Dictator

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Primera parte. Exilio. 58-47 a. C. » Capítulo I

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—Lo que voy a revelar es estrictamente confidencial —advirtió, mirándome de soslayo—. No deberá saberlo nadie más que nosotros tres.

—¿A quién se lo voy a contar? —repuso Cicerón—. ¿Al esclavo que vacía la bacinilla de mi aposento? ¿Al cocinero que me sirve la comida? Te aseguro que no hablo con nadie más.

—Muy bien —aceptó Milón, que procedió a detallarnos lo que le había propuesto a Pompeyo: poner a su disposición cien parejas de luchadores adiestrados para recuperar el centro de Roma y así acabar con el control que Clodio ejercía sobre la asamblea legislativa.

A cambio, había solicitado una determinada suma para costear los gastos, además del apoyo de Pompeyo durante las elecciones de los tribunos—. Como sabes, un simple ciudadano no podría nunca intentar algo así; me enjuiciarían. Le dije que necesitaba la inviolabilidad del cargo.

Cicerón lo escrutó. Apenas si había probado la cena.

—¿Y qué respondió Pompeyo a tu propuesta?

—Al principio, me ignoró. Me dijo que se lo pensaría. Pero después ocurrió lo del príncipe de Armenia, cuando los hombres de Clodio asesinaron a Papirio. ¿Teníais noticia de ese hecho?

—Algo hemos oído.

—El caso es que la muerte de su amigo sirvió para que Pompeyo lo meditara mejor, porque al día siguiente de que incinerasen a Papirio en la pira, solicitó que me personase en su casa. «Respecto a esa idea de convertirte en tribuno, creo que podríamos llegar a un acuerdo».

—Y ¿cómo reaccionó Clodio ante tu elección? Debe de intuir lo que andas tramando.

—Ese es el motivo que me ha traído hasta aquí. Y seguro que sobre eso no habéis tenido ninguna noticia, porque salí de Roma justo después de que sucediera, y ningún mensajero podría haber llegado aquí antes que yo. —Guardó una pausa y levantó su copa para pedir más vino. Había recorrido un largo camino para contar su historia; no se podía negar que estaba hecho todo un narrador; quería hacerlo como era debido—. Sucedió hace unas dos semanas, poco después de las elecciones. Pompeyo estaba atendiendo algunos asuntos en el foro cuando se topó con algunos de los hombres de Clodio. Comenzaron a empujarse y a forcejear, hasta que uno de ellos sacó una daga. Fueron muchos los que lo vieron, e incluso alguien gritó que iban a matar a Pompeyo. Sus ayudantes se lo llevaron corriendo de allí, de regreso a casa, donde se hicieron fuertes. Y allí sigue todavía, por lo que sé, con la única compañía de la señora Julia.

Atónito, Cicerón preguntó:

—¿Pompeyo el Grande se ha hecho fuerte en su propia casa?

—Entiendo que te haga gracia. ¿A quién no se la haría? Hay cierta justicia en ello, y él lo sabe. De hecho, me dijo que el mayor error de su vida fue permitir que Clodio te expulsara de la ciudad.

—¿Dijo eso?

—Por este motivo he atravesado tres países a la carrera, sin apenas detenerme para comer ni dormir. Vengo a traerte la noticia de que hará todo cuanto esté en su mano por revocar tu exilio. Le hierve la sangre. ¡Quiere que regreses a Roma, que tú, él y yo luchemos codo con codo para salvar la República de Clodio y sus secuaces! ¿Qué dices a eso?

Parecía un podenco que acabase de dejar una presa a los pies de su amo; de haber tenido cola, habría empezado a sacudirla contra el forro del diván. Pero si esperaba que su interlocutor respondiera jubiloso o agradecido, debió de llevarse una desilusión. Aun abatido y desaliñado, Cicerón había comprendido el quid del asunto. Balanceó la copa para hacer girar el vino y frunció el ceño antes de responder.

—¿Y César está de acuerdo con todo esto?

—Ah, bien —contestó Milón, que se agitó un tanto en el diván—, eso es algo que deberás arreglar con él. Pompeyo cumplirá su parte, pero tú debes cumplir la tuya. Le costará mucho hacer campaña para que regreses si César se opone.

—Entonces ¿quiere que nos reconciliemos?

—Por utilizar sus palabras, espera que le prestes tu apoyo.

Había anochecido mientras conversábamos. Los esclavos habían encendido varios de los faroles del jardín y una nube de polillas se agitaba en torno a ellos. Pero en la mesa no había ninguna luz, lo que me impidió reconocer el gesto de Cicerón. Permaneció en silencio un largo rato. Hacía un calor insoportable, como de costumbre, y se oían los ruidos propios de las noches de Macedonia: el zumbido de las cigarras y los mosquitos, los ladridos ocasionales de los perros, las conversaciones de los lugareños en la calle en su idioma incomprensible y rotundo. Me pregunté si Cicerón pensaría lo mismo que yo, que pasar un año más en aquel lugar terminaría con él. Es posible que albergase el mismo temor, puesto que después de un rato suspiró con resignación e inquirió:

—¿Y cómo debería «prestarle mi apoyo»?

—Eso depende de ti. Si hay un hombre que sepa decir las palabras más apropiadas, eres tú. Pero César le ha dejado muy claro a Pompeyo que necesita algo por escrito antes de reconsiderar su postura.

—¿Tengo que entregarte algún documento para Roma?

—No, esta parte del acuerdo debéis tratarla entre César y tú. Pompeyo cree que lo mejor sería que enviases a un emisario a la Galia, a alguien de confianza, que pudiera entregarle a César en persona algún tipo de garantía por escrito.

César. Al final, todo parecía guardar relación con él de un modo u otro. Recordé el estruendo de sus trompetas cuando partió desde el Campo de Marte, y bajo la penumbra sofocante, sentí que los otros dos comensales se giraban para mirarme.

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