Dictator

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Primera parte. Exilio. 58-47 a. C. » Capítulo II

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II

Qué sencillo es para aquellos que no desempeñan papel alguno en los asuntos públicos desdeñar los compromisos de los que sí lo hacen. Cicerón llevaba dos años aferrándose a sus principios y negándose a aliarse con el triunvirato con el que César, Pompeyo y Craso dominaban el Estado. Denunció sus crímenes en público; en represalia, los triunviros lo dispusieron todo para que Clodio ascendiese a tribuno; y, cuando César le ofreció un cargo de legado en la Galia que le habría otorgado inmunidad legal frente a los ataques de Clodio, Cicerón lo rechazó porque, de haber aceptado, se habría convertido en el títere de César.

Aun así, tuvo que pagar un alto precio por defender unos ideales que lo llevaron al destierro, la ruina y la depresión.

—Me he desprendido de todo mi poder —me dijo una vez que Milón se hubo acostado y nos quedamos a solas para discutir la propuesta de Pompeyo—, ¿y qué he ganado con eso? ¿De qué le sirve a mi familia que me rija por mis principios si me quedo en esta cloaca el resto de mi vida? Ah, seguro que en el futuro algún maestro me definirá como un dechado de virtudes para aburrimiento de sus pupilos: el hombre que jamás renunció a su ética. Puede que cuando haya muerto incluso erijan una estatua en mi honor al fondo de la rostra. Pero no quiero convertirme en un simple monumento. Nací para entregarme al arte de gobernar, lo cual exige que retome mi vida y esté en Roma. —Guardó silencio—. No obstante, la mera idea de tener que hincar la rodilla ante César me exacerba. Después de tanto sufrimiento, tener que arrastrarme ante él como un perro que ha aprendido la lección…

Seguía indeciso cuando se retiró a descansar, y cuando a la mañana siguiente Milón lo llamó para preguntarle qué respuesta debía llevarle a Pompeyo, yo jamás habría podido prever lo que le diría:

—Hazle saber lo siguiente —le contestó—: que toda mi vida la he dedicado a servir al Estado y que si este requiere que me reconcilie con mi enemigo, no soy nadie para negarme.

Milón lo abrazó y de inmediato partió hacia la costa en su carro de guerra junto a su gladiador, dos bestias ansiosas por desatar un combate ante cuya perspectiva uno no podía menos que temer por Roma y la sangre que iba a derramarse.

Se dispuso que yo partiera de Tesalónica para encontrarme con César a finales de verano, una vez finalizada la temporada de campañas militares. Salir antes no habría servido de nada, ya que César se encontraba en el corazón de la Galia con sus legiones y su hábito de moverse deprisa y a marchas forzadas de un lugar a otro hacía imposible saber con certeza dónde estaría.

Cicerón pasó muchas horas escribiendo la carta. Años después, tras su muerte, las autoridades requisaron nuestra copia, junto con el resto de la correspondencia entre Cicerón y César, quizá para cerciorarse de que no cuestionara la versión oficial de la historia, según la cual el dictador era un genio y todos los que se oponían a él, imbéciles, codiciosos, desagradecidos, miopes y reaccionarios. Me imagino que la destruirían; en cualquier caso, nunca volví a saber nada de ella. No obstante, aún conservo las anotaciones taquigráficas, que abarcan la mayor parte de los treinta y seis años que serví a Cicerón, una plétora de jeroglíficos indescifrables que sin duda llevó a los ignorantes operarios que desvalijaron mi archivo a dar por hecho que no eran más que un montón de papeles garabateados, por lo que los dejaron intactos. Son esas notas las que me han permitido reconstruir la infinidad de conversaciones, discursos y cartas que conforman estas memorias de Cicerón, incluida la humillante petición que aquel verano le envió a César, la cual resulta que no se perdió después de todo.

Tesalónica

 

De M. Cicerón para C. César, procónsul, saludos.

Espero que tanto tú como el ejército estéis bien.

Muchos malentendidos se han interpuesto, por desgracia, entre nosotros durante los últimos años, pero hay uno en particular que, de existir, me gustaría aclarar. Jamás he dejado de admirar tus cualidades, entre las que se encuentran la inteligencia, la iniciativa, el patriotismo, el vigor y el don de mando. Te mereces haber ascendido a una posición preeminente de nuestra República, y deseo ver premiado tu esfuerzo con todo el éxito posible, tanto en el campo de batalla como en los menesteres del Estado, y estoy convencido de que así será.

¿Recuerdas, César, aquel día, durante mi consulado, en que debatimos en el Senado el castigo que se les debía aplicar a los cinco traidores que habían urdido la destrucción de la República y mi asesinato? Los ánimos estaban caldeados. Se respiraba la violencia en el ambiente. Los ciudadanos desconfiaban de sus vecinos. Incluso se llegó a sospechar injustamente de ti, por asombroso que resultase, y de no ser por mi intervención, la flor de tu gloria se habría marchitado incluso antes de haber tenido ocasión de abrirse al mundo. Y sabes que esto es así; jura lo contrario, si te atreves.

La rueda de la Fortuna ha dado la vuelta a nuestras respectivas posiciones, pero con una diferencia: ya no soy un joven, como tú eras entonces, con un futuro prometedor. Mi carrera ha terminado. Si el pueblo de Roma votase para ponerle fin a mi exilio, no pediría ningún cargo. No me pondría a la cabeza de ningún partido ni facción, y menos si perjudicara tus intereses. No intentaría revocar ninguna de las leyes aprobadas durante tu consulado. El poco tiempo que resta para mí en este mundo lo dedicaré en exclusiva a recuperar la fortuna de mi pobre familia, a apoyar a mis amigos en los tribunales y a servir en la medida de mis posibilidades al bien común. De esto puedes estar seguro.

Te hago llegar esta carta a través de mi leal secretario, M. Tiro, a quien recordarás, y en quien podrás confiar para enviar con discreción cualquier respuesta que desees remitirme.

—En fin, aquí está —anunció Cicerón cuando terminó el escrito—; un documento vergonzoso, aunque si un día se leyera en voz alta ante un tribunal, no creo que tuviera que sonrojarme demasiado. —Realizó con esmero una copia de su puño y letra, la selló y me la entregó—. Mantén los ojos bien abiertos, Tiro. Fíjate en su aspecto y en quiénes lo acompañan. Quiero un informe detallado. Si te pregunta por mi salud, titubea, habla con renuencia, y después confíale que me encuentro completamente hundido, en cuerpo y alma. Si cree que estoy acabado, tendré más probabilidades de que autorice mi regreso.

En el momento de preparar la carta, nuestra situación se había tornado aún más precaria. En Roma, el primer cónsul, Lucio Calpurnio Pisón, suegro de César y enemigo de Cicerón, acababa de ser designado gobernador de Macedonia mediante una votación pública amañada por Clodio. Ocuparía el cargo a principios del año siguiente; se esperaba que una avanzada de su corte llegase a la provincia a lo largo de los próximos días. Si capturaban a Cicerón, lo matarían de inmediato. Otra puerta se nos cerraba. Mi partida no debía posponerse más.

Temía emocionarme en el momento de la despedida y no me cabía duda de que a Cicerón le ocurría lo mismo, de manera que nos confabulamos para eludir el duro trance. La noche antes de que partiera, tras cenar juntos por última vez, fingió estar cansado y se retiró a dormir pronto, mientras yo le aseguraba que lo despertaría por la mañana para despedirme. Sin embargo, salí de la villa antes de que amaneciese, cuando la oscuridad imperaba aún en la casa, sin alboroto, tal como a él le hubiese gustado.

Planco había designado una escolta que me acompañó por las montañas hasta Dirraquio, desde donde zarpé rumbo a Italia, esta vez no hacia Bríndisi, sino al noroeste, hacia Ancona. Fue una travesía mucho más larga que la anterior, tanto que duró casi una semana. Con todo, era más rápida que un viaje por tierra, con la ventaja añadida de que por mar no me cruzaría con los secuaces de Clodio. Nunca antes había recorrido una distancia tan larga sin compañía, y mucho menos en barco. El pavor que el océano me provocaba no compartía la naturaleza del de Cicerón, que nacía del miedo a naufragar y perecer ahogado. Tenía que ver con la angustia que me producía la extensión infinita del horizonte durante el día y a la vastedad titilante e indiferente del universo por la noche. Contaba a la sazón cuarenta y seis años y era consciente del vacío por el que todos transitamos; a menudo me sentaba en cubierta y reflexionaba sobre la muerte. Había presenciado demasiadas cosas; cada vez más viejo, y con el alma aún más anciana que el cuerpo. Poco imaginaba entonces que aún no había dejado atrás la mitad de mis días, ni que el destino me depararía experiencias ante las que las maravillas y tragedias que había vivido hasta entonces palidecerían hasta perder toda su relevancia.

El clima jugaba a nuestro favor y desembarcamos en Ancona sin incidentes. Desde allí tomé la carretera que iba hacia el norte y, después de cruzar el Rubicón dos días más tarde, entré de manera oficial en la provincia de la Galia Citerior. Aquel territorio me resultaba familiar; lo había recorrido con Cicerón seis años antes, cuando en su afán por llegar al consulado debía recabar votos entre los pueblos colindantes a la vía Emilia. Los viñedos que bordeaban el camino habían sido cosechados semanas antes; en ese momento se estaban podando las vides de cara al invierno, de tal forma que, hasta donde alcanzaba la vista, las columnas de humo blanco brotaban de los montones de ramas quemadas y se elevaban sobre el campo llano, como si un ejército en retirada hubiera dejado la tierra abrasada a su paso.

En la aldea de Claterna, donde pernocté, averigüé que el gobernador había regresado de allende los Alpes y establecido el cuartel general de invierno en Placentia, pero que, en una muestra de su característico brío, se encontraba ya recorriendo las zonas rurales y celebrando sesiones jurídicas; al día siguiente estaría en la ciudad colindante de Mutina. Salí temprano, llegué a mediodía, crucé las infranqueables murallas y me encaminé hacia la basílica del foro. El único indicio de la presencia de César era una tropa de legionarios que se apostaban en la entrada. Entré directamente, sin que me preguntaran qué asunto me traía allí. La fría luz cenicienta que entraba por las ventanas del claristorio caía sobre una silenciosa fila de ciudadanos que esperaban a hacer sus peticiones. Al fondo, todavía muy lejos como para que pudiera distinguir su rostro, sentado entre los pilares, desde donde emitía sus juicios en su silla de magistrado, y vestido con una toga blanca cuya limpidez llamaba la atención entre el invernal atuendo grisáceo de los lugareños, estaba César.

Sin saber muy bien qué podía hacer para dirigirme a él, me uní a la fila de demandantes. César impartía justicia a un ritmo tan acelerado que avanzábamos casi sin detenernos ni un instante, y a medida que me aproximaba vi que hacía varias cosas a la vez: escuchaba a los distintos peticionarios, leía los documentos que un secretario le proporcionaba y consultaba con un oficial del ejército que se había quitado el casco y se encontraba inclinado para susurrarle algo al oído. Saqué la carta de Cicerón a fin de tenerla preparada, aunque por un momento pensé que aquel no era el lugar adecuado para entregarle la solicitud, ya que de alguna manera creía que iba en contra de la dignidad de un excónsul presentar aquel documento entre la profusión de quejas domésticas de los granjeros y mercaderes, aunque unos y otros merecieran todo mi respeto. El oficial concluyó su informe, se irguió y, cuando pasó junto a mí de camino a la puerta mientras se ajustaba el casco, nuestros ojos se encontraron y se detuvo, sorprendido.

—¿Tiro?

Vi el rostro de su padre antes de acertar a ponerle nombre. Era Publio, hijo de Marco Craso, y ahora comandante de caballería al servicio de César. Al diferencia de su progenitor, era un noble cultivado y elegante, además de un admirador de Cicerón, cuya compañía solía buscar. Me saludó con gran afabilidad.

—¿Qué te trae por Mutina?

Cuando terminé de explicárselo, se ofreció a organizar una audiencia privada con César e insistió en que lo acompañara a la villa donde el gobernador y su séquito se alojaban.

—Me alegro de que nos hayamos encontrado —celebró mientras caminábamos—; nunca he dejado de pensar en Cicerón y en la injusticia de la que fue víctima. He hablado con mi padre al respecto y lo he convencido para que no se oponga a su regreso. Y, como sabrás, Pompeyo también defiende su vuelta; de hecho, la semana pasada envió aquí a Sestio, uno de los tribunos electos, para abogar por su causa ante César.

Me fue imposible no observar lo siguiente:

—Da la impresión de que todo dependiera de César.

—Has de entender su posición. No siente ninguna animosidad por tu señor, sino todo lo contrario. Sin embargo, a diferencia de mi padre y de Pompeyo, no puede defenderse dado que no se encuentra en Roma. Le preocupa perder apoyos políticos durante su ausencia, y tener que regresar antes de haber concluido su trabajo aquí. Cree que Cicerón representa la mayor amenaza para su cargo. Pasa, permíteme que te muestre algo.

Dejamos atrás a los centinelas y, ya en el interior de la casa, Publio me condujo entre las atestadas salas públicas hasta una pequeña biblioteca, donde, de un cofre de marfil, sacó una serie de despachos, todos ellos adornados con un precioso ribete negro y guardados en estuches morados con el indicativo de COMENTARIOS resaltado en bermellón en la línea del título.

—Estas son las copias personales de César —explicó Publio mientras las manipulaba con cuidado—. Las lleva consigo allí a donde va. Conforman el registro de la campaña en las Galias, y las envía con regularidad para que se divulguen en Roma. Le gustaría publicarlas a modo de libro algún día. Es un material que no tiene desperdicio. Puedes comprobarlo tú mismo.

Extrajo un manuscrito y me lo tendió para que lo leyera.

Hay un río con el nombre de Saona que recorre los territorios de los eduos y los sécuanos y desemboca en el Ródano; sus aguas corren a tan lento paso que a simple vista cuesta determinar en qué dirección fluye. Los helvecios lo estaban cruzando sirviéndose de balsas y botes unidos. Cuando los espías informaron a César de que ya habían trasladado a tres cuartas partes de su tropa a la otra orilla y que la sección restante se encontraba todavía a este lado del Saona, partió del campamento con tres legiones. El asalto, que cogió a los helvecios desprevenidos y torpes por la carga del equipaje, supuso la masacre de una buena parte de ellos…

—Escribe sobre sí mismo con admirable distanciamiento —dije.

—En efecto. Eso es porque no quiere parecer presuntuoso. Es importante pulsar la cuerda adecuada.

Le pregunté si me permitiría copiar una parte de las notas para mostrársela a Cicerón.

—Le gustaría recibir noticias de Roma con más regularidad. Las que nos llegan son escasas y antiguas.

—Por supuesto; la información está a disposición del público. Y me encargaré de que César te reciba. Comprobarás que se encuentra de muy buen humor.

Me dejó a solas y comencé a trabajar.

Incluso permitiéndose cierto grado de exageración, los Comentarios dejaban muy claro que César había hilvanado una formidable concatenación de éxitos militares. En un principio, su misión consistía en detener la migración de los helvecios y otras cuatro tribus, las cuales marchaban hacia el oeste a través de la Galia hasta el Atlántico en busca de nuevos territorios. César siguió su inmensa columna, compuesta tanto de combatientes como de ancianos, mujeres y niños, acompañado de un nuevo ejército que había reclutado en su mayor parte él mismo e integrado por cinco legiones. Por último, les tendió una trampa en Bibracte. A fin de garantizarles a las nuevas legiones que ni él ni sus oficiales las abandonarían en el caso de que las cosas se torcieran, colocó a todos sus caballos bien lejos en la retaguardia. Lucharon a pie, con la infantería, y como resultado, según el relato del propio César, no solo detuvieron a los helvecios, sino que los aniquilaron. Más tarde, una lista que revelaba el número total de emigrantes fue hallada en el campamento abandonado del enemigo.

De todos estos, según César, regresaron con vida a su antiguo territorio un total de ciento diez mil.

A continuación —y seguramente esto era algo que a nadie más se le hubiera ocurrido intentar— obligó a sus extenuadas legiones a desandar el camino recorrido a través de la Galia con el propósito de enfrentarse a los ciento veinte mil germanos que habían aprovechado la migración de los helvecios para penetrar en el territorio controlado por los romanos. Se produjo otra cruenta batalla, de siete horas de duración, en la que el joven Craso comandó la caballería, y que concluyó con la aniquilación de los invasores. Apenas un puñado de supervivientes logró huir por el Rin, río que pasó a convertirse en la frontera natural del Imperio romano. De manera que, si los registros de César eran fidedignos, alrededor de trescientas mil personas murieron o desaparecieron en el transcurso de un verano. Para rematar el año, instaló a sus legiones en el nuevo campamento de invierno, a cien millas al norte de la antigua frontera de la Galia Ulterior.

Comenzaba a anochecer cuando terminé de transcribir algunos pasajes y un ambiente bullicioso animaba aún la casa; los soldados y civiles solicitaban una cita con el gobernador, los mensajeros entraban y salían con premura. Puesto que la tenue luz no me permitía seguir escribiendo, recogí la tablilla y el estilete y permanecí sentado en la penumbra. Me pregunté qué habría pensado Cicerón de todo aquello de haberse encontrado en Roma. Condenar las victorias habría parecido antipatriótico; por otro lado, exterminar a los pueblos y modificar las fronteras de aquella manera, sin la autorización del Senado, era ilegal. También reflexioné sobre lo que Publio Craso había dicho: que César temía que Cicerón fuera a Roma, y «tener que regresar antes de haber concluido su trabajo allí». ¿A qué se refería con «haber concluido»? Esta expresión se me antojaba un tanto amenazadora.

Mi ensimismamiento quedó interrumpido cuando un joven oficial de poco más de treinta años, con unos ricitos rubios y ataviado con un uniforme sorprendentemente impoluto, llegó y se presentó ante mí como edecán de César, Aulo Hircio. Dijo tener entendido que traía una carta de Cicerón para el gobernador, y que, si era tan amable de entregársela, él se encargaría de que la recibiera. Le informé de que se me había encomendado de forma expresa hacérsela llegar a César en persona. Me comunicó que eso era imposible. Le respondí que, en ese caso, habría de seguir al gobernador de ciudad en ciudad, hasta que se me presentara la oportunidad de hablar con él. Hircio me estudió con el ceño fruncido y tamborileó en el suelo con un pie calzado con esmero antes de salir de la habitación. Al cabo de una hora regresó y me indicó con sequedad que lo siguiera.

Pese a que ya había anochecido del todo, la sección pública de la casa continuaba atestada de peticionarios. Cruzamos un corredor y pasamos por una robusta puerta que daba paso a una cálida sala, perfumada y alfombrada de forma suntuosa, y alumbrada por el intenso resplandor de un centenar de velas; en el centro yacía César sobre una mesa, tendido de espaldas y desnudo por completo mientras un masajista negro le ungía con aceites. Me miró por un instante y extendió la mano. Le entregué la misiva de Cicerón a Hircio, que rompió el sello y se la dio a César. Mantuve la vista en el suelo en señal de respeto.

—¿Has tenido un buen viaje? —me preguntó César.

—Sí, excelencia, gracias —le respondí.

—Y ¿te están tratando bien?

—Sí, gracias.

Me aventuré entonces a levantar la mirada por primera vez. Tenía el reluciente y musculoso cuerpo completamente depilado, una desconcertante extravagancia que enfatizaba las múltiples cicatrices y cardenales que le había dejado el campo de batalla. Su rostro era de una singularidad indiscutible: anguloso y enjuto, en el que destacaban unos penetrantes ojos negros. El conjunto de sus rasgos le confería un aire de inmenso poder, tanto de intelecto como de voluntad. Se podía entender por qué tanto hombres como mujeres sucumbían con facilidad a su encanto. Contaba entonces cuarenta y tres años.

Se volvió para mirarme; observé que no le sobraba carne alguna, y el vientre se le adivinaba pétreo. Se apoyó sobre el codo y le hizo una señal a Hircio, que sacó una escribanía portátil y se la acercó.

—Y ¿cómo se encuentra Cicerón?

—Muy mal, me temo.

Se rio.

—¡Ah, no, eso sí que no me lo creo! Vivirá más que todos nosotros, o por lo menos más que yo.

Mojó la pluma en el tintero, escribió algo en la carta y se la devolvió a Hircio, que espolvoreó un poco de arena sobre la tinta húmeda, sopló para retirar los residuos, enrolló el documento de nuevo y me lo entregó con semblante hermético.

—Si necesitas algo durante tu estancia, no dudes en pedirlo —me dijo César. Se tendió de espaldas una vez más y el masajista reanudó su trabajo.

Titubeé. Había hecho un largo viaje. Merecía que me dijesen algo más, al menos para tener algo que contarle a Cicerón a mi regreso. Sin embargo, Hircio me tocó el brazo y señaló la puerta con la barbilla.

Cuando estaba a punto de salir, César preguntó a mis espaldas.

—¿Sigues escribiendo con aquel sistema taquigráfico tuyo?

—Sí.

No añadió nada más. La puerta se cerró y seguí a Hircio por el corredor. Tenía el corazón acelerado, como si hubiera sobrevivido a una caída repentina. Hasta que no llegué al cuarto donde pasaría la noche no se me ocurrió mirar qué había escrito César en la carta. Tan solo dos palabras que podían interpretarse como una concisión elegante, o un desdén característico, según cómo se interpretaran: «Aprobado. César».

Cuando me levanté a la mañana siguiente, la casa estaba en silencio; César ya había partido con su séquito hacia la siguiente ciudad. Concluida mi misión, yo también emprendí mi largo viaje de regreso.

Cuando llegué al puerto de Ancona, descubrí que me esperaba una carta de Cicerón; los primeros soldados de Pisón acababan de llegar a Tesalónica, por lo que, como medida de precaución, partiría de inmediato hacia Dirraquio, ciudad que, al encontrarse en la provincia de Ilírico, quedaba fuera de la influencia de Pisón. Confiaba en que nos reencontrásemos allí. Según la respuesta de César y el cariz que tomase la situación en Roma, decidiríamos adónde ir a continuación. «Como Calisto, parece que estamos condenados a vagar eternamente».

Tuve que esperar diez días hasta que el viento sopló a favor, de manera que no pude llegar a Dirraquio hasta las saturnales. Los mandatarios de la ciudad le facilitaron a Cicerón una casa con vistas al mar bien protegida, ubicada en una colina, y allí fue donde lo encontré, contemplando el Adriático. Se volvió al advertir mi presencia. No me acordaba de lo mucho que el exilio lo había envejecido. Debió de apreciar mi consternación, porque su gesto se apagó en el momento en que me vio; entonces dijo con amargura:

—Deduzco que la respuesta es «no».

—Al contrario.

Le mostré la carta que él había escrito, con la autorización de César en el margen. La sostuvo y la estudió un largo instante.

—«Aprobado. César» —leyó—. ¿Te lo puedes creer? ¡«Aprobado. César»! Hace algo que no le gusta y se enfurruña como un crío.

Se sentó en un banco que había al pie de un pino piñonero y me pidió que le relatase el viaje con todo detalle, tras lo cual leyó los pasajes que copié de los Comentarios de César.

—Escribe muy bien, pese a su estilo crudo —opinó cuando hubo terminado—. Este grado de naturalidad precisa de cierto arte, lo que engrandecerá su reputación. Pero me pregunto ¿adónde lo llevará ahora su campaña? Podría hacerse cada vez más fuerte, hasta alcanzar un poder colosal. Si Pompeyo no se anda con ojo, cuando se quiera dar cuenta, la bestia se le habrá echado encima.

No podíamos hacer nada más que esperar. Siempre que pienso en el Cicerón de aquella época, lo recuerdo del mismo modo: en esa terraza, apoyado sobre la balaustrada, apretando con la mano una carta que le traía nuevas de Roma y con la grave mirada perdida en el horizonte, como si de alguna manera, sin otra ayuda que la de su fuerza de voluntad, pudiera ver las tierras de Italia y tomar parte en el curso de los acontecimientos.

Tuvimos conocimiento a través de Ático del juramento prestado por los nuevos tribunos: ocho apoyaban a Cicerón y dos se declaraban enemigos. Bastaban dos opositores para vetar cualquier ley que abrogase su exilio. Más adelante, por medio del hermano de Cicerón, Quinto, recibimos la noticia de que Milón, en calidad de tribuno, había iniciado una acusación contra Clodio por su política violenta e intimidatoria, a la que este respondió enviando a sus secuaces para que destrozasen su casa. El día de Año Nuevo los recién nombrados cónsules asumieron su cargo. Uno de ellos, Léntulo Espínter, ya respaldaba con firmeza a Cicerón. El otro, Metelo Nepos, era su enemigo desde hacía mucho tiempo. Aun así, alguien debía de haberlo presionado, ya que durante el debate inaugural del nuevo Senado Nepos declaró que, si bien seguía sin sentir especial aprecio por Cicerón, tampoco se opondría a su regreso. Dos días después, el Senado presentó ante el pueblo una moción impulsada por Pompeyo para derogar el exilio de Cicerón.

En aquel momento pensamos que el destierro de Cicerón acabaría pronto, de modo que comencé a preparar con discreción el viaje a Italia. Clodio, no obstante, era un enemigo ingenioso y vengativo. La noche previa a la reunión del pueblo, él y sus seguidores ocuparon el foro, el comitium y la rostra, es decir, el núcleo legislativo de la República, de tal manera que cuando los amigos y aliados acudieron a la votación, fueron atacados sin clemencia. Agredieron a dos tribunos, Fabricio y Cispio, y arrojaron a sus asistentes al Tíber. Cuando Quinto intentó subir a la rostra, lo bajaron a la fuerza y le propinaron tal paliza que tuvo que hacerse el muerto para sobrevivir. Milón respondió desatando a su horda de gladiadores. Pronto el centro de Roma se transformó en un campo de batalla, y el combate se alargó durante varios días. Y pese a que por primera vez Clodio recibió un duro castigo, no quedó del todo fuera de juego, y aún le quedaban los dos tribunos dispuestos a imponer su veto. La ley para traer a Cicerón a casa hubo de ser guardada en un cajón.

Cuando Cicerón recibió la misiva con la que Ático le relataba lo ocurrido, se sumió en una depresión casi tan profunda como la que padeciera en Tesalónica. «Por tu carta —redactó en respuesta— así como por los hechos, deduzco que estoy completamente acabado. En los asuntos para los que mi familia pudiese necesitar de tu ayuda, te ruego que no nos falles en esta hora de desgracia».

A pesar de todo, siempre se puede decir una cosa de la política: jamás permanece estática. Si los buenos tiempos no duran eternamente, los malos tampoco. Al igual que la diosa de la Naturaleza, obedece a un ciclo perpetuo de desarrollo y degeneración, y ningún estadista, por mucha lucidez que demuestre, es ajeno a este proceso. Si Clodio no hubiera actuado con tanta arrogancia, temeridad y ambición, nunca habría llegado tan alto. Pero dado que ese era su carácter y teniendo en cuenta que también él se veía sujeto a las leyes de la política, estaba destinado a excederse en su escalada y sufrir una gran caída.

En primavera, durante las floralias, cuando Roma se llenaba de visitantes procedentes de toda Italia, la caterva de Clodio se vio superada por primera vez en número por los ciudadanos de a pie que repudiaban sus tácticas amedrentadoras. El propio Clodio sufrió un abucheo en el teatro. Acostumbrado a no recibir más que halagos del público, Ático nos contó que este empezó a mirar a su alrededor, presa del asombro que le producían los aplausos lentos, las mofas, los silbidos y los gestos obscenos, y entendió, casi demasiado tarde, que estaban a punto de lincharlo. Se retiró aprisa, y ese fue el principio del fin de su dominación, ya que el Senado comprendió por fin cómo se le podía vencer: apelando al grueso de la población a través de los dirigentes de la plebe urbana.

Espínter elaboró con diligencia una moción que invocaba a la ciudadanía de la República a acudir a su cuerpo más soberano, el colegio electoral de ciento noventa y tres centurias, a fin de determinar la suerte de Cicerón de una vez por todas. La moción se aprobó en el Senado por cuatrocientos trece votos a uno, proceso donde solo Clodio se manifestó en contra. Más tarde se llegó a un acuerdo para que la votación se celebrase al mismo tiempo que las elecciones de verano, cuando las centurias se reunieran en asamblea en el Campo de Marte.

Cuando conocimos la decisión a la que se llegó, Cicerón estaba tan seguro de que lo habían indultado que lo dispuso todo para celebrar un sacrificio en agradecimiento a los dioses. Las decenas de miles de ciudadanos de toda Italia constituían los cimientos sólidos y estables sobre los que había levantado su carrera; estaba seguro de que no lo decepcionarían. Se puso en contacto con su esposa y demás familiares para pedirles que se reunieran con él en Bríndisi y, en lugar de permanecer en Ilírico a la espera de que se anunciara el resultado, que nosotros tardaríamos dos semanas en conocer, decidió zarpar rumbo a casa el mismo día de la votación.

—Cuando la marea va en tu misma dirección, hay que tomarla con presteza, sin darle ocasión a que te deje en tierra. Además, daré una buena impresión si me muestro seguro.

—En el caso de que la votación no fuese favorable, quebrantarías la ley si te presentaras en Italia.

—Lo será. El pueblo de Roma jamás votaría para mantenerme en el exilio; y si lo hiciese, tampoco tendría sentido continuar con esto, ¿no crees?

Y así, quince meses después de que desembarcásemos en Dirraquio, nos dirigimos al puerto para emprender el viaje de vuelta a la vida. Cicerón se había afeitado, cortado el pelo y puesto una toga blanca, adornada con el galón morado de los senadores. El destino quiso que realizáramos la travesía en el mismo buque mercante que nos había traído. Sin embargo, el contraste entre ambos trayectos no podía ser más notorio. Esta vez surcamos con suavidad un mar terso, acompañados durante toda la jornada por un viento favorable, pasamos la noche al raso tumbados en la cubierta y a la mañana siguiente amanecimos con la imagen de Bríndisi en el horizonte. El acceso al mayor puerto de Italia nos acogió como unos inmensos brazos abiertos, y una vez que sorteamos las barreras y acortamos la distancia con el muelle atestado, nos sentimos como si un amigo al que hacía largo tiempo que no veíamos nos estuviera estrechando con efusividad contra su pecho. La ciudad entera parecía haberse congregado en el puerto, que bullía en un ambiente festivo, inflamado de gaitas y baterías, con muchachas cargadas de ramos floridos y jóvenes que mecían ramas decoradas con lazos de colores.

Di por hecho que todo se había dispuesto en honor a Cicerón y así se lo hice saber embargado por la emoción, pero me aplacó y me dijo que no me engañase.

—¿Cómo iban a saber que veníamos? Además, ¿ya no te acuerdas? Hoy es un día festivo en esta región, se celebra el aniversario de la fundación de la colonia de Bríndisi. Antes lo habrías sabido, cuando luchaba por el cargo.

No obstante algunos de los congregados se fijaron en su toga de senador y enseguida lo reconocieron. La voz de que estaba allí se corrió en el acto. Pronto un nutrido grupo empezó a gritar su nombre y a aclamarlo. En cubierta, mientras nos deslizábamos hacia el amarradero, levantó la mano en agradecimiento y empezó a pivotar en todas direcciones para que la multitud pudiera verlo. Entre esta divisé a su hija, Tulia. Al igual que el resto, agitaba la mano y lo llamaba a voces, e incluso saltaba una y otra vez para llamar su atención. Pero Cicerón se estaba asoleando al calor de los aplausos, con los ojos entornados, como un prisionero al que hubieran liberado de una mazmorra en un día esplendoroso, de tal manera que, entre el alboroto y el tumulto de la muchedumbre, no la vio.

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