Dictator

Dictator


Primera parte. Exilio. 58-47 a. C. » Capítulo VI

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VI

Siete años —dijo Cicerón con repugnancia cuando Vibulio y sus hombres se marcharon—. En política no hay nada que pueda planificarse con una antelación de siete años. ¿Es que Pompeyo ha perdido el juicio? ¿Acaso no se da cuenta de que este pacto del demonio está pensado para favorecer a César? De hecho, promete cubrirle las espaldas a César hasta que este termine de saquear la Galia, tras lo cual regresará a Roma y tomará el control de toda la República, incluido Pompeyo.

Se sentó en la terraza, desesperado. Procedentes de la orilla se oían los graznidos solitarios de las aves marinas mientras los pescadores de ostras extraían sus capturas. Ahora sabíamos por qué el vecindario estaba desierto. Según Vibulio, la mitad de los senadores se habían enterado de lo que estaba ocurriendo en Lucca, y más de un centenar de ellos se había desplazado al norte para intentar hacerse con una parte del botín. Habían renunciado a la calidez de la Campania para recrearse bajo el sol más radiante de todos: el poder.

—Soy un necio —se lamentó Cicerón—, por venir aquí a contar olas cuando el futuro del mundo se está decidiendo en el extremo opuesto del país. Asumámoslo, Tiro. Ya no soy el de antes. Cada uno tiene su momento, y el mío pasó hace tiempo.

Más tarde Terencia regresó de la visita a la cueva de la sibila de Cumas. Se fijó en los restos de polvo que había en las alfombras y en los muebles y preguntó quién había estado en la casa. A regañadientes, Cicerón le contó lo ocurrido.

Se le iluminaron los ojos. Con gran emoción, exclamó:

—¡Qué curioso! La sibila ha profetizado estos acontecimientos. Me dijo que primero Roma sería gobernada por tres, después por dos, luego por uno y, al final, por ninguno.

Incluso Cicerón, a quien la idea de que existiese una sibila que vivía dentro de una tinaja y adivinara el futuro le parecía una completa sandez, se quedó impresionado.

—Tres, dos, uno, ninguno… Sabemos demasiado bien quiénes son los tres, de eso no cabe duda. Y me puedo imaginar quién será el uno. Pero ¿quiénes serán los dos? Y ¿a qué se referirá con «ninguno»? ¿Será su forma de predecir un clima caótico? Si se trata de eso, estoy de acuerdo, eso será lo que suceda si permitimos que César pisotee la Constitución. Sin embargo, no tengo ni la más remota idea de cómo detenerlo.

—Y ¿por qué has de ser tú quien lo detenga? —inquirió Terencia.

—No lo sé. ¿Quién podría hacerlo, sino yo?

—Pero ¿por qué siempre te corresponde a ti aplacar la ambición de César cuando Pompeyo, el hombre más poderoso del Estado, no piensa mover un dedo para respaldarte? ¿Por qué asumes esa responsabilidad?

Cicerón guardó silencio.

—Es una buena pregunta —señaló al cabo—. Quizá sea una actitud vanidosa por mi parte. Pero ¿de verdad es honorable que me mantenga con los brazos cruzados cuando el instinto me dice que la nación avanza hacia el desastre?

—¡Sí! —exclamó su esposa con vehemencia—. ¡Sí! ¡Por supuesto que sí! ¿El enfrentamiento con César no te ha causado ya bastante sufrimiento? ¿Hay alguien en este mundo que haya padecido un castigo mayor? ¿Por qué no dejas que otros continúen con la lucha? ¿No crees que te has ganado el derecho a disfrutar de un poco de paz? —A media voz, añadió—: Yo tengo claro que sí me la merezco.

Cicerón tardó un rato antes de contestar. Intuyo, que desde que tuvo conocimiento del Convenio de Lucca, sabía que no podía seguir oponiéndose a César, no si quería seguir con vida. Aun así, necesitaba que alguien se lo dijese sin ambages, como acababa de hacer Terencia.

Entonces suspiró con un cansancio que nunca había observado en él.

—Tienes razón, esposa mía. Al menos, nadie podrá recriminarme que no he retratado a César como lo que es, ni que no he intentado detenerlo. Pero estás en lo cierto, soy demasiado viejo y estoy demasiado exhausto como para seguir enfrentándome a él. Mis amigos lo entenderán y mis enemigos criticarán cualquier cosa que haga, de modo que ¿por qué preocuparme por lo que piensan? ¿Por qué no puedo disfrutar al fin de un descanso en estas soleadas tierras con mi familia?

Estiró el brazo y le cogió la mano.

No obstante se avergonzaba de haber capitulado. Lo sé porque, aunque envió una extensa carta a Sardinia —una «palinodia», como él decía— para anunciarle a Pompeyo que había cambiado de parecer, nunca me permitió leerla, ni guardó copia alguna. Tampoco se la mostró a Ático. Al mismo tiempo, le escribió al cónsul Marcelino para comunicarle que deseaba retirar la moción con la que solicitaba que el Senado revisase las leyes agrarias de César. No le dio ninguna explicación; no hacía falta; todo el mundo estaba al tanto de los cambios que se acababan de producir en el firmamento político y sabía que la nueva alineación de los astros regía en su contra.

Cuando regresamos a Roma, nos encontramos con una ciudad plagada de rumores. Sin duda, muy pocos sabían con certeza lo que Pompeyo y Craso se traían entre manos, pero poco a poco corrió la voz de que iban a iniciar una candidatura conjunta por el consulado, como ya hicieran en el pasado, aunque de todos era sabido que se profesaban un desprecio mutuo. Algunos senadores, no obstante, estaban decididos a contener el cinismo y la arrogancia de los Tres. Se programó un debate sobre la adjudicación de las provincias consulares, y se propuso una moción para desposeer a César tanto de la Galia Citerior como de la Galia Ulterior. Cicerón sabía que, si acudía a la cámara, le pedirían su opinión. Consideró la posibilidad de mantenerse al margen pero sabía que tarde o temprano tendría que retractarse en público, de manera que lo mejor era que zanjase ese asunto cuanto antes. Comenzó a preparar el discurso.

En la víspera del debate, tras más de dos años en Chipre, Marco Porcio Catón regresó a Roma. Reapareció a lo grande, remontando el Tíber desde Ostia flanqueado por una flotilla de navíos cargados de riquezas, en compañía de su sobrino, Bruto, un joven en el que había puestas muchas expectativas. Todo el Senado al completo, así como los magistrados y sacerdotes, además de la mayor parte de la población, salieron a darle la bienvenida. Había una dársena con postes pintados y galones donde debía desembarcar para encontrarse con los cónsules. Sin embargo, pasó de largo, iba de pie en la proa de una galera real dotada de seis bancos de remos, inclinando hacia delante su perfil huesudo, vestido con una desgastada túnica negra. La multitud jadeó y gruñó decepcionada por su prepotencia, pero entonces comenzó a descargar los tesoros: un carro de bueyes detrás de otro, hasta siete mil talentos de plata desfilaron desde la Navalia hasta el Tesoro del Estado, ubicado en el templo de Saturno. Con este aporte, Catón transformó las finanzas de la nación —bastaba para proporcionar trigo de forma gratuita a los ciudadanos durante cinco años—, de modo que el Senado organizó una sesión con carácter inmediato para votar y nombrarlo pretor honorífico, con derecho a lucir una toga especial de ribetes morados.

Convocado por Marcelino para que respondiera, Catón censuró con desprecio lo que él llamaba «nimiedades de corruptos»: «He cumplido con el deber que me fue asignado por el pueblo romano, cometido para el que nunca me ofrecí y del que preferiría no haber tenido que encargarme. Ahora que ya está hecho, no necesito zalamerías ni prendas vistosas con las que engalanarme; saber que he cumplido con mi cometido es para mí recompensa suficiente, como debería serlo para cualquier otro hombre».

Al día siguiente regresó a la cámara para asistir al debate sobre las provincias, como si nunca se hubiera ausentado; de hecho, ocupó su asiento habitual y repasó diversas cuentas del Tesoro, como siempre hacía, para cerciorarse de que no se estuviera malgastando el erario público. Solo cuando Cicerón se levantó para hablar, las dejó a un lado.

La sesión estaba avanzada y casi todos los excónsules habían manifestado ya su opinión. Aun así, Cicerón logró mantener el suspense un poco más al dedicar la primera parte del discurso a atacar a dos antiguos enemigos suyos, Pisón y Gabinio, gobernadores de Macedonia y de Siria respectivamente. Transcurridos unos minutos, el cónsul Marcio Filipo, quien estaba casado con la sobrina de César y que, al igual que muchos otros, comenzaba a impacientarse, lo interrumpió para preguntarle por qué perdía el tiempo arremetiendo contra esos dos títeres cuando el hombre que de verdad había instigado la campaña que lo llevó al exilio era César. Este comentario le dio pie a Cicerón para abordar el tema.

—Porque —argumentó— quiero destacar el bienestar del que goza nuestro pueblo y no solo mis problemas particulares. La lealtad inquebrantable que durante tantos años le he profesado a la República es lo que renueva, refuerza y revigoriza mi amistad con Cayo César.

»Para mí —prosiguió, teniendo que gritar para hacerse oír sobre los abucheos—, es imposible no declararme amigo de todo el que le haga un buen servicio al Estado. Bajo el mando de César, hemos librado una guerra en la Galia, mientras que antes nos limitábamos a defendernos de quienes nos atacaban. Al contrario que sus predecesores, César cree que toda la Galia debería quedar bajo nuestro gobierno. Y por ello, con un éxito abrumador, ha diezmado en batalla a las tribus más feroces y poderosas de Germania y Helvecia; a las demás las ha aterrorizado, arrinconado y sometido, y les ha enseñado a obedecer la voluntad del pueblo romano.

»No obstante, la guerra todavía no está ganada. Si obligamos a César a que regrese, las ascuas podrían encender nuevas llamas. Por lo tanto, como senador, como enemigo declarado de César, si así lo preferís, debo olvidar mis problemas por el bien del Estado, porque ¿cómo puedo ser enemigo de un hombre cuyos despachos, fama y emisarios nos regalan los oídos cada día con nuevos nombres de razas, gentes y pueblos?

No fue su mejor intervención. De hecho, hacia el final de la misma cometió el tropiezo de intentar hacer creer a la cámara que en realidad César y él nunca habían sido enemigos, sofisma que la bancada recibió entre burlas. Con todo, consiguió lo que se proponía. La moción para sustituir a César fue abolida y, al término de la sesión, aunque los opositores más acérrimos de César (como Enobarbo y Bíbulo) le dieron la espalda con manifiesto desprecio, Cicerón se encaminó hacia la salida con la cabeza alta. En ese momento Catón lo abordó. Yo estaba esperando junto a la puerta, de forma que oí toda la conversación que mantuvieron.

—No te imaginas cómo me decepcionas, Marco Tulio —le confesó Catón—. Acabas de desperdiciar la que quizá fuese nuestra última oportunidad de detener a un dictador.

—¿Por qué iba a querer detener a alguien que consigue una victoria tras otra? —le preguntó Cicerón.

—Pero ¿para quién lo hace? —replicó Catón—. ¿Para la República o para sí mismo? Y, en cualquier caso, ¿desde cuándo esta nación tiene por objetivo conquistar la Galia? ¿Cuándo han autorizado el Senado o el pueblo esta guerra?

—Bien, entonces ¿por qué no propones tú una moción para ponerle fin? —lo instó.

—Puede que lo haga —avisó Catón.

—Sí —lo animó Cicerón—, ¡así veremos hasta dónde llegas! Bienvenido a casa, por cierto.

No obstante, Catón, que no estaba de humor para cumplidos, se alejó con paso airado para hablar con Bíbulo y Enobarbo. En adelante, él tomaría las riendas de la oposición a César, mientras Cicerón disfrutaba de su retiro en la casa del Palatino, decidido a llevar una vida más sosegada.

No había nada de heroico en lo que Cicerón acababa de hacer. Era consciente del prestigio que había perdido. «¡Adiós, principios, sinceridad y honor!», le escribiría en una carta a Ático a modo de resumen.

Sin embargo, aun después de todos estos años, e incluso considerándolo en retrospectiva, no veo qué otra salida le quedaba. A Catón le resultaba más sencillo mostrarse desafiante ante César. Procedía de una familia rica e influyente, y no debía lidiar con las amenazas de Clodio un día tras otro.

A continuación todo se desarrolló como los Tres habían planeado, algo que Cicerón no podría haber evitado ni aun dando su vida por ello. Clodio y sus rufianes entorpecieron las solicitudes de votos para las elecciones consulares a fin de interrumpir la campaña. Después amenazaron e intimidaron al resto de los candidatos hasta que estos se retiraron. Por último, se pospusieron las elecciones. Solo Enobarbo, con el apoyo de Catón, tuvo el valor de seguir postulándose para el cargo de cónsul al que aspiraban Pompeyo y Craso. La mayor parte del Senado se vistió de luto en señal de protesta.

Aquel invierno, por primera vez, los veteranos de César atestaron la ciudad y se dedicaron a emborracharse, a irse de putas y a amenazar a todo el que se negara a saludar a la efigie de su caudillo que erigieron en una encrucijada. En la víspera de la votación aplazada, Catón y Enobarbo iban de camino al recinto de las votaciones a la luz de las antorchas para proteger su puesto de campaña cuando alguien los atacó por el camino. Puede que fueran los hombres de Clodio o quizá los de César, pero el caso es que el esclavo que portaba las antorchas resultó muerto. A Catón le asestaron una puñalada en el brazo derecho y, aunque le rogó a Enobarbo que se mantuviese firme, este huyó a su casa, bloqueó la puerta con maderos y se negó a salir. Al día siguiente, Pompeyo y Craso fueron elegidos cónsules, y poco después, tal y como se conviniera en Lucca, se aseguraron de que se les adjudicaran las provincias que deseaban gobernar al término de su cargo conjunto: Hispania para Pompeyo y Siria para Craso. Ambos mandatos tendrían una duración de cinco años en lugar del año único habitual, con una ampliación de cinco años más para César como procónsul de la Galia. Pompeyo ni siquiera tuvo que salir de Roma, ya que optó por gobernar Hispania a través de sus subordinados.

Durante todo este tiempo, Cicerón se mantuvo apartado de la vida política. Los días en que no debía intervenir en los tribunales, se quedaba en casa y ayudaba a su hijo y a su sobrino a estudiar gramática, griego y retórica. Por las noches cenaba tranquilamente con Terencia. Componía poemas. Empezó a escribir un libro sobre la historia y la práctica de la oratoria.

—Sigo siendo un exiliado —me confesó—, solo que ahora vivo el destierro en Roma.

César no tardó en tener conocimiento del cambio de postura que Cicerón había anunciado en el Senado, por el cual le remitió de inmediato una carta de agradecimiento. Recuerdo la sorpresa que se llevó cuando llegó la misiva, entregada por uno de los eficientes y fiables mensajeros militares de César. Como he explicado con anterioridad, casi toda la correspondencia que mantuvieron quedó requisada más adelante. Sin embargo, recuerdo el encabezamiento, ya que siempre utilizaba el mismo:

De C. César, imperator, para M. Cicerón, saludos.

Yo y el ejército estamos bien…

Y en aquella carta en particular se incluía un pasaje que nunca he olvidado: «Me halaga saber que me llevas en el corazón. No hay nadie en toda Roma cuya opinión valore más que la tuya. Puedes confiar en mí siempre que lo necesites». Cicerón se debatía entre la gratitud y la vergüenza, entre el alivio y la desesperación. Le mostró la misiva a Quinto, quien acababa de regresar de Sardinia.

—Has hecho lo correcto —le dijo su hermano—. Pompeyo ha demostrado ser un amigo voluble. El mismo César te habría guardado más lealtad. —A esto, añadió—: Para serte franco, Pompeyo me trató con tanto desprecio mientras estuve fuera que llegué a preguntarme si no me iría mejor aliándome con César.

—Y ¿cómo ibas a hacer eso?

—Bueno, soy un soldado, ¿no? Tal vez podría requerir un puesto a su mando. O quizá tú podrías solicitarle algún servicio en mi nombre.

Al principio, Cicerón se mostró reacio; no albergaba ningún deseo de pedirle favores a César. Pero después vio lo desanimado que se encontraba Quinto tras su regreso a Roma. Tenía que lidiar con su desdichado matrimonio con Pomponia, qué duda cabía, pero no se trataba solo de eso. Él no era orador ni abogado como su hermano mayor. Ni los tribunales ni el Senado le atraían en exceso. Ya había servido como pretor y como gobernador en Asia. El único paso que le quedaba por dar en política era la obtención de un consulado, lo que nunca sucedería a menos que tuviera un extraordinario golpe de suerte o que contase con un buen patrón. Por otro lado, el único ámbito en el que podía buscar ese tipo de cambios era el del campo de batalla.

Parecía una posibilidad remota, pero al empezar a darle vueltas, los hermanos se convencieron de que deberían vincular su destino al de César de una forma más estrecha. Cicerón le escribió con el propósito de solicitarle un servicio para Quinto, y César le contestó enseguida para comunicarle que estaría encantado de complacerlo. No solo eso, puesto que, a cambio, le preguntó a Cicerón si lo ayudaría a supervisar el complejo programa de reedificación que estaba preparando en Roma para competir con el de Pompeyo. Se invertirían varios cientos de millones de sestercios en la construcción de un nuevo foro que ocuparía el centro de la ciudad y en el levantamiento de una avenida cubierta de una milla de longitud en el Campo de Marte. Como recompensa por sus esfuerzos, César le concedió a Cicerón un préstamo de ochocientos mil sestercios a un interés del dos con veinticinco por ciento, la mitad de la tasa habitual del mercado.

Así era él. Como un remolino. Engullía a los hombres en su vórtice de energía y poder, hasta el punto de llegar a tener hipnotizada a casi toda Roma. Cada vez que sus Comentarios se colgaban a la entrada de la Regia, se formaba a su alrededor una multitud que se quedaba todo el día allí, leyendo sus hazañas. Aquel año, su joven protegido, Décimo, derrotó a los celtas en una cruenta batalla naval que se libró en el Atlántico, tras la cual César ordenó que toda la nación rival fuese vendida a los tratantes de esclavos y que se ejecutase a sus cabecillas. Bretaña fue conquistada; los Pirineos, apaciguados; Flandes, aplastada. Hasta a la última comunidad de la Galia se le exigió que pagase algún nuevo impuesto, incluso después de que César hubiera saqueado los pueblos y les hubiese arrebatado sus tesoros milenarios. Una vasta pero pacífica migración de cuatrocientos treinta mil germanos pertenecientes a las tribus de los usípetes y los téncteros cruzó el Rin y fue aplacada por César para que se sintiera segura cuando acordó una fingida tregua; después los masacró. Gracias al puente que los ingenieros levantaron sobre el Rin, César y su legión causaron estragos por toda Germania durante dieciocho días antes de replegarse de nuevo hacia la Galia y desmontar el puente al cruzarlo de regreso. Por último, por si esto fuera poco, César se hizo a la mar con dos legiones y desembarcó en las costas bárbaras de Britania (un lugar que en Roma muchos se negaban a creer que existiese, y que sin duda se encontraba allende los límites del mundo conocido). Allí quemó no pocas aldeas, capturó algunos esclavos y zarpó de vuelta a casa antes de que las tormentas del invierno lo atrapasen.

Para celebrar sus victorias, Pompeyo convocó una reunión del Senado con el propósito de que se aprobasen por votación otros veinte días de loas públicas en honor a su suegro, lo que dio lugar a una escena que aún no he olvidado. Uno tras otro, los senadores se levantaron para alabar a César, un sumiso Cicerón entre ellos, hasta que a Pompeyo ya solo le faltaba por llamar a Catón.

—Oídme todos —dijo Catón—, una vez más le dais la espalda al sentido común. Según los despachos de César, ya ha aniquilado a cuatrocientos mil hombres, mujeres y niños, personas con las que no manteníamos conflicto alguno, con las que no estábamos en guerra, durante una campaña que no fue autorizada por ningún tipo de votación, ni de este Senado ni del pueblo romano. Quiero exponer dos contrapropuestas para que las tengáis en consideración. En primer lugar, que, lejos de organizar celebraciones, les supliquemos a los dioses que no descarguen su ira sobre Roma y el ejército por los disparates y la demencia de César. Y segundo, que César, puesto que ha cometido un crimen de guerra tras otro, les sea entregado a las tribus de Germania para que ellas decidan su suerte.

La furiosa gritería que estalló al término de su discurso convirtió la cámara en un estremecido aulladero. «¡Traidor!». «¡Cortesana de la Galia!». «¡Germano!». Varios senadores se levantaron de un brinco y empezaron a empujar a Catón hasta que, al hacerlo tropezar, estuvo a punto de caer de espaldas. Pero era un hombre fuerte y atlético. Recuperó el equilibrio y se mantuvo en su sitio, escrutándolos a todos como un águila. Se propuso una moción para que los lictores lo llevaran directamente a la Carcer, donde lo encerrarían hasta que se disculpara. Pompeyo, no obstante, era demasiado astuto como para autorizar semejante martirio.

—El propio Catón, con su discurso, se ha infligido más daño a sí mismo del que ningún castigo podría causarle —declaró—. Dejadlo marchar. No importa. Acaba de quedar condenado para siempre a ojos del pueblo romano por manifestar una postura tan traicionera.

A mí también me pareció que Catón acababa de deslustrar la imagen que pudieran tener de él los más moderados y prudentes; así se lo hice saber a Cicerón cuando caminábamos de regreso a casa. Ahora que mantenía una relación más estrecha con César, esperaba que estuviese de acuerdo conmigo. Pero, para mi sorpresa, negó con la cabeza.

—No, estás muy equivocado. Catón es todo un profeta. No duda en espetar la verdad con la franqueza de un niño o de un lunático. Roma maldecirá el día en que decidió unir su destino al de César. Y yo también.

No pretendo dármelas de filósofo, pero he observado una cosa: siempre que algo parece estar en su apogeo, puedes tener la certeza de que su caída ha dado comienzo.

Así sucedió con el triunvirato. Destacaba sobre el panorama político con la solidez de un monolito. Aun así, tenía varios puntos débiles imposibles de ver, los cuales solo el tiempo revelaría. De estas flaquezas, la más peligrosa era la ambición desmesurada de Craso.

Durante muchos años fue el hombre más rico de Roma, con una fortuna de unos ocho mil talentos, equivalentes a casi doscientos millones de sestercios. Esta cantidad, empero, comenzó a parecer insignificante en comparación con las fortunas de Pompeyo y César, quienes tenían los recursos de países enteros a su disposición. Por lo tanto, Craso puso todo su empeño en partir hacia Siria, no para asumir el control administrativo del país, sino para emplearlo a modo de base desde la cual organizar una expedición militar contra el Imperio parto. Quienes tenían un ligero conocimiento de las arenas traicioneras y los pueblos sanguinarios de Arabia opinaban que el plan entrañaba un riesgo excesivo, y estoy seguro de que ese era el caso de Pompeyo. Sin embargo, tal era el desprecio que sentía por Craso que no movió un dedo para disuadirlo. En cuanto a César, también lo animó. Ordenó que el hijo de Craso, Publio (con quien me había encontrado en Mutina), abandonara la Galia para regresar a Roma acompañado de un destacamento de mil soldados veteranos de caballería y se uniera a su padre como delegado del comandante en jefe.

Cicerón detestaba a Craso más que a nadie en toda Roma.

Incluso por Clodio llegaba a sentir en ocasiones, aunque a regañadientes, un cierto respeto. Pero a Craso lo consideraba cínico, codicioso y ladino, rasgos que intentaba disimular con una bonhomía dudosa e hipócrita. Mantuvieron una acalorada discusión en el Senado más o menos por aquel entonces, cuando Cicerón denunció al gobernador saliente de Siria, Gabinio (un viejo enemigo suyo), por ceder a los sobornos de Ptolomeo y devolverle al faraón el trono de Egipto. Craso defendió al hombre al que iba a sustituir. Cicerón lo acusó de anteponer sus intereses personales a los de la República. Craso tachó a Cicerón de exiliado. «Prefiero ser un exiliado —replicó Cicerón—, que un ladrón consentido». Craso se acercó a él con actitud amenazadora, y hubo que separar a los veteranos estadistas para que no la emprendieran a golpes.

Pompeyo mantuvo un aparte con Cicerón y le advirtió que no toleraría que ofendiese de esa manera a su compañero cónsul. César le envió una carta desde la Galia en la que, con un tono severo, le anunció que cualquier ataque que Craso sufriera constituiría un insulto contra él. Lo que les preocupaba, sospecho, era la expedición de Craso, dado que el creciente rechazo que generaba entre la ciudadanía empezaba a socavar la autoridad de los Tres. Catón y sus seguidores avisaron que era ilegal e inmoral declararle la guerra a un país aliado de la República; aportaron diversos augurios según los cuales los dioses se ofenderían y le traerían la ruina a Roma.

Craso se inquietó hasta el punto de planificar una reconciliación pública con Cicerón. Se dirigió a él por medio de Furio Crásipo, amigo suyo y yerno de Cicerón. Crásipo propuso organizar una cena para los dos en la víspera de la partida de Craso. Declinar la invitación habría supuesto una falta de respeto hacia Pompeyo y César; Cicerón debía asistir.

—Pero quiero que tú también estés presente, en calidad de testigo —me dijo—. Ese canalla pondrá en mi boca palabras que no pronuncié y se inventará halagos que nunca expresé.

Huelga decir que yo no llegué a sentarme a la mesa con ellos. Aun así, recuerdo con toda claridad algunos momentos de aquella velada. Crásipo tenía una magnífica casa en un vecindario suburbano, en medio de un parque ubicado aproximadamente a una milla del sur de la ciudad, a la orilla del Tíber. Cicerón y Terencia llegaron los primeros para poder pasar un poco de tiempo con Tulia, que había sufrido un aborto recientemente. Estaba pálida, la pobre, y muy delgada. Me fijé además en la frialdad con que la trataba su marido, que la criticaba por nimiedades domésticas como el que las flores se estuvieran marchitando o la pobre calidad de los aperitivos. Craso se presentó una hora más tarde, acompañado de una auténtica caravana de carruajes que se detuvieron alborotadamente en el patio. Con él llegaron su esposa, Tértula (una señora mayor de gesto agrio, casi tan calva como su marido); su hijo, Publio, y la nueva novia de este, Cornelia, una joven de diecisiete años muy elegante, hija de Escipión Nasica, a la que muchos consideraban la muchacha más cotizada de Roma. Craso trajo asimismo un séquito de asistentes y secretarios que no parecían desempeñar papel alguno salvo el de correr de aquí para allá con mensajes y documentos diversos, confiriéndole al encuentro cierta atmósfera de trascendencia. Cuando los protagonistas entraron para sentarse a cenar y se restableció la calma, se recostaron en los divanes de Crásipo y bebieron su vino. Me llamó la atención el contraste que observé entre aquellos aficionados civiles y la corte eficiente y curtida de César.

Tras la cena, pasaron al tablinum para debatir sobre la estrategia militar, o, mejor dicho, Craso habló largo y tendido mientras los demás se limitaban a escucharlo. Por aquel entonces su sordera se había agravado mucho (tenía sesenta años) y se expresaba en un tono de voz excesivamente elevado. Publio, que se sentía avergonzado («cálmate, padre, no hay necesidad de gritar, no estamos en la habitación de al lado»), miró a Cicerón con las cejas enarcadas en una o dos ocasiones a modo de disculpa. Craso anunció que avanzaría hacia el este a través de Macedonia, para después seguir por Tracia, el Helesponto, Galacia y la franja norte de Siria, tras lo cual atravesaría el desierto de Mesopotamia, cruzaría el Éufrates y llegaría hasta el corazón de Partia.

—Sin duda estarán al tanto de tu llegada —comentó Cicerón—. ¿No te preocupa saber que no podrás recurrir al factor sorpresa?

Craso se mofó.

—No necesito ningún factor sorpresa. Prefiero el factor certeza. Que tiemblen mientras nos aproximamos.

Su objetivo eran los distintos tesoros que se encontraría a lo largo del camino; citó el templo de la diosa Derceto, en Hierápolis; el de Jehová, en Jerusalén; y también la efigie enjoyada de Apolo, en Tigranocerta; el Zeus dorado de Niceforio y las suntuosas edificaciones de Seleucia. En tono jocoso, Cicerón comentó que, más que de campaña militar, parecía que saliese de compras, pero la sordera de Craso le impidió oírlo.

Al término de la velada, los viejos enemigos se estrecharon la mano con calidez y expresaron la profunda satisfacción que les producía el hecho de que los pequeños malentendidos que antes podían haberlos distanciado hubieran quedado zanjados por fin.

—No eran más que meros productos de nuestra imaginación —declaró Cicerón mientras sacudía los dedos—. Que ahora queden erradicados por completo de nuestra memoria. Entre hombres como tú y yo, cuyo destino transcurre por los mismos cauces políticos, confío en que la llama de la alianza y la amistad siga ardiendo para honra de ambos. En todos los asuntos que puedan concernirte durante tu ausencia, mi entregado e infatigable servicio, así como todo el peso de mi influencia, quedan absoluta e incondicionalmente a tu disposición.

»Menudo canalla despreciable está hecho ese tipejo —gruñó Cicerón cuando montamos en el carruaje para regresar a casa.

Uno o dos días más tarde (y dos meses antes de que finalizara su cargo de cónsul, de lo ansioso que estaba por partir), Craso salió de Roma engalanado con la capa roja y el uniforme de general en activo. Pompeyo, en calidad de compañero cónsul, salió de la cámara del Senado para verlo partir. El tribuno Ateyo Capitón intentó detenerlo en el foro por iniciar una guerra ilegal, y cuando los lugartenientes de Craso lo apartaron a empujones, echó a correr hacia las puertas de la ciudad, donde encendió un brasero. Cuando Craso pasó delante de él, Ateyo empezó a arrojar incienso y libaciones sobre las llamas a la vez que profería maldiciones contra Craso y su expedición, mezclando distintos ensalmos con los nombres de múltiples deidades arcanas y temibles. El supersticioso pueblo de Roma observó la escena horrorizado y empezó a gritarle todo tipo de ruegos a Craso para que no emprendiera la marcha. Pero el general se rio de todos ellos y, con una última y airosa despedida con la mano, le dio la espalda a la ciudad y espoleó a su montura.

Esa era la vida de Cicerón en aquella época. Debía caminar de puntillas entre los tres grandes hombres del Estado y esforzarse por mantener una relación cordial con todos ellos, acatando las órdenes que le daban y temiendo en privado por el futuro de la República, aunque sin perder nunca la esperanza de que llegaran tiempos mejores.

Buscó refugio en sus libros, sobre todo en los de filosofía y los de historia, hasta que un día, poco después de que Quinto se hubiera marchado para unirse a César en la Galia, me dijo que había decidido escribir una obra propia. Era demasiado peligroso, admitió, atacar de forma abierta la situación política actual de Roma. No obstante, podía enfocar el texto desde otra perspectiva, actualizando la República de Platón y describiendo cómo sería el Estado ideal.

—¿Quién podría oponerse a algo así?

Yo supuse que muchísima gente, aunque preferí no compartir mi opinión con él.

Recuerdo el proceso de redacción del libro, que al final nos llevó casi tres años, como uno de los períodos más satisfactorios de mi vida. Al igual que muchas obras literarias, nos costó mucho sufrimiento y un buen número de inicios fallidos. En principio, Cicerón había planeado escribirlo en nueve rollos, pero después prefirió limitarse a seis. Decidió presentar el escrito a modo de conversación imaginaria mantenida por un grupo de personajes históricos (entre los cuales destacaría uno de sus héroes, Escipión Emiliano, conquistador de Cartago) que se reúne en una villa durante una celebración religiosa para debatir sobre la naturaleza de la política y la manera en que se deberían estructurar las sociedades. Dio por hecho que a nadie le importaría que pusiera algunas ideas arriesgadas en la boca de distintas figuras legendarias de la historia de Roma.

Comenzó con los dictados en su nueva villa de Cumas durante el receso del Senado. Consultaba todo tipo de textos antiguos, y un día especialmente reseñable nos desplazamos hasta la villa de Fausto Cornelio Sila, hijo del anterior dictador, que residía en una zona más alejada del litoral. Milón, aliado de Cicerón, quien no dejaba de ascender en las esferas políticas, acababa de contraer matrimonio con Fausta, la hermana gemela de Sila, y durante el banquete de bodas, al que Cicerón asistió, Sila lo invitó a que visitara su biblioteca siempre que lo necesitase. Era una de las colecciones más valiosas de toda Italia. El dictador Sila había traído los libros en carro desde Atenas hacía casi treinta años y entre ellos, por sorprendente que pareciese, se incluían casi todos los textos originales de Aristóteles, escritos de su puño y letra tres siglos atrás. Nunca olvidaré la sensación que experimenté al desenrollar los ocho libros que componían la Política, unos compactos cilindros repletos de diminutos caracteres griegos, con los bordes un tanto estropeados por la humedad de las cuevas de Asia Menor, donde habían permanecido ocultos durante muchos años. Tuve la impresión de retroceder en el tiempo y tocar el rostro de un dios.

Pero no quiero divagar. Lo importante es que, por primera vez, Cicerón había plasmado en negro sobre blanco su credo político, el cual se podría resumir en las siguientes máximas: que la política es la más noble de las profesiones («no existe ninguna otra ocupación gracias a la cual la virtud humana se aproxime de un modo más íntimo a la función augusta de los dioses»); que «no hay ningún motivo más noble para entrar en la vida pública que la determinación de no dejarse gobernar por personas malvadas»; que a nadie, a ningún individuo ni colectividad, se le debería conceder un poder excesivo; que la política es un oficio, no un pasatiempo para diletantes (porque no hay nada peor que un gobierno de «poetas listos»); que todo estadista debería consagrar su vida al estudio de «las ciencias políticas, a fin de reunir con antelación los conocimientos que podría necesitar en el futuro»; que la autoridad del Estado ha de repartirse siempre, y que de las tres formas conocidas de gobierno (monarquía, aristocracia y pueblo) la mejor es una mezcla de todas ellas, ya que por separado conducirían al desastre: los reyes pueden ser caprichosos; los aristócratas, egoístas; y «una multitud desbocada a la que se le conceda un poder insólito, más temible que una conflagración o que un mar embravecido».

Aún hoy sigo releyendo con frecuencia La República, que continúa conmoviéndome, en particular por el pasaje que cierra el sexto libro, cuando Escipión describe como su abuelo se le aparece en un sueño y se lo lleva a los cielos consigo para mostrarle la pequeñez del mundo frente a la grandeza de la Vía Láctea, donde los espíritus de los estadistas fallecidos perviven convertidos en estrellas. Para elaborar esta descripción se inspiró en los cielos vastos y cristalinos que por la noche arropaban la bahía de Nápoles:

Miraba en todas direcciones y todo me parecía de una belleza prodigiosa. Había estrellas que no se ven desde la tierra, y todas eran más grandes de lo que creíamos. Las esferas refulgentes superaban en tamaño a nuestro mundo; de hecho, este se quedaba tan pequeño que incluso sentí desprecio por nuestro Imperio, que se reducía a una simple mota, de alguna manera, sobre su superficie.

«Si tomas distancia —le recomendaba el anciano a Escipión—, y contemplas este eterno hogar y lugar de reposo, dejarás de preocuparte por las habladurías del vulgo y de esperar una recompensa terrena por tus logros. Comprenderás también que nadie gozará de una reputación duradera, pues lo que los hombres dicen perece con ellos y se disipa en el olvido de la posteridad».

Componer estos pasajes era el principal consuelo que le quedaba a Cicerón en aquellos años solitarios alejado de la política. Sin embargo, la posibilidad de que algún día volviera a poner sus principios en práctica se antojaba demasiado remota.

Tres meses después de que Cicerón empezase a escribir La República, llegado el verano del septingentésimo año de Roma, Julia, la esposa de Pompeyo, dio a luz a un varón. En cuanto conoció la noticia, durante la recepción matutina, Cicerón salió aprisa para felicitar a la feliz pareja y llevarle un regalo, ya que el hijo de Pompeyo y nieto de César se convertiría en una figura prominente en los años venideros, y quería contarse entre los primeros que les dieran la enhorabuena.

Apenas había amanecido y ya hacía calor. En el valle que se abría bajo la casa de Pompeyo se levantaba su recién inaugurado teatro, con sus templos, sus jardines y sus pórticos, resplandeciente bajo el sol su mármol nuevo y blanquísimo. Meses antes, Cicerón había asistido a la ceremonia de consagración, un espectáculo que incluía luchas en las que se emplearon quinientos leones, cuatrocientas panteras, dieciocho elefantes y el primer rinoceronte que se veía en Roma. Le pareció repulsivo, en particular la matanza de los elefantes. «¿Qué deleite puede proporcionarle a una persona cultivada ver cómo un simple hombre es destripado por un animal portentoso o cómo una criatura noble cae atravesada por una lanza de caza?». Sin embargo, naturalmente, prefirió reservarse sus impresiones para sí.

Nada más entrar en la inmensa vivienda, supimos que algo terrible había sucedido. Los senadores y los clientes de Pompeyo conversaban en grupos discretos, el semblante serio. Alguien le susurró a Cicerón que no se había hecho ningún anuncio, aunque el hecho de que Pompeyo todavía no hubiese aparecido y de que algunas de las doncellas de Julia hubieran sido vistas yendo y viniendo con urgencia, las mejillas humedecidas, por un patio del interior de la vivienda, hacía presagiar lo peor. De pronto, se produjo un tumulto en una de las habitaciones, una cortina fue descorrida y Pompeyo salió rodeado de un séquito de esclavos. Se detuvo, como asombrado por la cantidad de personas que lo esperaban, a las que escrutó en busca de un rostro familiar. Detuvo la vista en Cicerón. Levantó la mano y se acercó a él. Todos los observaron. Al principio, se mostró sereno, con la mirada cristalina. Pero apenas se había detenido ante su viejo aliado cuando el esfuerzo por mantener la calma se convirtió en una carga insoportable. El cuerpo y el rostro parecieron descolgársele con el escalofriante sollozo ahogado que articuló al exclamar:

—¡Julia ha muerto!

Un jadeo sobrecogido se extendió por la sala inmensa; una reacción sincera producto de la impresión y la tristeza, no me cabe duda, pero también de un sentimiento de alarma, pues todas aquellas personas se dedicaban a la política y el incidente entrañaba una relevancia mucho mayor que el fallecimiento de una muchacha, por trágico que este fuese. Cicerón, que también había roto a llorar, tomó a Pompeyo entre sus brazos e intentó reconfortarlo, hasta que unos instantes después este le pidió que lo acompañase a ver el cadáver de su esposa. Consciente de la aprensión que la muerte le provocaba, imaginé que intentaría negarse. Pero no existía tal posibilidad. Pompeyo no se lo había pedido solo como amigo. Debía actuar como testigo oficial del Senado en lo que ahora era un asunto de Estado. Entró en la habitación de la mano de Pompeyo y, cuando volvió a salir, al cabo de unos momentos, los demás formaron un círculo en torno a él.

—Empezó a sangrar de nuevo poco después de haber dado a luz —informó Cicerón—, pero no fue posible detener el flujo. En la hora de su final se mantuvo serena y fue valiente, haciendo honor a su linaje.

—¿Y el niño?

—No sobrevivirá a este día.

Una nueva oleada de jadeos se levantó con este anuncio, tras el cual las personas allí congregadas salieron a comunicar la noticia por toda la ciudad.

—La pobre muchacha estaba más pálida que la sábana en que la habían amortajado —me reveló Cicerón—. La criatura nació ciega y exangüe. Lo lamento muchísimo por César. Era su única hija. Se diría que las profecías que Catón anunció sobre la ira de los dioses estuvieran empezando a cumplirse.

Cuando regresamos a casa, Cicerón le escribió a César una carta de pésame. Quiso la mala suerte que este se encontrase en la región más inaccesible que cabía imaginar, después de haber realizado una nueva travesía a Britania, esta vez con una fuerza de invasión compuesta de veintisiete mil hombres, Quinto entre ellos. No fue hasta que regresó a la Galia, meses más tarde, cuando se encontró con múltiples fardos de cartas que le informaban sobre el fenecimiento de su hija. Según cuentan, no manifestó ningún tipo de emoción, sino que se retiró a sus aposentos, sin hacer mención alguna del asunto, hasta que después de tres días de luto oficial retomó sus labores. Creo que podría considerarse como el secreto de sus logros que fuera indiferente a la muerte de nadie (ya fuese la de un amigo o la de un enemigo, la de su única hija o incluso la suya), una frialdad de carácter que ocultaba bajo su célebre halo de encanto.

Pompeyo se situaba en el extremo opuesto del espectro humano. Hasta la más nimia de sus emociones se reflejaba en su semblante. Amó a todas sus esposas con una inmensa ternura, excesiva según algunos, y en especial a Julia. En el funeral (que, pese a las objeciones de Catón, se celebró en el foro como un asunto de Estado) le costó pronunciar el encomio debido a su llanto inconsolable, y, en general, daba la impresión de que se encontraba hundido. A continuación, las cenizas fueron sepultadas en un mausoleo ubicado en los alrededores de uno de los templos que poseía en el Campo de Marte.

Debían de haber transcurrido dos meses cuando le pidió a Cicerón que fuese a verlo para mostrarle la carta de César que acababa de recibir. Después de transmitirle su conmiseración por la muerte de Julia y de darle las gracias por las condolencias, César le proponía una nueva alianza conyugal, solo que doblemente robusta: le entregaría a Octavia, la nieta de su hermana, y, a cambio, él le concedería la mano de su hija, Pompeya.

—¿Qué te parece? —le preguntó Pompeyo—. ¡Creo que los aires bárbaros de Britania le están descomponiendo los sesos! Para empezar, mi hija ya está prometida a Fausto Sila. ¿Qué voy a decirle? «¿Lo siento mucho, Sila, pero acaba de aparecer alguien más importante?». Además, Octavia, por supuesto, ya está casada, y no con un cualquiera, precisamente, sino con Cayo Marcelo; ¿cómo se va a tomar que le robe a su esposa? ¡Maldita sea, si, de hecho, hasta el propio César está casado con esa pobre sandia de Calpurnia! ¡Quiere destrozarnos la vida a todos, cuando ni siquiera se ha enfriado aún el lado que mi inocente Julia ocupaba en nuestra cama! ¿Sabes que ni siquiera he sido capaz de limpiar los cepillos con los que se peinaba?

Cicerón, por primera vez, se manifestó en defensa de César.

—Estoy seguro de que solo pretende salvaguardar la República.

Pompeyo, sin embargo, no se calmó tan fácilmente.

—Bien, pues no pienso transigir. Si me caso por quinta vez, será con la mujer que yo elija; y en cuanto a César, tendrá que buscarse a otra esposa.

Cicerón, a quien le encantaban los chismes, no pudo evitar hablarles de la carta de César a varios de sus amigos, a los que exigió que jurasen guardar silencio al respecto. Naturalmente, tras solicitarles la misma discreción, todos ellos compartieron el asunto de la misiva con varios confidentes más, de tal modo que la noticia siguió propagándose hasta acabar en boca de toda Roma. A Marcelo en particular le indignó que César hablase de su esposa como si de un mueble se tratara. César se sintió avergonzado al saber lo que se estaba diciendo; culpó a Pompeyo de haber desvelado sus planes. Este, a su vez, lejos de disculparse, le echó en cara a César sus pobres dotes de casamentero. Una nueva grieta acababa de aparecer en el monolito.

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