Dictator

Dictator


Segunda parte. Redux 47-43 a. C. » Capítulo XIII

Página 24 de 38

XIII

El funeral se celebró en Roma. Solo hubo algo bueno en todo aquello; Quinto, el hermano de Cicerón, de quien este no sabía nada desde la espantosa discusión que tuvieron en Patras, vino a ofrecerle sus condolencias en cuanto llegamos. Así, se sentaron los dos junto al ataúd, en silencio, cogidos de la mano. Como prueba de su reconciliación, Cicerón le pidió que recitara el panegírico; él no se veía capaz de hacerlo.

Por lo demás, fue una de los momentos más tristes que he presenciado nunca; la larga procesión hacia el campo Esquilino bajo el frígido crepúsculo invernal; las endechas luctuosas de los músicos, quebradas por los graznidos de los cuervos que volaban sobre la arboleda sagrada de Libitina; el cuerpo menudo y amortajado tendido sobre las andas; el rostro demacrado de Terencia, quien como Níobe parecía petrificada por el dolor; Ático sosteniendo a Cicerón mientras este acercaba la antorcha a la pira; y, por último, la inmensa cortina de fuego que se levantó de súbito y nos alumbró a todos bajo su abrasador resplandor rojizo, rígidos nuestros gestos como máscaras de una tragedia griega.

Al día siguiente Publilia se presentó en la puerta junto con su madre y su tío, disgustada por que no la hubieran invitado al funeral y decidida a volver a la casa. Pronunció un breve discurso que obviamente alguien le había escrito y que ella se había limitado a memorizar:

—Esposo, sé que a tu hija no le agradaba mi presencia, pero ahora que ya no existe este impedimento, espero que podamos reanudar nuestra vida en pareja y que me permitas ayudarte a olvidar tu pena.

Pero Cicerón no quería olvidar su pena. Quería hundirse, consumirse en ella. Sin decirle a Publilia adónde iba, se marchó de la casa aquel mismo día con la urna que contenía las cenizas de Tulia. Se dirigió a la casa que Ático tenía en el Quirinal, donde pasó varios días encerrado en la biblioteca, sin ver a nadie y confeccionando una guía en la que recogió con minuciosidad todo lo que los filósofos y los poetas habían dicho a lo largo de la historia acerca de cómo sobrellevar el dolor y sobre la muerte. La tituló Consuelo. Me comentó que, mientras trabajaba, oía a la hija de Ático, de cinco años, jugar en el cuarto contiguo, igual que hacía Tulia cuando él era un joven abogado. «Su risa me perforaba el corazón como una aguja candente; y eso mismo me sirvió para concentrarme en mi tarea».

Cuando Publilia averiguó dónde estaba, insistió a Ático para que la dejase entrar en su casa, de modo que Cicerón tuvo que huir de nuevo, a la más reciente y aislada de todas sus propiedades, una villa ubicada en la pequeña isla de Astura. Se encontraba en la desembocadura de un río, a solo unos cien pasos de la orilla de la bahía de Anzio. La ínsula estaba desierta y alfombrada de sotos y arboledas, atravesados por paseos sombríos. Este lugar solitario le sirvió para alejarse de todo contacto con otras personas. Por las mañanas se ocultaba en la foresta densa y espinosa, sin nada que interrumpiese su meditación salvo el trino de los pájaros, y no la abandonaba hasta bien entrada la tarde. «¿Qué es el alma? —inquiere en su Consuelo—. No es una materia húmeda, ni aérea, ni ígnea, ni se compone de tierra. No hay nada en estos elementos que explique las potencias de la memoria, la mente y el pensamiento, que recuerde el pasado, prevea el futuro ni comprenda el presente. Más bien, ha de concebirse como un quinto elemento, divino y, por ende, eterno».

Durante aquellos días yo me quedé en Roma y me encargué de sus asuntos (financieros, domésticos, literarios e incluso conyugales, puesto que ahora me correspondía a mí evitar a la desventurada Publilia y a sus familiares fingiendo que no tenía ni idea del paradero de su esposo). Conforme transcurrían las semanas, me resultaba más difícil justificar su ausencia, no solo ante su mujer sino también ante sus clientes y amigos, y me constaba que su reputación comenzaba a resentirse, ya que se consideraba impropio de un hombre sucumbir a la tristeza de un modo tan absoluto. Llegaron muchas cartas de pésame, entre ellas una que César le remitió desde Hispania. Se las envié a Cicerón.

Al final Publilia descubrió su escondite y le escribió para anunciarle su intención de ir a visitarlo con su madre. Con el propósito de evitar un encuentro tan tenso, abandonó la isla, con las cenizas de su hija entre los brazos, y por fin se armó de valor para enviarle una carta a su esposa en la que le expresaba su voluntad de divorciarse. Sin lugar a dudas, era una cobardía no hacerlo en persona. Sin embargo, a su modo de ver, la falta de empatía que Publilia había demostrado ante la muerte de Tulia convertía su desacertado matrimonio en algo por completo insostenible. Dejó que Ático se ocupase de los detalles financieros, que implicaban la venta de una de sus casas, y me invitó a que me uniese a él en Túsculo, pues decía que tenía un proyecto del que le gustaría hablar conmigo.

Llegué a mediados de mayo. Hacía más de tres meses que no lo veía. Estaba leyendo sentado en la Academia cuando al oír que me acercaba se giró para mirarme con una triste sonrisa. Su aspecto me conmocionó. Lo encontré mucho más delgado, sobre todo el cuello. Tenía el cabello más canoso, largo y desgreñado. Aun así, el principal cambio se había operado bajo la superficie. Se intuía en él una suerte de resignación. Se apreciaba en la parsimonia con la que se movía y en la delicadeza de su ademán, era como si lo hubieran despedazado y recompuesto después.

Durante la cena le pregunté si le había resultado doloroso regresar a un lugar en el que pasó tanto tiempo con Tulia.

—Me aterraba la idea de venir, desde luego —respondió—, pero cuando llegué no lo pasé tan mal. Ahora tengo la convicción de que es posible lidiar con el duelo, o bien no pensando en él, o bien no quitándotelo de la cabeza. Yo me decanté por esta segunda opción, y al menos aquí me siento rodeado por los recuerdos de mi hija, y sus cenizas están enterradas en el jardín. Los amigos han sido muy amables, en especial los que han sufrido pérdidas similares. ¿Has visto la carta que me envió Sulpicio?

Me la tendió por encima de la mesa.

Me gustaría contarte algo que me reconfortó en buena medida, con la esperanza de que a ti también te ayude a aliviar tu aflicción. Cuando regresaba de Asia, durante la travesía desde Egina hasta Mégara, me puse a contemplar el paisaje que me rodeaba. A mis espaldas quedaba Egina; frente a mí, Mégara; a la derecha, Pireo; y a la izquierda, Corinto; antaño ciudades prósperas, y en la actualidad reducidas a un montón de escombros. Me pregunté: «¡Ah! ¿Cómo podemos los seres humanos, simples marionetas, indignarnos si uno de nosotros fallece o es asesinado, criaturas efímeras como somos, cuando solo en una pequeña región se cuentan tantos cadáveres de ciudades abandonadas? Sosiégate, Servio, y recuerda que naciste mortal». Te aseguro que esa reflexión fortaleció mi ánimo de forma considerable. ¿De verdad puede desolarte tanto la pérdida del espíritu etéreo de una pobre muchacha? De no haber llegado su final hoy, habría fenecido del mismo modo dentro de unos pocos años, puesto que era mortal.

—No sabía que Sulpicio fuese tan elocuente —observé.

—Ni yo. ¿Te has fijado en que todos somos vulgares criaturas que se esfuerzan por encontrarle un sentido a la muerte, incluso los juristas curtidos como él? Esto me ha dado una idea. ¿Y si escribiéramos una obra de filosofía que ayudara a los hombres a desprenderse del miedo a la muerte?

—Sería todo un logro.

—El Consuelo pretende que nos reconciliemos con la muerte de nuestros seres queridos. Ahora debemos intentar reconciliarnos con la nuestra. Si lo consiguiéramos, en fin, dime, ¿qué podría aportarle un mayor alivio a la humanidad?

No tenía una respuesta para eso. La propuesta me pareció irresistible. Sentía curiosidad por ver cómo lo enfocaría. Y así nacieron los llamados Debates en Túsculo, en los que comenzamos a trabajar al día siguiente. Cicerón concibió la obra en cinco libros:

Del miedo a la muerte

De cómo sobrellevar el dolor

De cómo aliviar la aflicción

De los trastornos que sufre el alma

De la suficiencia de la virtud para una vida feliz

Una vez más retomamos nuestra antigua rutina de trabajo. Al igual que su héroe, Demóstenes, quien odiaba que los trabajadores más diligentes madrugasen más que él, Cicerón se levantaba antes del amanecer y leía en su biblioteca a la luz de un farol hasta que despuntaba el alba; por la mañana me explicaba lo que tenía en mente y yo ponía a prueba sus razonamientos formulándole preguntas; por la tarde, mientras él dormía la siesta, yo pasaba mis anotaciones taquigráficas a un borrador, que después Cicerón corregía. Por la noche, durante la cena, discutíamos sobre lo que habíamos hecho a lo largo de la jornada y lo revisábamos; y por último, antes de retirarnos a descansar, hablábamos de los temas que trataríamos a la mañana siguiente.

Los días de verano eran largos y nuestro progreso, ágil, sobre todo porque el orador concibió la obra como un diálogo entre un filósofo y un discípulo. Por lo general, yo interpretaba al alumno y él, al maestro, aunque a veces intercambiábamos los papeles. Los Debates aún se pueden encontrar en muchos lugares hoy en día, de modo que es innecesario, o así lo estimo, describirlos en detalle. Conforman la recapitulación de cuanto Cicerón había llegado a creer tras las convulsiones de los últimos años, a saber: que el alma se rige por una animación divina distinta a la del cuerpo, por lo cual es eterna; que aun en el caso de que esta también llegara a extinguirse y ante nosotros no existiese más que el olvido, no debemos temer este estado, puesto que no experimentaremos sensación alguna y, por lo tanto, no padeceremos dolor ni pesadumbre («los muertos no sufren desdichas, los vivos sí»); que deberíamos reflexionar acerca de la muerte a diario a fin de aclimatarnos a su llegada inevitable («la vida del filósofo es en su totalidad, como dijo Sócrates, una preparación para la muerte»); y que, si cobramos la suficiente entereza, aprenderemos a despreciar tanto la muerte como el dolor, al igual que hacen los luchadores profesionales.

¿Qué gladiador que se precie ha articulado alguna vez un gruñido o contraído su expresión? ¿Cuál ha renunciado a su honor, una vez derribado, al contraer el cuello cuando se le ha ordenado sufrir el golpe final? Tal es la fuerza del adiestramiento, de la práctica y de la costumbre. ¿El gladiador será capaz de esto y sin embargo el hombre de célebre cuna demostrará poseer un alma tan débil que no podrá fortalecerla mediante una preparación sistemática?

En el quinto libro, Cicerón exponía sus prescripciones prácticas. El ser humano solo puede prepararse para la muerte si lleva una vida acorde con la moral; es decir, cuando no desea nada en exceso; cuando se conforma con lo que tiene; cuando le basta consigo mismo para hallar su independencia, de tal forma que cuando pierda algo, seguirá siendo capaz de llevar su vida adelante; cuando no perjudica al prójimo; cuando comprende que es preferible sufrir un daño a infligirlo; cuando acepta que la vida es un préstamo que la diosa Naturaleza nos concede sin fecha de vencimiento, y que el pago se puede cobrar en cualquier momento; cuando asume que el personaje más trágico del mundo es un tirano que se ha saltado todos estos preceptos.

Estas eran las lecciones que Cicerón había aprendido y que deseaba transmitirle al mundo en el sexagésimo segundo verano de su vida.

Un mes después de que empezáramos a trabajar en los Debates, a mediados de junio, Dolabela nos hizo una visita. Iba de camino a Roma a su regreso de Hispania, donde de nuevo había estado luchando junto a César. El dictador había vencido; los supervivientes de las tropas de Pompeyo fueron aplastados. Aun así, Dolabela resultó herido en la batalla de Munda. Lucía un tajo desde la oreja hasta la clavícula y cojeaba; habían matado a su caballo con una jabalina mientras cabalgaba, esto hizo que lo tirase al suelo y rodara sobre él. Destilaba, empero, más vitalidad que nunca. Deseaba sobre todo ver a su hijo, que en ese momento vivía con Cicerón, y presentar sus respetos en el lugar donde estaban enterrados los restos de Tulia.

El pequeño Léntulo, de cuatro meses, era una criatura rechoncha y sonrosada que parecía tan robusto como frágil su madre. Daba la impresión de que le hubiera succionado la vida, y estoy convencido de que ese era el motivo por el que nunca vi a su abuelo cogerlo en brazos ni prestarle mucha atención; no era capaz de perdonarlo por estar vivo cuando su madre estaba muerta. Dolabela tomó al bebé de brazos de la niñera y empezó a darle vueltas mientras lo examinaba como si fuese un jarrón, antes de anunciar que le gustaría llevárselo con él a Roma. Cicerón no se opuso.

—Lo he incluido en mi testamento. Si quieres hablar de su educación, ven a verme cuando quieras.

Dieron un paseo hasta el lugar donde reposaban las cenizas de Tulia, junto a su fuente preferida, ubicada en un rincón soleado de la Academia. Cicerón me contó después que Dolabela se arrodilló y puso un ramo de flores sobre la tumba, ante la que lloró.

—Cuando vi sus lágrimas, dejé de estar enfadado con él. Tulia decía que sabía con qué clase de hombre se casaba. Y si su primer marido era más bien como un compañero de aula para ella, y el segundo nada más que una forma de alejarse de su madre, al menos el tercero era alguien a quien había amado con pasión, y me alegro de que experimentase algo así antes de morir.

Durante la cena, Dolabela, que no pudo recostarse por culpa de la herida y tuvo que comer sentado en una silla como un bárbaro, nos relató la campaña de Hispania y nos confesó que estuvo a punto de acabar en desastre; en un momento dado, la formación del ejército se rompió y el propio César se vio obligado a desmontar, tomar un escudo y reunir a los legionarios, que habían emprendido la retirada.

—Cuando todo acabó, nos dijo: «Hoy, por primera vez, he luchado por mi vida». Matamos a treinta mil hombres del ejército enemigo; no tomamos prisioneros. César ordenó clavar la cabeza de Cneo Pompeyo en un palo y exhibirla públicamente. Fue un trabajo macabro, te lo aseguro, y me temo que, a su regreso, tú y tus amigos os encontraréis con un hombre menos razonable.

—Mientras me deje tranquilo y pueda seguir escribiendo mis libros, yo no le causaré ningún problema.

—Mi apreciado Cicerón, tú eres precisamente quien menos motivos tiene para preocuparse. César te adora. Siempre dice que tú y él sois los únicos que quedáis.

A finales de verano César regresó a Italia, y todos los hombres ambiciosos de Roma acudieron en tropel para darle la bienvenida. Cicerón y yo permanecimos en el campo, trabajando. Una vez que completamos los Debates, él se los envió a Ático para que su equipo de esclavos los copiasen y distribuyesen (en concreto, solicitó que le hicieran llegar una copia a César), y a continuación empezó a componer dos nuevos tratados: De la naturaleza de los dioses y De la adivinación. En ocasiones las espinas de la tristeza seguían pinchándolo, y en esos momentos se retiraba durante horas a algún rincón apartado de la casa. Pese a todo, cada vez se le veía más satisfecho.

—¡Cuántos quebraderos de cabeza se ahorra uno cuando evita todo contacto con el vulgo! No tener que entregarte a ningún oficio y poder dedicarte por entero a la literatura es la mejor manera de disfrutar de esta vida.

Incluso allí, tuvimos conocimiento, como si de una tormenta lejana se tratara, del regreso del dictador. Dolabela lo había explicado muy bien. El César que volvió de Hispania no era el mismo que el que se marchó. No se trataba tan solo de que no tolerase que lo contradijeran, sino también de que su afianzamiento en la realidad, antaño de una firmeza aterradora, empezaba a debilitarse. En primer lugar, puso en circulación una réplica al panegírico que Cicerón escribió sobre Catón, a la que puso por título Anticatón, repleta de mofas soeces con las que lo tachaba de beodo y excéntrico. Dado que casi todos los romanos le profesaban un respeto renuente a Catón y que la mayoría lo veneraba, la mezquindad del libelo dañó mucho más la reputación del dictador que la de Catón. («¿Hasta dónde no llegará su afán por dominar a todo el mundo? —se preguntó Cicerón en voz alta cuando lo leyó—. Necesita pisotear hasta el polvo que dejaron los muertos»). Después estaba su decisión de organizar otro triunfo, esta vez para celebrar la victoria en Hispania; la mayoría de los romanos pensaba que la aniquilación de miles de conciudadanos, incluido el hijo de Pompeyo, no era algo de lo que jactarse. También llamaba la atención que se encaprichara de Cleopatra; si ya a muchos les molestaba que la hubiese instalado en una suntuosa casa con jardín junto al Tíber, para colmo erigió una estatua de oro de su amante extranjera en el templo de Venus. Con esto ofendió tanto a los devotos como a los patriotas. Incluso se deificó a sí mismo («el Divino Julio») y se adjudicó un sacerdocio, su propio templo y sus propias imágenes. Y como dios que era, comenzó a intervenir en todos los aspectos de la vida cotidiana: limitó a los senadores la posibilidad de viajar al extranjero y prohibió los platos muy elaborados y los bienes lujosos; hasta el punto de llegar a tener espías en los mercados, que irrumpían en las casas de los ciudadanos a la hora de la cena para inspeccionar, confiscar y detener.

Por último, como si su ambición no hubiera provocado suficiente derramamiento de sangre durante los últimos años, anunció que llegada la primavera iría de nuevo a la guerra a la cabeza de un ejército descomunal compuesto de treinta y seis legiones. Quería someter a Partia, como venganza por la muerte de Craso, y, tras esto, rodearía la orilla lejana del mar Negro en una gran cacería de conquistas que abarcaría Hircania, el mar Caspio y el Cáucaso, Escitia, los países limítrofes con Germania y, por último, la propia Germania, para finalmente regresar a Italia a través de la Galia. Pasaría tres años fuera. El Senado no tenía ninguna opinión que manifestar al respecto. Igual que los obreros que construyeron las pirámides para los faraones, no eran más que esclavos sometidos a los planes de su amo.

En diciembre, Cicerón propuso que nos desplazásemos a una región más cálida para proseguir con nuestro trabajo. Un acaudalado cliente suyo que residía en la bahía de Nápoles, Marco Cluvio, había fallecido recientemente y le había legado una propiedad de gran valor ubicada en Puteoli. Y allí fue a donde nos dirigimos; nos llevó una semana de viaje. Llegamos la víspera de las saturnales. La villa, grande y lujosa, se encontraba a la orilla del mar y era aún más bonita que la casa que Cicerón tenía en la vecina Cumas. La finca se acompañaba de un catálogo considerable de propiedades comerciales ubicadas en la ciudad, así como de una granja que quedaba en las afueras. Cicerón estaba emocionado como un niño con su nueva posesión, y apenas hubimos llegado, se descalzó, se recogió la toga y bajó a la playa para meter los pies en el agua.

A la mañana siguiente, después de entregarle un obsequio a cada esclavo por las festividades, me pidió que fuese a su estudio, donde me hizo entrega de una preciosa caja de sándalo. Di por hecho que la caja era mi regalo, pero cuando le di las gracias, me indicó que la abriera. Dentro encontré las escrituras de la granja de las inmediaciones de Puteoli. La había puesto a mi nombre. Aquel gesto me dejó igual de perplejo que cuando me concedió la libertad.

—Mi querido y viejo amigo, me gustaría poder darte más y desearía haber podido regalártela antes. Pero aquí está al fin, la granja con la que siempre has soñado, la cual deseo que te aporte tanta alegría y tanto consuelo como tú me has proporcionado a mí a lo largo de los años.

Pese a que era un día festivo, Cicerón trabajó. Ya no tenía una familia con la que celebrarlo (la muerte, el divorcio y la distancia los separaban ahora), y supongo que escribir aliviaba su soledad. No podía decirse que estuviera melancólico. Había comenzado un nuevo libro, un ensayo filosófico sobre la senectud con el que estaba disfrutando mucho («Ay, infeliz es sin duda el anciano que no ha aprendido en el curso de su larga vida que a la muerte no se le debería dar importancia»). Aun así, insistió en que al menos yo me tomara un día de descanso, de modo que bajé a dar un paseo por la playa, pensando en el extraordinario hecho de que tenía una propiedad, de que ahora era nada menos que granjero. Sentía que una parte de mi vida terminaba y otra comenzaba, un presagio de que mi trabajo con Cicerón tocaba a su fin y de que pronto nos separaríamos.

En ese tramo de la costa se levantaban muchas villas de gran tamaño orientadas hacia el oeste. Desde ellas se alcanzaba a ver el promontorio de Miseno, al otro lado de la bahía. La propiedad contigua a la de Cicerón era de Lucio Marcio Filipo, un excónsul un poco más joven que el orador, quien se vio en una situación complicada durante la guerra civil, ya que era el suegro de Catón pero estaba casado con el pariente más cercano que le quedaba a César, su sobrina Atia. Ambas partes lo autorizaron a que se mantuviera al margen del conflicto, hasta cuyo fin residió ahí, como prudente medida neutral que le iba bien a su temperamento nervioso.

Ahora, según me acercaba a los límites de su finca, vi que el acceso a la playa estaba cortado por una unidad de soldados que impedían el paso de los transeúntes por delante de la casa. Por un momento, me pregunté qué ocurría, y cuando al fin lo deduje, giré sobre mis talones y corrí a avisar a Cicerón, pero este ya había recibido un mensaje:

Del dictador César para Marco Cicerón.

Saludos.

Me encuentro en Campania para pasar revista a mis veteranos y durante una parte de las saturnales me alojaré con mi sobrina Atia en la villa de Lucio Filipo. Si lo estimas oportuno, podría hacerte una visita con mi tropa llegada la tercera jornada de las festividades. Por favor, házselo saber a mi oficial.

—¿Qué respuesta le diste? —inquirí.

—La única que se le puede dar a un dios. Le dije que sí, claro.

Fingía sentirse utilizado, aunque yo sabía que en el fondo la propuesta le halagaba. Sin embargo, cuando se interesó por el tamaño de la tropa, a la que también tendría que dar de comer, y se le informó de que se componía de dos mil hombres, se lo pensó dos veces. La casa al completo se vio obligada a posponer sus vacaciones, de manera que durante el resto de aquel día y la totalidad de la jornada siguiente se entregó a un frenesí de preparativos, que pasaban por arrasar con todos los alimentos de los mercados de Puteoli y tomar prestados divanes y mesas de las villas vecinas. Se montó un campamento en el terreno de detrás de la casa y se apostaron varios centinelas aquí y allá. Se nos entregó una lista de veinte personalidades que cenarían dentro de la casa, encabezadas por César y entre las que se contaban Filipo, L. Cornelio Galba, Cayo Opio (estos dos últimos, los colaboradores más allegados de César) y un puñado de oficiales cuyos nombres he olvidado. Todo se organizó como si de una maniobra militar se tratara, conforme a un estricto horario. Se informó a Cicerón de que César trabajaría con sus secretarios en la casa de Filipo hasta poco después del mediodía, tras lo cual dedicaría una hora a practicar ejercicio intenso en la playa, por lo que le gustaría que se le preparase un baño antes de la cena. En cuanto al menú, el dictador estaba siguiendo un tratamiento de eméticos, de forma que degustaría cuanto se sirviese, aunque agradecería mucho que se le ofreciesen ostras y codorniz si las hubiera.

Llegados a este punto, Cicerón se arrepentía de haber aceptado la visita.

—¿Dónde voy a encontrar codornices en diciembre? ¿Se cree que soy Lúculo?

Pese a todo, estaba determinado, como él decía, «a demostrarle que sabemos disfrutar de la vida», por lo que puso especial cuidado en traer lo más selecto de cada clase, desde aceites perfumados para el baño hasta vino falerno para la mesa. Pero entonces, justo antes de que el dictador entrase por la puerta, Filipo, siempre angustiado, llegó corriendo con la noticia de que Marco Mamurra, el jefe de ingenieros de César (quien construyese el puente sobre el Rin, entre otras muchas estructuras asombrosas), había muerto a causa de una apoplejía. Por un momento pareció que el banquete se suspendería. No obstante, cuando César llegó con paso altivo, con el rostro colorado por efecto del paseo, y Cicerón se lo comunicó, no modificó un ápice su expresión.

—Es una lástima. ¿Dónde está mi baño?

No se volvió a mencionar el nombre de Mamurra, pese a que, como observó Cicerón, debía de llevar más de una década colaborando muy estrechamente con César. Por extraño que parezca, aquella muestra de frialdad es lo que recuerdo con más detalle de la visita, porque enseguida la casa se llenó de invitados ruidosos que se distribuyeron en tres comedores, y naturalmente yo no me senté a la misma mesa que el dictador. Todos los comensales de mi estancia eran soldados, una tropa curtida que al principio mostró cierta educación, pero no tardaron en emborracharse, de manera que empezaron a entrar y salir entre plato y plato para vomitar en la playa. Todas las conversaciones giraban en torno a Partia y la inminente campaña. Después le pregunté a Cicerón de qué había hablado con César.

—Ha sido una charla inusitadamente grata —me dijo—. Dejó a un lado la política y se centró en otros asuntos más literarios. Confesó que acababa de terminar de leer nuestros Debates y no tenía más que elogios. «No obstante», apuntó, «debo decirte que yo encarno la refutación viviente de tu razonamiento principal». «Y ¿cuál es?». «Afirmas que solo se puede dominar el temor a la muerte si se lleva una buena vida. Pues bien, según tu definición, no es precisamente mi caso, y sin embargo no tengo miedo a morir. ¿Qué me respondes a eso?». Le contesté que para no tenerle miedo a la muerte, se rodeaba de una nutrida escolta.

—¿Le hizo gracia?

—¡Cómo se la iba a hacer! Se puso muy serio, como si le hubiese ofendido, y me dijo que, como cabeza del Estado, tiene el deber de tomar las precauciones pertinentes, que si algo le ocurriese, se desataría el caos, aunque eso no implica que tenga miedo a morir, en absoluto. Así que profundicé un poco más en el tema y le pregunté por qué se mostraba tan imperturbable, si creía que el alma es eterna o que perece con el cuerpo.

—Y ¿qué te respondió?

—Arguyó que no podía hablar por los demás, pero que obviamente él no morirá con su cuerpo porque es un dios. Intenté determinar si estaba bromeando, pero albergo serias dudas. En ese preciso instante, para serte sincero, dejé de envidiarlo por su poder y su gloria. Le han arrebatado la cordura.

Aquella noche solo volví a ver a César cuando se marchó. Salió del comedor principal, apoyándose sobre Cicerón y riéndose de algún comentario que este acababa de hacer. El vino parecía haberle dado un poco de color al rostro, lo que resultaba raro en él, porque las pocas veces que bebía siempre lo hacía con moderación. Rodeado por la guardia de honor, se adentró en la noche dando tumbos apoyado sobre Filipo y seguido de sus oficiales.

A la mañana siguiente Cicerón elaboró un resumen de la visita para Ático: «Se hace extraño que un invitado tan oneroso no deje un recuerdo desagradable. Pero con una vez basta. No es alguien a quien te apetezca decirle “Ven a verme el próximo día que pases por aquí”».

Que a mí me conste, aquella fue la última ocasión que hablaron.

En la víspera de nuestro regreso a Roma salí a caballo para visitar mi granja. Me costó encontrarla, ya que apenas se veía desde la carretera de la costa, al final de una larga vereda que ascendía hacia las colinas; un edificio antiguo y cubierto de hiedra que ofrecía unas maravillosas vistas a la isla de Capri. Tenía un olivar y un pequeño viñedo rodeado de muros bajos de piedra seca. Los rebaños de cabras y ovejas pastaban en los campos y las lomas cercanas; el tintineo de las esquilas sonaba con la fragilidad de un móvil de campanillas; por lo demás, el lugar estaba en completo silencio.

La casa de labor era modesta pero contaba con todo lo necesario: un patio con un pórtico; graneros, en los que había una prensa de aceitunas, establos y comederos; un estanque; una huerta; un jardín de hierbas finas; un palomar; un corral; y un reloj de sol. Al portal de madera lo acompañaba una terraza sombreada por varias higueras y orientada al mar. En el interior, subiendo por una escalera de piedra, bajo el techo de terracota, había una habitación espaciosa y seca de vigas descubiertas donde podría guardar mis libros y escribir; le pedí al capataz que mandara fabricar algunas estanterías. Celebré ver que los seis esclavos encargados del mantenimiento se encontraban sanos, estaban bien alimentados e iban sin grilletes. El capataz y su esposa residían en las instalaciones y tenían un niño; sabían leer y escribir. Para mí, ni Roma ni el Imperio valían ya nada; aquel mundo me ofrecía más de lo que podía desear. Debería haberme quedado y haberle dicho a Cicerón que tendría que volver a la ciudad sin mí; ya entonces lo tenía claro. Pero esa hubiera sido una manera muy pobre de darle las gracias por su generosidad y, además, él aún quería terminar algunos libros y necesitaba que yo lo ayudase. Por lo tanto, me despedí de mi pequeña propiedad, decidido a regresar en cuanto me fuese posible, y cabalgué de regreso colina abajo.

Cuentan que hace setecientos años el estadista espartano Licurgo sentenció:

Cuando cae sobre el hombre la ira de los dioses,

lo primero que le arrebatan es el entendimiento.

Esa fue la suerte de César. Estoy seguro de que Cicerón llevaba razón; había perdido el juicio. El éxito lo envaneció y la soberbia le nubló el entendimiento.

Fue por aquel entonces («ya que los días de la semana estaban todos cogidos», como bromeaba Cicerón) cuando hizo que al séptimo mes del año se le llamara «julio» en su honor. Ya se había deificado a sí mismo y había decretado que su estatua se llevase en un carro especial durante las procesiones religiosas. Ahora su nombre se sumaba a los de Júpiter y los penates de Roma cada vez que se pronunciaba un juramento oficial. Se le concedió el título de dictador a perpetuidad. Se hizo llamar emperador y padre de la patria. Presidía el Senado desde un trono de oro. Vestía una toga especial de tonos púrpuras y dorados. A las estatuas de los sietes reyes antiguos de Roma que gobernaban el Capitolio, añadió una octava, la que lo representaba a él, y asimismo introdujo su retrato en las monedas de nueva acuñación, otro privilegio de la realeza.

Nadie hablaba ya del resurgimiento de las libertades constitucionales; seguramente era solo cuestión de tiempo que pasase a ser declarado monarca. Durante la fiesta de las lupercales, que se celebraba en febrero, la multitud que llenaba el foro vio cómo Marco Antonio colocaba una corona en su cabeza, aunque nadie supo decir si lo hizo a modo de burla o de homenaje; pero allí la dejó, y al pueblo no le hizo gracia. En la estatua de Bruto (un antepasado del Bruto actual), que expulsó a los reyes de Roma y estableció el consulado, apareció una pintada: ¡OJALÁ TE TUVIÉRAMOS ENTRE NOSOTROS! Y sobre la efigie de César alguien escribió:

Bruto fue elegido cónsul

cuando a los reyes desterró;

César ha exiliado a los cónsules,

César hoy nuestro rey se alzó.

Conforme al calendario previsto, debía salir de Roma el decimoctavo día de marzo para iniciar su campaña de dominación mundial. Antes de partir, necesitaba decretar los resultados de todas las elecciones que se celebrarían durante los próximos tres años. Se publicó una lista. Marco Antonio sería cónsul durante el resto del año junto con Dolabela; los sucederían Hircio y Pansa; Décimo Bruto (al que en adelante llamaré sencillamente Décimo, para diferenciarlo de su pariente) y Lucio Munacio Planco asumirían el cargo al año siguiente. Bruto sería pretor urbano y, por lo tanto, gobernador de Macedonia; Casio sería pretor primero y después gobernador de Siria, etcétera. Se anunciaron centenares de nombres; todo se dispuso a modo de orden de batalla.

En cuanto vio la lista, Cicerón negó con la cabeza, atónito ante la desmesura de la situación. «Julio el dios parece olvidar lo que Julio el político debería tener presente: que cada vez que le asignas un cargo a alguien, hay un hombre agradecido y otros diez resentidos». En la víspera de la marcha de César, Roma estaba llena de senadores iracundos y decepcionados. Por ejemplo, a Casio, que ya de entrada se sentía insultado por no contarse entre los elegidos para participar en la campaña parta, le indignaba que a Bruto, con menos experiencia que él, se le hubiese concedido un cargo de pretor superior al suyo. A pesar de todo, el que albergaba más resentimiento era Marco Antonio, por tener que compartir consulado con Dolabela, a quien nunca había perdonado por cometer adulterio con su esposa, y ante el que se creía inmensamente superior. De hecho, tal era el alcance de sus celos que empleó su influencia como augur para impedir el nombramiento aduciendo que entrañaba un mal presagio. Se convocó una reunión del Senado en el pórtico de Pompeyo el día decimoquinto, tres jornadas antes de la marcha de César, con el propósito de zanjar la cuestión de una vez por todas. Se rumoreaba que el dictador también exigiría que se le concediera el título de rey durante la sesión.

En la medida de lo posible, Cicerón evitaba acudir al Senado. No soportaba ver a sus miembros.

—¿Sabías que algunos de esos advenedizos de la Galia e Hispania a los que César ha puesto ahí ni siquiera hablan latín? —Se sentía viejo y desfasado. Su vista había empeorado. No obstante, llegados los idus decidió asistir y no solo para escuchar a los demás, sino también para pronunciarse de una vez a favor de Dolabela y en contra de Marco Antonio, a quien consideraba un tirano en ciernes. Me propuso que lo acompañase, como en los viejos tiempos—. Aunque solo sea para que veas en lo que ha convertido el Divino Julio nuestra República de simples mortales.

Salimos dos horas después del amanecer, en sendas literas. Era un día festivo. Horas más tarde se celebraría un combate de gladiadores, pero las calles que circundaban el teatro de Pompeyo, donde tendría lugar la lucha, estaban ya atestadas de espectadores. Lépido, a quien un sagaz César juzgaba lo bastante pusilánime como para ser un buen delegado y que ostentaba el cargo de mariscal de la caballería, tenía una legión apostada en la isla Tiberina, lista para embarcar rumbo a Hispania, territorio del que sería gobernador. Muchos de sus hombres se dirigían a ver los juegos por última vez.

Dentro del pórtico, un centenar de los gladiadores de Décimo, gobernador de la Galia Citerior, practicaban sus acometidas y fintas a la sombra de los plátanos desnudos mientras su propietario y una multitud de aficionados los observaban. Décimo había sido uno de los lugartenientes más brillantes del dictador en la Galia y se comentaba que César lo trataba casi como a un hijo. Sin embargo, no era muy conocido en la ciudad y yo solo lo había visto en muy contadas ocasiones. Era fornido y de espalda ancha, tanto que bien podría haber sido gladiador. Recuerdo que me pregunté para qué necesitaría tantas parejas de combatientes si se trataba de unos juegos menores. Alrededor de los pasajes cubiertos algunos de los pretores, incluidos Casio y Bruto, establecieron sus tribunales, convenientemente más cercanos al Senado que al foro, donde estaban atendiendo una sucesión de casos. Cicerón asomó la cabeza por la ventanilla de su litera y les pidió a los porteadores que nos dejaran en un lugar soleado para poder disfrutar de la calidez primaveral. Los mozos obedecieron y mientras él repasaba su discurso tendido entre sus cojines, yo disfruté del sol que me acariciaba el rostro.

Entonces, con los ojos entornados, vi que el trono de oro de César atravesaba el pórtico en dirección a la cámara del Senado. Avisé a Cicerón. Este enrolló su discurso. Cuando se hubo levantado con la ayuda de dos esclavos, nos unimos al enjambre de senadores que hacían cola para entrar. Debía de haber por lo menos trescientos. En otro tiempo hubiese conocido el nombre de casi todos los miembros de aquella noble orden, identificado su tribu y a su familia, e incluso recitado los intereses de cada uno. Pero el Senado que yo conocía se había desangrado en los campos de batalla de Farsalia, Tapso y Munda.

Fuimos entrando en fila a la cámara. Al diferencia de la antigua casa senatorial, era luminosa y estaba bien ventilada, al estilo de los edificios modernos, y tenía un pasillo central de baldosas blancas y negras. A ambos lados se levantaban tres escalones anchos y con poca altura, donde los bancos se distribuían en gradas, de tal modo que las de un lado quedaban frente a las del otro. Al fondo, sobre su estrado, se erigía el trono de César junto a la estatua de Pompeyo, en cuya cabeza alguna mano subversiva había puesto una corona de laurel. Uno de los esclavos de César saltaba con insistencia para intentar retirarla, pero para diversión de los senadores que lo observaban, no conseguía alcanzarla. Al cabo de un rato, acercó un taburete, se subió a él y se deshizo del ofensivo símbolo, lo que le valió un aplauso festivo. Cicerón negó con la cabeza, hizo un gesto de incredulidad ante semejante frivolidad y se dirigió a su asiento. Yo permanecí junto a la puerta con el resto de los espectadores.

A continuación se produjo una larga espera, puede que de al menos una hora. Por último, los cuatro asistentes de César regresaron del pórtico, caminaron por el pasillo en dirección al trono, lo cargaron sobre sus hombros no sin dificultad, ya que era de oro macizo, y lo sacaron de nuevo. La cámara resopló exasperada. Muchos de los senadores se levantaron para estirar las piernas; algunos se marcharon. Nadie parecía saber qué ocurría. Cicerón se acercó por el pasillo.

—De todos modos, no me apetece demasiado pronunciar este discurso —me dijo—. Me marcho a casa. ¿Te importaría averiguar si la sesión se ha cancelado?

Salí al pórtico. Los gladiadores seguían allí, pero Décimo se había ido. Bruto y Casio habían dejado de escuchar a los peticionarios y estaban hablando. Puesto que tenía suficiente confianza con ellos, me acerqué (Bruto, el noble filósofo, conservaba un aspecto juvenil a sus cuarenta años; Casio, de la misma edad, tenía el cabello entrecano y una apariencia más dura). Había una nube de senadores arremolinados en torno a ellos, escuchándolos: los hermanos Casca, Tilio Cimbro, Minucio Básilo y Cayo Trebonio, al que César había designado gobernador de Asia; recuerdo también a Quinto Ligario, el exiliado por quien Cicerón intercediera ante el dictador para que le permitiese volver a casa, y a Marco Rubrio Ruga, un soldado veterano que también fue indultado pero nunca logró asimilarlo. Guardaron silencio y se giraron hacia mí al ver que me acercaba.

—Perdonad que os importune, señores, pero a Cicerón le gustaría saber qué sucede.

Los senadores se miraron de soslayo.

—¿A qué se refiere con «qué sucede»? —inquirió un receloso Casio.

—Tan solo le gustaría saber si se va a celebrar la reunión —le expliqué con desconcierto.

—Los presagios no son propicios —señaló Bruto—, por lo que César se niega a salir de su casa. Décimo está intentando convencerlo para que venga. Dile a Cicerón que tenga paciencia.

—Lo haré, pero creo que quiere marcharse.

—Entonces, convéncelo de que se quede —dijo Casio con firmeza.

Me pareció extraño, pero los dejé y fui a comunicárselo a Cicerón. Se encogió de hombros.

—De acuerdo, esperaremos un poco más.

Regresó a su asiento y repasó su discurso de nuevo. Los senadores se acercaban, hablaban con él y volvían a dejarlo. Le mostró a Dolabela lo que planeaba decir. Se produjo otra larga espera. Pero al cabo, después de otra hora, el trono de César fue introducido de nuevo y subido al estrado. Según parecía, al final Décimo lo había convencido para que viniese. Los senadores que se habían levantado para conversar con sus compañeros volvieron a su asiento y una atmósfera de expectación se instaló en la cámara.

Escuché unos vítores que venían de fuera. Al girarme, vi a través de la puerta abierta que la multitud comenzaba a llegar al pórtico. En medio de la muchedumbre distinguí los fasces de los veinticuatro lictores de César a modo de estandartes de guerra y, meciéndose sobre ellos, el palio dorado de la litera que porteaba al dictador. Me sorprendió la ausencia de escolta militar. Más adelante supe que César se había desprendido recientemente de los centenares de soldados de los que solía rodearse durante los desplazamientos, arguyendo: «Vale más morir traicionado ahora que vivir siempre con miedo a que me traicionen». Siempre me he preguntado si la conversación que mantuvo con Cicerón tres meses antes tendría algo que ver con ese atrevimiento. En cualquier caso, la litera recorrió el espacio abierto y se detuvo frente al Senado, y cuando los lictores ayudaron a César a apearse, la turba pudo acercarse a él hasta casi tocarlo. Le tendían peticiones, que él entregaba sin mirarlas a un secretario. Llevaba la toga púrpura especial con un bordado de oro que el Senado solo le permitía vestir a él. Parecía un rey; tan solo le faltaba la corona. Y pese a todo, enseguida me di cuenta de que se sentía incómodo. Tenía la costumbre, cual ave de rapiña, de ladear la cabeza ora hacia aquí, ora hacia allá, y de mirar a su alrededor, como si estuviera alerta ante el mínimo movimiento que se pudiera producir entre los matorrales. Al ver abierta la puerta de la cámara, pareció echarse atrás. Pero Décimo lo cogió de la mano, y supongo que la ocasión también debió de animarlo a continuar; desde luego, habría quedado en evidencia de haber dado media vuelta para regresar a casa; de hecho, ya corrían rumores de que estaba enfermo.

Sus lictores le abrieron un pasillo. Pasó a solo dos palmos de mí, tan cerca que llegué a oler el aroma dulce y especiado de los aceites y ungüentos con los que lo habían ungido después del baño. A continuación, Décimo entró aprisa. Marco Antonio iba justo por detrás de este, también hacia el interior, pero de repente Trebonio lo interceptó y lo llevó a un lado.

La cámara se puso en pie. En medio de un silencio absoluto César recorrió el pasillo central con el ceño fruncido y el ademán meditabundo mientras le daba vueltas a un estilete con la mano derecha. Dos escribientes lo seguían, cargados con sendos estuches de documentos. Cicerón estaba en la primera fila, reservada para los excónsules. César no reparó en él, ni en nadie. No dejaba de mirar adelante y atrás, arriba y abajo, sin parar de voltear el punzón entre los dedos. Subió al estrado, se giró hacia los senadores, hizo una seña para que se sentaran y ocupó su trono.

De inmediato varias personas se levantaron y se acercaron a él para exponerle sus peticiones. Esto era lo habitual ahora que los debates ya no importaban y se habían convertido en ocasiones inusitadas para entregarle algo en persona al dictador. El primero que llegó a él (por la izquierda, con las manos extendidas en actitud suplicante) fue Tilio Cimbro. Era sabido que quería conseguir el indulto para su hermano, que estaba en el exilio. No obstante, en lugar de levantar el bajo de la toga de César para besarlo, agarró de pronto los pliegues de la tela que le rodeaba el cuello y tiró con tal fuerza de la resistente prenda que el dictador dio un tumbo al lado, bien sujeto e incapaz de moverse. Gritó iracundo, pero su voz brotó un tanto ahogada y no entendí bien lo que dijo. Creo que algo así como: «¡Esto es violencia!». Momentos después, uno de los hermanos Casca, Publio, se acercó a él con decisión por el lado opuesto y le hundió una daga en el cuello. No daba crédito a lo que veía: era una escena irreal; un espectáculo, un sueño.

«Casca, villano, ¿qué me has hecho?». A pesar de sus cincuenta y cinco años, el dictador aún conservaba una fuerza considerable. Se las arregló para asir la hoja de la daga de Casca con la mano izquierda (debió de desgarrarse los dedos), se zafó de la presa de Cimbro, giró el cuerpo y le clavó el estilete en el brazo a Casca. Este aulló en griego «¡Ayúdame, hermano!», y sin perder un instante, su hermano Cayo acuchilló a César en el costillar. El jadeo sobrecogedor del dictador resonó por toda la cámara. Cayó de rodillas. Acto seguido, más de veinte hombres vestidos con toga saltaron al estrado y lo rodearon. Décimo pasó corriendo junto a mí para unirse al tropel. Se desató un frenesí de puñaladas. Los senadores se levantaron de sus asientos para ver qué sucedía. Muchas veces me han preguntado por qué ninguno de aquellos cientos de hombres a quienes César había hecho ricos y ayudado a prosperar en su carrera hizo nada por socorrerlo. La única razón que se me ocurre es que todo sucedió muy rápido, de una forma demasiado feroz e inesperada, y toda la cámara se quedó estupefacta.

Ya no podía ver a César, atrapado dentro del círculo de asaltantes. Cicerón, que estaba más cerca que yo, me contó después que, haciendo acopio de una fuerza sobrehumana, logró ponerse en pie por un momento e intentó escapar de ellos. Pero tal era la fiereza, la premura desesperada y la cercanía del ataque que la huida le fue imposible. Los agresores, de hecho, se hirieron entre sí. Casio apuñaló a Bruto en la mano. Minucio Básilo, a Rubrio en el muslo. Cuentan que las últimas palabras del dictador fueron un amargo reproche contra Décimo, quien lo había engañado para que entrase: «¿También tú?». Quizá sea cierto. Me pregunto, no obstante, hasta qué punto era capaz de hablar en ese momento. Los médicos contaron hasta veintitrés puñaladas repartidas por todo su cuerpo.

Una vez que terminaron, los asesinos se apartaron del que hasta hacía tan solo unos instantes personificaba el corazón del Imperio, reducido ahora a una madeja de carne agujereada. Tenían las manos enguantadas en sangre. Sostenían en alto las dagas ensangrentadas. Corearon diversos lemas: «¡Libertad!», «¡Paz!», «¡La República!». Bruto llegó incluso a exclamar: «¡Larga vida a Cicerón!». Por último, echaron a correr por el pasillo hacia el pórtico, con los ojos abiertos como platos por la excitación y las togas salpicadas de sangre como el mandil de un carnicero.

En cuanto se marcharon, fue como si el hechizo se hubiera roto. Se armó un jaleo tremendo. Los senadores, presas del pánico, corrieron hacia la salida saltando por encima de los bancos e incluso unos por encima de otros. Estuve a punto de ser arrollado por el tumulto. Sin embargo, tomé la determinación de no irme de allí sin Cicerón. Me agaché y me fui abriendo paso entre la apretada multitud que corría en la dirección opuesta hasta que llegué a él. Seguía sentado, contemplando el cadáver de César, que yacía ignorado por todos (sus esclavos habían huido), de espaldas, con los pies orientados hacia el pedestal de la estatua de Pompeyo y la cabeza descolgada por el borde del estrado, mirando hacia la puerta.

Le dije a Cicerón que debíamos salir de allí, pero no pareció oírme. Paralizado, no lograba apartar la vista del cuerpo. Tan solo acertó a murmurar:

—Nadie se atreve a acercarse a él, mira.

Ir a la siguiente página

Report Page