Dictator

Dictator


Primera parte. Exilio. 58-47 a. C. » Capítulo IX

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IX

No me propongo pormenorizar el período en que Cicerón ejerció como gobernador de Cilicia. Estoy seguro de que para la historia será un episodio irrelevante al lado de la escala de los acontecimientos de la época, como de hecho lo fue en su momento para él mismo.

Llegamos a Atenas en primavera, y nos alojamos allí durante diez días con Aristo, el profesor más importante de la Academia, quien por aquel entonces era el exponente vivo más relevante de la filosofía de Epicuro. Como Ático, otro epicúreo devoto, Aristo adoptaba una perspectiva práctica y materialista de lo que conducía a una vida feliz: una dieta saludable, ejercicio moderado, un entorno agradable, buena compañía y un rechazo a las situaciones angustiosas. Cicerón, cuyo dios era Platón y cuya vida estaba plagada de angustia, no estaba de acuerdo. Opinaba que el epicureísmo era una especie de antifilosofía.

—Dices que la felicidad depende del bienestar del cuerpo. No obstante, el bienestar físico permanente escapa a nuestro control. Si un hombre padece una enfermedad dolorosa, por ejemplo, o si se le somete a una tortura, entonces, según tu filosofía, no podría ser feliz.

—Tal vez no pueda ser «sumamente» feliz —admitió Aristo—, pero, aun así, podrá hallar la felicidad en él de un modo u otro.

—No, no, no podrá alcanzarla —insistió Cicerón—, porque su felicidad depende por completo de su cuerpo. La más brillante y provechosa promesa de la historia de la filosofía se concreta en el siguiente axioma: «Nada es bueno, salvo lo que es moralmente bueno». Con esta idea se demuestra que «el bienestar moral es suficiente para disfrutar de una vida feliz». Y de ahí cabe extraer un tercer axioma: «el bienestar moral es la única forma de bien que existe».

—Ah, pero si yo te torturo —objetó Aristo con una risa sagaz—, serás tan infeliz como yo.

Cicerón, no obstante, hablaba muy en serio.

—No, no, porque si sigo siendo moralmente bueno, algo que no digo que resulte fácil, y menos aún que yo lo sea, entonces debo seguir siendo feliz, por hondo que sea mi dolor. Aunque mi torturador caiga exhausto, hay algo más allá de lo físico adonde él no podrá llegar.

Claro está, he resumido mucho una conversación compleja que se prolongó durante varios días, mientras visitábamos los edificios y antigüedades de Atenas. Pero podría sintetizarse en esta cuestión, a partir de la cual Cicerón empezó a considerar la idea de escribir una obra de filosofía que no fuera una mera recopilación de abstracciones altisonantes, sino más bien en una guía práctica sobre cómo llevar una buena vida.

Desde Atenas navegamos por la costa y saltamos de isla en isla por el Egeo acompañados de una flota compuesta por una decena de navíos. Los barcos rodiotas eran grandes, aparatosos y lentos; cabeceaban y se balanceaban incluso en aguas tranquilas, y carecían de protecciones ante los elementos. Me recuerdo a mí mismo tiritando cuando nos sorprendió un aguacero al pasar junto a Delos, un peñasco melancólico donde, según se dice, se venden a diario hasta diez mil esclavos. Por dondequiera que pasábamos la gente afluía en multitud para ver a Cicerón; entre los romanos, solo Pompeyo y César, y quizá también Catón, debieron de tener más fama en el mundo. En Éfeso, la nutrida expedición de legados, cuestores, lictores y tribunos militares, con sus esclavos y su equipaje, fue transferida a una caravana de carros de bueyes y mulas de carga, con la que atravesamos los polvorientos caminos de montaña hacia el interior de Asia Menor.

Cincuenta y dos días después de partir de Italia, llegamos a Laodicea, la primera ciudad de la provincia de Cilicia, donde de inmediato se le solicitó a Cicerón que empezase a despachar casos. La miseria y el agotamiento del vulgo, las colas lentas e interminables que los peticionarios formaban en la lúgubre basílica y el foro de deslumbrante piedra blanca, los lamentos y las quejas incesantes acerca de los oficiales de aduanas y los impuestos de capitación, la repulsiva corrupción, las moscas, el calor, la disentería, el penetrante hedor de los excrementos de las cabras y las ovejas que parecía impregnar el aire día y noche, el vino amargo y los platos grasientos y picantes, las estrecheces de la ciudad y la ausencia de cosas bellas que contemplar o de gente sofisticada a la que escuchar, la falta de comida sabrosa que degustar… ¡Ay, cómo odiaba verse atrapado en semejante cloaca mientras el destino del mundo se decidía en Italia sin contar con él! En cuanto sacaba el tintero y el estilete, Cicerón ya me estaba dictando cartas para todos sus conocidos de Roma, a quienes rogaba que estuvieran pendientes de que su cargo no se prolongara más de un año.

No llevábamos mucho tiempo allí cuando llegó un despacho de Casio, en el que informaba de que el hijo del rey de Partia había invadido Siria con una tropa tan numerosa que se había visto obligado a retirar sus legiones a la ciudad fortificada de Antioquía. Esto significaba que Cicerón debía partir de inmediato para unirse a su ejército al pie de los montes Tauro, la gigantesca barrera natural que separaba Cilicia de Siria. Quinto estaba muy emocionado y durante un mes existió la posibilidad de que Cicerón tuviera que comandar la defensa de todo el flanco oriental del Imperio. Sin embargo, más adelante llegó un nuevo informe de Casio: los partos se habían replegado tras las inexpugnables murallas de Antioquía; Casio los persiguió y los derrotó; el hijo del rey había muerto y ya no había peligro.

No sé qué fue mayor, si el alivio o la desilusión de Cicerón. En cualquier caso, no dejó de estar inmerso en una suerte de guerra. Algunas tribus de la región quisieron aprovechar la crisis de los partos para rebelarse contra el yugo de los romanos. En concreto había una fortaleza, Pindesio, donde se concentraron las tropas insurrectas y Cicerón decidió asediarla.

Pasamos dos meses en un campamento militar de las montañas, donde Quinto vivía feliz como un colegial levantando rampas y torres, excavando fosos y organizando la artillería. Yo no le vi ningún atractivo a la aventura, y creo que Cicerón tampoco, puesto que los rebeldes no tenían ninguna oportunidad. Día tras día lanzábamos flechas y proyectiles incendiarios contra la ciudad, hasta que esta se rindió y nuestros legionarios entraron en tropel para saquearla. Quinto ordenó ejecutar a los cabecillas. Los demás fueron encadenados y llevados a la costa para que desde allí se les transportara hasta Delos, donde serían vendidos como esclavos. Cicerón los vio marchar con el semblante grave.

—Supongo que si yo fuese una gran figura militar como César, ordenaría que les cortaran las manos a todos. ¿No es así como se le trae la paz a esta gente? Sin embargo, no puedo decir que me satisfaga emplear todos los recursos de la civilización para reducir a cenizas las cabañas de estos bárbaros. —Aun así, sus hombres empezaron a tratarlo como imperator en el campo de batalla, y más adelante me pediría que redactase seiscientas cartas (es decir, una para cada miembro del Senado), en las que solicitaba que se le concediera un triunfo; esto supuso para mí un esfuerzo descomunal, ya que debía trabajar en las condiciones precarias de aquel campamento militar, lo que me dejó postrado de puro agotamiento.

Cicerón determinó que Quinto se quedaría al mando del ejército durante el invierno y regresó a Laodicea. No dejaba de asombrarle lo mucho que se había deleitado su hermano al aplastar a los rebeldes, ni la aspereza con la que trataba a sus subordinados («irascible, grosero, desconsiderado», fue la descripción que le proporcionó a Ático); tampoco se preocupaba mucho por su sobrino («un muchacho que tenía un concepto demasiado alto de sí mismo»). Quinto hijo siempre se aseguraba de que todos supiesen quién era —ya solo su nombre lo decía todo— y se mostraba muy desdeñoso con los nativos. A pesar de esto, Cicerón procuraba cumplir con su deber de tío afectuoso, de manera que durante el festival de las liberales de aquella primavera, en ausencia del padre del muchacho, presidió la ceremonia con la que el joven se convirtió en hombre, y lo ayudó a afeitarse la barba rala y a ponerse su primera toga.

En cuanto a su hijo, el joven Marco también le daba motivos para preocuparse, aunque por otras razones. El zagal era afable, perezoso, deportista y un tanto duro de mollera a la hora de realizar las tareas de las clases. En lugar de estudiar griego o latín, le gustaba juntarse con los oficiales del ejército y practicar con la espada y la jabalina.

—Lo quiero con toda mi alma —me dijo Cicerón un día—, y no cabe duda de que tiene un gran corazón, pero a veces me pregunto a quién diantres habrá salido; no se parece a mí en nada.

Sus tribulaciones familiares no terminaban ahí. Había dejado la elección del nuevo marido de Tulia en manos de esta y de su madre, tras haber dejado claro únicamente que él prefería un aristócrata joven y respetable, que fuese recto y honrado, como Tiberio Nerón o el hijo de su viejo amigo Servio Sulpicio. No obstante, ellas se habían fijado en Publio Cornelio Dolabela, un candidato inapropiado a juicio de Cicerón. Era un conocido crápula, tenía solo diecinueve años (siete menos que Tulia) y, por extraño que pareciese, ya había estado casado una vez, con una mujer mucho mayor que él.

Cuando recibió la carta en la que le comunicaban su decisión, era demasiado tarde para intervenir; la boda se habría celebrado antes de que su respuesta llegase a Roma, hecho que seguramente ellas habían tenido en cuenta.

—¿Qué le voy a hacer? —se lamentaba—. Así es la vida, que los dioses bendigan lo que está hecho. Entiendo que a Tulia le guste; no se puede negar que es un muchacho apuesto, con encanto, y si alguien se merece disfrutar un poco de la vida, es ella. Pero ¡Terencia! ¿En qué estaba pensando? ¡Ni que ella también se hubiera enamorado de ese jovenzuelo! A veces me da la impresión de que no la conozco.

Y ahora cabe mencionar lo que más alteraba a Cicerón en su vida personal, pues saltaba a la vista que algo pasaba con Terencia. Recientemente Milón le había escrito desde el exilio para preguntarle en un tono acusador qué había sido de aquellas propiedades suyas que Cicerón compró tan baratas cuando se subastaron; su esposa, Fausta, aún no había recibido ni una sola moneda. De hecho, la persona que realizó las gestiones en nombre de Cicerón —Filotimo, el administrador de Terencia— aún albergaba la esperanza de convencerlo para que aprobase el dudoso plan con el que pretendía que se enriquecieran y tenía pensado ir a visitarlo a Laodicea.

Cicerón lo recibió en mi presencia y le dijo sin ambages que aceptase de una vez que ni él ni ningún miembro de su séquito ni de su familia se implicarían en ningún asunto turbio.

—Así que no malgastes saliva con tus proposiciones y dime qué ha ocurrido con las propiedades de Milón. Como recordarás, se rebajaron para que las comprases casi regaladas, y después debías venderlas a un precio más alto y entregarle los beneficios a Fausta.

Filotimo, más rollizo que nunca y sudando bajo el sol ya del verano, se puso todavía más rojo y empezó a decir tartamudeando que no recordaba muy bien lo que había sucedido; había pasado más de un año; tendría que consultar sus registros, los cuales había dejado en Roma.

Cicerón alzó los brazos.

—¡Por favor, Filotimo, cómo no te vas a acordar! No ha pasado tanto tiempo y estamos hablando de una suma muy elevada. ¿Adónde han ido a parar las ganancias?

Sin embargo, Filotimo no hacía más que repetir lo mismo una y otra vez; que lo lamentaba mucho; que no se acordaba; que tendría que comprobarlo.

—Empiezo a sospechar que todo ese dinero te lo has embolsado tú.

Filotimo lo negó.

De improviso, Cicerón preguntó:

—¿Está mi esposa al tanto de todo esto?

Al salir a colación Terencia, un cambio evidente se operó en el gesto del administrador. Dejó de lamentarse y se quedó mudo, y por mucho que Cicerón lo presionó, no volvió a separar los labios. Después de un rato, le ordenó que desapareciese de su vista. Cuando se hubo marchado, me preguntó:

—¿No te ha llamado la atención la última impertinencia que ha soltado? Lo de defender el honor de una señora. Como si considerara que yo no soy quién para pronunciar el nombre de mi esposa.

Le dije que a mí también me había parecido llamativo.

—«Llamativo», se podría definir así. Siempre han mantenido una relación muy estrecha, pero desde que me exilié…

Negó con la cabeza sin terminar de decir lo que pensaba. Yo no añadí nada más. No me parecía apropiado emitir una opinión al respecto. Aún hoy sigo sin saber con certeza si sus sospechas tenían algún fundamento. Lo único que puedo decir es que todo aquel asunto le causó una profunda desazón, por lo que enseguida escribió a Ático para pedirle que lo investigara de manera discreta; «me es imposible recoger en estas líneas lo que me temo».

Un mes antes de que su cargo oficial de gobernador finalizase, Cicerón, escoltado por los lictores, partió de regreso a Roma conmigo y con los dos muchachos, dejando a su cuestor al mando de la provincia.

Sabía que podían censurarlo por abandonar su puesto antes de tiempo y por dejar Cilicia en manos de alguien que no llevaba ni un año como senador, pero consideraba que ahora que faltaba poco para que César dejase de gobernar la Galia, todos tendrían problemas más importantes que resolver. Tomamos la ruta de Rodas, isla que Cicerón quería enseñarles a Quinto y a Marco. También deseaba visitar la tumba de Apolonio Molón, el gran maestro de oratoria cuyas lecciones lo ayudaron a desarrollar su carrera política, hacía ya casi treinta años. La encontramos en un cabo orientado hacia el estrecho de los Cárpatos. Una sencilla lápida de mármol blanco indicaba el nombre del orador, bajo el cual aparecía grabado en griego uno de sus preceptos favoritos: NADA SE SECA ANTES QUE UNA LÁGRIMA. Cicerón se quedó contemplándola largo tiempo.

Por desgracia, tomar el desvío de Rodas alargó el viaje de regreso de forma considerable. Los vientos etesios soplaron con una fuerza excepcional aquel verano y venían desde el norte día tras día, de tal modo que nuestros barcos se vieron obligados a permanecer en puerto durante tres semanas. Entretanto, la situación política de Roma se agravó notablemente, y para cuando llegamos a Éfeso había una avalancha de noticias alarmantes esperando a Cicerón. «Cuanto más se aproxima el conflicto —le escribió Rufo—, más evidente es el peligro. Pompeyo está decidido a impedir que César sea elegido cónsul, a menos que entregue su ejército y sus provincias; sin embargo, César está convencido de que no sobrevivirá sin sus tropas. Esto es a lo que su idilio, su escandalosa alianza, ha conducido, no a un juego de miradas furtivas, ¡sino a una guerra declarada!».

En Atenas, una semana más tarde, Cicerón encontró más cartas, algunas con remite de Pompeyo y César, en las que cada uno de ellos se quejaba de la actitud del otro y apelaba a su lealtad. «Por lo que a mí respecta, puede reclamar un consulado o puede conservar sus legiones —escribió Pompeyo—, pero no estoy dispuesto a que se le concedan ambas cosas; doy por hecho que tú apoyas mi postura y que te mantendrás lealmente a mi lado y al del Senado, como siempre has hecho». Por su parte, César le envió las siguientes líneas: «Me temo que la noble naturaleza de Pompeyo le impide discernir las verdaderas intenciones de aquellos que siempre han ansiado hacerme daño; cuento contigo, mi estimado Cicerón, para que lo convenzas de que no puedo quedarme, ni debería, ni me quedaré indefenso».

Estas dos misivas sumieron a Cicerón en un estado de profunda ansiedad. Se sentó en la biblioteca de Aristo con las cartas desplegadas ante sí sobre la mesa, deslizando los ojos de una a la otra. «Temo estar contemplando la mayor conflagración que la historia haya conocido jamás —le escribió a Ático—. Se avecina una lucha encarnizada. Ambos me consideran su aliado. Pero ¿qué debo hacer? Querrán convertir mis opiniones en proclamas. Sé que te hará gracia, pero en este momento les rogaría a los dioses que me mandaran de vuelta a mi provincia».

Aquella noche me acosté tiritando a pesar del calor que hacía en Atenas. Me castañeteaban los dientes y sufría alucinaciones en las que Cicerón me dictaba una carta, de la cual debía remitir una copia a Pompeyo y otra a César, para asegurarles a los dos que se aliaría con ellos. Sin embargo, las aseveraciones que al uno le agradaban al otro lo enfurecían, por lo que debía invertir horas y horas desesperado por hilvanar un texto que pareciese completamente neutral. Cada vez que creía haberlo conseguido, el orden de las palabras cambiaba en mi mente y debía empezar de nuevo. Pese a lo demencial del proceso, no lograba distinguirlo de la realidad, hasta que al amanecer entendí, en un momento de lucidez, que había vuelto a sucumbir a la fiebre que me doblegó en Arpino.

Aquel día debíamos zarpar de nuevo rumbo a Corinto. Yo ponía todo mi empeño por actuar con normalidad. Pero me imagino que debía de tener un aspecto cadavérico y unas ojeras enormes. Cicerón intentaba convencerme para que comiese, pero me era imposible mantener un solo bocado en el estómago. Aunque logré subir a bordo sin ayuda, aquella jornada de viaje la pasé semiinconsciente, de modo que cuando por la noche desembarcamos en Corinto, según parece, tuvieron que bajarme de la nave y acostarme a continuación.

Ahora la pregunta era qué hacer conmigo. Lo último que quería era que me dejaran atrás, y Cicerón no estaba dispuesto a abandonarme. Pero necesitaba regresar a Roma, primero a fin de hacer lo poco que estuviera en su mano para evitar una guerra civil inminente y, en segundo lugar, con el propósito de ejercer presión para que se le concediera un triunfo, de lo cual, siendo muy optimistas, aún tenía algunas probabilidades. No podía perder el tiempo en Grecia esperando a que su secretario se recuperase. Ahora, echando la vista atrás, creo que debería haberme quedado en Corinto. Sin embargo, en aquel momento preferimos pensar que encontraría las fuerzas necesarias para soportar el viaje de dos jornadas hasta Patras, donde un barco nos recogería para llevarnos a Italia. Fue una decisión imprudente. Me envolvieron en varias frazadas, me acomodaron en el remolque de un carruaje y me llevaron por el camino de la costa, por el que padecí todo tipo de incomodidades. Una vez que llegamos a Patras, les supliqué que continuaran sin mí. Tenía la certeza de que una travesía larga me mataría. Cicerón consideró la idea y terminó aceptando a regañadientes. Me acostaron en una villa cercana al puerto que poseía Lyso, un mercader griego. Cicerón, Marco y el joven Quinto rodearon la cama para decirme adiós. Me estrecharon la mano. Cicerón lloró. Con un cuestionable humor negro, comenté que aquella escena de despedida recordaba al lecho de muerte de Sócrates. Finalmente se marcharon.

Al día siguiente, Cicerón me escribió una carta que me hizo llegar por medio de Mario, unos de los esclavos en los que más confiaba.

Creía que no me costaría mucho acostumbrarme a no tenerte a mi lado, pero, a decir verdad, no me lo perdono. Siento que me he equivocado al dejarte atrás. Si cuando recobres las fuerzas consideras que puedes alcanzarme, dejo la decisión en tus manos. Piénsalo con esa lúcida cabeza tuya. Te extraño, pero te quiero. Porque te quiero, deseo verte recuperado y bien; y porque te extraño, anhelo verte lo antes posible. Pero lo primero es más importante. Así pues, que sea tu prioridad reponerte. De los innumerables servicios que siempre me prestas, este es el que más te agradeceré.

Me escribió muchas cartas similares durante mi convalecencia (una vez me llegó a enviar tres en el mismo día). Como era de esperar, yo lo echaba tanto de menos como él a mí. Pero la enfermedad no me daba tregua. No me permitía viajar. Habrían de transcurrir ocho meses antes de que nos reencontráramos, y para entonces, su mundo, nuestro mundo, sería completamente distinto.

Lyso demostró ser un anfitrión muy atento que incluso hizo llamar a su médico, un griego llamado Asclapo, para que me atendiese. Me administró una purga, me obligó a sudar, me hizo pasar hambre y me hidrató; uno tras otro, me sometió a todos los tratamientos con que solía combatirse la fiebre terciana cuando lo único que de verdad necesitaba era descansar. Cicerón, empero, temía que Lyso me cuidase «con cierta despreocupación, como se comportan siempre los griegos», por lo que al cabo de unos días ordenó que me llevasen a una casa más espaciosa y tranquila ubicada en un tramo más elevado de la colina, lejos del bullicio del puerto. Pertenecía a un amigo suyo de la infancia, Manio Curio. «He depositado en Curio todos mis deseos de que recibas el tratamiento y la atención debidos. No conozco a nadie más bondadoso y me aprecia con todo su corazón. Puedes confiar ciegamente en él».

Curio, viudo y banquero de profesión, era, en efecto, un hombre amable y culto que me cuidó muy bien. Me alojó en una habitación con una terraza orientada hacia el mar del oeste, donde más adelante, cuando empecé a recuperar las fuerzas, solía sentarme por las tardes durante una hora para ver cómo los buques mercantes entraban y salían del puerto. Curio mantenía una fluida correspondencia con muchos conocidos suyos de Roma (senadores, équites, recaudadores de impuestos, navieros), por lo que gracias a sus cartas y a las mías, así como a la situación geográfica de Patras, que actuaba como antesala de Grecia, nos poníamos al tanto de la actualidad política con toda la inmediatez que podía pedirse en aquella región del mundo.

Un día, a finales de enero (unos tres meses después de la marcha de Cicerón), Curio entró en mi cuarto con una expresión sombría y me preguntó si me encontraba lo bastante fuerte para asimilar una mala noticia. Cuando asentí, anunció:

—César ha invadido Italia.

Años después, Cicerón se preguntaría si, en vez de desperdiciar tres semanas en Rodas, quizá podríamos haber intervenido antes para intentar impedir la guerra. «¡Ojalá hubiera podido regresar a Roma un mes antes!», se lamentaba. Se contaba entre los pocos a los que escucharon las dos partes y, durante el breve lapso que permaneció a las afueras de Roma antes de que el conflicto estallase —apenas una semana— me dijo que había empezado a negociar las bases de un compromiso, conforme al cual César se desprendería de la Galia y de todas sus legiones salvo de una, y a cambio se le permitiría aspirar al consulado in absentia. Pero para entonces ya era tarde. Pompeyo recelaba del acuerdo; el Senado estaba en contra; y César, tal como sospechaba Cicerón, ya había tomado la determinación de atacar, pues sabía que nunca volvería a ser tan fuerte como en ese momento. «En conclusión, me encontraba entre dos lunáticos que estaban ansiosos por ir a la guerra».

En cuanto supo que César había iniciado la invasión, corrió a casa de Pompeyo en el monte Pincio para brindarle su apoyo. Estaban allí los cabecillas de la partida de guerra (Catón, Enobarbo, los cónsules Marcelino y Léntulo: un total de quince o veinte hombres). Pompeyo había montado en cólera, aunque también estaba a punto de dejarse llevar por el pánico. Se equivocaba al pensar que César avanzaba con todas sus tropas, que debían de sumar unas cincuenta mil unidades. En realidad, el astuto jugador había cruzado el Rubicón con tan solo una décima parte de sus hombres y era consciente del desconcierto que causaría con su agresión. Pero Pompeyo aún no lo sabía, por lo que decretó que la ciudad fuese evacuada. Les ordenaría a todos los senadores que abandonasen Roma. Aquellos que permanecieran en su casa serían considerados traidores. Al oír las objeciones de Cicerón, quien opinaba que estaba imponiendo una solución insensata, Pompeyo se volvió contra él.

—¡Y eso también va por ti, Cicerón!

Esta guerra no se decidiría en Roma, declaró, ni tampoco en Italia; eso le pondría las cosas fáciles a César.

Sería una guerra mundial que se libraría en Hispania, África, el Mediterráneo oriental y, sobre todo, en el mar. Bloquearía Italia. Haría pasar hambre al enemigo hasta obligarlo a claudicar. César no gobernaría más que un osario.

«Me estremecí al conocer sus planes de guerra —escribió Cicerón a Ático—, despiadados y proyectados a una escala imposible de concebir». La hostilidad con que Pompeyo empezó a tratarlo también lo ofuscó. Abandonó Roma como se le ordenó y se retiró a Formiae, donde meditaría qué hacer a continuación. Oficialmente estaba al cargo de las defensas marítimas y de las labores de reclutamiento al norte de Campania; pero en la práctica, no se implicaba mucho en dichas tareas. Pompeyo le recordó cuál era su cometido con un frío mensaje: «Te insto encarecidamente, en vista de tu extraordinario e inquebrantable patriotismo, a que te reúnas con nosotros, para que de común acuerdo podamos ayudar y confortar a nuestro afligido país».

Durante aquellos días Cicerón me envió una misiva, que yo recibí unas tres semanas después de que supiera que la guerra había sido declarada.

De Cicerón para su estimado Tiro, saludos.

Mi existencia, la de todos los hombres honrados y el bien común penden de un hilo, como habrás deducido después de que hayamos abandonado nuestro hogar, así como la ciudad, antes de que los saqueen y prendan fuego. Impelido por algún ánimo cegador, sin importarle su nombre ni los honores obtenidos, César ha tomado Ariminio, Pisauro, Ancona y Arretio. Nosotros nos hemos marchado de Roma (de nada sirve discutir si sabia o valientemente). Hemos llegado a un punto en que la supervivencia se torna imposible, a menos que algún dios o un capricho del destino nos salven. Para colmo de males, mi yerno, Dolabela, se ha aliado con César.

Quería que estuvieses al tanto de estos hechos. No permitas, sin embargo, que te angustien ni que entorpezcan tu recuperación. Puesto que no podías estar conmigo cuando más necesitaba de tus servicios y tu lealtad, procura no apresurarte ni cometer la necedad de emprender el viaje antes de haber recobrado la salud ni durante el invierno.

Obedecí sus instrucciones, fui testigo de la caída de la República romana desde mi cuarto de enfermo, y en mi memoria, la enfermedad y la demencia que se desató en Italia quedaron entremezclados para siempre en una pesadilla febril. Pompeyo y su improvisado ejército marcharon hacia Bríndisi para embarcar rumbo a Macedonia e iniciar una guerra mundial. César salió tras él para detenerlo. Intentó bloquear el puerto. No llegó a tiempo. Tras ver cómo las velas de los buques militares de Pompeyo menguaban en la distancia, se dio media vuelta y volvió por donde había venido, hacia Roma. Al tomar la vía Apia pasó frente a la casa que Cicerón tenía en Formiae.

Formiae, 29 de marzo

 

De Cicerón para su querido Tiro, saludos.

Al fin he visto a ese lunático; por primera vez en nueve años, ¿te lo puedes creer? El tiempo no parece haber pasado por él. Puede que esté un poco más curtido, más delgado, más canoso y que tenga más arrugas, pero parece que la vida de bandolero le sienta bien. Terencia, Tulia y Marco están conmigo (te envían todo su cariño, por cierto).

Sucedió lo siguiente. Ayer sus legionarios desfilaron por delante de casa; tenían un aspecto feroz, pero no nos molestaron. Nos disponíamos a cenar cuando de repente se produjo un alboroto en la entrada que anunciaba la llegada de una columna de jinetes. ¡Menudo séquito, parecía que venían del inframundo! ¡Nunca he visto un hatajo de bandidos con un aspecto más lúgubre! Y al hombre en cuestión (si es que se le puede considerar humano, uno ya tiene sus dudas) se le veía alerta, resuelto y con prisa. ¿Será un general romano o será el mismísimo Aníbal? «No podía pasar por aquí sin hacerte una visita». ¡Como si fuese un vecino más! Con Terencia y Tulia fue muy amable. Puesto que no dejó que lo entretuviera con mi hospitalidad («Debo apresurarme»), enseguida entramos a mi estudio para hablar. Estábamos solos. Fue directo al grano. Quería convocar una reunión del Senado dentro de cuatro días.

«¿Con qué autoridad?», le pregunté.

«Con esta —respondió, tocando la empuñadura de su espada—. Ven y ayuda a negociar la paz».

«¿Bajo mi propio criterio?».

«Naturalmente. ¿Quién soy yo para imponerte norma alguna?».

«En ese caso, te diré que el Senado no debería dar su consentimiento si pretendes enviar tus tropas a Hispania o a Grecia para enfrentarte al ejército de la República. Y tendré muchas cosas que decir en defensa de Pompeyo».

Al oír esto, replicó que no era ese el tipo de discursos que quería que se pronunciasen.

«Lo imaginaba —dije— y por eso mismo preferiría no asistir. O me mantengo al margen o me pronuncio en ese sentido y saco a colación otras muchas cuestiones sobre las que me será imposible guardar silencio».

Adoptó un ademán gélido. Me dijo que lo estaba juzgando mal y que si me negaba a ponerme de su lado, otros seguirían mi ejemplo. Me recomendó que lo pensara bien y que después hablase de nuevo con él. Seguidamente, se levantó para reanudar la marcha.

«Solo una cosa más —dijo—. Me gustaría contar con tu consejo, pero si no estás dispuesto a ofrecérmelo, otros lo harán, y no me detendré ante nada».

Y así nos despedimos. No me cabe ninguna duda de que aquella reunión lo puso en mi contra. Cada vez tengo más claro que no puedo permanecer aquí mucho más tiempo. Las calamidades no parecen tener fin.

No sabía qué responderle y, además, tenía miedo de que interceptaran mis cartas. Cicerón había descubierto que estaba rodeado de espías de César. Dionisio, el tutor de los muchachos, por ejemplo, que nos acompañó a Cilicia, resultó ser un informador. Y también (para desconcierto de Cicerón) su sobrino, el joven Quinto, quien solicitó una audiencia con César, justo después de que este pasase por Formiae, para revelarle que su tío pretendía apoyar a Pompeyo.

Por aquel entonces César se encontraba en Roma. Estaba decidido a seguir con el plan que le expuso a Cicerón. Convocó una reunión del Senado a la que no asistió casi nadie; los senadores estaban abandonando Italia cuando las mareas lo permitían para unirse a Pompeyo en Macedonia. No obstante, en una increíble demostración de incompetencia, debido a la prisa de la huida, Pompeyo había olvidado vaciar el Tesoro del templo de Saturno. César fue a apropiarse de él a la cabeza de una cohorte. El tribuno Lucio Cecilio Metelo trancó las puertas y pronunció un discurso sobre la santidad de la ley, al que César respondió:

—Hay un tiempo para las leyes y un tiempo para las armas. Si no apruebas lo que se va a hacer, ahórrame tus sermones y apártate de mi camino. —Al ver que este se negaba a retirarse, César insistió—: Apártate de mi camino u ordenaré que te ejecuten, y sabes, muchacho, que lamento advertirte esto más de lo que lamentaría hacerlo.

Metelo se quitó de en medio al instante.

Ese era el hombre por el que Quinto delató a su tío. El primer indicio que puso a Cicerón al tanto de esta traición fue la carta de César que recibió días más tarde, cuando marchaba para combatir contra las tropas de Pompeyo en Hispania.

De camino a Massilia, 16 de abril

 

Del imperator César para el imperator Cicerón.

Puesto que he recibido algunos informes preocupantes, me siento compelido a escribirte y solicitarte que, en el nombre de la buena voluntad que nos une, no des ningún paso precipitado ni imprudente. Estarías atentando gravemente contra nuestra amistad. Mantenerse al margen de las disputas civiles es sin duda la opción propia de los hombres de bien y los amantes de la paz, así como de los buenos ciudadanos. Algunos de los que preferían esta opción decidieron no atenerse a ella porque temían por su seguridad. Pero tú has sido testigo de mi carrera y puedes formarte una opinión fundamentada en nuestra amistad. Sopésalo bien y no encontrarás ninguna alternativa más segura y honorable que mantenerte al margen de todo conflicto.

Más adelante Cicerón me contó que hasta que no leyó esta carta no tuvo la certeza de que debía embarcar y unirse a Pompeyo —«en un bote de remos si es necesario»—, porque someterse a una amenaza tan burda y siniestra le resultaría insoportable. Hizo llamar al joven Quinto para que fuera a verlo a Formiae y le echó una reprimenda de mil demonios. No obstante, secretamente le estaba agradecido, por lo que convenció a su hermano para que no lo castigase con excesiva severidad. «¿Qué ha hecho, al fin y al cabo, sino decir una verdad que yo albergaba en mi corazón y que no me atreví a confesarle a César durante nuestro encuentro? Pero, de pronto, cuando este me sugirió que me retirase a un escondite para pasar la guerra a salvo mientras otros morían por defender la República, tuve claro mi cometido».

Bajo la más estricta confidencialidad, me envió un mensaje críptico a través de Ático y Curio en el que me ponía al tanto de que se dirigía hacia «aquel lugar donde recibimos a Milón y su gladiador por primera vez. Y si, cuando la salud te lo permita, quisieras volver a reunirte conmigo allí, nada me haría más dichoso».

Supe de inmediato que hablaba de Tesalónica, donde se estaba organizando el ejército de Pompeyo. Yo no tenía el menor deseo de implicarme en la guerra civil. Me daba la impresión de que entrañaba demasiados riesgos. Por otro lado, sentía un gran afecto por Cicerón y compartía su postura. Pese a sus muchos defectos, Pompeyo había demostrado que al final estaba dispuesto a atenerse a la ley; tras el asesinato de Clodio se le concedió el poder supremo, un privilegio al que después renunció. Ahora tenía la ley de su lado; era César, no él, quien había invadido Italia y destruido la República.

La fiebre remitió. Me recuperé del todo. Yo también sabía lo que debía hacer. Así, a finales de junio, me despedí de Curio, con el que había trabado una estrecha amistad, y fui al encuentro de lo que la guerra me deparase.

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