Dictator

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Primera parte. Exilio. 58-47 a. C. » Capítulo VIII

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VIII

La destrucción del edificio del Senado afectó mucho a Cicerón. Al día siguiente lo visitó en compañía de una numerosa escolta. Con una vara robusta en la mano, se encaramó a las ruinas humeantes. El enladrillado ennegrecido seguía caliente. El viento aullaba entre las grietas y, de vez en cuando, algún escombro suelto se desprendía por encima de nosotros y caía con un golpe blando sobre las capas de ceniza. El templo llevaba allí seiscientos años y había sido testigo de los momentos decisivos de la historia de Roma, y de la suya propia, y en cuestión de horas, se había desintegrado por completo.

Todos, incluido Cicerón, daban por hecho que Milón se sometería a un exilio voluntario o, al menos, se mantendría lejos de Roma. Pero esa suposición subestimaba su bravuconería. Lejos de pensar en ocultarse, se colocó a la cabeza de una tropa de gladiadores todavía mayor, regresó a la ciudad aquella misma tarde y se atrincheró en su casa. Los partidarios de Clodio fueron a asediarlo de inmediato. Pero una lluvia de flechas los espantó con facilidad. Se retiraron en busca de una fortaleza más accesible ante la que descargar su ira, y la encontraron en casa del interrex, Marco Emilio Lépido.

Aunque solo tenía treinta y seis años y ni siquiera era aún pretor, Lépido formaba parte del Colegio de Pontífices, lo cual, en ausencia de cónsules electos, bastaba para designarlo como sustituto del primer magistrado. Si bien los daños contra su propiedad fueron leves (partieron por la mitad el diván nupcial de su esposa e hicieron pedazos sus labores de costura), el asalto generó un clima de indignación y pánico en el Senado.

Lépido, siempre preocupado por su dignidad, exageró el incidente cuanto pudo; de hecho, le vino bien para ascender a una posición más relevante. (Cicerón decía que era el político más afortunado que conocía: cada vez que se metía en algún lío, acababa recibiendo una lluvia de recompensas. «Es un genio de la mediocridad»). El joven interrex convocó al Senado fuera de las murallas de la ciudad, en el nuevo teatro de Pompeyo, ubicado en el Campo de Marte (se habilitó una amplia cámara integrada en el complejo para la ocasión), y le pidió a Pompeyo que asistiera a la reunión.

Esto sucedió tres días después del incendio del edificio senatorial.

Pompeyo atendió la petición y descendió por la colina desde el palacio rodeado de doscientos legionarios en formación de combate (una exhibición de poder legal, ya que poseía imperium militar como gobernador de Hispania). Aun así, no se veía nada semejante desde los días de Sila. Dejó a la tropa apostada en el pórtico del teatro y entró. Escuchó con modestia como sus partidarios solicitaban que fuese designado dictador durante seis meses, a fin de dar los pasos necesarios para restaurar el orden: convocar a los reservistas militares de toda Italia, declarar el toque de queda en Roma, suspender las elecciones y llevar ante la justicia a los asesinos de Clodio.

Cicerón se dio cuenta del peligro en el acto y se levantó para tomar la palabra.

—Nadie siente un mayor respeto por Pompeyo que yo —comenzó—, pero debemos procurar no facilitarles el trabajo a nuestros enemigos. Decir que para defender nuestras libertades debemos renunciar a ellas, que para proteger las elecciones hemos de cancelarlas, que para librarnos de una dictadura tenemos que designar a un dictador… ¿Qué clase de lógica es esa? Hay unas elecciones programadas. Unos candidatos en las listas. La campaña ha concluido. El mejor modo de demostrar que confiamos en nuestras instituciones es dejar que sigan funcionando con normalidad y elegir a nuestros magistrados tal y como nuestros ancestros nos enseñaron.

Pompeyo asintió, como si él no hubiera podido expresarlo mejor, y al término de la sesión, se deshizo en agradecimientos a Cicerón por su firme defensa de la Constitución. Este, sin embargo, no se dejó engañar. Sabía muy bien qué tramaba Pompeyo.

Aquella noche Milón lo visitó para plantear un consejo de guerra. También asistió Celio Rufo, ahora tribuno, además de viejo partidario y allegado de este. Del fondo del valle, llegaban el alboroto de las refriegas, los ladridos de los perros y algún que otro grito o chillido. Un grupo de hombres pertrechados con antorchas llameantes corría por el foro. Pero la mayor parte de los ciudadanos, demasiado asustados para salir a la calle, permanecían en sus casas con las puertas atrancadas. Milón creía que tenía las elecciones en el bolsillo. Al fin y al cabo, había liberado al Estado de Clodio, algo por lo que la gente honrada le estaba agradecida, además de que el incendio del edificio senatorial y la violencia que imperaba en las calles habían horrorizado a la mayoría de los votantes.

Cicerón le dijo:

—Estoy de acuerdo en que si las votaciones se celebrasen mañana, seguramente las ganarías tú. Pero eso no va a suceder. Pompeyo se encargará de que así sea.

—¿Por qué?

—Utilizará la campaña como tapadera para fomentar una atmósfera de histeria con el propósito de que el Senado y el pueblo se vean obligados a recurrir a él para abortar las elecciones.

—Es una fanfarronada —protestó Rufo—. No tiene tanto poder.

—Ah, sí lo tiene, y lo sabe. Lo único que ha de hacer es esperar sentado a que las cosas le vengan solas.

Convencidos de que los temores de Cicerón eran fruto de la inquietud de un anciano, Milón y Rufo continuaron haciendo campaña al día siguiente con energías renovadas. Cicerón, no obstante, estaba en lo cierto; el ambiente que se respiraba en Roma era demasiado tenso como para que las elecciones se celebraran con normalidad, de manera que Milón cayó en la trampa de Pompeyo. Una mañana, pocos días después de que se hubieran reunido, Cicerón recibió un aviso para que fuese a visitar a Pompeyo con urgencia. Cuando llegó a la casa del gran hombre, vio que estaba rodeada de soldados. Pompeyo le esperaba en un promontorio del jardín con una escolta el doble de numerosa de lo habitual. Sentado en el pórtico junto a él estaba un hombre a quien Pompeyo presentó como Licinio, propietario de una casa de comidas próxima al Circo Máximo. Cuando Pompeyo le ordenó a Licinio que le contara a Cicerón lo que le había dicho a él, Licinio describió obedientemente que había oído que un grupo de gladiadores de Milón planeaba, en el mismo mostrador, el asesinato de Pompeyo, y que, en el momento en que se dieron cuenta de que los estaba escuchando, quisieron callarlo de una puñalada; a modo de prueba, le mostró a Cicerón una herida superficial a la altura de las costillas.

Era evidente (como me confiaría Cicerón más tarde) que toda la historia era una patraña.

—Para empezar, ¿qué clase de gladiadores son esos? Si un hombre así te quiere cerrar la boca, te la cierra.

Pero eso no importaba. El argumento de la casa de comidas, como después se sabría, pasó a engrosar el resto de los rumores que circulaban sobre Milón: que había transformado su casa en un arsenal repleto de espadas, escudos y jabalinas; que guardaba reservas de teas por toda la ciudad para reducirla a cenizas; que había enviado varios cargamentos de armas por el Tíber con destino a su villa de Ocriculum; que los asesinos que mataron a Clodio actuarían con libertad contra sus rivales durante las elecciones…

Cuando el Senado volvió a reunirse, nada menos que Marco Bíbulo, antiguo compañero cónsul, además de antiguo y ferviente enemigo de César, se levantó para proponer por decreto de urgencia que Pompeyo fuese nombrado cónsul único. La sugerencia era de por sí insólita; lo que nadie imaginaba era la postura que adoptaría Catón. Se hizo el silencio en la sala cuando se levantó.

—Yo no habría propuesto esta moción —admitió—, pero ahora que está sobre la mesa, sugiero que la aceptemos como transigencia prudencial que es. Un gobierno a medias es mejor que la ausencia de gobierno; un cónsul único es mejor que un dictador; y Pompeyo es quien puede gobernar con mayor sensatez.

De labios de Catón sonaba casi increíble; por primera vez en su vida, acababa de pronunciar la palabra «transigencia», y nadie parecía más atónito que Pompeyo. Según se cuenta, después invitó a Catón a su casa para darle las gracias en persona y pedirle que en adelante trabajase para él como consejero privado en los asuntos de Estado.

—No tienes nada que agradecerme —le dijo Catón—, solo he hecho lo que considero mejor para la República. Si deseas hablar conmigo a solas, me tendrás a tu disposición. Pero no te diré nada en privado que no diría en otra parte, y nunca me morderé la lengua en público para complacerte.

Cicerón tuvo una corazonada en vista de esta nueva relación que acababan de establecer.

—¿Qué crees que puede haber llevado a personas como Catón y Bíbulo a ponerse de parte de Pompeyo? ¿Se habrán tragado todas esas majaderías sobre la conjura para asesinarlo? ¿Habrán cambiado de opinión acerca de él? ¡En absoluto! Quieren otorgarle plena autoridad porque consideran que es quien tiene más posibilidades de frenar la ambición de César. Estoy convencido de que Pompeyo también lo sabe y cree que puede controlarlos. Pero se equivoca. No olvides que lo conozco. Su punto débil es la vanidad. Se desharán en halagos hacia él y lo empacharán con poder y honores, y él no se habrá dado cuenta de sus intenciones hasta que un día sea demasiado tarde, pues lo habrán puesto camino del enfrentamiento con César. Entonces estallará la guerra.

Tras la reunión del Senado, Cicerón fue a hablar con Milón y le dijo sin ambages que debía dejar de hacer campaña para obtener el consulado.

—Si antes de que anochezca le envías un mensaje a Pompeyo para hacerle saber que retiras tu candidatura por el bien de la unidad nacional, podrías evitar que te procesen. Si no, estás acabado.

—Y, si me procesaran, ¿tú me defenderías? —preguntó un astuto Milón.

Yo imaginaba que Cicerón le contestaría que eso sería imposible. Sin embargo, suspiró y se pasó la mano por el pelo.

—Escúchame bien, Milón. Cuando toqué fondo hace seis años, en Tesalónica, tú fuiste el único que me ayudó. Así que ten por seguro que ocurra lo que ocurra, no te daré la espalda. Pero, te lo suplico, no permitas que esto acabe así. Escribe a Pompeyo hoy mismo.

Milón prometió pensárselo, aunque obviamente siguió sin echarse atrás. La desmesurada ambición que en poco más de un lustro lo había llevado a ascender de propietario de una escuela de gladiadores a candidato al consulado no sería refrenada fácilmente por la precaución y el sentido común. Sin olvidar que las deudas que había contraído para llevar adelante la campaña eran exorbitadas (se decía que unos setenta millones de sestercios). De manera que tendría que exiliarse hiciera lo que hiciese; no perdía nada retirándose ahora. Así, continuó solicitando votos y Pompeyo se dispuso a aniquilarlo sin piedad, para lo cual ordenó que se investigaran los acontecimientos de los días dieciocho y diecinueve de enero (incluidos el asesinato de Clodio, el incendio del edificio senatorial y el asedio a la casa de Lépido) bajo la supervisión de Domicio Enobarbo. Los esclavos de Milón y Clodio fueron torturados para que detallaran los hechos, lo que me llevó a temer que algún infeliz, presa de la desesperación, recordara mi presencia en la escena del crimen, lo cual habría situado a Cicerón en una posición muy incómoda. No obstante, debí de nacer bendecido con una personalidad que pasa desapercibida (acaso sea esta la razón por la que he llegado a escribir este relato), porque nadie mencionó mi nombre en ningún momento.

A comienzos de abril, se llevó a juicio a Milón por asesinato, y Cicerón tuvo que cumplir con su promesa. Fue la única vez que lo vi hecho un manojo de nervios. Pompeyo había llenado el centro de la ciudad con sus tropas para garantizar el orden. Lo que consiguió, sin embargo, fue sembrar la desconfianza. Los soldados bloquearon todos los accesos al foro y rodearon los edificios públicos principales. Se cerraron todos los comercios. Una atmósfera de tensión y temor se extendió por la ciudad. Pompeyo en persona acudió para presenciar el proceso y tomó asiento en lo alto de las escaleras del templo de Saturno, rodeado por su escolta. No obstante, pese a la exhibición de poder, se permitió que la nutrida turba que apoyaba a Clodio intimidase al tribunal. Abucheaban a Milón y a Cicerón cada vez que intentaban hablar y armaban jaleo para que apenas se pudiera escuchar la defensa. Supieron sacarle partido al aspecto indignante y emotivo del caso: la brutalidad del crimen, el espectáculo de la viuda plañidera y sus hijos huérfanos y, sobre todo, quizá, la curiosa limpidez que se asienta sobre la reputación de todo político, por despreciable que este sea, si su carrera se ve interrumpida en pleno apogeo.

Como primer abogado de la defensa, que a tenor de la normativa extraordinaria del tribunal solo disponía de dos horas para hablar, Cicerón se enfrentaba a una tarea casi imposible. No podía sostener que Milón, tras jactarse en público de lo que había hecho, era inocente. De hecho, algunos de los partidarios de este, como Rufo, opinaban que Cicerón debería convertir el acto en una virtud y esgrimir que el asesinato no constituía un crimen sino un servicio público. Cicerón rechazó ese enfoque.

—¿Qué estás diciendo? ¿Que cualquier ciudadano puede ser condenado a muerte sin un juicio previo y ejecutado sin contemplaciones por sus enemigos si la gente así lo exige? Esa es la ley de la chusma, Rufo, precisamente la única que Clodio obedecía, de modo que me niego a presentarme ante un tribunal romano y adoptar esa postura.

La única alternativa consistía en aducir que el asesinato se llevó a cabo en defensa propia, algo difícil de argumentar, puesto que Clodio fue sacado a rastras de la taberna y rematado a sangre fría. Aun así, no era imposible. Había visto a Cicerón salir airoso de situaciones más complicadas. Además, redactó un excelente discurso. Sin embargo, en la mañana que debía pronunciarlo, se levantó atenazado por una profunda ansiedad. Al principio no reparé en ello. A menudo, antes de una intervención importante, se intranquilizaba, se le aflojaba el vientre o incluso vomitaba. Pero aquella mañana no le sucedió eso. No amaneció paralizado por el pánico, lo que él llamaba la «fuerza fría», la cual había aprendido a dominar, sino que se había quedado en blanco y no recordaba una sola palabra de lo que debía decir.

Milón le sugirió que bajase al foro en una litera cerrada y esperase en algún lugar donde nadie lo viera hasta que le llegara el turno de hablar a fin de que recuperar la serenidad, y eso fue lo que intentamos. A petición suya, contaría con parte de la escolta de Pompeyo mientras durase el juicio, de forma que los guardias acordonaron una sección de la arboleda de Vesta, a la que prohibieron el paso mientras el orador permanecía reclinado bajo un grueso dosel bordado, desesperado por recordar el discurso y girándose de vez en cuando para vomitar sobre la tierra sagrada. Pero, aunque no pudiera ver a la multitud, la oía clamar y rugir cerca de él, y esto empeoraba más la situación. Cuando el secretario del pretor vino a buscarnos, a Cicerón le temblaban tanto las piernas que apenas podía tenerse en pie. Según caminábamos hacia el foro, el estruendo del público se volvió atronador y el sol que se reflejaba en las armas y armaduras de los soldados nos cegaba.

Los partidarios de Clodio empezaron a silbar a Cicerón en cuanto lo vieron y lo abuchearon con rabia cuando intentó hablar. Se le notaba tan nervioso que, de hecho, confesó su ansiedad en su frase de apertura («tengo miedo, jueces, una condición poco recomendable para pronunciar un discurso en defensa del más valeroso de los hombres, pero así es»). Sin ningún tapujo, le echó la culpa de su temor a la naturaleza desusada del público («mire a donde mire, busco en vano el entorno familiar de los tribunales y espero que la ley se aplique según los procedimientos acostumbrados»).

Por desgracia, quejarte de las reglas de una competición es siempre una señal inequívoca de que sabes que vas a perder y, si bien Cicerón asestó algún que otro golpe («Supongamos que os persuadiera para que absolvierais a Milón, pero solo con la condición de que Clodio resucitara; ¿por qué esas miradas de espanto?»), al final un discurso solo causa el efecto que se le imprime. Por treinta y ocho votos contra trece, el jurado declaró culpable a Milón, quien fue condenado al exilio de por vida. Poco después sus propiedades se subastaron a precio de saldo para pagar a los acreedores. Cicerón le indicó a Filotimo, el administrador de Terencia, que comprara una buena parte de ellas de forma anónima para poder venderlas más adelante y entregarle los beneficios a Fausta, la esposa de Milón, quien había dejado claro que no se iría con su marido. Un día o dos más tarde, Milón partió con manifiesto regocijo hacia Massilia, una ciudad del sur de la Galia. Su marcha fue la propia de un gladiador que, si bien sabía que perdería el combate, daba las gracias por haber disfrutado de una vida tan larga. Cicerón trató de compensar a la ciudadanía publicando el discurso que habría pronunciado de no haberse visto paralizado por los nervios. Le envió una copia a Milón, quien meses más tarde le respondió en un tono amigable que se alegraba de que se le hubiera olvidado, «pues de lo contrario, ahora no podría disfrutar de los deliciosos mújoles massilianos».

Poco después de que Milón abandonase Roma, Pompeyo invitó a Cicerón a cenar como muestra de que por su parte no albergaba ningún resentimiento. Cicerón aceptó a regañadientes y cuando regresó a casa se hallaba tan aturdido que vino a despertarme para contarme que también había asistido a la velada nada menos que la viuda de Publio Craso, la jovencísima Cornelia, ¡a la que Pompeyo había tomado por esposa!

—En fin —dijo Cicerón—, naturalmente, lo felicité; es una muchacha hermosa y preparada, aunque por su juventud bien podría ser su nieta, y después le pregunté, por darle conversación, qué opinaba César sobre este matrimonio. Me miró con un profundo desdén y me contestó que ni siquiera se lo había dicho, que eso no era de la incumbencia de César, ¡que tenía cincuenta y tres años y podía casarse con quien le placiese!

»Le respondí, con toda la delicadeza que pude, que tal vez César pensase de otra manera; al fin y al cabo, la alianza conyugal que propuso fue desoída y, además, el padre de la muchacha no se había mostrado precisamente muy a favor de César. A esto, me contestó: “Ah, no te preocupes por Escipión, es un hombre muy amigable. ¡Será cónsul junto conmigo durante lo que me queda de cargo!”. ¿Crees que habrá perdido el juicio? Cuando César vuelva la mirada hacia Roma, pensará que los aristócratas se han adueñado de la ciudad, con Pompeyo a la cabeza. —Resopló y cerró los ojos; supuse que había bebido más de la cuenta—. Te dije que esto acabaría pasando. Soy como Casandra, condenado a adivinar el futuro sin que nadie me crea nunca.

Le ocurriese como a Casandra o no, el consulado extraordinario de Pompeyo tuvo una consecuencia que Cicerón no había previsto. Para acabar con la corrupción electoral, Pompeyo había decidido reformar las leyes relativas a los catorce mandatos provinciales. Hasta entonces, los cónsules y los pretores siempre se marchaban de Roma una vez que expiraba su cargo para asumir a continuación el gobierno de la provincia que se les hubiera adjudicado; y debido a las elevadas sumas que estos puestos proporcionaban, solía ocurrir que los candidatos solicitaban préstamos para financiar sus campañas electorales poniendo como garantía el dinero que esperaban ganar. Pompeyo, en un formidable alarde de hipocresía, teniendo en cuenta el abuso que había cometido contra el sistema, decidió acabar con todo aquello. En adelante, se establecería un período de cinco años entre el término del cargo en Roma y el inicio del mandato en el extranjero. Entretanto, para ocupar esos puestos, se decretó que las provincias disponibles se repartirían al azar entre los senadores con condición de pretor que nunca hubieran ejercido como gobernadores.

Para su espanto, Cicerón cayó en la cuenta de que corría el riesgo de acabar haciendo aquello que siempre había querido evitar: retirarse a algún rincón remoto del Imperio y dedicarse a impartir justicia entre los autóctonos. Fue a ver a Pompeyo para pedirle que lo eximiera de ese cometido. Tenía una salud frágil, le dijo. Se estaba haciendo viejo. Incluso sugirió que el tiempo que había pasado exiliado se contara como período en el exterior.

Pompeyo no quiso escucharlo. De hecho, pareció deleitarse con malicia mientras repasaba los distintos destinos adonde podría enviar a Cicerón, de los que detalló sus respectivos inconvenientes: hallarse a una distancia inconcebible de Roma, presencia de tribus beligerantes, culturas violentas, climas hostiles, existencia de bestias salvajes, caminos intransitables, endemias incurables, y demás. El sorteo que decidiría el reparto de destinos se celebró durante una sesión extraordinaria del Senado, a la que Pompeyo asistió como presidente. Cicerón se acercó a la urna, sacó su papeleta y se la entregó a Pompeyo, quien la leyó en voz alta con una sonrisa:

—A Marco Tulio le corresponde Cilicia.

¡Cilicia! Cicerón apenas logró disimular su angustia. Aquella tierra de piratas, montañosa y primitiva, situada al este del Mediterráneo, en cuya administración se incluía la isla de Chipre, no podía distar más de Roma. Era fronteriza con Siria y, por tanto, estaría al alcance del ejército parto si Casio no lo mantenía a raya. Por último, para colmo de desgracias, el actual gobernador era el hermano de Clodio, Apio Clodio Pulcro, quien sin ninguna duda le complicaría la vida a su sucesor todo lo que le fuese posible.

Consciente de que Cicerón daba por hecho que yo lo acompañaría, me devané los sesos en busca de alguna excusa para quedarme en casa. Acababa de terminar La República, y le dije que, a mi modo de ver, le sería de más utilidad en Roma, donde me encargaría de que publicaran el libro.

—Pamplinas —repuso—. Ático se ocupará de realizar las copias y de ponerlas en circulación.

—También está mi salud —proseguí—. Nunca me he recuperado del todo de la fiebre que contraje en Arpino.

—En ese caso, un viaje por mar te hará mucho bien.

Y así seguimos discutiendo. Me rebatía al instante cada objeción que yo ponía. Empezó a sentirse ofendido. Sin embargo, tenía un mal presentimiento. Aunque Cicerón juraba y perjuraba que solo estaría fuera un año, algo me decía que ese período terminaría alargándose. Me daba la sensación de que Roma se hubiera vuelto extrañamente inestable. Quizá se debiera al hecho de que tuviese que pasar todos los días frente al esqueleto calcinado del edificio senatorial, o a que supiera que la brecha entre Pompeyo y César no dejaba de agrandarse. Fuera cual fuese el motivo, albergaba el temor supersticioso de que si me marchaba, nunca volvería, y en el caso de hacerlo, regresaría a una ciudad muy distinta.

Tras un rato, Cicerón acabó diciéndome:

—En fin, no puedo obligarte a acompañarme, ahora eres un hombre libre. Pero creo que me debes este último servicio, de modo que te propongo un trato. A nuestro regreso, te daré dinero para que compres esa granja que siempre has deseado, y no te pediré que sigas trabajando para mí. El resto de tu vida te pertenecerá solo a ti.

Incapaz de rehusar semejante oferta, me esforcé por ignorar mis malos presentimientos y lo ayudé a planificar la administración.

Como gobernador de Cilicia, Cicerón asumiría el mando de un ejército permanente compuesto por unos catorce mil hombres, con muchas probabilidades de tener que llevarlo a la guerra. Decidió, por lo tanto, nombrar a dos legados con experiencia militar.

Uno era su viejo camarada, Cayo Pomptino, el pretor que lo ayudara a acorralar a los implicados en la conspiración de Catilina. Pensó también en su hermano Quinto, quien había manifestado el ferviente deseo de abandonar la Galia. Al principio desempeñó con gran éxito su servicio a las órdenes de César. Tomó parte en la invasión de Britania y, a su regreso, César lo puso al mando de una legión que poco después fue atacada en su campamento de invierno por una tropa de galos muy superior en número. La batalla fue una carnicería: nueve décimas partes de los romanos resultaron heridos. Pero Quinto, enfermo y exhausto, mantuvo la cabeza fría y consiguió que la legión resistiera el asedio hasta que César llegó con refuerzos. Más adelante, este lo elogiaría en sus Comentarios.

Al siguiente verano fue ascendido para que comandase la recién formada Decimocuarta Legión. Esta vez, no obstante, desobedeció las órdenes de César. En lugar de mantener a todos sus hombres en el campamento, envió a varios cientos de reclutas en busca de comida. Los novatos fueron aislados por una tropa de germanos invasores. Sorprendidos en campo abierto, se quedaron mirando boquiabiertos a sus comandantes, sin saber muy bien qué hacer, de tal manera que la mitad fueron masacrados cuando intentaron huir. «Todo el crédito que había ganado ante César se esfumó aquel día —le escribió un entristecido Quinto a su hermano—. En persona me ofrece un trato cordial, pero percibo cierta frialdad, y sé que en ocasiones consulta a mis espaldas con los oficiales que tengo a mi mando; en conclusión, temo que nunca llegue a recuperar su confianza del todo». Cicerón le escribió a César para preguntarle si autorizaría a su hermano a unirse a él en Cilicia; el permiso de César no se hizo esperar y, dos meses más tarde, Quinto se encontraba de regreso en Roma.

Por lo que a mí me consta, Cicerón nunca le reprochó nada a su hermano. No obstante, sí que se operó un cambio en su relación. Creo que Quinto albergaba un profundo sentimiento de fracaso. En la Galia esperaba conseguir fama y riquezas, así como independencia; sin embargo, regresó muy desmejorado, con menos caudales y más dependiente que nunca de su célebre hermano. Su matrimonio siguió siendo igual de infeliz. Continuó bebiendo demasiado. Y su hijo único, el joven Quinto, quien contaba ya quince años, reunía todos los encantos de su edad y se mostraba morugo, reservado, insolente y sabelotodo. Cicerón intuía que el muchacho necesitaba que su padre le prestase más atención, de modo que sugirió que viniera también a Cilicia, junto con su hijo, Marco. La poca ilusión que me hacía el viaje terminó de diluirse.

Cuando partimos de Roma, al comienzo del receso del Senado, formábamos ya un grupo muy numeroso. Cicerón había sido investido de imperium y estaba obligado a viajar con seis lictores y un nutrido séquito de esclavos que cargaría con todos nuestros bultos durante el viaje. Terencia nos acompañó durante una parte del camino para despedirse de su marido, y también Tulia, quien acababa de divorciarse de Crásipo. Su relación con su padre era más estrecha que nunca y le leía algunos poemas durante el trayecto. En privado, Cicerón me confesaría que le preocupaba su futuro (veinticinco años, sin hijos, sin marido…). Hicimos una parada en Túsculo para despedirnos de Ático, a quien Cicerón pidió que cuidase de Tulia e intentase encontrarle otro esposo durante su ausencia.

—Cuenta con ello —lo tranquilizó Ático—. Y, a cambio, ¿te importaría hacer una cosa por mí? ¿Podrías intentar que Quinto trate con un poco más de delicadeza a mi hermana? Sé que Pomponia es una mujer muy complicada, pero desde que ha regresado de la Galia, Quinto está de un humor de perros, y sus constantes riñas están afectando a su hijo.

Cicerón aceptó, de forma que cuando nos reunimos con Quinto y su familia en Arpino, mantuvo un aparte con su hermano y le repitió lo que Ático le había pedido. Quinto le prometió que haría cuanto pudiese. Pero Pomponia era imposible, de manera que enseguida dejaron de dirigirse la palabra y, por supuesto, de dormir juntos, de manera que se despidieron con notoria frialdad.

La relación que Cicerón mantenía con Terencia era más cívica, siempre que no tocasen un controvertido tema que los había enfrentado en numerosas ocasiones desde que se casaran: el dinero. Al contrario que su marido, Terencia celebró que fuese nombrado gobernador, pues veía en ello una ocasión única para enriquecerse. Incluso trajo consigo al sur a su administrador, Filotimo, a fin de que ilustrase a Cicerón con sus múltiples ideas para aumentar los beneficios. Cicerón rehuyó la conversación y Terencia no dejó de insistir hasta que al final, llegado su último día juntos, el orador perdió los estribos.

—Tu obsesión por ganar dinero me parece extremadamente indecorosa.

—¡Tu obsesión por gastarlo no me deja otra opción!

Cicerón guardó silencio unos instantes para serenarse e intentó explicarle las cosas con calma.

—No pareces entender que un hombre de mi posición no puede arriesgarse a cometer el menor desliz. Mis enemigos están esperando a que se presente la primera oportunidad para llevarme a juicio por corrupción.

—¿Y por eso aspiras a ser el único gobernador provincial de la historia que no vuelve a casa más rico de lo que se fue?

—Mi querida esposa, si alguna vez te hubieras preocupado por leer lo que escribo, sabrías que estoy a punto de publicar un tratado sobre cómo gobernar de manera honrada. ¿Qué sentido tendrían esos textos si después todos creen que me he aprovechado de mi cargo para robar?

—¡Libros! —bufó Terencia con encendido desprecio—. ¿Qué dinero dan los libros?

La disputa se enfrió lo suficiente para que aquella noche cenasen juntos y, para agradarla, Cicerón le dijo que a lo largo del próximo año escucharía las propuestas de administración de Filotimo al menos en alguna ocasión, pero solo con la condición de que se ajustaran a la legalidad.

La familia se separó a la mañana siguiente, entre un mar de lágrimas y largos abrazos. Cicerón y Marco, que ya había cumplido catorce años, partieron a caballo, el uno al lado del otro, mientras Terencia y Tulia los veían alejarse desde las puertas de la granja de la familia, diciéndoles adiós con la mano. Recuerdo que justo antes de que nos perdiéramos de vista tras un recodo del camino, miré hacia atrás de soslayo por última vez. Terencia ya había entrado en la casa, pero Tulia permanecía allí, mirándonos, una frágil figura en medio de las montañas majestuosas.

Para iniciar el primer tramo del viaje a Cilicia, debíamos embarcar en Bríndisi; y allí nos dirigíamos cuando, a la altura de Venusia, Cicerón recibió una invitación de Pompeyo. El gran hombre estaba disfrutando del sol de invierno en su villa de Tarento y le sugería que se alojase con él durante un par de días «para debatir sobre la situación política». Dado que Tarento solo distaba cuarenta millas de Bríndisi, que íbamos de camino y pasaríamos prácticamente delante de su puerta, y que Pompeyo era un hombre al que costaba decir que no, a Cicerón no le quedó más remedio que aceptar.

De nuevo encontramos a Pompeyo disfrutando de una feliz vida hogareña con su joven esposa; daba la impresión de que incluso jugaban a estar casados. La casa era llamativamente modesta; como gobernador de Hispania, Pompeyo contaba con una sencilla escolta de cincuenta legionarios, que se alojaban en las propiedades circundantes. Por lo demás, carecía de autoridad ejecutiva, tras haber renunciado al consulado bajo un baño de elogios a su sabiduría. De hecho, diría que nunca antes había gozado de tanta popularidad. Centenares de lugareños ocupaban las inmediaciones con la esperanza de verlo; una o dos veces al día se dignaba salir para saludar a la gente y tocarles la cabeza a los niños. Había adquirido una corpulencia considerable, respiraba con dificultad y padecía cierta lividez enfermiza. Cornelia lo consentía como una madre primeriza, intentaba aplacar su apetito durante las comidas y lo animaba a dar paseos por la playa, con sus guardias a una distancia discreta. Se le notaba ocioso, soñoliento, muy ilusionado con su nueva pareja. Cicerón le regaló una copia de La República. Pompeyo se mostró muy complacido, pero enseguida dejó el libro a un lado y no lo vi abrirlo.

Siempre que recuerdo aquellos tres días de interludio, destacan en mi memoria como una suerte de calvero soleado en medio de un bosque inmenso y lúgubre. Al ver como los dos veteranos estadistas le lanzaban la pelota a Marco, o como se remangaban la toga para meterse en el agua y lanzar piedrecitas a ras de las olas, me costaba creer que se avecinaran tiempos infaustos o, si llegaban, que fueran a durar mucho. Pompeyo irradiaba una gran confianza.

No llegué a escuchar todas las conversaciones que mantuvieron, aunque más adelante Cicerón me resumiría la mayor parte de ellas. La situación política, en esencia, se reducía a lo siguiente: César había conquistado toda la Galia; el caudillo de los galos, Vercingétorix se había rendido y se hallaba bajo custodia; y el ejército enemigo había sido arrasado (el último enfrentamiento fue la captura de Uxeloduno, una fortaleza ubicada en la cima de una colina, junto con su guarnición, compuesta por dos mil combatientes galos, a todos los cuales, por orden de César y según sus Comentarios, se les cortaron las manos antes de enviarlos de regreso a casa, «para que todos vean qué castigo se les imponía a quienes se alzaban contra el gobierno de Roma»; en adelante, no hubo más revueltas).

Así estaban las cosas, ahora la pregunta era qué hacer con César. Por su parte, deseaba que se le permitiera iniciar un segundo consulado in absentia a fin de poder entrar en Roma con una inmunidad legal que lo protegiera de los crímenes y transgresiones que había cometido durante el primero; como mínimo, quería que su mandato recibiera una ampliación para seguir actuando como soberano de la Galia. Sus oponentes, encabezados por Catón, consideraban que debía volver a Roma y someterse al electorado, al igual que cualquier otro ciudadano; de lo contrario, se le habría de obligar a renunciar a su ejército, pues era intolerable que alguien que comandaba unas tropas que conformaban ya once legiones se quedara sentado en la frontera de Italia y se dedicase a darle órdenes al Senado.

—Y ¿qué opina Pompeyo de esto? —inquirí.

—La opinión de Pompeyo varía según la hora del día a la que le preguntes. Por la mañana le parece de lo más oportuno que a su buen amigo César se le permita aspirar al consulado sin pisar Roma como recompensa por sus logros. Después del almuerzo empieza a resoplar y se pregunta por qué no puede volver a casa sin más e iniciar una campaña como hacen el resto de los de candidatos; al fin y al cabo, eso era lo que él hacía cuando estaba en el puesto de César, y no veía nada indigno en ello. Y al anochecer, cuando, pese a las constantes recomendaciones de la buena señora Cornelia, está ya embriagado por el vino, rompe a gritar: «¡Al infierno con el maldito César! ¡Estoy harto de oír hablar de él! ¡Que se atreva a poner un pie en Italia con sus dichosas legiones, y verás de lo que soy capaz! ¡No tengo más que chasquear los dedos para poner a cien mil hombres a mis órdenes y enviarlos a defender el Senado!».

—Y ¿qué crees tú que sucederá?

—Supongo que, si yo permaneciera aquí, podría convencerlo para que hiciera lo correcto y evitase una guerra civil, que sería la peor de las calamidades. Lo que temo —añadió— es que cuando se tomen las decisiones más cruciales, yo estaré a mil millas de Roma.

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