Dictator

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Segunda parte. Redux 47-43 a. C. » Capítulo XV

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XV

No quería volver a saber nada de la vida política, dijo. No quería volver a saber nada de Italia. Se marcharía a Grecia. Se quedaría con su hijo en Atenas. Se limitaría a escribir filosofía.

Pasamos por las bibliotecas que tenía en Roma y en Túsculo para recoger los libros que necesitaba y nos pusimos en marcha con un nutrido séquito, que incluía dos secretarios, un cocinero, un médico y seis escoltas. Desde el día del asesinato, hacía un tiempo frío y húmedo impropio de aquella época del año. Esto, cómo no, se interpretaba como una señal más de lo mucho que el crimen había ofendido a los dioses. Lo que más recuerdo de aquellos días de viaje es a Cicerón en su carruaje escribiendo textos filosóficos con una manta sobre el regazo mientras la lluvia repiqueteaba incesante en el fino techo de madera. Una noche nos alojamos con Matio Calvena, el équite, desazonado por el futuro incierto del país. «Si un genio como César no halló la solución, ¿quién dará con ella ahora?». Sin embargo, aparte de Matio, y como contrapunto a lo acontecido en Roma, no encontramos a nadie más que llorase el final del dictador. «Por desgracia —observó Cicerón— ninguno de los que se alegran comanda una legión».

Se refugió en el trabajo, de tal modo que cuando llegamos a Puteoli, en los idus de abril, ya había terminado un libro (Sobre los augurios), la mitad de otro (Sobre el destino), e iniciado un tercero (Sobre la gloria), tres ejemplos de su genialidad que pervivirán mientras los hombres sigan siendo capaces de leer. Y apenas se apeó del carruaje y estiró las piernas dando un paseo por la orilla del mar, comenzó a estructurar una cuarta obra, Sobre la amistad («con la sabiduría como única excepción, me inclino a considerarla la más valiosa de las dádivas con las que los dioses obsequiaron a los hombres»), la cual planeaba dedicarle a Ático. Quizá el mundo terrenal se hubiera convertido en un lugar hostil y peligroso para él, pero en su mente vivía libre y sereno.

Antonio había decretado un receso del Senado hasta el primero de junio, con lo que poco a poco las ostentosas villas que moteaban la bahía de Nápoles empezaron a recibir a las principales figuras de Roma. Muchas de ellas, como Hircio o Pansa, seguían conmocionadas por la muerte de César. Estaba previsto que esta pareja asumiera los cargos de cónsul a finales de año, y con el propósito de prepararse mejor le pidieron a Cicerón que les impartiese algunas lecciones más de oratoria. A Cicerón no le hacía especial ilusión (le robaría tiempo para escribir y, además, pensar que tendría que escuchar sus lamentos sobre la pérdida del dictador le fastidiaba), pero en el fondo era demasiado complaciente para negarse. Los llevó a la playa para que adquiriesen nociones de elocución, como hiciera Demóstenes, lo cual pasaba por aprender a vocalizar con la boca llena de guijarros y a proyectar la voz dirigiendo el discurso hacia las olas rompientes. A la hora de la cena no se les acababan las historias sobre el despotismo de Antonio; por ejemplo, sobre cómo engañó a Calpurnia la noche del asesinato para que le confiase la custodia de los documentos privados de su difunto marido, así como la de su fortuna, o sobre cómo ahora aseguraba que tales documentos recogían diversos edictos elevados a grado de ley, cuando en realidad los había falsificado a cambio de generosísimos sobornos.

—Entonces ¿ahora todo el dinero está en su poder? —dijo Cicerón—. Creía que tres cuartos de la fortuna de César se le debían entregar a su hijo Octaviano.

Hircio hizo un gesto de incredulidad.

—¡Le hará falta mucha suerte!

—Habrá de venir a buscar su parte —añadió Pansa—, y no creo que esto suceda.

Dos días después de esta conversación, me había guarecido de la lluvia en el pórtico, donde estaba leyendo el tratado de agricultura del anciano Catón, cuando el criado se dirigió a mí para anunciar que Lucio Cornelio Balbo venía a ver a Cicerón.

—Pues dile al amo que está aquí.

—No sé si debo avisarle a él, me dio instrucciones muy estrictas para que no lo molestasen, viniera quien viniese.

Di un suspiro y dejé el libro a un lado; Balbo era una visita a la que no se podía echar. Era el hispano que se ocupaba de los negocios de César en Roma. Cicerón lo conocía bien, ya que lo había defendido en los tribunales cuando lo enjuiciaron para despojarlo de la ciudadanía. Estaba en la cincuentena y era dueño de una enorme villa en la vecindad. Aguardaba en el tablinum en compañía de un joven ataviado con una toga, al que en un principio tomé por su hijo o su nieto, aunque cuando me fijé con detenimiento vi que no podía ser ni lo uno ni lo otro, puesto que Balbo era moreno, mientras que el muchacho tenía el cabello rubio, humedecido y mal cortado en forma de tazón; además era de baja estatura y enjuto, y a pesar de su rostro agraciado, su tez pálida estaba cuajada de acné.

—Ah, Tiro —exclamó Balbo—, ¿serías tan amable de despegar a Cicerón de sus libros? Tú dile solo que traigo al hijo adoptivo de César, Cayo Julio César Octaviano; con eso debería bastar.

El joven me sonrió con timidez, dejando entrever unos dientes separados e irregulares.

Como era de esperar, Cicerón salió enseguida, impulsado por la curiosidad de conocer a tan exótica criatura, caída del cielo en medio del torbellino político de Roma. Balbo presentó al muchacho, quien hizo una reverencia y dijo:

—Es para mí un gran honor conocerte. He leído todos tus discursos y obras de filosofía. Llevo años soñando con este momento. —Su voz sonaba agradable: dulce y educada.

Cicerón se infló de orgullo al oír el cumplido.

—Eres muy amable. Y antes de que prosigamos, por favor, dime, ¿cómo debería llamarte?

—En público procuro utilizar el nombre de César. Para mis amigos y mi familia soy Octaviano.

—Bien, puesto que a mi edad me resultaría complicado acostumbrarme a un nuevo César, tal vez yo también podría optar por Octaviano, si me lo permites.

El joven se inclinó de nuevo.

—Sería un honor para mí.

Y así dieron comienzo dos inesperados días de conversaciones amigables. Resultó que Octaviano se alojaba en una residencia cercana junto con su madre, Atia, y su padrastro, Filipo, de forma que el joven iba y venía de una villa a otra con total libertad. A menudo llegaba sin compañía, pese a haber traído con él un séquito de amigos y soldados desde Ilírico, el cual se había incrementado tras llegar a Nápoles. Cicerón y él solían quedarse en casa a debatir, o salían a pasear por la orilla del mar cuando las lluvias les daban un respiro. Al verlos, me vinieron a la memoria unas líneas del tratado que Cicerón escribió sobre la ancianidad: «así como alabo al joven en el que se atisba un toque de madurez, encomio también al anciano que conserva el regusto de la juventud». Por alguna extraña razón, en ocasiones era Octaviano quien parecía el mayor de los dos, siempre serio, educado, deferente y sagaz, y Cicerón quien contaba chascarrillos y hacía saltar las piedras sobre las olas. Me comentó que Octaviano no hablaba de cuestiones triviales. Lo único que buscaba era consejo político. El hecho de que Cicerón hubiera manifestado en público que apoyaba a los asesinos de su padre adoptivo no parecía entrañar relevancia alguna para él. ¿En qué momento debería ir a Roma? ¿Cómo tendría que tratar a Antonio? ¿Qué debería decirles a los veteranos de César, muchos de ellos en la villa? ¿Cómo se podría evitar una guerra civil?

Cicerón estaba impresionado.

—Entiendo muy bien lo que César vio en él. Se maneja con una frialdad poco frecuente en los muchachos de su edad. Podría llegar a convertirse en un gran estadista si sobrevive el tiempo necesario. —La corte que lo rodeaba era muy distinta. En ella se incluían un par de comandantes del antiguo ejército de César, en los que se apreciaba la mirada pétrea e inerte de los asesinos profesionales, y también algunos acompañantes jóvenes de actitud altiva, en concreto dos de ellos: Marco Vipsanio Agripa, que sin haber llegado todavía a la veintena, ya se había manchado las manos de sangre en la guerra, de carácter taciturno y un tanto amenazador incluso cuando estaba tranquilo; y Cayo Cilnio Mecenas, unos años mayor, afeminado, dado a reír entre dientes, cínico—. Esos —dijo— no me interesan en absoluto.

Solo en una ocasión tuve la oportunidad de observar de cerca a Octaviano durante un largo rato. Fue el último día de su estancia, cuando vino a cenar con su madre y su padrastro, así como con Agripa y Mecenas; Cicerón invitó también a Hircio y a Pansa; conmigo sumábamos nueve comensales. Reparé en que el joven no probó el vino, en lo callado que estaba, en cómo sus pálidos ojos grises saltaban de un interlocutor a otro y en la atención con que los escuchaba a todos, como si pretendiese memorizar hasta la última de las palabras que decían. Atia, que parecía una modelo a partir de la cual tallar una estatua que representase el ideal de matrona romana, era demasiado correcta como para opinar sobre política en público. Filipo, sin embargo, quien desde luego sí bebió, ganaba locuacidad por momentos, de tal modo que cuando la velada tocaba a su fin, anunció:

—Bien, si alguien quiere conocer mi opinión, creo que Octaviano debería renunciar a esta herencia.

Mecenas me susurró:

—Y ¿quién le ha pedido su opinión? —Acto seguido, mordió su servilleta para ahogar una risita.

Octaviano inquirió sin inmutarse:

—Y ¿qué te lleva a esa opinión, padre?

—Bien, para serte franco, hijo mío, puedes hacerte llamar César si así lo quieres, pero eso no te convertirá en César, y cuanto más te acerques a Roma, más peligro correrás. ¿De verdad crees que Antonio te va a entregar todos esos millones así como así? Además, ¿por qué querrían los soldados de César seguirte a ti en lugar de a Antonio, que comandó un ala en Farsalia? El nombre de César solo sirve para convertirte en un blanco fácil. Te matarán antes de que llegues a recorrer cincuenta millas.

Hircio y Pansa asintieron: estaban de acuerdo con él.

—No, con nosotros llegará ileso a Roma —aseguró Agripa a media voz.

Octaviano miró a Cicerón.

—Y ¿qué opinas tú al respecto?

Este se dio unos toquecitos en los labios con su servilleta antes de responder.

—Hace tan solo cuatro meses, tu padre adoptivo estaba cenando en el mismo asiento que tú ocupas ahora, asegurándome que no le tenía miedo a la muerte. Lo cierto es que nuestra vida pende de un hilo. No se está a salvo en ninguna parte, y no hay forma de predecir qué va a suceder mañana. Cuando yo tenía tu edad, solo soñaba con alcanzar la gloria. ¡Qué no habría dado por encontrarme en tu lugar ahora!

—Entonces ¿viajarías a Roma?

—Sí, viajaría a Roma.

—Y ¿qué harías cuando llegases?

—Presentarme a las elecciones.

—Pero apenas ha cumplido dieciocho años —le recordó Filipo—. Ni siquiera tiene la edad necesaria para votar.

—Da la casualidad —prosiguió Cicerón— de que hay una plaza de tribuno; la turba asesinó a Cina durante el funeral de César; pobre infeliz, se equivocaron de hombre. Deberías ofrecerte para sustituirlo.

—Pero Antonio no lo permitirá nunca —supuso Octaviano.

—Eso no importa —dijo Cicerón—. Con ese movimiento demostrarías tu determinación por continuar la política de César de defender al pueblo; a la plebe le encantará. De manera que cuando Antonio se oponga a ti, como hará, se considerará que también se está enfrentando al vulgo.

Octaviano asintió despacio.

—No es mala idea. Podrías acompañarme.

Cicerón articuló una risa.

—No, tengo pensado retirarme a Grecia para estudiar filosofía.

—Es una lástima.

Concluida la cena, cuando los invitados se disponían a marcharse, oí que Octaviano le insistía a Cicerón.

—Hablaba en serio. Agradecería mucho contar con tus conocimientos.

El orador negó con la cabeza.

—Me temo que mi lealtad se inclina hacia el lado opuesto, el de aquellos que derrocaron a tu padre adoptivo. Pero si alguna vez surgiera la posibilidad de que os reconciliarais con ellos; en fin, en tales circunstancias, por el bien del Estado, haría cuanto estuviera en mi mano por ayudarte.

—No me opongo a la reconciliación. Lo que quiero es mi herencia, no venganza.

—¿Puedo decirles eso?

—Desde luego. Para eso te lo he dicho. Adiós. Te escribiré.

Se estrecharon la mano. Octaviano salió al camino. Era una noche primaveral, no del todo cerrada aún, y aunque tampoco llovía, todavía quedaba un poco de humedad en el ambiente. Para mi sorpresa, detenidos en silencio bajo la penumbra azulada del otro lado de la calle, lo esperaban más de un centenar de soldados. Cuando vieron aparecer a Octaviano, organizaron el mismo estruendo que durante el funeral de César y golpearon las espadas contra los escudos en señal de aclamación. Resultó ser un grupo de soldados que, tras combatir con el dictador en las guerras galas, se habían asentado cerca de allí, en tierras campanienses. Octaviano se acercó a hablar con ellos en compañía de Agripa. Cicerón los observó durante unos momentos antes de entrar de nuevo en la casa para evitar que lo vieran.

Ya con la puerta cerrada, le pregunté:

—¿Por qué lo has animado a viajar a Roma? Lo último que necesitas es crear un nuevo César.

—Si va a Roma, le pondrá las cosas difíciles a Antonio. Dividirá su facción.

—¿Y si su aventura acaba bien?

—Eso no ocurrirá. Filipo está en lo cierto. Es un buen muchacho, y espero que sobreviva, pero no es ningún nuevo César, no hay más que verlo.

Pese a todo, la curiosidad que le suscitaba la suerte de Octaviano lo llevó a posponer el viaje a Atenas. Incluso llegó a considerar la idea de asistir a la reunión del Senado convocada por Antonio para el primero de junio. Pero cuando llegó a Túsculo, a finales de mayo, todos le aconsejaron que no fuera. Varrón le envió una carta para avisarlo de que se cometería un asesinato. Hircio estaba de acuerdo.

—Ni siquiera voy a ir yo —dijo—, y eso que nadie me ha acusado nunca de serle desleal a César. Pero las calles están inundadas de soldados veteranos demasiado dispuestos a desenvainar la espada. Recuerda lo que le pasó a Cina.

Entretanto, Octaviano, que había llegado ileso a la ciudad, le remitió una carta a Cicerón.

De C. Julio César Octaviano para M. Tulio Cicerón. Saludos.

Quería que supieras que finalmente ayer Antonio accedió a recibirme en su casa, la residencia que antes pertenecía a Pompeyo. Me hizo esperar durante más de una hora, una táctica necia que en mi opinión demuestra su debilidad en lugar de la mía. Empecé dándole las gracias por haber custodiado para mí las propiedades de mi padre adoptivo, y después lo invité a que tomara para sí las bagatelas que deseara a modo de obsequio, al tiempo que lo instaba a entregarme el resto del legado sin demora. Le dije que necesitaba el dinero para repartirlo de inmediato entre trescientos mil ciudadanos, en cumplimiento de la voluntad de mi padre. Solicité que las arcas públicas me concedieran un préstamo con el que poder hacer frente al resto de mis gastos. También le hablé de mi intención de presentarme como candidato para la vacante de tribuno y le pedí que me mostrase pruebas de los distintos edictos que asegura haber encontrado entre los documentos de mi padre.

Me contestó con gran indignación que César no era rey y que en consecuencia no podía cederme las riendas del Estado; que, por consiguiente, él no tenía por qué darme cuentas de su gestión pública; por lo que al dinero respectaba, que los bienes de mi padre no eran para tanto y había dejado vacías las arcas públicas, por lo cual tampoco podría sacar nada de ahí. En cuanto al tribunado, mi candidatura sería ilegal y por ende la cuestión quedaba zanjada.

Cree que porque soy joven puede intimidarme. Se equivoca. Nos despedimos desabridamente. El pueblo, no obstante, así como los soldados de mi padre, me dieron una bienvenida tan cálida como fría fue la de Antonio.

Cicerón, que se deleitaba con la enemistad que comenzaba a arraigar entre Antonio y Octaviano, le mostró la misiva a varias personas. «¿Veis cómo el cachorro juguetea con la cola del viejo león?». Me pidió que fuera a Roma el primero de junio y le informara de lo que sucediese en la reunión del Senado.

Como ya nos habían advertido, encontré la ciudad infestada de soldados, en su mayor parte veteranos de César a los que Antonio había hecho venir para que le sirvieran de ejército privado. Hambrientos, formaban grupos hoscos en las esquinas de las calles e intimidaban a todo el que les pareciera acaudalado. En consecuencia, la asamblea del Senado estuvo muy poco concurrida y nadie tuvo el coraje de oponerse a la propuesta más impúdica de Antonio: que el cargo que Décimo ocupaba como gobernador de la Galia Citerior quedase revocado y que se le concedieran a él, a Antonio, las dos provincias galas, así como el mando de sus respectivas legiones, durante los próximos cinco años. De esta manera, obtendría la misma concentración de poder que detentaba César cuando inició su ascenso hacia la dictadura. Por si fuera poco, anunció que había ordenado el regreso a casa de las tres legiones destinadas en Macedonia con las que César planeaba luchar en la campaña parta, y las puso también bajo su mando. Como era de esperar, Dolabela no se opuso, porque a él se le entregaría Siria asimismo durante un lustro; Lépido se dejó comprar con el cargo de pontifex maximus que antes ocupaba César. Por último, dado que este nuevo orden dejaba a Bruto y a Casio sin las provincias previamente asignadas, Antonio decretó que en su lugar se les ofrecieran dos de los puestos de comisario del trigo que en su momento creó Pompeyo, uno en Asia y el otro en Sicilia; no ostentarían ningún tipo de poder; se trataba de una forma de humillarlos. Para esto había servido el proceso de reconciliación.

Aprobados los proyectos de ley por un Senado medio vacío, Antonio los llevó al foro al día siguiente para someterlos a votación popular. El clima riguroso no daba tregua. Incluso estalló una tormenta durante el procedimiento, un presagio tan malo que la asamblea debería haberse disuelto en el acto. Antonio, sin embargo, era uno de los augures; aseguró no haber visto ningún relámpago y ordenó seguir adelante con la votación, de tal modo que al anochecer ya había conseguido lo que tanto ansiaba. No vi rastro alguno de Octaviano. Cuando me disponía a abandonar la asamblea, divisé a Fulvia observándolo todo desde una litera. Estaba empapada por la lluvia, pero no parecía darle ninguna importancia, tan orgullosa que se sentía por la apoteosis de su esposo. Me propuse no olvidar advertirle a Cicerón que aquella mujer, quien hasta ahora solo había supuesto una molestia para él, acababa de convertirse en una enemiga demasiado peligrosa.

A la mañana siguiente fui a ver a Dolabela. Me llevó al cuarto infantil para enseñarme al nieto de Cicerón, el pequeño Léntulo, que empezaba a dar sus primeros pasos. Ya habían pasado más de quince meses desde el fallecimiento de Tulia, pero Dolabela aún no había devuelto la dote. A petición de Cicerón, intenté abordar el tema («hazlo con cortesía, eso sí; no puedo permitirme enemistarme con él»), pero me cortó enseguida.

—Me temo que me va a resultar imposible. En su lugar, para saldar la deuda, puedes entregarle esto. Vale mucho más que el dinero. —Me lanzó por encima de la mesa un imponente documento oficial adornado con lazos negros y cerrado con un sello rojo—. Lo he nombrado mi legado en Siria. Dile que no se preocupe, no tiene que hacer nada. Pero con esto podrá abandonar el país de forma honorable y gozará de inmunidad durante los próximos cinco años. Dile que mi consejo es que se marche en cuanto pueda. Cada día las cosas se ponen más feas, y nosotros no podemos responsabilizarnos de su seguridad.

Regresé a Túsculo con el mensaje y se lo recité palabra por palabra a Cicerón, que estaba sentado en el jardín junto a la tumba de Tulia. Examinó la cédula que acreditaba su condición de legado.

—De modo que este papelito me ha costado un millón de sestercios. ¿De verdad cree que plantándoselo en las narices a un legionario analfabeto y borrachuzo impediré que me degüelle con su espada? —Ya estaba al tanto de lo acontecido en el Senado y durante la asamblea popular, pero aun así quería oír mi resumen de los discursos. Cuando hube concluido, preguntó—: Entonces ¿no se opuso nadie?

—Nadie.

—¿Viste a Octaviano en algún momento?

—No.

—No, desde luego que no. ¿Cómo ibas a verlo? Antonio se ha quedado con el dinero, las legiones y el consulado. Octaviano no tiene nada, salvo un nombre heredado. En cuanto a nosotros, ni siquiera nos atrevemos a asomarnos a Roma. —De repente, apoyó la espalda contra la pared, desesperado—. Te diré una cosa, Tiro, entre tú y yo, desearía que los idus de marzo no hubieran llegado nunca.

Se había convocado una reunión familiar con Bruto y Casio el séptimo día de junio en Anzio para decidir qué pasos dar a continuación; lo habían invitado y me pidió que lo acompañase.

Salimos muy temprano, de tal modo que bajábamos ya por las colinas cuando aún no había terminado de salir el sol, y cruzamos las tierras pantanosas en dirección a la costa. La niebla comenzaba a disiparse. Recuerdo el canto de las ranas toros, los graznidos de las gaviotas; Cicerón apenas pronunció una palabra. Poco antes del mediodía llegamos a la villa de Bruto. Era una residencia antigua y elegante construida muy cerca de la orilla, con unas escaleras talladas en la roca que descendían hacia el mar. Un nutrido grupo de gladiadores vigilaba la puerta, una segunda unidad de combatientes patrullaba las inmediaciones y algunos más recorrían la playa (calculo que en total habría unos cien hombres armados). Bruto aguardaba con los demás en una logia repleta de estatuas griegas. Parecía tenso (su habitual repiqueteo con el pie castigaba el suelo con más insistencia que nunca). Nos reveló que hacía más de dos meses que no salía de casa. Esto nos llamó la atención, y más teniendo en cuenta que era pretor urbano y en teoría no podía ausentarse de Roma más de diez días al año. Presidía la mesa su madre, Servilia; también se encontraban presentes su esposa, Porcia, y su hermana, Tercia, que estaba casada con Casio. Completaba el grupo Marco Favonio, un antiguo pretor al que llamaban el «Mono de Catón» por su cercanía con el tío de Bruto. Tercia anunció que Casio estaba de camino.

Cicerón sugirió que mientras llegaba yo podría amenizar la espera contándoles en detalle el transcurso de los debates que se habían celebrado recientemente en el Senado, así como la asamblea popular, momento en que Servilia, que hasta entonces me había ignorado, me atravesó con la mirada y dijo:

—Ah, así que este es tu famoso espía.

Era una suerte de César en mujer, es la mejor manera de describirla que se me ocurre; ingeniosa, atractiva, altanera, inclemente.

El dictador solía hacerle regalos costosos, como fincas confiscadas a los enemigos o joyas de gran tamaño que conseguía durante sus conquistas, pero cuando su hijo organizó el asesinato de César y ella recibió la noticia, sus ojos permanecieron tan secos como las piedras preciosas con que aquel la agasajaba. También en eso se parecía a él. Cicerón se sentía un tanto intimidado por ella.

Leí trastabillando la transcripción de mis notas, consciente en todo momento de que tenía la mirada clavada en mí, y cuando terminé, dijo con un profundo desprecio:

—¡Comisario del trigo en Asia! ¡Asesinar a César para esto! ¡Para que ahora mi hijo sea un mercader de grano!

—Aun así —opinó Cicerón—, creo que debería aceptar. Eso es mejor que nada; sin duda, mejor que quedarse aquí.

—Estoy de acuerdo —convino Bruto—, al menos en eso último. No puedo seguir escondiéndome. Cada día que pasa se me respeta menos. Pero ¿Asia? No, lo que tengo que hacer es presentarme en Roma y cumplir con el deber que le corresponde a un pretor urbano en esta época del año: ¡organizar los Juegos de Apolo y mostrarme ante el pueblo romano! —Su rostro delicado se hinchó de angustia.

—No puedes ir a Roma —opuso Cicerón—. Es demasiado peligroso. Escucha, los demás somos más o menos prescindibles, pero tú no, Bruto, tu nombre y tu honor te convierten en el epicentro de la libertad. Mi consejo es que aceptes el comisariado, que desempeñes alguna labor pública y honrada lejos de Italia, donde estés a salvo, y que esperes a que se den unas circunstancias más favorables. Las cosas cambiarán, la política nunca deja de evolucionar.

En ese momento llegó Casio y Servilia le pidió a Cicerón que repitiera lo que acababa de decir. Pero, mientras que la adversidad había convertido a Bruto en un noble sufridor, a Casio lo había enfurecido, de manera que descargó su rabia aporreando la mesa.

—¡No sobreviví a la matanza de Carras y salvé Siria de los partos para que ahora me manden a recoger trigo a Sicilia! Es un insulto.

—Muy bien, y entonces ¿qué piensas hacer? —le preguntó Cicerón.

—Abandonar Italia. Ir al extranjero. A Grecia.

—Grecia —observó Cicerón— no tardará en llenarse de gente, mientras que, primero, toda Sicilia es segura; segundo, estarás cumpliendo con tu deber como buen constitucionalista; y tercero y más importante, te encontrarás más cerca de Italia, lo que te permitirá aprovechar las oportunidades que se presenten. Tú debes ser nuestro gran comandante militar.

—¿Qué clase de oportunidades?

—Creo, por ejemplo, que Octaviano aún podría darle muchos quebraderos de cabeza a Antonio.

—¿Octaviano? ¡Déjate de bromas! Antes lo veo persiguiéndonos que dándole problemas a Antonio.

—Nada de eso; conocí al muchacho cuando visitó la bahía de Nápoles y no nos profesa tanto rencor como crees. «Lo que quiero es mi herencia, no venganza», eso es lo que me dijo. Su verdadero enemigo es Antonio.

—Entonces Antonio lo aplastará.

—Pero Antonio necesita acabar antes con Décimo, y ahí será cuando comience la guerra, cuando intente arrebatarle la Galia Citerior.

—Décimo —apuntó Casio con amargura— es quien más nos ha decepcionado. ¡Imagina lo que podríamos haber hecho con sus dos legiones si las hubiera traído al sur en marzo! Pero ahora ya es tarde; las legiones macedonias de Antonio las duplicarán en número.

La mención del nombre de Décimo fue como la rotura de una presa. Empezó a correr un torrente de acusaciones, sobre todo de Favonio, quien insistía en que debería haberles avisado de que César lo había incluido en su testamento.

—Eso fue lo que más influyó a la hora de poner al pueblo en nuestra contra.

Cicerón los escuchaba con creciente incredulidad. Decidió intervenir para recordarles que no servía de nada llorar por los errores del pasado, aunque no pudo evitar añadir:

—Además, si queréis hablar de errores, olvidaos de Décimo; este lodazal surgió porque no convocasteis una reunión del Senado, porque no atrajisteis al pueblo a nuestra causa y porque no os hicisteis con el control de la República.

—¡Válganme los dioses! —exclamó Servilia—. Lo que me faltaba por oír, ¡que precisamente tú nos acuses de pasividad!

Cicerón la miró con el ceño fruncido y guardó silencio; se le encendieron las mejillas, o bien de rabia, o bien de bochorno, y poco después la reunión llegó a su fin. Entre mis notas conservo solo dos conclusiones. Bruto y Casio, aunque a regañadientes, dijeron que al menos considerarían la idea de aceptar el cargo de comisarios del trigo, pero solo después de que Servilia anunciara con toda su grandilocuencia que ella se encargaría de que la resolución del Senado fuese reescrita en unos términos más elogiosos. Además Bruto admitió con renuencia que no podía permitirse ir a Roma y que los juegos pretorianos tendrían que ser organizados en su ausencia. Por lo demás, el encuentro supuso un fracaso, ya que no sirvió para decidir nada. Tal como Cicerón le explicó a Ático en la carta que me dictó de camino a casa, había llegado el momento de gritar: «¡Sálvese quien pueda!». «Me encontré con un barco a la deriva, o mejor dicho, hundido. No había ninguna estrategia, ni ideas ni táctica. De manera que si antes no albergaba dudas, ahora estoy más determinado que nunca a huir de aquí tan pronto como me sea posible».

La suerte estaba echada. Partiría hacia Grecia.

En cuanto a mí, tenía casi sesenta años y había decidido que era el momento de dejar de servir a Cicerón y pasar el resto de mi vida en soledad. Yo sabía, por el modo en que se expresaba, que él no contaba con que nuestros caminos se separarían. Daba por hecho que compartiríamos una villa en Atenas y nos dedicaríamos a escribir filosofía hasta que uno de los dos muriera de viejo. Pero yo no soportaba la idea de abandonar Italia de nuevo. No me encontraba bien de salud. Y, pese a lo mucho que lo quería, estaba cansado de ser un mero apéndice de su cerebro.

Me aterraba tener que decírselo y no dejaba de posponer el momento aciago. En su viaje hacia el sur de Italia, hizo una ruta para despedirse de todas sus propiedades y revivir los buenos tiempos, hasta que finalmente llegamos a Puteoli a principios de julio, o Quintilis, como él, desafiante, insistía en llamarlo. Había una última villa que deseaba visitar, en la bahía de Nápoles, en Pompeya, y decidió que desde allí iniciaría el primer tramo de su viaje al extranjero, bordeando la costa hasta Sicilia para después tomar un barco mercante en Siracusa (zarpar desde Bríndisi le parecía demasiado peligroso, pues se esperaba que las legiones macedonias empezasen a llegar en cualquier momento). Para poder transportar todos sus libros, pertenencias y sirvientes, contraté tres barcos de diez remos. Dado que no quería ni oír hablar de la travesía, la cual le aterraba, se dedicaba a pensar qué nueva obra literaria iniciaría durante el trayecto. Estaba trabajando en tres tratados al mismo tiempo (Sobre la amistad, Sobre los deberes y Sobre las virtudes) y los alternaba según sus lecturas y apetencias se lo sugiriesen. Con estos textos cumpliría su objetivo último, importar la filosofía griega al latín y, al mismo tiempo, convertir el conjunto de abstracciones que la conformaban en una serie de principios aplicables a la vida cotidiana.

—Me pregunto —dijo— si será un buen momento para que escribamos nuestra versión de la Tópica de Aristóteles. Admitámoslo: ¿qué puede ser más útil en esta época convulsa que enseñarles a los hombres a utilizar la dialéctica para elaborar argumentos razonables? Podría enfocarlo a modo de diálogo, como los Debates; tú interpretas a un interlocutor y yo al otro. ¿Qué opinas?

—Amigo mío —le respondí titubeando—, si me permites llamarte así, hace tiempo que quiero hablarte de algo, pero no sé muy bien cómo hacerlo.

—¡Esto no augura nada bueno! Pero dime. ¿Estás enfermo de nuevo?

—No, pero tengo que decirte que he tomado la decisión de no acompañarte a Grecia.

—Ah. —Me miró a los ojos durante lo que pareció un largo rato; el mentón le temblaba ligeramente, como le sucedía siempre que buscaba las palabras adecuadas. Al cabo de un rato, dijo—: ¿Adónde irás, entonces?

—A la granja que con tanta generosidad me cediste.

Su voz se tornó apenas audible.

—Entiendo, y ¿cuándo quieres marcharte?

—Cuando a ti te venga bien.

—¿Cuanto antes?

—No me importa cuándo.

—¿Mañana?

—Podría ser mañana, si te parece bien. Pero no es necesario. No quiero causarte ninguna molestia.

—Mañana, entonces. —Y sin más, regresó con Aristóteles.

Vacilé.

—¿Podría tomar prestado del establo al joven Eros y la carreta para transportar mis pertenencias?

—Claro —me autorizó sin levantar la vista—. Llévate lo que necesites.

Lo dejé a solas y me dediqué el resto del día a empaquetar mis enseres y sacarlos al patio. No hizo acto de presencia a la hora de la cena. A la mañana siguiente tampoco se dejó ver. El joven Quinto, que esperaba conseguir una plaza como asistente de Bruto y se alojaba con nosotros mientras su tío intentaba organizar un encuentro, me dijo que había salido de madrugada para visitar la antigua casa de Lúculo, en la isla de Nesis. Me puso la mano en el hombro a modo de consuelo.

—Me pidió que te dijera adiós.

—¿Solo eso? ¿Nada más que adiós?

—Ya sabes cómo es.

—Sé cómo es. ¿Te importaría decirle que volveré mañana o pasado mañana para despedirme de él como es debido?

Era un trago amargo, pero estaba determinado a seguir adelante. Había tomado una decisión. Eros me llevó hasta la granja. Estaba cerca, a tan solo dos o tres millas, pero la distancia pareció multiplicarse cuando pasé de un mundo al otro.

El capataz y su esposa no me esperaban tan pronto, pero aun así se alegraron de verme. Llamaron a un esclavo que estaba trabajando en el granero para que llevara mi equipaje a la casa de labor. Las cajas que contenían mis libros y documentos fueron llevadas arriba directamente, a la habitación de vigas descubiertas donde ya en mi primera visita decidí establecer mi modesta biblioteca. Tenía las contraventanas cerradas y se estaba fresco dentro. Habían puesto unas estanterías, tal como solicité (bastas y toscas, aunque no me importaba), de modo que no esperé a deshacer el equipaje. En una de las cartas que Cicerón le escribió a Ático le hablaba sobre una mudanza, y recuerdo un comentario que me pareció maravilloso: «He colocado mis libros y ahora la casa tiene alma». Eso mismo era lo que yo sentía mientras vaciaba las cajas. En ese momento, para mi sorpresa, encontré en una de ellas el manuscrito original de Sobre la amistad. Confundido, lo desenrollé, pensando que lo había traído conmigo por error. Sin embargo, cuando reparé en que Cicerón había escrito en el margen superior del rollo, con su letra temblorosa, un fragmento del texto, acerca de la importancia de tener amigos, comprendí que se trataba de un regalo de despedida.

Aunque un hombre ascendiera a los cielos y contemplase las maravillas del universo y la belleza de las estrellas, el hermoso paisaje no le produciría regocijo alguno si hubiera de guardárselo para sí. Y si, por el contrario, tuviera a su lado a alguien a quien describirle semejante espectáculo, se colmaría de dicha. La naturaleza aborrece la soledad.

Dejé que pasaran dos días antes de volver a la villa de Puteoli y decir adiós como era debido; necesitaba cerciorarme de que mi resolución era lo bastante firme como para no cambiar de parecer. Sin embargo, el mayordomo me dijo que Cicerón ya había partido hacia Pompeya, de forma que regresé enseguida a la granja. Desde la terraza disfrutaba de una vista panorámica de toda la bahía, y a menudo salía a contemplar el vasto manto azul, que abarcaba desde los contornos neblinosos de Capri hasta el promontorio de Miseno, y me preguntaba si entre la miríada de barcos que se veían estaría el suyo. Pero poco a poco me fui adaptando a la rutina de la granja. Se acercaba la cosecha de la uva y de la aceituna, y pese a los crujidos de mis rodillas y mis manos delicadas de escribiente, me ponía una túnica y un sombrero de paja de ala ancha y salía a trabajar con los demás, para lo cual me levantaba al alba y me acostaba al ponerse el sol, siempre demasiado exhausto como para pensar. Con el paso de los días los patrones de mi antigua vida empezaron a borrarse de mi cabeza, como si de una alfombra olvidada bajo el sol se tratara. O eso creía.

Tan solo había una razón que me movía a ausentarme de la propiedad: no había ningún aseo. Un buen baño era lo que más echaba de menos, además de las conversaciones con Cicerón. No soportaba verme obligado a lavarme con el agua fría del manantial. Por ello encargué que construyeran una sala de baño en uno de los graneros. Pero esa obra no podría iniciarse hasta después de la cosecha, de manera que cada dos o tres días salía a caballo para ir a uno de los numerosos baños públicos que se encontraban a lo largo de ese tramo de la costa. Probé multitud de ellos, en la misma Puteoli, en Bauli y en Bayas, hasta que me di cuenta de que en esta última ciudad se concentraban los mejores, debido a las aguas termales sulfurosas por las que la ciudad era conocida. Allí acudía una clientela sofisticada, así como los libertos de los senadores que poseían una villa en la vecindad, a algunos de los cuales conocía. Sin pretenderlo, empecé a ponerme al tanto de los últimos rumores llegados de Roma.

Los juegos de Bruto transcurrieron sin incidentes, según pude saber; no se escatimaron gastos, aunque el pretor no acudió en persona. Bruto había reunido cientos de fieras para la ocasión y, ansioso por ganarse la admiración del pueblo, ordenó que hasta la última de ellas se utilizara en los combates y las cacerías. Hubo también actuaciones musicales y obras teatrales, como Tereo, una tragedia de Accio que recogía muchas referencias a los crímenes cometidos por distintos tiranos, y que al parecer obtuvo el aplauso cómplice del público. Pero, por desgracia para Bruto, los juegos, a pesar de su grandiosidad, pronto quedaron ensombrecidos por las celebraciones, aún más suntuosas, que Octaviano organizó inmediatamente después en honor de César. Eran los días en que podía verse el famoso cometa, la estrella melenuda que se elevaba todas las mañanas una hora antes del mediodía (era posible observarla incluso a pesar del sol resplandeciente de Campania); Octaviano aseguró que se trataba nada menos que de César en su ascenso a los cielos. Esta idea impresionó mucho a los veteranos del antiguo dictador, según me dijeron, lo que llevó a que la fama y la reputación del joven Octaviano se encumbraran con el cometa.

Poco después de aquello me encontraba tumbado en la terma de una terraza con vistas al mar cuando un grupo de hombres entró en el agua y deduje, por su charla, que trabajaban para Calpurnio Pisón. Este poseía un verdadero palacio en Herculano, a unas veinte millas, por lo que supuse que habrían decidido hacer una parada en su viaje desde Roma y continuar hasta su destino al día siguiente. No pretendía prestar atención a su conversación, pero como tenía los ojos cerrados, debieron de pensar que estaba dormido. En cualquier caso, me enteré de la sensacional noticia de que Pisón, el padre de la viuda de César, había atacado de forma manifiesta en el Senado a Antonio, al que acusaba de robo, falsificación y traición, de intentar imponer una nueva dictadura y de empujar a la nación hacia una segunda guerra civil. Cuando uno de ellos comentó: «Sí, y nadie más en toda Roma se ha atrevido a decírselo, ahora que nuestros supuestos libertadores, o bien se han escondido, o bien han huido al extranjero», pensé con abatimiento en Cicerón, que habría odiado descubrir que había sido reemplazado como defensor de la libertad precisamente por Pisón.

Esperé a que se marcharan para salir del agua. Recuerdo que decidí ir a darme un masaje mientras reflexionaba acerca de lo que acababa de oír. Me dirigía hacia la zona sombreada donde estaban colocadas las mesas cuando apareció una mujer que llevaba un montón de toallas recién lavadas. Admito que no la reconocí en un primer momento (debían de haber transcurrido unos quince años desde que la viera por última vez), pero cuando nos alejamos unos pasos después de cruzarnos, me detuve y miré hacia atrás. Ella hizo lo mismo. Entonces no me cupo ninguna duda. Era Ágata, la esclava cuya libertad compré antes de partir al exilio con Cicerón.

Esta es la historia de Cicerón, no la mía ni, menos aún, la de Ágata. Sin embargo, nuestras tres vidas transcurrían entrelazadas, por lo que, antes de retomar el hilo principal del relato, creo que ella merece que la mencione.

La conocí cuando tenía diecisiete años y servía como esclava en los baños de la lujosa villa que Lúculo poseía en Miseno. Tanto ella como sus padres, entonces ya fallecidos, habían sido esclavizados en Grecia y traídos a Italia como parte del botín de guerra de Lúculo. Su belleza, dulzura y sufrimiento me conmovieron. La volví a ver en Roma, era una de los seis esclavos presentados en el tribunal en calidad de testigos durante el juicio de Clodio que apoyaban la acusación de Lúculo, según la cual Clodio, su excuñado, había cometido incesto y adulterio en Miseno con su exesposa. Después de aquello solo la vi de refilón una vez, cuando Cicerón visitó a Lúculo antes de exiliarse. Me dio la impresión de que estaba hundida y más muerta que viva. Dado que yo tenía unos ahorros, la noche en que escapamos de Roma le entregué el dinero a Ático para que se la comprara a Lúculo en mi nombre y le concediese la libertad. Durante muchos años, siempre que iba a Roma, mantenía los ojos bien abiertos por si aparecía, pero nunca volví a encontrármela.

Ahora Ágata tenía treinta y seis años, y para mí seguía siendo hermosa, aunque por las arrugas de su rostro y sus manos huesudas deduje que seguía trabajando duro. Parecía avergonzada y no dejaba de apartarse los mechones sueltos de cabello encanecido con el dorso de la muñeca. Después de algunos cumplidos embarazosos se produjo un silencio incómodo que me empujó a decirle:

—Perdóname, te estoy distrayendo de tus labores, al propietario no le va a gustar.

—No te preocupes por eso —dijo, riendo por primera vez—. Yo soy la propietaria.

Entonces empezamos a hablar con más distensión. Me contó que intentó encontrarme cuando le dieron la libertad, pero, claro está, para entonces yo estaba ya en Tesalónica. Al final regresó a la bahía de Nápoles porque era el lugar que mejor conocía y además le recordaba a Grecia. Gracias a la experiencia que había adquirido en la casa de Lúculo, se le presentaron muchas oportunidades para trabajar como capataz en los baños termales de la región. Después de diez años, unos clientes acaudalados, mercaderes de Puteoli, la instalaron en este establecimiento, que ahora le pertenecía.

—Pero todo te lo debo a ti. ¿Cómo podría darte las gracias por tu bondad?

«Lleva una buena vida —decía Cicerón—; aprende que la virtud es el único requisito para alcanzar la felicidad». Sentados en un banco bajo el sol, podía dar fe de esa afirmación filosófica.

Mi estancia en la granja duró cuarenta días.

Llegado el cuadragésimo primero, la víspera de las vulcanalias, estaba trabajando en los viñedos a última hora de la tarde cuando uno de los esclavos me dio una voz y señaló hacia el camino. Un carruaje, rodeado de veinte jinetes, se acercaba dando brincos sobre las roderas y levantando tal polvareda bajo los haces de la luz estival que parecía avanzar sobre un manto de nubes doradas. Cuando se detuvo frente a la villa, Cicerón se apeó de él. Supongo que en el fondo yo siempre había sabido que volvería a buscarme. Estaba condenado a pertenecerle. Mientras caminaba hacia él, me quité el sombrero de paja y me juré a mí mismo que bajo ningún concepto dejaría que me convenciese para regresar con él a Roma. Entre dientes, iba mascullando:

—No lo escucharé. No lo escucharé. No lo escucharé.

Noté enseguida por el modo en que sus hombros se balancearon cuando se volvió para saludarme que no cabía en sí de gozo. Atrás quedaba el lánguido desánimo de los últimos tiempos. Puso los brazos en jarras y profirió una risa estentórea al verme.

—¡Me ausento un mes y mira lo que ocurre! ¡Te has convertido en el fantasma del viejo Catón!

Solicité que le sirvieran un refrigerio al séquito mientras nosotros nos dirigíamos a la terraza sombreada y bebíamos una copa del vino del año pasado, del que Cicerón opinó que no sabía nada mal.

—¡Menudas vistas! —exclamó—. ¡Un lugar magnífico donde pasar los últimos años! Con tu propio vino, tus propias aceitunas…

—Sí —admití con cautela—, me encuentro muy a gusto. No creo que me vaya muy lejos de aquí. Y ¿tus planes? ¿Qué ha ocurrido con Grecia?

—Ah, en fin, llegué hasta Sicilia, donde los vientos del sur se revolvieron, empujándonos de regreso al puerto una y otra vez, con lo que empecé a preguntarme si los dioses no estarían intentando decirme algo. Luego, atrapados en Reggio a la espera de que el tiempo mejorase, tuve conocimiento de las insólitas acusaciones que Pisón había lanzado contra Antonio. Seguro que el jaleo ha llegado incluso hasta aquí. Después Bruto y Casio me escribieron para anunciarme que Antonio definitivamente empezaba a perder apoyos; al final sí que les iba a ofrecer una provincia, incluso les escribió para decirles que esperaba que vinieran pronto a Roma. Ha convocado una reunión del Senado el primero de septiembre y Bruto ha escrito a todos los antiguos cónsules y pretores para pedirles que acudan.

»Así que me dije: ¿de verdad voy a desaparecer precisamente ahora, cuando todavía queda una oportunidad? ¿Quiero pasar a la historia como un cobarde? Créeme, Tiro, de pronto sentí que una niebla espesa en la que llevaba meses inmerso se disipaba y me permitía ver con claridad mi propósito. Di media vuelta y puse rumbo al punto de partida. Dio la casualidad de que en Velia me encontré con Bruto, que se estaba preparando para zarpar, y casi se postró de rodillas para darme las gracias. A él le han concedido la provincia de Creta; y a Casio, la de Cirene.

No pude evitar señalar que no me parecía una compensación justa después de haberles arrebatado Macedonia y Siria, las provincias que se les asignaron en un primer momento.

—Desde luego que no lo es —convino Cicerón—, y por eso han decidido ignorar a Antonio y sus malditos edictos ilícitos y quedarse con las provincias originales. Después de todo, Bruto cuenta con muchos partidarios en Macedonia, y Casio era el héroe de Siria. Formarán sus respectivas legiones y lucharán contra el usurpador por la República. Un nuevo espíritu nos embarga, una llama blanca y pura que arde sublime.

—¿Irás a Roma?

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