Dictator

Dictator


Segunda parte. Redux 47-43 a. C. » Capítulo XIV

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XIV

En el pórtico reinaba el caos. Los asesinos se habían marchado, escoltados por los gladiadores de Décimo. Nadie sabía adónde se dirigían. La gente corría de aquí para allá intentando averiguar qué había sucedido. Los lictores del dictador habían tirado al suelo los símbolos de autoridad y salido huyendo. Los senadores que quedaban también se escabullían tan aprisa como podían; algunos incluso se habían desprendido de la toga para que nadie conociese su condición e intentaban pasar desapercibidos entre la multitud. Entretanto, al otro extremo del pórtico, parte del público que asistía a las luchas de gladiadores que se estaban librando en el teatro adyacente oyó el alboroto y acudió en avalancha para ver qué ocurría.

Me asaltó el presentimiento de que Cicerón se encontraba en peligro de muerte. Aunque el orador no tenía ningún conocimiento previo de la conspiración, Bruto había gritado su nombre; todos lo oyeron. Sin lugar a dudas, querrían vengarse de él. Los partidarios de César podrían incluso dar por hecho que él había comandado a los asesinos. La sangre clamaría sangre.

—Tienes que irte de aquí —lo urgí.

Para mi alivio, asintió, todavía demasiado aturdido como para oponerse. Nuestros porteadores se habían ido, dejando atrás las literas. Tendríamos que abandonar el pórtico corriendo. Mientras tanto, los juegos seguían adelante, ajenos a lo ocurrido. Desde el teatro de Pompeyo se elevaba el estruendo de los aplausos que provocaban los combates de los gladiadores. Costaba imaginar lo que acababa de acontecer, y mientras más nos alejábamos del pórtico, más normal parecía todo. De manera que cuando llegamos a la puerta Carmenta y entramos en la ciudad, tuvimos la impresión de que era un día de fiesta como cualquier otro y de que el asesinato no había sido más que un sueño atroz.

Aun así, invisible a nuestros ojos, por los callejones y a través de los mercados, comunicada a la carrera y entre susurros de pánico, la noticia viajaba más rauda que nosotros; y cuando llegamos a la casa del Palatino, la nueva nos había rebasado, de modo que el hermano de Cicerón, Quinto, y Ático estaban ya llegando desde distintas direcciones con versiones tergiversadas del suceso. No sabían mucho. Lo único que habían oído era que se había producido un ataque en el Senado y que César estaba herido.

—César ha muerto —aclaró Cicerón, y a continuación les relató lo que acababa de presenciar.

Según se lo contaba, parecía aún más increíble que al vivirlo en persona. Al principio, los dos desconfiaron, pero después celebraron que hubieran asesinado al dictador. Ático, por lo general muy cívico, incluso se permitió un bailecito de regocijo.

—Y ¿de verdad no sabías que esto iba a suceder? —indagó Quinto.

—No —le confirmó Cicerón—. Han debido de ocultármelo a propósito. Tendría que sentirme indignado, pero, a decir verdad, me alegro de que me hayan ahorrado esa angustia. Ni en sueños habría sido capaz de sobrellevarla. Presentarme en el Senado con una daga oculta, soportar la larga espera, mantener la calma, correr el riesgo de morir masacrado por los partidarios de César y, por último, mirar al tirano a los ojos y clavarle la daga… No me cuesta confesar que nunca habría tenido arrestos.

—¡Yo sí! —se jactó Quinto.

—Claro —rio Cicerón—, tú estás más acostumbrado a la sangre que yo.

—Y ¿ninguno de vosotros siente ninguna pena por César, como hombre? —les pregunté—. Después de todo —le recordé a Cicerón—, tan solo hace tres meses que estabas cenando y riendo con él.

Cicerón me miró con incredulidad.

—Me sorprende que me hagas esa pregunta. Supongo que me siento como debiste de sentirte tú el día que recibiste la libertad. Que César fuese un amo bondadoso o cruel es lo de menos; era el amo y nos había convertido en sus esclavos. Y ahora se nos ha concedido la libertad. Así que no hablemos de penas.

Envió a un secretario para que intentase averiguar el paradero de Bruto y los demás conspiradores. El ayudante regresó poco después y nos comunicó que, según se comentaba, pretendían ocupar el tramo superior del Capitolio.

—Tengo que ir ahora mismo a ofrecerles mi apoyo —decidió Cicerón.

—¿Crees que es sensato? —pregunté—. Tal como están las cosas, no tienes ninguna vinculación con este asesinato, pero si te reúnes con ellos y les manifiestas tu solidaridad en público, los partidarios de César no harán distinciones entre Casio, Bruto y tú.

—No me importa. Quiero darles las gracias a quienes me han devuelto la libertad.

Quinto y Ático estuvieron de acuerdo con él, de forma que los cuatro nos pusimos en marcha enseguida, junto con un grupo de esclavos que nos escoltó por la pendiente del Palatino, la escalera que descendía hacia el valle y la carretera de Jugario hasta el pie de la Roca Tarpeya. Se apreciaban en la atmósfera la quietud y el aletargamiento que preceden a la tormenta; el camino, transitado a todas horas por los carros de bueyes, estaba desierto, salvo por algunas personas que se dirigían hacia el foro. En su gesto se adivinaba confusión, desconcierto e incluso temor. Y, desde luego, si uno se guiaba por los presagios, solo tenía que mirar al cielo. Un denso manto de nubarrones comenzaba a ceñirse sobre los tejados de los templos, y cuando llegamos al empinado tramo de escaleras se vislumbró un fogonazo y se oyó un trueno. Comenzó a llover con fuerza. Los adoquines se volvieron resbaladizos. Tuvimos que pararnos a medio camino para recobrar el aliento. Junto a nosotros se formó un arroyo que corría por la piedra musgosa y originaba un salto de agua; a nuestros pies quedaban el recodo del Tíber, las murallas de la ciudad, el Campo de Marte. En ese momento comprendí que abandonar la escena del asesinato y retirarse al Capitolio era una brillante estrategia militar, puesto que los escarpados precipicios lo convertían en una fortaleza inexpugnable.

Reanudamos la marcha hasta que llegamos a la puerta de la cima, protegida por varios gladiadores, unos tipos de aspecto temible procedentes de la Galia Citerior. Entre ellos estaba uno de los oficiales de Décimo. Al reconocer a Cicerón, les ordenó que nos dejaran entrar y él mismo nos condujo al recinto amurallado; para llegar al templo de Júpiter, tuvimos que pasar junto a los perros encadenados que vigilaban el lugar por la noche. Una vez dentro, distinguimos al menos a un centenar de hombres que se guarecían de la lluvia en la penumbra.

Cuando vieron a Cicerón, lo recibieron con aplausos, y este les estrechó la mano a todos, salvo a Bruto, que la tenía vendada a causa de la puñalada que Casio le había asestado por accidente. Se habían quitado la ropa ensangrentada y ahora llevaban unas togas limpias; se les notaba ahora más serenos, incluso apesadumbrados, sin rastro alguno de la euforia que los embargó en el momento del asesinato. Me sorprendió ver que muchos de los seguidores más acérrimos de César se habían dado prisa por unirse a ellos, como, por ejemplo, Lucio Cornelio Cina, hermano de la primera esposa de César y tío de Julia; su excuñado lo había nombrado pretor recientemente y, sin embargo, allí estaba, entre sus asesinos; como también Dolabela, el leal Dolabela, quien no había movido un solo dedo por defender a César en la cámara del Senado, y que ahora rodeaba con el brazo los hombros de Décimo, el hombre que le había tendido una trampa mortal a su anterior dirigente. Se acercó para unirse a la conversación que Cicerón había entablado con Bruto y Casio.

—Entonces ¿apruebas lo que hemos hecho? —le preguntó Bruto.

—¿Que si lo apruebo? ¡Es la mayor gesta de toda la historia de la República! Pero, decidme —solicitó Cicerón al tiempo que miraba alrededor del recinto sombrío—, ¿por qué habéis venido a esconderos aquí, como si fueseis criminales? ¿Por qué no estáis en el foro llamando al pueblo para que se una a vuestra causa?

—Somos patriotas, no demagogos. Nuestro objetivo era acabar con el tirano, nada más.

El orador lo miró con desconcierto.

—Pero, en ese caso, ¿quién gobierna el país?

—Ahora mismo, nadie —le informó Bruto—. El próximo paso es instaurar un nuevo gobierno.

—¿No deberíais declararos vosotros los nuevos gobernantes, sin más?

—Eso sería ilegal. No hemos derrocado a un tirano para imponer nuestra dictadura.

—Bien, entonces, convocad al Senado aquí, en este templo. Podéis hacerlo, como pretores, y que la cámara declare el estado de excepción hasta que puedan celebrarse unas nuevas elecciones. Eso sería perfectamente legal.

—Consideramos que respetaríamos más la Constitución si fuese Marco Antonio, como cónsul, quien convocase al Senado.

—¿Marco Antonio? —La perplejidad de Cicerón dio paso a cierta inquietud—. Ni por asomo debéis permitir que se inmiscuya en este asunto. Reúne las peores cualidades de César y no tiene ni una sola de las mejores. —Apeló a Casio para que lo apoyase.

—Estoy de acuerdo contigo —convino Casio—. A mi modo de ver, deberíamos haberlo liquidado junto a César. Pero Bruto se negó en redondo. Por lo tanto, Trebonio tuvo que entretenerlo cuando se dirigía a la cámara, para que pudiera escapar.

—Y ¿dónde está ahora?

—Se supone que en su casa.

—Conociéndolo, lo dudo mucho —intervino Dolabela—. Estará ocupado en la ciudad.

Mientras teorizaban, reparé en que Décimo estaba hablando con dos de sus gladiadores. Se acercó aprisa, con el semblante grave.

—Me informan de que Lépido está sacando a su legión de la isla Tiberina —anunció.

—Desde aquí lo podremos ver —dijo Casio.

Salimos y seguimos a Casio y a Décimo por uno de los lados del inmenso templo hasta el tramo alto y pavimentado del norte, desde donde el paisaje se extendía a lo largo de varias millas y permitía ver el Campo de Marte y aún más allá. No cabía duda: los legionarios marchaban por el puente y empezaban a formar en la orilla más próxima a la ciudad.

Bruto dejó entrever su nerviosismo cuando empezó a golpetear el suelo insistentemente con el pie.

—Le envié un mensajero a Lépido hace horas, pero todavía no ha llegado ninguna respuesta.

—Esa es su respuesta —esclareció Casio.

—Bruto —dijo Cicerón—, te lo suplico, os lo suplico a todos, bajad al foro y contadle al pueblo lo que habéis hecho y por qué. Enardecedlo con el espíritu de la vieja República. De lo contrario, Lépido os acorralará aquí arriba y Antonio tomará el control de la ciudad.

Incluso Bruto entendió que era lo más prudente. Así pues, los conspiradores (o asesinos, o luchadores contra la tiranía, o libertadores —nadie sabía muy bien cómo llamarlos—) empezaron a descender por el camino sinuoso que partía desde la cima del Capitolio, rodeaba el templo de Saturno hasta la parte trasera y bajaba hasta el foro. Por sugerencia de Cicerón, dejaron atrás a los gladiadores que los escoltaban.

—La mejor prueba de nuestra sinceridad es que vayamos solos y desarmados; además, si surge algún problema, podremos retirarnos con la rapidez suficiente.

La lluvia había cesado. Trescientos o cuatrocientos ciudadanos se habían congregado en el foro y aguardaban apáticos entre los charcos a la espera de que ocurriese algo. Nos vieron llegar cuando todavía estábamos muy lejos y se dirigieron hacia nosotros. No sabíamos cómo reaccionarían. El populacho siempre había reverenciado a César, pero de un tiempo a esta parte incluso este se había cansado de sus aires de rey. La plebe renegaba de las continuas guerras y suspiraba por los viejos tiempos de las elecciones cuando decenas de candidatos adulaban a la plebe con lisonjas y sobornos. ¿Nos aplaudirían o intentarían descuartizarnos? Al final no ocurrió ni lo uno ni lo otro. La multitud nos observó en absoluto silencio cuando entramos al foro y luego se apartó para dejarnos pasar. Los pretores (Bruto, Casio y Cina) subieron a la rostra para dirigirse al público mientras los demás, incluido Cicerón, nos hacíamos a un lado para observar la escena.

Bruto habló en primer lugar, y aunque recuerdo el tono sombrío de su frase inicial («Así como mi noble ancestro Junio Bruto expulsó de la ciudad al rey y tirano Tarquinio, hoy yo he librado al pueblo del dictador César»), el resto del discurso lo he olvidado. Ese era el problema. Se notaba que llevaba días ensayándolo con tenacidad, y no se podía negar que como tratado sobre la crueldad del despotismo estaba muy bien. Pero, tal como Cicerón llevaba tiempo intentando hacerle entender, un discurso consistía en un espectáculo y no en un sermón filosófico; debía apelar a las emociones más que al intelecto. Pronunciar una arenga en aquel momento podría haber transformado la situación, podría haber animado a la plebe a defender el foro y sus libertades de los soldados que en ese momento estaban formando en el Campo de Marte. Bruto, sin embargo, dio una conferencia en la que había tres partes de historia y una de teoría política. Yo oía murmurar a Cicerón. Para colmo de males, mientras Bruto hablaba, se le abrió la herida que llevaba vendada y el público se distrajo con aquel recordatorio sangriento de lo que había hecho.

Tras lo que pareció una eternidad, Bruto concluyó y recibió un aplauso que podría calificarse de cortés. Casio tomó la palabra a continuación, también con cierta pericia, ya que en su momento Cicerón le impartió clases de oratoria en Túsculo. Aun así, era un soldado profesional que llevaba poco tiempo en Roma; era respetado, pero no muy conocido y, menos aún, estimado. Recibió un aplauso todavía más frío que el de Bruto. El desastre, empero, llegó con Cina. Orador de la vieja escuela y muy melodramático, intentó insuflarle cierta pasión al momento al desprenderse de su túnica pretoriana y tirarla por el borde de la rostra al tiempo que la definía como el regalo de un déspota, con el que le daba vergüenza que lo viesen vestido. El gesto hipócrita no convenció a nadie.

—¡Ayer no decías lo mismo! —le gritó alguien. La observación fue recibida con vítores, que animaron a otro a gritar:

—¡Sin César no habrías llegado a nada, vieja gloria! —La lluvia de abucheos apagó la voz de Cina y puso fin a los discursos.

—Menudo fiasco —se lamentó Cicerón.

—Tú eres el orador —le recordó Décimo—. ¿No vas a decir nada para serenar los ánimos?

Me entró el pánico cuando vi que Cicerón se sintió tentado. Pero justo en ese instante informaron a Décimo de que la legión de Lépido parecía estar avanzando hacia la ciudad. Les hizo señas a los pretores para urgirlos a bajar de la rostra y, con todo el aplomo del que pudimos hacer acopio, que fue escaso, ascendimos de nuevo al Capitolio.

Bruto, siempre tan ético, estuvo convencido hasta el último momento de que Lépido jamás osaría quebrantar la ley al cruzar con un ejército el límite sagrado y entrar en Roma. Después de todo, le aseguró a Cicerón, conocía extremadamente bien al mariscal de la caballería; Lépido estaba casado con su hermana, Junia Secunda (del mismo modo que Casio era marido de su medio hermana, Junia Tercia).

—Créeme, es un verdadero patricio. No hará nada ilegal. Siempre ha insistido en respetar la dignidad y el protocolo.

Y al principio parecía que estaba en lo cierto, ya que la legión, después de cruzar el puente y avanzar hacia las murallas de la ciudad, se detuvo en el Campo de Marte y montó el campamento a una media milla de distancia. Poco después del anochecer, oímos la llamada lastimera de los cuernos de guerra. Los perros del recinto amurallado del templo rompieron a ladrar y salimos corriendo a ver qué ocurría. Las nubes densas velaban la luna y las estrellas pero las luces lejanas de las hogueras de la legión rielaban en medio de la negrura. Poco a poco, las llamas parecieron empezar a disgregarse y distribuirse en forma de serpientes de fuego.

—Se han provisto de antorchas para marchar —dijo Casio.

Una línea luminosa comenzó a culebrear por el camino en dirección a la puerta Carmenta. Al rato, en la cerrazón de la noche húmeda, oímos las lejanas pisadas de las botas de los legionarios. La puerta quedaba casi justo debajo de nosotros, oculta a la vista tras los salientes rocosos. Al encontrarla cerrada, la vanguardia de Lépido la golpeó con fuerza para que se les permitiese el paso mientras llamaba a gritos al vigilante. Pero supongo que este había huido. Durante largos instantes no ocurrió nada. Entonces acercaron un ariete. Se oyó una sucesión de golpetazos seguidos del crujido de la madera al astillarse. Los soldados vitorearon la maniobra. Asomados por el parapeto, vimos como los legionarios entraban aprisa con sus antorchas por la puerta destrozada, se desplegaban alrededor del Capitolio y se distribuían por el foro para hacerse con los edificios públicos principales.

—¿Creéis que nos atacarán esta noche? —preguntó Casio.

—¿Por qué iban a hacerlo ahora —replicó Décimo con amargura—, pudiendo capturarnos sin problema a la luz del día? —La rabia contenida en su tono de voz sugería que responsabilizaba a los demás de la situación, que pensaba que se había aliado con unos ineptos—. Tu cuñado, Bruto, ha demostrado ser más ambicioso y arrojado de lo que me hiciste creer.

Bruto, que no dejaba de zapatear en el suelo, no respondió.

—Estoy de acuerdo —dijo Dolabela—, atacar por la noche sería demasiado peligroso. Hasta mañana no emprenderán ninguna acción.

—La pregunta es —intervino ahora Cicerón— si Lépido actúa en connivencia con Antonio o no. De ser así, debemos hacernos a la idea de que no hay salvación posible. Si no, dudo que Antonio esté dispuesto a permitir que Lépido se lleve todo el mérito de haber aniquilado a los asesinos de César. Me temo que esta es nuestra única esperanza.

Ahora Cicerón no tenía otro remedio que jugarse la vida con los demás; intentar huir entrañaba un riesgo excesivo, ya que había demasiada luz, el lugar se encontraba rodeado de soldados posiblemente hostiles y, además, Antonio estaba en la ciudad. De manera que no le quedaba otra opción que esperar a que pasase la noche. Contábamos con la ventaja de que a la cima del Capitolio solo podía llegarse de cuatro formas: por la escalera de Moneta, situada al nordeste; por los Cien Escalones, que quedaban al sudoeste (la ruta por la que habíamos subido por la tarde); y por los dos accesos que nacían en el foro (uno de ellos, un tramo de escaleras, y el otro, un camino empinado). Décimo reforzó la tropa de gladiadores en la salida de las distintas vías y después nos retiramos al templo de Júpiter.

No puedo decir que descansásemos mucho. El templo era húmedo y frío; los bancos, duros; y los recuerdos de lo acontecido durante el día, demasiado angustiosos. La luz tenue de los faroles y las velas jugueteaba sobre los rostros pétreos de los dioses; entre las sombras del techo las águilas de madera nos observaban con desdén. Cicerón conversó un rato con Quinto y Ático, en voz baja, para que los demás no los oyeran. Le costaba creer lo mal que habían planeado el asesinato.

—Nunca se ha llevado a cabo una hazaña semejante con tanto valor y, sin embargo, con tan poco juicio. ¡Tendrían que haberme puesto al corriente del plan! Al menos podría haberles dicho que si pensaban matar al demonio, no tenía sentido dejar con vida a su aprendiz. Además, ¿cómo han podido olvidarse de Lépido y su legión? ¿O dejar pasar un día entero sin intentar tomar el control del gobierno?

El tono de frustración de su voz, o acaso los comentarios, debieron de llegar a oídos de Bruto y Casio, que estaban sentados cerca de ellos, y a los que vi mirar a Cicerón con el ceño fruncido. El orador también se dio cuenta. Guardó silencio y se sentó apoyando la espalda contra un pilar, acurrucado bajo la toga, sin duda dándole vueltas a lo que había pasado, a lo que no, y a lo que todavía se podía hacer.

Al alba fuimos conscientes de lo más importante que había acontecido durante la noche. Lépido había desplazado a unos mil hombres a la ciudad. El humo de las hogueras que utilizaban para cocinar se elevaba sobre el foro. Unos tres mil acampaban en el Campo de Marte.

Casio, Bruto y Décimo organizaron una reunión para debatir qué pasos dar a continuación. La propuesta que Cicerón formuló el día anterior (que convocasen al Senado en el Capitolio) quedaba a todas luces descartada por los acontecimientos. En vez de ello se decidió que una delegación de excónsules que no habían participado en el asesinato se presentara en la casa de Marco Antonio y le pidiese de forma oficial, como cónsul, que reuniera al Senado. Servio Sulpicio, Cayo Marcelo y Lucio Emilio Paulo, hermano de Lépido, se ofrecieron voluntarios para ir, pero Cicerón rehusó acompañarlos, convencido de que lo mejor sería que el grupo hablase directamente con Lépido.

—No me fío de Antonio. Además, de llegar a algún acuerdo con él, después tendrá que aprobarlo Lépido, que en estos momentos es quien ostenta el poder. Así que ¿por qué no hablar con él y dejar a Antonio al margen?

No obstante, pesó más el argumento de Bruto, según el cual Antonio tenía autoridad legal, y quizá incluso militar; por lo que a media mañana los excónsules se pusieron en camino, precedidos por un asistente que portaba una bandera blanca.

Ya no podíamos hacer nada, salvo esperar y ver cómo se desarrollaban los acontecimientos en el foro, ya que si uno se encaramaba al tejado de la oficina de registros públicos, podía ver lo que sucedía con toda claridad. El recinto estaba repleto de soldados y civiles que escuchaban los discursos que se pronunciaban en la rostra. Atestaban las escaleras de los templos y se aferraban a los pilares; en los accesos no dejaba de agolparse la gente que seguía afluyendo por la vía Sacra y el Argiletum, donde la multitud se perdía en el horizonte. Por desgracia, estábamos demasiado lejos como para oír lo que se decía. Alrededor del mediodía, un hombre ataviado con un uniforme militar y una capa roja de general se dirigió al público; habló durante una hora larga y cuando terminó recibió un prolongado aplauso; ese, según me dijeron, era Lépido. Poco después, otro soldado (por su porte hercúleo y su cabello y barba poblados y morenos, no podía ser otro que Marco Antonio) subió a la plataforma. Tampoco pude escucharlo, pero su mera presencia revestía gran importancia, por lo que corrí a decirle a Cicerón que Lépido y Antonio parecían haberse aliado.

Las cosas ya no podían estar más tensas en el Capitolio. Apenas habíamos podido comer en todo el día. Nadie había dormido mucho. Bruto y Casio sospechaban que nos atacarían de un momento a otro. Habíamos perdido las riendas de nuestro destino. Pese a todo, Cicerón se mantenía inusitadamente sereno. Me dijo que no le cabía la menor duda de que estaba en el bando correcto y que asumiría las consecuencias.

Cuando el sol comenzaba a ponerse tras el Tíber, la delegación de excónsules regresó. Sulpicio habló por ellos.

—Antonio ha aceptado convocar una asamblea del Senado mañana a primera hora en el templo de Tellus.

La primera parte del anuncio fue recibida con regocijo, pero la segunda provocó algunos lamentos, puesto que ese templo quedaba en el otro extremo de la ciudad, en el Esquilino, muy cerca de la residencia de Antonio.

—Es una trampa —se apresuró a decir Casio—. Pretende sacarnos de nuestra plaza fuerte. Nos ejecutarán sin contemplaciones.

—Puede que estés en lo cierto —admitió Cicerón—. Propongo ir yo solo y que vosotros os quedéis aquí. Dudo que me maten. Y si lo hicieran, en fin, ¿qué importa? Soy viejo, y no imagino mejor forma de morir que en defensa de la libertad.

Su sugerencia nos infundió ánimo. Nos recordó por qué estábamos allí. Enseguida se convino que, aunque los asesinos permanecerían en el Capitolio, Cicerón encabezaría una delegación para hablar en su nombre en el Senado. También se tomó la decisión de que, en lugar de pasar otra noche en el templo, tanto él como el resto de los que no formaban parte de la conspiración desde el principio volvieran a casa para descansar antes del debate. De este modo, tras una emotiva despedida, y bajo una bandera blanca, descendimos los Cien Escalones a la luz del crepúsculo. Al pie de las escaleras, los soldados de Lépido habían organizado un retén. Le ordenaron a Cicerón que se acercase y se dejase ver. Afortunadamente, lo reconocieron y, después de que respondiera por los demás, nos permitieron el paso a todos.

Cicerón trabajó en su discurso hasta bien entrada la noche. Antes de acostarme, me preguntó si lo acompañaría al Senado al día siguiente para elaborar un registro taquigráfico de la sesión. Sospechaba que sería su último alegato y quería preservarlo para la posteridad, una recapitulación de sus convicciones sobre la libertad y la República, del papel de sanador que desempeñaba el estadista y de la justificación moral del asesinato de un tirano. A decir verdad, la petición no me causó ningún entusiasmo, pero, claro está, no pude negarme.

De los centenares de debates a los que Cicerón había asistido a lo largo de los últimos treinta años, ninguno había estado precedido de tanta tensión como este. Como daría comienzo al alba, tendríamos que salir de casa aún de noche y recorrer las calles bloqueadas, algo que ya de por sí resultaba bastante angustioso. La asamblea se iba a celebrar en un templo donde el Senado no se había reunido nunca; iba a estar rodeado de soldados, y no solo los de Lépido, sino también muchos de los veteranos más experimentados de César, quienes, al tener conocimiento de la muerte de su antiguo caudillo, no habían dudado en coger las armas y venir a la ciudad para defender sus derechos y vengarse de los asesinos. Cuando hubimos sorteado el aguacero de súplicas e imprecaciones y entramos en el templo, lo encontramos tan atestado que aquellos que se odiaban y se profesaban una desconfianza mutua estaban apretujados los unos contra los otros, lo que hacía temer que cualquier comentario mínimamente malintencionado provocase un baño de sangre.

Y pese a todo, en el momento en que Antonio se levantó para hablar, quedó claro que el debate se desarrollaría de un modo muy distinto a como Cicerón imaginaba. Antonio aún no había cumplido los cuarenta años; era apuesto y de tez bronceada, la naturaleza lo había dotado de una constitución de luchador y la armadura le quedaba mejor que la toga. Aun así, su verbo brotaba rico y refinado, y su ademán resultaba convincente.

—Padres de la Nación —declaró—, lo hecho, hecho está, aunque de corazón desearía que no fuese así, porque César era mi amigo más querido. No obstante, amo mi país más aún de lo que amaba a César, si es que eso es posible, y debemos guiarnos y regirnos conforme al bien común. Anoche acompañé a la viuda de César, y a pesar de su llanto y su aflicción, la elegante señora Calpurnia habló de la siguiente manera: «Dile al Senado que, en la agonía de mi duelo, solo deseo dos cosas: que a mi marido se le despida con un funeral acorde con los honores que obtuvo en vida, y que no haya más derramamientos de sangre».

Esto arrancó un profundo y sonoro jadeo de aprobación, y para mi sorpresa, observé que el ambiente tendía más al compromiso que a la venganza.

—Bruto, Casio y Décimo —prosiguió Antonio— son patriotas, igual que nosotros, descendientes de las familias más distinguidas del Estado. Aunque despreciemos la brutalidad de sus métodos, debemos reconocer la nobleza de su propósito. A mi juicio, ya se ha derramado suficiente sangre durante estos últimos cinco años. Por lo tanto, propongo que les mostremos la misma clemencia que sustentaba la filosofía de gobierno de César, que en aras de la paz de este pueblo los indultemos, garanticemos su integridad y los invitemos a bajar del Capitolio y a unirse a nosotros en nuestras deliberaciones.

Fue una intervención abrumadora, aunque por supuesto muchos, incluido Cicerón, consideraban al abuelo de Antonio uno de los mayores oradores romanos, de modo que tal vez llevase el don en la sangre. En cualquier caso, impuso una atmósfera de moderación magnánima, tan palpable que Cicerón, el siguiente en hablar, se encontró en una situación muy complicada que no le dejó más remedio que elogiarlo por su sabiduría y su nobleza. El único punto en el que discrepó con Antonio fue en el empleo del término «clemencia».

—«Clemencia», a mi entender, significa «perdón», pero este implica que se haya cometido un crimen. El asesinato del dictador se puede calificar de muchas maneras, pero no de crimen. Yo emplearía otro término. ¿Recordáis la historia de Trasíbulo, quien hace más de tres siglos derrocó a los Treinta Tiranos de Atenas? Después de vencerlos instituyó lo que hoy se conoce como «amnistía» para sus oponentes, concepto derivado del vocablo griego amnesia, que significa «olvido». Esto es lo que necesitamos ahora, un gran acto nacional no de perdón, sino de olvido, para que podamos restaurar la República desde sus cimientos, limpia de las enemistades del pasado, sobre los pilares de la amistad y de la paz.

Cicerón recibió un aplauso igual de fervoroso que Antonio y, sin perder un instante, Dolabela propuso una moción para amnistiar a todos los que habían participado en el asesinato y urgirlos a acudir al Senado. Solo Lépido se opuso, y estoy seguro de que no fue por principios (nunca fue un hombre de ideales firmes), sino porque se daba cuenta de que se le escurría de entre los dedos la oportunidad de cubrirse de gloria. Aprobada la moción, se envió a un emisario al Capitolio. Durante el receso que se guardó entretanto, Cicerón se acercó a la puerta para hablar conmigo. Cuando lo felicité por su discurso, me dijo:

—Llegué temiendo que me sacaran las tripas y me encuentro bañado en halagos. ¿A qué crees que juega Antonio?

—Quizá no juegue a nada. Quizá esté obrando con sinceridad.

Cicerón negó con la cabeza.

—No, planea algo pero lo mantiene bien oculto. No cabe duda de que es más astuto de lo que yo imaginaba.

Al reanudarse la sesión, esta dejó de desarrollarse a modo de debate para convertirse en una negociación. Antonio avisó de que cuando la noticia llegase a las provincias, en concreto a la Galia, se desataría una rebelión contra el dominio de Roma.

—A fin de mantener la fortaleza del gobierno en tiempos de emergencia, propongo que todas las leyes promulgadas por César, y que todos los nombramientos de cónsules, pretores y gobernadores formulados antes de los idus de marzo sean confirmados por el Senado.

Cicerón se levantó entonces.

—Incluido el tuyo, deduzco.

Antonio le respondió con una primera sombra de amenaza:

—Sí, por supuesto, a menos que tengas algo que objetar.

—¿E incluido también el de Dolabela como cónsul? Ese era el deseo de César, si mal no recuerdo, hasta que tú lo impediste por medio de tus augurios.

Miré al otro lado del templo, donde estaba sentado Dolabela, quien de pronto inclinó el cuerpo hacia delante.

Sin duda este era un trago amargo para Antonio, aunque decidió pasarlo.

—Por el bien de la unidad, si esa es la voluntad del Senado, incluido el de Dolabela, sí.

Cicerón insistió.

—¿Y confirmas, por lo tanto, que Bruto y Casio seguirán siendo pretores, que después gobernarán la Galia Citerior y Siria, y que, mientras tanto, Décimo asumirá el control de la Galia Citerior, con las dos legiones que ya le han sido asignadas?

—Sí, sí y sí. —Se oyeron algunos silbidos de sorpresa, entremezclados con una batahola de gruñidos y aplausos—. Y ahora —continuó Antonio—, ¿aceptas que todos los actos y nombramientos propuestos antes de la muerte de César sean confirmados por el Senado?

Más adelante Cicerón me revelaría que antes de levantarse para dar su respuesta, intentó imaginar qué habría hecho Catón. «Y, por supuesto, habría dicho que si el gobierno de César era ilegal, en consecuencia sus leyes también lo eran. Por lo tanto, deberían celebrarse nuevas elecciones. Pero después miré al otro lado de la puerta y, al ver a los soldados, me pregunté cómo íbamos a celebrar elecciones en aquellas circunstancias; se produciría un baño de sangre».

Se levantó despacio.

—No puedo hablar en nombre de Bruto, Casio y Décimo, pero en el mío propio, ya que se trata de favorecer al Estado, y con la condición de que aquello que se le aplique a uno se extienda a todos, estoy de acuerdo con que los nombramientos del dictador permanezcan invariables.

«No me arrepiento —me confesó luego—, era cuanto podía hacer».

El Senado continuó con las deliberaciones durante el resto del día. Antonio y Lépido presentaron otra moción para que el Senado ratificase las concesiones de César a sus soldados. Y en vista de los cientos de veteranos que aguardaban afuera, Cicerón tampoco se atrevió a oponerse. A cambio, Antonio propuso abolir para siempre el título y las funciones de dictador; nadie se opuso. Debía de faltar una hora para el anochecer (una que vez que ya se había hecho entrega de los diversos edictos a los gobernadores provinciales), cuando el Senado levantó la sesión y se dirigió entre el humo y la miseria de la Subura hacia el foro, donde Antonio y Lépido anunciaron a la expectante multitud el acuerdo al que se había llegado. La noticia fue recibida con alivio y alegría, y esta imagen del Senado y el pueblo entendiéndose de forma civilizada y armoniosa animaba a creer que la antigua República había sido restablecida. Antonio incluso invitó a Cicerón a subir a la rostra; era la primera vez que el anciano estadista aparecía allí desde que se había dirigido al pueblo tras regresar del exilio. Por un momento, la emoción le impidió articular palabra.

—Pueblo de Roma —dijo al cabo, mientras hacía gestos para que cesara la ovación—, tras la agonía y la violencia, no solo de estos últimos días, sino de estos últimos años, dejemos a un lado las enemistades y rencores de otros tiempos. —En ese preciso instante, un rayo de sol perforó las nubes que ensombrecían el Capitolio y bañó con su luz dorada el tejado broncíneo del templo de Júpiter, donde resaltaban las togas blancas de los conspiradores—. ¡Mirad como el sol de la libertad —instó Cicerón a la multitud aprovechando el momento— brilla una vez más en el foro de Roma! Dejemos que nos arrope, que arrope a todos los hombres, con la benevolencia de sus rayos balsámicos.

Poco después, Bruto y Casio le enviaron un mensaje a Antonio para comunicarle que, en vista de lo que se había decidido en el Senado, estaban dispuestos a abandonar la fortaleza, pero solo con la condición de que tanto él como Lépido enviaran un rehén cada uno, que habría de pasar la noche en el Capitolio como garantía de su integridad. Cuando Antonio apareció en la rostra y leyó la solicitud en voz alta, se produjo una oleada de vítores.

—Como prueba de mi buena fe —anunció—, estoy dispuesto a confiarles a mi hijo, un niño de apenas tres años, a quien saben los dioses que amo por encima de todas las cosas. Lépido —dijo, tendiendo la mano hacia el mariscal de la caballería, que se encontraba junto a él—, ¿estás dispuesto a hacer lo mismo con el tuyo?

A Lépido no le quedó más remedio que aceptar; así, los dos pequeños (uno, una criatura que aún estaba aprendiendo a andar; y el otro, un adolescente) fueron recogidos en sus respectivas casas y llevados con sus cuidadores al Capitolio. Al caer el crepúsculo, Bruto y Casio bajaron las escaleras sin escolta. De nuevo, el público prorrumpió en aplausos, sobre todo cuando estrecharon la mano de Antonio y Lépido y aceptaron la invitación que estos les hicieron públicamente para cenar con ellos como símbolo de reconciliación. A Cicerón también lo invitaron, pero declinó la propuesta. Exhausto por el esfuerzo que había hecho durante los dos últimos días, se retiró a casa a descansar.

Al amanecer del día siguiente el Senado volvió a reunirse en el templo de Tellus; y, de nuevo, allí acudí con Cicerón.

Fue asombroso entrar y ver a Bruto y a Casio sentados a tan solo unos pasos de Antonio y de Lépido, e incluso del suegro de César, Lucio Calpurnio Pisón. Había muchos menos soldados en torno a la puerta y se respiraba una atmósfera de tolerancia, tanto que incluso hubo cabida para algunas llamativas notas de humor negro, como cuando Antonio se levantó para abrir la sesión, y al darle la bienvenida a Casio, le dijo que esperaba que esta vez no llevase ninguna daga oculta, a lo que este respondió que en efecto no portaba ninguna, pero que sin duda empuñaría la más grande que encontrase si alguna vez Antonio se convertía en un tirano. Todos se rieron.

Se trataron diversos asuntos. Cicerón propuso una moción para darle las gracias a Antonio por su habilidad política como cónsul, la cual había evitado una guerra civil. Se aprobó por unanimidad. Antonio formuló una moción complementaria para darles las gracias a Bruto y a Casio por haber intervenido para mantener la paz. Esta también se recibió sin objeciones. Por último, Pisón se levantó para agradecerle a Antonio que enviase una escolta para proteger a su hija Calpurnia y todas las propiedades de César la noche del asesinato.

—Ahora debemos decidir —prosiguió— qué hacer con el cuerpo y el testamento de César. El cadáver ha sido levantado del Campo de Marte y llevado a la residencia del sumo sacerdote, donde lo han ungido y aguarda su cremación. En cuanto al testamento, debo comunicarle a la cámara que César redactó uno nuevo hace seis meses, en los idus de septiembre, en la villa que poseía cerca de Lavicum, el cual selló y entregó a la suma vestal. Nadie conoce su contenido. A fin de preservar el actual clima de transparencia y confianza, propongo que las dos cosas, el funeral y la lectura del testamento, se celebren en público.

Antonio se manifestó muy a favor de la propuesta. El único senador que se levantó para expresar su desacuerdo fue Casio.

—En mi opinión esto entraña ciertos riesgos. ¿Recordáis lo que sucedió durante el último funeral público de un cabecilla asesinado, cuando los seguidores de Clodio incendiaron el edificio del Senado? Puesto que esta nueva paz necesita tiempo para fortalecerse, sería una imprudencia ponerla en peligro.

—Según tengo entendido —replicó Antonio—, los que podrían haber impedido que el funeral de Clodio desembocara en un caos, son aquellos que deberían haber sabido lo que ocurriría. —Guardó una pausa para que la audiencia riese; por todos era sabido que ahora estaba casado con la viuda de Clodio, Fulvia—. Como cónsul, presidiré el funeral de César, y te aseguro que se mantendrá el orden.

Casio indicó con un gesto airado que seguía oponiéndose. Por un momento, la tregua pareció resquebrajarse. Entonces se levantó Bruto.

—Los soldados de César que se encuentran en la ciudad no entenderían que a su comandante en jefe se le negara un funeral público. Además, ¿qué mensaje les enviaríamos a los galos, de quienes se dice que ya están fraguando una rebelión, si arrojásemos al Tíber el cadáver de aquel que conquistó su tierra? Comparto la inquietud de Casio pero, en el fondo, no tenemos alternativa. Por lo tanto, en aras de la concordia y la fraternidad, respaldo la propuesta.

Cicerón no se manifestó al respecto y la moción quedó aprobada.

Al día siguiente leyeron el testamento de César en la casa que Antonio tenía en el tramo superior de la colina. Cicerón la conocía bien. Había sido la residencia principal de Pompeyo hasta que este se mudó a un palacio con vistas al Campo de Marte. Antonio, encargado de subastar los bienes que les habían sido confiscados a los oponentes de César, se la había vendido a sí mismo a precio de ganga. No había hecho demasiados cambios. Los famosos arietes de las trirremes piratas, trofeos de las épicas victorias navales de Pompeyo, seguían colgados de las paredes exteriores. La decoración refinada del interior permanecía prácticamente igual que en los días del anciano.

A Cicerón le incomodaba verse allí de nuevo, sobre todo después de toparse con el gesto hosco de la nueva señora de la villa, Fulvia. Lo odiaba ya cuando era la esposa de Clodio, y ahora que estaba casada con Antonio, seguía despreciándolo con toda su alma, algo que no se molestaba en disimular. En cuanto lo vio, le dio la espalda y se puso a hablar con quien tenía al lado.

—Menudo par de saqueadores de tumbas sinvergüenzas —me dijo Cicerón al oído—, y qué típico de esa arpía andar revoloteando por aquí. De hecho, ¿a qué ha venido? Ni siquiera está la viuda. ¿Por qué le interesa el testamento de César?

Así era ella. Más que a ninguna otra mujer en Roma (más incluso que a Servilia, la antigua amante de César, quien al menos tenía la decencia de actuar entre bastidores), a Fulvia le encantaba inmiscuirse en la vida política. Y al ver cómo iba de un invitado a otro, haciéndolos pasar a la habitación donde se leería el testamento, sentí una intranquilidad súbita; ¿y si Fulvia fuese el cerebro que había tramado la hábil estrategia de reconciliación de Antonio? Eso lo pondría todo bajo un nuevo punto de vista.

Pisón se subió a una mesa baja para que todos pudieran verlo y, con Antonio a un lado y la suma vestal al otro, así como con las figuras más prominentes de la República entre la audiencia, mostró el sello de lacre como prueba de que el documento no había sido forzado, después lo rompió y empezó a leer.

Al principio, puesto que el contenido quedaba enterrado bajo la jerigonza legal, el testamento no parecía entrañar relevancia alguna. César le legaba todas sus propiedades al hijo que pudiera tener tras la redacción del documento. No obstante, si el nacimiento de ese hijo no se produjera, su riqueza pasaría a los tres descendientes varones de su difunta hermana (es decir, a Lucio Pinario, a Quinto Pedio y a Cayo Octavio), en proporción de un octavo para Pinario, otro para Pedio, y tres cuartos para Octavio, a quien adoptaba como hijo, por lo que habría de recibir el nombre de Cayo Julio César Octaviano.

Pisón hizo una pausa y frunció el ceño, como si no estuviera muy seguro de lo que acababa de anunciar. «¿Un hijo adoptado?». Cicerón me miró, frunció el entrecejo para hacer memoria y articuló sin pronunciarlo en voz alta: «¿Octavio?». Entretanto, Antonio torció el gesto como si le hubieran dado una bofetada. A diferencia de Cicerón, supo al instante quién era Octavio (el hijo de dieciocho años de la sobrina de César, Atia); para él debió de ser un mazazo, además de toda una sorpresa. Seguramente daba por hecho que sería el principal heredero del dictador. No obstante, solo se le mencionaba como beneficiario de segundo grado (con lo que tan solo recibiría su parte si los herederos de primer grado fallecían o renunciaban a su legado), honor que compartía con Décimo, ¡uno de los asesinos! Asimismo, César entregaba a cada uno de los ciudadanos de Roma la suma de trescientos sestercios en efectivo, y decretaba que se transformara en parque público la finca que poseía junto al Tíber.

Los asistentes se disgregaron en grupos para compartir su asombro y, más tarde, de camino a casa, Cicerón acusó el peso de sus presentimientos.

—Este testamento es una caja de Pandora, un regalo póstumo y envenenado que hace al mundo para liberar toda suerte de males.

No le dio demasiadas vueltas a la inclusión del desconocido Octavio (u Octaviano, como habría de llamarse en adelante), quien en principio desempeñaría un papel fugaz e intrascendente (ni siquiera estaba en el país, sino en Ilírico). Lo que de verdad le preocupaba era la mención de Décimo y la gratificación con que había obsequiado al pueblo.

Durante el resto del día y toda la jornada siguiente se llevaron a cabo los preparativos en el foro para el funeral de César. Cicerón los siguió desde la terraza. Un tabernáculo de oro, a imagen del templo de Venus Victoriosa, fue erigido en la rostra para acoger el cuerpo. Se levantaron barreras para contener a las multitudes. Los actores y los músicos ensayaban. Varios centenares más de los soldados de César empezaron a aparecer por las calles, armados; algunos habían recorrido cien millas para acudir al acontecimiento. Ático vino a casa y le reprochó a Cicerón que hubiese permitido la celebración de semejante espectáculo.

—Tú, Bruto y el resto habéis perdido el juicio.

—Para ti es fácil decirlo —repuso Cicerón—, pero ¿qué forma había de evitarlo? No controlamos ni la ciudad ni el Senado. Los errores cruciales se cometieron no después del asesinato, sino antes; hasta un niño habría previsto las consecuencias de eliminar a César y no hacer nada más. Y ahora tenemos que lidiar con el testamento del dictador.

Bruto y Casio enviaron un emisario para comunicar que permanecerían en casa durante todo el día; habían contratado una unidad de escoltas y le recomendaban a Cicerón que hiciera lo mismo. Décimo, con ayuda de sus gladiadores, había levantado una barricada en torno a su casa hasta convertirla en una fortaleza. Cicerón, sin embargo, se negó a tomar este tipo de precauciones, aunque tuvo la prudencia de no dejarse ver en público. Aun así, me sugirió que tal vez yo sí podría asistir al funeral y después informarle sobre lo sucedido.

No me importaba ir. Nadie me reconocería. Además, quería verlo. No podía evitar sentir cierto respeto inconfesado por César, quien a lo largo de los años siempre me había tratado con cortesía. Así pues, bajé al foro antes del amanecer (habían transcurrido ya cinco días desde el asesinato; dado el torrente de acontecimientos, costaba medir el paso del tiempo). Miles de personas atestaban ya el centro de la ciudad, tanto mujeres como hombres (entre los que no se contaban tantos ciudadanos educados como soldados veteranos, mendigos o esclavos, además de muchos judíos, que veneraban a César por permitirles reconstruir las murallas de Jerusalén). Conseguí rodear la aglomeración y llegar al recodo de la vía Sacra, por donde pasaría el cortejo fúnebre y, cuando aún faltaban unas horas para que despuntase el alba, vi que a lo lejos la procesión empezaba a salir de la residencia oficial del sumo sacerdote.

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