrando un cariz muy negro, de manera que, con las mujeres y los niños cobijados en el interior, subí al tejado con Cicerón y Quinto para estimar el riesgo que corríamos. Si uno se asomaba con cautela por encima del pretil, era posible otear hasta el foro. La turba de Clodio lo estaba tomando por la fuerza. Todos los senadores que intentaban acceder a la cámara para acudir a la sesión del día recibían un chaparrón de insultos y reclamaciones. La exigente cantinela llegó a nuestros oídos, acompañada de una trápala de utensilios de cocina.

¿Dónde está nuestro pan?

¿Dónde está nuestro pan?

¿Dónde está nuestro pan?

De pronto se oyó un grito en la primera planta. Bajamos del tejado y cuando llegamos al atrio vimos que un esclavo se llevaba algo blanco y negro, una especie de morral o bolso pequeño, que acababa de entrar por la abertura del tejado y había caído en medio del impluvio. Era el cadáver desmembrado de Myia, la perra de la familia. Los dos niños se habían hecho un ovillo en un rincón del atrio, donde lloraban mientras se tapaban los oídos con las manos. Una lluvia incesante de piedras pesadas castigaba la puerta de madera. Terencia se dirigió a Cicerón con una crudeza que nunca había observado en ella.

—¡Testarudo! ¡Eres un necio testarudo! ¿Quieres hacer algo de una vez para proteger a tu familia? ¿O tengo que salir y volver a arrastrarme a gatas para suplicarle a esa escoria que no nos hagan daño?

Cicerón se echó atrás, impelido por la ira de su esposa. En ese momento se oyó una nueva tanda de sollozos infantiles y miró al rincón donde Tulia consolaba a su hermano y su primo. Esto pareció hacerle tomar una determinación.

—¿Crees que alguno de tus esclavos podría saltar por una de las ventanas de atrás? —le preguntó a Quinto.

—Seguro que sí.

—De hecho, mejor enviaría a dos, por si uno de ellos no llegara. Tendrían que ir a los cuarteles de Milón, en el Campo de Marte, y avisar a los gladiadores de que los necesitamos con urgencia.

Los mensajeros salieron por las ventanas y mientras la ayuda llegaba, Cicerón se acercó a los niños y los distrajo poniéndoles las manos en los hombros y contándoles historias sobre la valentía de los héroes de la República. Tras una espera que pareció eterna, durante la cual las acometidas contra la puerta no pararon de cobrar intensidad, oímos una nueva oleada de bramidos procedentes de la calle, seguidos de un caos de gritos. Los gladiadores de Milón y Pompeyo habían llegado, y gracias a esto Cicerón salvó a su familia y a sí mismo, pues no me cabe duda de que los hombres de Clodio, al ver que nadie les plantaba cara, estaban decididos a asaltar la casa y masacrarnos. Tras una breve trifulca en la calle, los asediadores, que en absoluto estaban tan bien armados y adiestrados como sus oponentes, huyeron para salvar la vida.

Cuando tuvimos la certeza de que la calle estaba despejada, Cicerón, Quinto y yo subimos de nuevo al tejado y vimos cómo la contienda se trasladaba hacia el foro. Diversas columnas de gladiadores afluyeron desde ambos flancos y empezaron a repartir golpes con las espadas planas. La muchedumbre se disgregó, pero no llegó a disiparse por completo. Una barricada de mesas de caballete, bancos y postigos sacados de los comercios cercanos fue levantada entre el templo de Cástor y la arboleda de Vesta. Esa zona quedó contenida, y en un momento dado vi a un hombre rubio, el mismo Clodio, encabezando el enfrentamiento, con una coraza sobre la toga y armado con una pica de hierro. Sé que era él porque lo acompañaba su esposa, Fulvia, una mujer tan feroz, cruel y enamorada de la violencia como el más salvaje de los hombres. Aquí y allá ardían algunas hogueras, cuyas columnas de humo se arremolinaban bajo el calor del verano y contribuían a la confusión del combate. Conté siete cuerpos tendidos en el suelo, aunque ignoro si eran cadáveres o tan solo hombres heridos.

Al cabo de unos instantes, Cicerón se cansó de contemplar el espectáculo.

—Este es el fin de la República —masculló cuando bajaba del tejado.

Permanecimos todo el día dentro de la casa mientras las escaramuzas se prolongaban en el foro, y lo que más asombroso me resulta ahora es que durante todo ese tiempo, a menos de una milla de distancia, los juegos romanos siguieron adelante como si no pasara nada.

La violencia se había convertido en uno de los ingredientes de la política. Al anochecer, la calma había regresado, aunque Cicerón decidió actuar con cautela y no salir a la calle hasta la mañana siguiente, cuando se encaminó con Quinto y una escolta de los gladiadores de Milón hasta el edificio del Senado. El foro estaba lleno de ciudadanos que apoyaban a Pompeyo. Le pidieron a Cicerón que se encargase de que no volviera a faltarles el pan y hablase con Pompeyo para que resolviera la crisis. Cicerón, que llevaba encima el anteproyecto de ley para nombrar comisario del trigo a Pompeyo, no dijo nada.

De nuevo, la sesión contó con pocos asistentes. Debido a los disturbios, más de la mitad de los senadores prefirieron no asistir a la asamblea. Además de Cicerón, los únicos excónsules que ocupaban el primer banco eran Afranio y Marco Valerio Mesala. El cónsul presidente, Metelo Nepos, había recibido una pedrada el día anterior cuando cruzaba el foro y llevaba un vendaje. En el primer apartado del orden del día incluyó los enfrentamientos por el grano y varios magistrados sugirieron que era el mismo Cicerón quien debía asumir el control de los suministros de la ciudad, a lo que este respondió con un gesto de modestia y negó con la cabeza.

—Marco Cicerón, ¿quieres decir algo? —le preguntó Nepos a regañadientes.

Cicerón asintió y se puso en pie.

—No necesitamos que nos recuerden —comenzó—, y menos que nadie el aguerrido Nepos, los violentos y espeluznantes altercados que estremecieron ayer a toda la ciudad. Estos son fruto de la imposibilidad de satisfacer la más básica de las necesidades del hombre: el pan. Algunos renegamos del día en que a nuestros ciudadanos se les concedió una ración gratuita de grano, pues en la naturaleza del ser humano está que lo que se entrega a modo de dádiva enseguida origina una dependencia y termina considerándose un derecho. Esta es la situación a la que hemos llegado. No digo que debamos abrogar la ley de Clodio, es demasiado tarde para eso; la moralidad del pueblo está ya corrompida, como él pretendía. Pero al menos debemos garantizar el suministro de pan si queremos conservar el orden civil. Y solo hay un hombre en el Estado que reúne la autoridad y la capacidad de organización requeridas para asumir semejante reto, y ese es Pompeyo el Grande. Por lo tanto, me gustaría proponer la siguiente resolución…

Y así fue como leyó en voz alta el anteproyecto de ley que he citado con anterioridad. Tras anunciarlo, la sección de la cámara donde se congregaban los lugartenientes de Pompeyo respondió levantándose y aclamándolo. Los demás permanecieron sentados, con un gesto solemne, o empezaron a mascullar iracundos, dado que siempre habían temido la sed de poder que movía a Pompeyo. Las ovaciones se oían desde afuera y llegaron a la multitud que esperaba en el foro. Cuando supieron que era Cicerón quien había propuesto la nueva ley, empezaron a aclamarlo para que saliera y se dirigiese a ellos desde la rostra; entonces todos los tribunos, salvo dos que apoyaban a Clodio, le hicieron la debida invitación para que hablase. Cuando se leyó en voz alta la propuesta en el Senado, Cicerón adujo que no estaba preparado para asumir semejante honor. (De hecho, yo llevaba encima un discurso que Cicerón ya había redactado, y que pude pasarle justo antes de que subiese la escalera de la plataforma).

Lo recibieron con una ovación abrumadora que lo obligó a aguardar unos instantes para que pudiera hacerse oír. Cuando el aplauso se extinguió, comenzó a hablar. En cuanto llegó al pasaje en que le daba las gracias al pueblo por su apoyo («de haber experimentado una serenidad imperturbable, desconocería el éxtasis casi sobrehumano que ahora vuestra bondad me permite disfrutar»), el mismísimo Pompeyo apareció de entre la muchedumbre. Llegó en ostensible soledad (tampoco necesitaba escolta teniendo el foro lleno de gladiadores) y fingiendo presentarse en calidad de ciudadano de a pie para escuchar a Cicerón. Pero, por supuesto, el pueblo no permitiría algo así, de modo que se dejó arrastrar hasta la rostra, donde subió y abrazó a Cicerón. Había olvidado lo corpulento que era; su torso imponente; su porte varonil, y el famoso copete poblado de cabello aún moreno que se le levantaba por encima del rostro ancho y bien perfilado como el mascarón de proa de un buque de guerra.

La ocasión exigía un despliegue de lisonjas, y Cicerón estuvo a la altura.

—Aquí tenéis a un hombre —dijo, al tiempo que levantaba el brazo de Pompeyo— que no ha tenido, ni tiene, rival en cuanto a virtud, sagacidad y renombre. Me ha dado todo cuanto le ha dado a la República, lo que nadie más le ha dado nunca a un amigo íntimo: protección, seguridad y dignidad. Tan grande es la deuda que he contraído con él, conciudadanos, que se diría rayana en lo ilegal.

El aplauso fue prolongado y la satisfacción que Pompeyo comenzó a irradiar se equiparaba en alcance y calidez a la del mismo sol.

Después aceptó acompañar a Cicerón a casa de Quinto y tomar una copa de vino. No mencionó en ningún momento el exilio de Cicerón, ni se interesó por su salud, ni se disculpó por no haberlo apoyado cuando se enfrentó a Clodio años atrás, motivo al fin y al cabo por el que se originó todo aquel desastre. Habló únicamente de sí mismo y del futuro, emocionado como un niño por su cargo de comisario del trigo y las oportunidades que le brindaría para viajar y conseguir clientes.

—Y tú, por supuesto, mi querido Cicerón, serás uno de mis quince legados, y ocuparás el puesto que prefieras allí donde desees. ¿Sardinia? ¿Sicilia? ¿Egipto? ¿África?

—Gracias —le respondió Cicerón—. Es muy generoso por tu parte, pero debo declinar la propuesta. Ahora he de darle prioridad a mi familia; tengo que centrarme en recuperar nuestras propiedades, consolar a mi esposa y mis hijos, vengarme de nuestros enemigos e intentar recuperar mi patrimonio.

—Recuperarás tu hacienda más rápido con el negocio del grano que con ningún otro, te lo aseguro.

—Aun así, debo permanecer en Roma.

La cara ancha se le ensombreció.

—Me decepcionas, no te voy a engañar. Quiero el nombre de Cicerón asociado a este cometido. Le dará más enjundia. ¿Qué dices tú? —preguntó, mirando a Quinto—. Tú sí podrías aceptar.

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