Dictator

Dictator


Primera parte. Exilio. 58-47 a. C. » Capítulo X

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X

Viajé principalmente en barco, hacia el este por la bahía de Corinto y hacia el norte por la costa del Egeo. Curio me propuso que me llevara a uno de sus esclavos como criado, pero yo prefería viajar solo; después de haber sido propiedad de otra persona, no me habría gustado desempeñar el rol de amo. Contemplando el sereno paisaje milenario, con sus olivares y sus cabreros, sus templos y sus pescadores, nada hacía figurarse los insólitos acontecimientos que estaban teniendo lugar en todo el mundo. Pero cuando doblamos un cabo y el puerto de Tesalónica apareció en la lejanía, todo cobró un aspecto muy distinto. Los accesos del puerto estaban atestados por cientos de buques militares y naves de abastecimiento. Daba la impresión de que se pudiera pasar de un lado a otro de la bahía sin tocar el agua. Ya en el puerto, miraras a donde mirases, se veía el escenario propio de la guerra (soldados, monturas de la caballería, carros llenos de armas, armaduras y tiendas, máquinas de asedio), atestado además de los entusiastas que siempre acuden para alistarse en el ejército y entrar en combate.

No sabía cómo dar con Cicerón en medio de semejante caos, pero me acordé de alguien que quizá podría darme alguna indicación. Epífanes no me reconoció al principio, tal vez porque yo llevaba la toga y él nunca me había considerado como un ciudadano romano. Pero en cuanto le recordé el trato que habíamos mantenido tiempo atrás, profirió un grito de sorpresa, tomó mi mano y la apretó contra su pecho. A juzgar por sus anillos de joyas engastadas y la joven esclava adornada con tatuajes de alheña que estaba en el diván, parecía que la guerra le estaba reportando pingües beneficios, aunque conmigo tuvo la cortesía de lamentar profundamente el conflicto. Cicerón, me informó, residía en la misma villa que ocupara hacía casi una década.

—Que los dioses os traigan una pronta victoria —me deseó—, pero no antes de que hayamos hecho un buen negocio.

Qué raro se me hizo recorrer de nuevo aquel camino que tan bien conocía, entrar en la casa, que seguía igual, y encontrar a Cicerón sentado en el mismo banco de piedra del patio, contemplando el paisaje con idéntica expresión de abatimiento. Al verme, se levantó de un salto, extendió los brazos y me estrechó contra él.

—¡Pero si estás escuálido! —protestó al palpar los huesos de mis hombros y mis costillas—. Así no tardarás en ponerte enfermo otra vez. ¡Tienes que ganar peso cuanto antes!

Llamó a los demás para que vinieran a ver quién había llegado, y de las distintas estancias de la villa aparecieron su hijo, Marco, ahora un fornido y pelilargo muchacho de dieciséis años que vestía una toga de adulto; su sobrino, Quinto, un tanto avergonzado, pues se imaginaría que su tío me habría hablado de su delación malintencionada; y, por último, Quinto padre, que sonrió al verme, pero cuyo rostro enseguida se ensombreció bajo un halo de melancolía. Salvo por el joven Marco, quien estaba recibiendo adiestramiento para ingresar en la caballería y disfrutaba relacionándose con los soldados, se respiraba en la casa un ambiente de desdicha.

—Nuestro plan ha fracasado —me reveló un quejumbroso Cicerón durante la cena aquella noche—. Estamos aquí de brazos cruzados mientras César campa a sus anchas por Hispania. En mi opinión, se les está haciendo demasiado caso a los augures; sin duda las aves y las entrañas tienen su importancia en el gobierno de la vida civil, pero no se les debería dar tanto peso a la hora de comandar un ejército. A veces me pregunto si de verdad Pompeyo es el genio militar que se presume.

Como de costumbre, Cicerón no solo le exponía sus opiniones a su familia, sino que las compartía con todos los habitantes de Tesalónica que quisieran escucharlo, de forma que enseguida me di cuenta de que se le consideraba una especie de derrotista. No me extrañó que Pompeyo apenas se reuniera con él, aunque quizá esto se debiese a que se ausentaba a menudo para adiestrar a sus nuevas legiones. Cerca de doscientos senadores acompañados de sus respectivos séquitos se hallaban concentrados en la ciudad cuando yo llegué, muchos de ellos ancianos. Paseaban por el templo de Apolo sin nada que hacer, discutiendo entre ellos. Todas las guerras son horribles, y más las guerras civiles. Algunos de los amigos más cercanos de Cicerón, como el joven Celio Rufo, luchaban en el bando de César, y su yerno, Dolabela, se encontraba, de hecho, al mando de una escuadra de su flota posicionada en el Adriático. Cuando Pompeyo llegó, se dirigió a Cicerón con sequedad:

—¿Dónde está tu nuevo yerno?

A esto, Cicerón le respondió:

—Con tu anterior suegro.

Pompeyo gruñó y se alejó.

Le pregunté a Cicerón cómo era Dolabela. Hizo un gesto de fastidio.

—Es un aventurero, como todos los hombres de César; un granuja, un cínico, y demasiado impulsivo para prosperar en la vida, aunque admito que me cae bien. Pero ¡ay, qué desgracia la de Tulia! ¿Con qué clase de marido ha topado esta vez? La pobre dio a luz prematuramente en Cumas justo antes de que yo me marchase, pero la criatura no llegó al día siguiente. Creo que un nuevo intento de ser madre la mataría. Y, claro está, cuanto más se cansa Dolabela de ella y de sus achaques (es mayor que él), más desesperadamente lo ama. Y todavía no le he pagado la segunda mitad de la dote. ¡Seiscientos mil sestercios! ¿De dónde voy a sacar ese dineral estando aquí atrapado?

Aquel verano fue aún más caluroso que el de los días de destierro de Cicerón y, para colmo, ahora media Roma estaba exiliada con él. Nos marchitábamos bajo la humedad de la bulliciosa ciudad. En ocasiones me costaba no hallar cierta amarga satisfacción al ver allí a todos los que en su momento ignoraron las advertencias de Cicerón sobre César —de hecho, no movieron ni un dedo para no alterar su apacible vida cuando lo expulsaron de Roma— y que ahora experimentaban en su propia carne qué se sentía al encontrarse lejos de casa y enfrentarse a un futuro incierto.

«¡Ojalá se le hubiera plantado cara a César antes!», se lamentaban todos. Pero ahora era demasiado tarde y el viento de la guerra soplaba a su favor. En los días más calurosos del verano, los mensajeros trajeron la noticia de que las tropas del ejército del Senado destinadas en Hispania habían capitulado ante César tras una campaña de tan solo cuarenta días. Este hecho causó una profunda consternación. Poco después, se presentaron en la ciudad los comandantes de las tropas derrotadas: Lucio Afranio, el más leal de todos los lugartenientes de Pompeyo, y Marco Petreyo, quien catorce años atrás había derrotado a Catilina en el campo de batalla. Los miembros exiliados del Senado se quedaron atónitos al verlos llegar. Catón se levantó para formular la pregunta que todos se hacían:

—¿Por qué no estáis muertos ni os han hecho prisioneros?

Afranio tuvo que explicar con cierta vergüenza que César los había indultado, y que a todos los soldados que combatían por el Senado se les había permitido volver a casa.

—¿Que os ha indultado? —bramó Catón—. ¿Qué quieres decir con que os ha «indultado»? ¿Acaso ahora es rey? Sois los jefes legítimos de un ejército oficial. Él es un renegado. ¡Deberíais haberos suicidado en lugar de aceptar la clemencia de un traidor! ¿Para qué queréis seguir respirando si no os queda un ápice de honor? ¿O tal vez ya no tenéis otro propósito en la vida que mear por delante y cagar por detrás?

Afranio desenvainó la espada y declaró con voz trémula que no permitiría que nadie le llamase cobarde, ni siquiera Catón. Se habría derramado mucha sangre de no haberlos separado a empujones.

Cicerón me comentaría más adelante que de todos los ardides de César, quizá el más brillante fuera su política de clemencia. Era equivalente, por extraño que parezca, a enviar a casa a la guarnición de Uxeloduno con las manos cortadas. Aquellos hombres orgullosos habían sido humillados, castrados; habían hecho a rastras el camino de regreso con sus camaradas perplejos, convertidos en símbolos vivientes del poder de César. Su mera presencia bastaba para socavar la moral de todo el ejército, pues ¿cómo podía Pompeyo convencer a sus hombres para que luchasen a muerte cuando sabían que, llegado el caso, podían tirar las armas y regresar con su familia?

Pompeyo convocó un consejo de guerra para debatir sobre la crisis, compuesto por los representantes del ejército y del Senado. Por supuesto, Cicerón, quien oficialmente seguía siendo gobernador de Cilicia, también asistió al templo en compañía de sus lictores. Intentó que Quinto entrase con él, pero el edecán de Pompeyo le impidió cruzar la puerta, de modo que, para su ira y vergüenza, Quinto hubo de quedarse fuera conmigo. Entre aquellos a los que vi llegar estaban Afranio, a quien Pompeyo defendió con firmeza por su comportamiento en Hispania; Domicio Enobarbo, que consiguió escapar de Massilia cuando César asedió la ciudad y ahora veía traidores adondequiera que mirase; Tito Labieno, viejo aliado de Pompeyo que en su día sirvió a César como segundo al mando en la Galia, aunque se negó a cruzar el Rubicón tras su superior; Marco Bíbulo, antiguo compañero cónsul de César, en la actualidad almirante de la colosal flota del Senado, integrada por quinientos buques de guerra; Catón, a quien se le prometió el mando de la flota, hasta que Pompeyo decidió que no sería sensato concederle tanto poder a alguien tan conflictivo; y Marco Junio Bruto, que solo tenía treinta y seis años y era sobrino de Catón, y del que se decía que su llegada había alegrado a Pompeyo más que ninguna otra, dado que este asesinó al padre de Bruto en la época de Sila, un hecho que dio origen a una enconada enemistad.

Pompeyo, según Cicerón, irradiaba seguridad. Había perdido peso y hacía ejercicio con regularidad, de manera que ahora parecía diez años más joven que en Italia. Calificó de irrelevante la pérdida de Hispania, un hecho secundario.

—Escuchadme, escuchad lo que siempre digo: esta guerra se ganará en el mar. —Según los espías que tenía en Bríndisi, César contaba con menos de la mitad de los barcos que poseía el Senado. Era una cuestión de simples matemáticas: César no contaba con el transporte para que todas sus tropas abandonaran Italia para enfrentarse a las legiones de Pompeyo; por lo tanto, estaba atrapado—. Lo tenemos donde lo queremos, y cuando estemos listos, nos abalanzaremos sobre él. En adelante, esta guerra se librará según mi criterio y el calendario que yo estime oportuno.

Debían de haber transcurrido tres meses desde aquella reunión cuando, en plena noche, nos despertamos sobresaltados al aporrear alguien la puerta. Salimos con cara de sueño al tablinum, donde los lictores aguardaban con un oficial que venía desde el cuartel general de Pompeyo. Hacía cuatro días que las tropas de César habían desembarcado en la costa de Ilírico, cerca de Dirraquio. Pompeyo había ordenado que todo el ejército partiera al amanecer para repelerlas. Sería una marcha de trescientas millas.

—¿César avanza con su ejército? —preguntó Cicerón.

—Eso creemos.

—Pero pensaba que estaba en Hispania —comentó Quinto.

—En efecto, lo estaba —le confirmó Cicerón con sequedad—, pero al parecer ahora está aquí. Qué extraño; creo recordar que alguien aseguró de forma categórica que algo así resultaría imposible porque no contaba con barcos suficientes.

Al despuntar el alba nos acercamos a la puerta Egnatia para ver si averiguábamos algo más. El suelo temblaba bajo el peso de las tropas que marchaban por la calzada; una inmensa columna atravesaba la ciudad, en total cuarenta mil hombres. Me dijeron que alcanzaba una longitud de treinta millas, aunque, por supuesto, solo podíamos ver una fracción de las filas: los legionarios que avanzaban a pie cargados con sus pesados macutos; los soldados de la caballería con sus jabalinas destellantes; el bosque de estandartes y águilas con la emocionante leyenda SPQR («El Senado y el Pueblo Romanos»); los trompetistas y los cornetas; los arqueros; los honderos; los artilleros; los esclavos; los cocineros; los escribientes; los médicos; los carros repletos de pertrechos; las mulas cargadas de tiendas, herramientas, alimentos y armas; los caballos y los bueyes acarreando ballestas y balistas.

Debía de haber transcurrido media mañana cuando nos unimos a la columna, algo que incluso a mí, que no sentía el menor interés por la vida militar, me pareció vigorizador; de hecho, también Cicerón, por primera vez, caminaba embargado por una sensación de seguridad. En cuanto al joven Marco, estaba eufórico, e iba adelante y atrás, entre nuestra sección y la caballería. Avanzábamos a caballo. Los lictores nos precedían con sus cetros laureados. Según avanzábamos por la llanura en dirección a las montañas, el camino comenzó a empinarse, lo que me permitió divisar a lo lejos la nube de polvo rojizo que la interminable columna levantaba, bajo la cual se apreciaba algún destello metálico cada vez que el sol se reflejaba en los cascos y las jabalinas de los soldados.

Al anochecer llegamos al primer campamento. Estaba protegido por un foso, un baluarte de tierra y una estacada. Las tiendas ya estaban montadas y las hogueras, encendidas; el delicioso olor de la cena se elevaba hacia un cielo cada vez más fosco. Por encima de todas las cosas, recuerdo el tintineo de los martillos de los herreros bajo el crepúsculo; los relinchos y el movimiento de los caballos dentro del vallado, y el olor a cuero que impregnaba el aire, procedente de la multitud de tiendas, la mayor de las cuales había sido levantada aparte para Cicerón. Se encontraba en la encrucijada del centro del campamento, cerca de los estandartes y orientada hacia el altar, donde aquella noche Cicerón presidió el tradicional sacrificio en honor a Marte. Se bañó, fue ungido, cenó copiosamente, durmió al fresco con placidez, y a la mañana siguiente reanudamos la marcha.

Esta rutina se prolongó durante los siguientes quince días, mientras atravesábamos las montañas de Macedonia en dirección a la frontera de Ilírico. Aunque Cicerón confiaba en que de un momento a otro Pompeyo le hiciera llamar para hacerle alguna consulta, dicha invitación no llegó. Ni siquiera sabíamos dónde estaba el comandante en jefe. No obstante, de vez en cuando Cicerón recibía un despacho, y gracias a esto logramos hacernos una idea más clara de lo que estaba sucediendo. César había desembarcado el cuarto día de enero con unas tropas formadas por varias legiones, que sumarían un total de unos quince mil hombres. Estas, cogiendo a todos desprevenidos, asaltaron el puerto de Apolonia, ubicado a unas treinta millas al sur de Dirraquio. Pero esa era solo la mitad de su ejército. Mientras él se mantenía en la cabeza de puente, los buques militares regresaban a Italia para traer a la otra mitad. (Pompeyo nunca había contemplado la posibilidad de que su enemigo tuviera la osadía de realizar dos viajes). Llegados a este punto, no obstante, César agotó su famosa suerte. Nuestro almirante, Bíbulo, había conseguido interceptar treinta de sus naves. Las incendió con la tripulación dentro y desplegó su inmensa flota para impedir que la armada de César regresara.

Así estaban las cosas. Por tanto, César se hallaba en una situación muy precaria. Con el mar a sus espaldas, estaba arrinconado, sin posibilidad de abastecerse, a las puertas del invierno y a punto de entrar en combate con un ejército muchísimo más numeroso.

Cuando se acercaba el final de la marcha, Cicerón recibió otro despacho de Pompeyo.

Del imperator Pompeyo para el imperator Cicerón.

He recibido una misiva de César en la que solicita celebrar una conferencia de paz con carácter inmediato, disolver ambos ejércitos en tres días, retomar nuestra antigua amistad bajo juramento y regresar juntos a Italia. No considero esto como una muestra de sus intenciones fraternales, sino de debilidad y de que sabe que no puede ganar esta guerra. Por ende, dando por hecho que habrías estado de acuerdo, he rehusado su propuesta, la cual supongo que, en cualquier caso, no era más que una trampa.

—¿Está en lo cierto? —le pregunté—. ¿Habrías estado de acuerdo?

—No —respondió Cicerón—, y Pompeyo lo sabe perfectamente. Yo haría cuanto estuviera en mi mano para detener esta guerra, razón por la cual, claro está, nunca me ha pedido consejo. No veo nada en nuestro horizonte salvo sangre y miseria.

En aquel momento pensé que Cicerón estaba siendo demasiado pesimista, incluso tratándose de él. Pompeyo desplegó su vasto ejército dentro y alrededor de Dirraquio y, al contrario de lo que muchos imaginaban, de nuevo se detuvo a esperar. El consejo supremo de guerra no podía reprobar su teoría: que cada día que pasaba César se volvía más vulnerable; que con el tiempo el hambre le obligaría a rendirse sin haber entrado en batalla; y que, en cualquier caso, el momento más propicio para el ataque llegaría en la primavera, cuando el clima fuese menos traicionero.

A los Cicerón se les dio alojamiento en una villa de las afueras de Dirraquio, erigida en lo alto de un cabo. Era un paraje agreste, con unas imponentes vistas al mar, y se me hacía extraño pensar que César acampaba a solo treinta millas de distancia. A veces me asomaba a la terraza y estiraba el cuello hacia el sur con la esperanza de divisar algún indicio de su presencia, aunque, obviamente, nunca vi nada.

Más adelante, a principios de abril, se produjo un espectáculo memorable. Llevábamos varios días con buen tiempo, pero de repente llegó una tormenta desde el sur que empezó a aullar en torno a la casa. Esta estaba en lo alto y muy expuesta, y enseguida el aguacero comenzó a azotar el tejado. En ese momento, Cicerón redactaba una carta para Ático, quien le había escrito desde Roma para informarle de que Tulia necesitaba dinero con urgencia. Faltaban sesenta mil sestercios del primer pago de su dote. Esto llevó de nuevo a sospechar que Filotimo estaba metido en algún negocio turbio. Justo en el momento en que Cicerón terminó de dictarme: «Dices que necesita de todo; te ruego que no permitas que esto continúe», Marco entró corriendo y anunció que había muchísimos barcos en el mar, y que creía que se estaba preparando una batalla.

Nos pusimos la capa y salimos aprisa al jardín. En efecto, había una nutrida flota de varios cientos de naves más o menos a una milla de la costa, vapuleada con violencia arriba y abajo al son de la marejada e impelida a gran velocidad por el vendaval. Me recordó al día en que estuvimos a punto de naufragar cuando navegábamos rumbo a Dirraquio al comienzo del exilio de Cicerón. Contemplamos el desfile de barcos durante una hora, hasta que lo perdimos de vista, momento en que hizo aparición una segunda flotilla, la cual, si bien avanzaba con mayor dificultad, no cejaba en su empeño de alcanzar a las naves precedentes. No sabíamos qué presenciábamos. ¿A quién pertenecían aquellos espectrales barcos cenicientos? ¿De verdad se trataba de una batalla? De ser así, ¿iría bien o mal?

A la mañana siguiente Cicerón envió a Marco al cuartel general de Pompeyo, para ver qué averiguaba. El muchacho regresó al anochecer embargado por una expectación acuciante. El ejército levantaría el campamento al alba. La situación era confusa. No obstante, según parecía, la mitad de las tropas de César que faltaba había zarpado de Italia. No habían podido desembarcar en el campamento que César tenía en Apolonia, en parte debido a nuestro bloqueo y a causa de la tormenta, que los había obligado a costear más de sesenta millas hacia el norte. Nuestra armada había intentado darles caza, sin éxito. Según los informes, sus hombres y sus pertrechos empezaban a llegar a las orillas del puerto de Liso. La intención de Pompeyo era aplastarlos antes de que se uniesen a César.

Al amanecer volvimos a unirnos al ejército y partimos hacia el norte. Se rumoreaba que el general recién llegado al que nos enfrentaríamos era Marco Antonio, el delegado de César, informe que Cicerón esperaba que fuese cierto, puesto que conocía a Antonio, un joven de tan solo treinta y cuatro años con fama de impetuoso e indisciplinado; Cicerón aseguraba que no reunía ni de lejos las extraordinarias dotes tácticas de César. Sin embargo, cuando nos aproximábamos a Liso, donde al parecer se encontraba Antonio, no hallamos más que un campamento abandonado, salpicado de decenas de hogueras extintas donde habían ardido todos los pertrechos que sus hombres no podían acarrear. Resultó que los había dirigido hacia el este, en dirección a las montañas.

Dimos media vuelta de forma abrupta y continuamos hacia el sur. Creía que regresaríamos a Dirraquio, pero dejamos atrás esta ciudad y seguimos avanzando hacia el sur y, tras una marcha de cuatro días, ocupamos una nueva posición en un extenso campamento que circundaba el pueblo de Apsos. Comencé entonces a hacerme una idea del brillante general que era César, ya que comprobamos que, de algún modo, había conseguido unirse con Antonio, que había llevado a su ejército por los pasos de montaña. Y pese a que sus tropas combinadas no eran tan numerosas como las nuestras, había logrado recuperar una posición imposible y actuaba ahora a la ofensiva. Se apoderó de un asentamiento ubicado en nuestra retaguardia y nos cortó el paso hacia Dirraquio. No era un desastre irremediable; la armada de Pompeyo seguía dominando la costa y podíamos reabastecernos por mar desde las playas mientras el clima lo permitiera. Con todo, uno empezaba a tener la incómoda sensación de ser acorralado. En ocasiones veíamos a los hombres de César pululando por las lomas de las montañas distantes; tenía el control de las alturas que había sobre nosotros. Inició entonces un ambicioso plan de construcción, consistente en la tala de árboles, el levantamiento de fuertes de madera, la excavación de trincheras y zanjas y el empleo de la tierra sobrante para erigir baluartes.

Huelga decir que nuestros comandantes intentaron poner fin a estas operaciones y que se produjeron numerosas escaramuzas, en ocasiones hasta cuatro o cinco en un mismo día. Pero las obras siguieron adelante de una forma más o menos ininterrumpida durante varios meses, hasta que César hubo completado una línea de fortificación de quince millas que se extendía hacia ambos lados de nuestra posición en un amplio cerco, desde las playas del norte de nuestro campamento hasta los acantilados que quedaban al sur. Dentro de este cerco nosotros construimos una red de trincheras enfrentada a la suya, entre las cuales debía de haber unos cincuenta o cien pasos que se convirtieron en tierra de nadie. Se trajeron las máquinas de asedio, y los artilleros de ambos bandos empezaron a arrojar rocas y proyectiles incendiarios. Las partidas de asalto se deslizaban entre las líneas durante la noche y degollaban a los soldados de la trinchera enemiga. Cuando el viento amainaba, los oíamos conversar. A menudo nos insultaban a gritos; nuestros hombres les respondían. Había una atmósfera de tensión permanente que poco a poco te iba crispando.

Cicerón enfermó de disentería, por lo que se pasaba casi todo el día leyendo y escribiendo cartas en su tienda. Puede que «tienda» no sea el término más apropiado. Él y los principales senadores parecían competir para ver quién conseguía hacerse unos aposentos más lujosos. En el interior disponían de alfombras, divanes, mesas, estatuas y vajillas de plata traídas en barco desde Italia, y fuera contaban con paredes de tepe y emparrados frondosos. Cenaban y se bañaban juntos como si siguieran en el Palatino. Cicerón estrechó sus lazos con el sobrino de Catón, Bruto, quien ocupaba la tienda contigua y al que siempre se le veía con un libro de filosofía entre las manos. A menudo se sentaban a charlar hasta bien entrada la noche. A Cicerón le agradaba por su carácter noble y su erudición, aunque le preocupaba que tuviera la cabeza demasiado llena de ideas filosóficas y no pudiera darles una utilidad práctica. «A veces temo que un exceso de conocimientos le nuble el juicio».

Una de las particularidades de este tipo de guerra de trincheras era que también cabía la posibilidad de establecer cierta amistad con el enemigo.

Los soldados rasos se reunían con frecuencia en la deshabitada zona intermedia para charlar o para apostar, a pesar de que los oficiales les imponían duros castigos por su confraternización. La correspondencia se lanzaba de un lado a otro. Cicerón recibió por mar varios mensajes de Rufo, que se encontraba en Roma, e incluso uno de Dolabela, que estaba con César, a menos de cinco millas de distancia, y que mandó a un emisario con una bandera blanca.

Si bien te hallas, lo celebro. Yo disfruto de buena salud, y también nuestra Tulia. Terencia ha estado un tanto indispuesta estos últimos días, pero me consta que ya se ha recuperado por completo. Por lo demás, todos tus asuntos domésticos marchan a la perfección.

Ya conoces la situación de Pompeyo. Expulsado de Italia, con Hispania perdida, y, para colmo de males, se encuentra ahora arrinconado en su propio campamento, una humillación a la que, me figuro, ningún general romano se había visto sometido antes. Una cosa sí te ruego: si lograra escapar de esta situación desesperada y se refugiase con su flota, mira por ti y procura hacer lo que más te convenga sin preocuparte de otros.

Mi estimadísimo Cicerón, si Pompeyo fuese expulsado también de esta zona y se viera obligado a huir a otras regiones del mundo, confío en que te retires a Atenas o a alguna otra comunidad pacífica de tu agrado. Aquellas licencias que debieras solicitarle al comandante en jefe para salvaguardar tu dignidad te las concederá sin ningún tipo de traba el amabilísimo César. Cuento con tu honor y bondad para que te cerciores de que al mensajero que te envío se le permita regresar conmigo con una carta tuya.

Cicerón apenas pudo contener el torbellino de emociones que se desató en él cuando leyó esta extraordinaria misiva: sentía alegría al saber que Tulia estaba bien; indignación por la imprudencia de su yerno; alivio y culpa porque la política de clemencia de César siguiera amparándolo; miedo de que la carta cayese en manos de algún fanático como Enobarbo y pudiera utilizarla para acusarlo por traición.

Escribió una línea en tono neutro diciendo que se encontraba bien y que seguiría apoyando la causa del Senado, tras esto ordenó escoltar al mensajero a su paso por nuestra zona.

A medida que el clima se tornaba más caluroso, la vida se hacía más penosa. César poseía una gran habilidad para construir presas en torno a los manantiales y desviar las aguas (así era como había llevado a buen término multitud de asedios en la Galia e Hispania, y como pensaba actuar contra nosotros). Tomó el control de los ríos y los arroyos que nacían en las montañas y sus ingenieros los detuvieron. La hierba adquirió un color pajizo. El agua se traía por mar en miles de ánforas y se racionaba. Pompeyo dio la orden de prohibir el baño diario de los senadores. Lo peor de todo era que los caballos empezaron a enfermar a causa de la deshidratación y la escasez de forraje. Sabíamos que los hombres de César se encontraban en una situación todavía más precaria; al contrario que nosotros, no podían abastecerse de alimentos por mar, y tanto Grecia como Macedonia eran inaccesibles para ellos. Tenían que arreglárselas con una ración diaria de pan hecho a base de raíces. Sin embargo, los veteranos de César, curtidos en incontables batallas, tenían mucha más resistencia que los nuestros y no mostraban señal alguna de debilidad.

No sabría decir cuánto podría haber durado aquella situación. Pero unos cuatro meses después de que llegáramos a Dirraquio se produjo un avance decisivo. Cicerón fue citado para acudir a uno de los consejos de guerra que Pompeyo convocaba de forma irregular en la inmensa tienda que tenía en el centro del campamento. Cuando al cabo de unas horas regresó, su semblante reflejaba, por primera vez en mucho tiempo, cierta alegría. Nos contó que dos de los auxiliaraes galos que servían en el ejército de César habían sido descubiertos robando a sus compañeros legionarios y sentenciados a morir azotados. De alguna manera, consiguieron escabullirse y llegar a nuestra zona. Nos ofrecían información sobre el enemigo a cambio de que los dejáramos vivir. Las defensas de César, según revelaron, presentaban un punto débil de unos doscientos pasos de longitud en el tramo cercano al mar; la pared exterior parecía robusta, pero no estaba respaldada por ninguna barrera interior. Pompeyo les advirtió que les ejecutaría de la forma más dolorosa si se demostraba que estaban mintiendo. Los galos juraron que decían la verdad y le suplicaron que actuara aprisa, antes de que reforzasen la brecha. Puesto que Pompeyo no vio ningún motivo para desconfiar, se decidió atacar al amanecer.

Nuestros soldados dedicaron la noche a ocupar posiciones de forma sigilosa. El joven Marco, ahora oficial de caballería, estaba entre ellos. Cicerón, que temía por la vida de su hijo, fue incapaz de conciliar el sueño, de modo que, al despuntar el alba, él y yo, acompañados por sus lictores y por Quinto, fuimos a presenciar la batalla. Pompeyo había reunido una tropa descomunal. No podíamos acercarnos lo suficiente para ver qué estaba ocurriendo. Cicerón desmontó y caminamos por la playa mientras las olas nos lamían los tobillos. Nuestras naves estaban fondeadas en fila aproximadamente a un cuarto de milla de la playa. Procedente de la lejanía oíamos el estruendo de la contienda entremezclado con el bramido del mar. El cielo, oscurecido por las nubes de flechas, se iluminaba de vez en cuando rasgado por los proyectiles incendiarios. Debía de haber unos cinco mil hombres en la playa. Uno de los tribunos militares nos pidió que no fuéramos más lejos porque corríamos peligro, de forma que nos sentamos bajo un arrayán y comimos algo.

Alrededor del mediodía la legión avanzó y nosotros la seguimos con cautela. El fuerte de madera que los hombres de César habían construido en las dunas estaba en nuestro poder, y sobre la llanura que se extendía al otro lado había miles de soldados desplegándose. Hacía un calor sofocante. El suelo estaba sembrado de cadáveres, atravesados por flechas y jabalinas o con espantosas heridas. A nuestra derecha vimos varios escuadrones de caballería galopando hacia el campo de batalla. Cuando Cicerón aseguró haber reconocido a Marco, todos empezamos a vitorearlos ruidosamente, pero enseguida Quinto reconoció sus colores y anunció que eran hombres de César. De inmediato los lictores urgieron a Cicerón a que se alejase del campo de batalla y regresamos al campamento.

La batalla de Dirraquio, como se la conocería más adelante, supuso una gran victoria. Conseguimos perforar las líneas de César y toda su posición quedó en peligro. De hecho, podría haber sufrido una completa derrota de no haber contado con una red de trincheras que ralentizó nuestro avance y nos obligó a pasar la noche agazapados en ellas. Pompeyo fue saludado como imperator por sus tropas en el campo de batalla, y cuando volvió al campamento en su carro de guerra, protegido por sus escoltas, dio una vuelta por el interior y recorrió las calles de tiendas iluminadas por las antorchas mientras sus legionarios le aclamaban.

Al día siguiente, a última hora de la mañana, a lo lejos, en la dirección del campamento de César, varias columnas de humo se elevaron sobre la planicie. Al mismo tiempo, desde todos los frentes comenzaron a llegar informes de que las trincheras enemigas estaban vacías. Al principio, nuestros hombres avanzaban con cautela, pero enseguida empezaron a pasear sin temor por las fortificaciones de nuestro oponente, asombrados de que las hubiesen abandonado de la noche a la mañana después de pasar tantos meses trabajando en ellas. Pero no cabía ninguna duda: los legionarios de César se dirigían hacia el este por la vía Egnatia. Podíamos ver la polvareda que levantaban a su paso. Todo lo que no pudieron cargar lo dejaron ardiendo tras de sí. El asedio había finalizado.

Pompeyo convocó una reunión del Senado en el exilio al final de la tarde para debatir qué hacer a continuación. Cicerón me pidió que los acompañase a él y a Quinto para poder contar con un informe de las decisiones que se tomaran. Los centinelas que vigilaban la tienda de Pompeyo me permitieron entrar sin objeción, y una vez dentro, permanecí de pie de forma discreta junto a una de las paredes laterales, entre el resto de los secretarios y edecanes. Debía de haber casi un centenar de senadores, sentados en varias hileras de bancos. Pompeyo, que había estado explorando las posiciones de César, llegó el último, y en ese momento todos se levantaron para ovacionarlo, lo que él agradeció tocándose su famoso copete con el bastón de mariscal.

Informó sobre la situación de cada uno de los dos ejércitos después de la batalla. El enemigo había sufrido unas mil bajas, que se sumaban a los trescientos hombres tomados prisioneros. Labieno no tardó en proponer que se los ejecutara.

—Me preocupa que malmetan a los soldados que los vigilan con sus ideas. Además, han renunciado a su derecho a la vida.

Cicerón, con una mueca de desagrado, se levantó para objetar.

—Hemos conseguido una victoria gloriosa. Se atisba el final de la guerra. ¿No es hora de que actuemos con magnanimidad?

—No —opuso Labieno—. Debemos dar ejemplo.

—Un ejemplo que solo va a llevar a que los hombres de César luchen con mayor determinación cuando conozcan la suerte que les aguarda si se rinden.

—Que así sea. La táctica de mostrar clemencia de César entraña un grave peligro para nuestro ánimo combativo. —Miró de forma intencionada a Afranio, que agachó la cabeza—. Si no tomamos prisioneros, César se verá obligado a obrar del mismo modo.

Pompeyo se pronunció con firmeza para zanjar la cuestión.

—Estoy de acuerdo con Labieno. Además, los soldados de César son traidores que se han alzado contra sus compatriotas de forma ilegal. Eso los sitúa en una categoría distinta de la de nuestras tropas. Continuemos.

Cicerón, sin embargo, se negó a dejarlo correr.

—Un momento. ¿Acaso luchamos para defender unos valores civilizados o somos unas bestias salvajes? Esos hombres son romanos, como nosotros. Me gustaría que constara en acta que, a mi juicio, esto es un error.

—Y a mí me gustaría que constara en acta —replicó Enobarbo— que no solo se debería condenar por traición a los que han luchado en el bando de César, sino también a los que han intentado mostrarse neutrales, han abogado por la paz o se han mantenido en contacto con el enemigo.

La aportación de Enobarbo fue acogida con un cálido aplauso. Cicerón se ruborizó y guardó silencio.

—Muy bien —intervino Pompeyo—, asunto resuelto. Ahora propongo que el ejército al completo, salvo, digamos, quince cohortes que dejaré atrás para que defiendan Dirraquio, persiga a César y entre en batalla en cuanto tenga la menor oportunidad.

Esta sugerencia aciaga fue recibida entre alborozadas exclamaciones de aprobación.

Cicerón titubeó, miró a su alrededor y volvió a levantarse.

—Tengo la impresión de estar desempeñando el papel de aquel que siempre lleva la contraria. Disculpadme, pero, en lugar de partir hacia el este detrás de César, ¿no sería más razonable aprovechar esta ocasión y zarpar rumbo al oeste, hacia Italia, y recuperar el control de Roma? Ese era, al fin y al cabo, el propósito de esta guerra.

Pompeyo negó con la cabeza.

—No, ese sería un error estratégico. Si regresamos a Italia, nada impedirá que César conquiste Macedonia y Grecia.

—Que las conquiste; por mi parte, yo no veo ningún problema en perder Macedonia y Grecia a cambio de ganar Italia y Roma. Además, allí contamos con un ejército a las órdenes de Escipión.

—Escipión no puede derrotar a César —impugnó Pompeyo—. Solo lo puedo vencer yo. Y la guerra no terminará porque volvamos a Italia. Solo terminará cuando César esté muerto.

Concluida la asamblea, Cicerón se acercó a Pompeyo y le pidió que lo autorizase a permanecer en Dirraquio en lugar de acompañar al ejército durante la campaña. Pompeyo, a todas luces molesto por su actitud crítica, lo miró de arriba abajo con cierto desprecio antes de asentir.

—Creo que es buena idea.

Le dio la espalda a Cicerón, como para permitirle que se retirara, y empezó a discutir con uno de sus oficiales el orden en que las legiones deberían partir al día siguiente. Cicerón esperó a que terminaran de organizarlas para desearle buena suerte a Pompeyo. Este, no obstante, estaba demasiado concentrado en las cuestiones logísticas de la marcha, o al menos fingía estarlo, de manera que Cicerón terminó desistiendo y salió de la tienda.

Mientras nos alejábamos, Quinto le preguntó por qué no quería partir con las tropas.

—El plan de Pompeyo —explicó Cicerón— puede hacer que nos pasemos años y años aquí atrapados. No puedo seguir apoyándolo. Y, a decir verdad, no soporto la idea de tener que viajar otra vez a través de esas condenadas montañas.

—Dirán que tienes miedo.

—Hermano, lo tengo. Y tú también deberías tenerlo. Si ganamos, se derramará un río de sangre romana. Ya has oído a Labieno. Y si perdemos… —Prefirió no terminar la frase.

Cuando regresamos a su tienda, realizó un tibio intento de convencer a su hijo para que él tampoco fuese, aunque sabía que no serviría de nada; Marco había hecho gala de un excepcional coraje en Dirraquio, y, pese a su juventud, se le había recompensado con el mando de su propio escuadrón de caballería. Ardía en deseos de entrar en combate. El hijo de Quinto también estaba determinado a luchar.

—Muy bien —accedió Cicerón—, ve con ellos, si ese es tu deber. Admiro tu arrojo. Yo, sin embargo, me quedaré aquí.

—Pero, padre —protestó Marco—, se hablará de este gran enfrentamiento durante miles de años.

—Soy demasiado viejo para pelear y demasiado aprensivo para ver como otros se hacen daño. Vosotros tres sois los soldados de la familia. —Acarició el cabello de Marco y le pellizcó el carrillo—. Tráeme la cabeza de César clavada en una jabalina, ¿lo harás, mi adorado hijo? —Después anunció que necesitaba descansar y les dio la espalda para que no lo vieran llorar.

El toque de diana sonó una hora antes del amanecer. Tras sufrir la angustia del insomnio, tenía la sensación de que justo cuando me había quedado dormido estalló el bramido infernal de los cuernos de guerra. Los esclavos de la legión entraron en la tienda y empezaron a desmontarla. Todo estaba sincronizado a la perfección. El sol aún no había descollado tras el horizonte. Las montañas seguían cubiertas por las sombras. Sobre ellas, empero, el cielo comenzaba a teñirse de rojo sangre.

Los exploradores partieron al alba; media hora más tarde los siguió un destacamento de la caballería bitinia, y otra media hora después, Pompeyo, que bostezaba estentóreamente, rodeado por el cuerpo de oficiales y sus escoltas. A nuestra legión se le había concedido el honor de marchar en la vanguardia de la columna, de manera que se pondría en movimiento a continuación. Cicerón se situó junto a las puertas y cuando su hermano, su hijo y su sobrino pasaron frente a él, les dijo adiós a uno detrás de otro con la mano levantada. Esta vez no se molestó en ocultar las lágrimas. Dos horas después, todas las tiendas estaban desmontadas, los desperdicios ardían en hogueras y la última de las mulas de carga abandonaba con pesadez el campamento desierto.

Cuando el ejército se hubo marchado, nos preparamos para cabalgar las treinta millas que nos separaban de Dirraquio, escoltados por los lictores de Cicerón. Pasamos delante de la abandonada línea defensiva de César, y enseguida llegamos al lugar donde Labieno había ejecutado a los prisioneros. Los habían degollado y, en ese momento, una cuadrilla de esclavos los estaba enterrando en una de las trincheras. El hedor de la carne en descomposición en medio del calor del verano y los buitres que volaban en círculos sobre nosotros se cuentan entre los muchos recuerdos de aquella campaña de los que querría olvidarme. Espoleamos nuestros caballos y continuamos hacia Dirraquio, adonde llegamos antes de que oscureciese.

En esta ocasión nos dieron alojamiento lejos de los acantilados para mantenernos a salvo, en una casa ubicada dentro de las murallas de la ciudad. En principio, Cicerón debería haber seguido al mando de la guarnición, ya que era el excónsul veterano y quien todavía poseía imperium como gobernador de Cilicia. No obstante, una muestra del descrédito en que había caído era el hecho de que Pompeyo le hubiera otorgado ese puesto a Catón, que nunca había pasado de pretor. Cicerón no se ofendió. De hecho, se alegró de librarse de esa responsabilidad; las tropas que Pompeyo había dejado atrás eran las menos fiables, por lo que Cicerón albergaba serias dudas de que les fueran leales en el caso de que se produjera un enfrentamiento.

Los días se sucedían con insoportable lentitud. Los senadores que, como Cicerón, no habían acompañado al ejército actuaban como si la guerra ya estuviera ganada. Por ejemplo, elaboraban listas con los nombres de quienes se habían quedado en Roma, de los que se ejecutaría a nuestro regreso, y de aquellos cuyas propiedades se requisarían para cubrir los costes de la guerra; una de las personas acaudaladas a las que proscribieron era Ático. Después iniciaron una riña sobre quién se quedaría qué casa. Otros senadores se pelearon sin pudor por los cargos y títulos que quedarían libres tras la muerte de César y sus lugartenientes (recuerdo la firmeza con que Espínter exigía ser designado pontifex maximus). En un momento dado, Cicerón me confesó: «Solo habría una cosa peor que perder esta guerra: ganarla».

En cuanto a él, se sumió en un pozo de preocupaciones y desvelos. Tulia seguía necesitando dinero y todavía no había pagado el segundo plazo de su dote, a pesar de que Cicerón le había solicitado a Terencia que vendiera algunas de sus propiedades. El recelo que desde hacía tiempo despertaban en él tanto la relación entre su esposa y Filotimo como la afición de estos por ganar dinero de forma cuestionable volvió a enquistarse en su cabeza. Optó por expresar su rabia y sus sospechas escribiéndole en contadas ocasiones cartas breves en un tono frío, en las cuales ni siquiera se dirigía a ella por su nombre.

Pero lo que más le preocupaba eran Marco y Quinto, quienes seguían acompañando a Pompeyo. Dos meses habían transcurrido desde que se marcharon. El ejército del Senado había perseguido a César a través de las montañas hasta llegar a las llanuras de Tesalónica, desde donde continuaron hacia el sur; eso era todo lo que se sabía. Sin embargo, nadie podía asegurar dónde se encontraban ahora, y mientras más los alejaba César de Dirraquio y más se prolongaba el silencio, más incertidumbre se respiraba entre la guarnición.

El comandante de la flota, Cayo Coponio, era un senador inteligente, aunque muy nervioso, que creía con fervor en las señales y los presagios, sobre todo en los que había en los sueños proféticos, por lo que animaba a sus hombres a que los compartiesen con sus oficiales. Un día, cuando aún no habíamos recibido noticias de Pompeyo, vino a cenar con Cicerón. También estaban a la mesa Catón y Marco Terencio Varrón, el gran erudito y poeta, que había comandado una legión en Hispania y quien, al igual que Afranio, había sido indultado por César.

—He tenido una charla inquietante justo antes de venir —dijo Coponio—. ¿Habéis visto ese gigantesco quinquerreme rodiota, el Europa, que está fondeado costa afuera? Me trajeron a uno de los remeros para que me relatase lo que había soñado. Asegura haber tenido una visión sobre una cruenta batalla librada en una meseta de Grecia, con la tierra encharcada de sangre, los hombres desmembrados y moribundos, y con esta ciudad asediada, desde donde huíamos hacia las naves echando la vista atrás y viendo cómo las llamas lo devoraban todo.

Este era el tipo de profecías siniestras de las que Cicerón siempre se reía, aunque esta vez no fue así. Catón y Varrón adoptaron un aire meditabundo.

—Y ¿cómo terminaba el sueño? —inquirió Catón al cabo.

—Para él, muy bien. Sus compañeros y él, según parece, disfrutarán de una rápida travesía de regreso a Rodas. Supongo que eso nos da algunas esperanzas.

Un nuevo silencio se instaló en la mesa. Cicerón lo rompió para comentar:

—Por desgracia, de ahí solo puedo inferir que nuestros aliados rodiotas terminarán abandonándonos.

Los primeros indicios de que había tenido lugar un terrible desastre llegaron desde el muelle. Varios pescadores de la isla de Córcira, a unas dos jornadas de viaje hacia el sur, decían haber pasado frente a un grupo de hombres acampados en una playa de tierra firme y que estos les gritaron que eran supervivientes del ejército de Pompeyo. Un barco mercante hizo escala en la ciudad aquel día y trajo una historia similar, sobre unos hombres desesperados y famélicos que atestaban las aldeas pesqueras, donde intentaban escapar como fuera de los soldados que según ellos les perseguían.

Cicerón trataba de convencerse a sí mismo y a los demás asegurando que en todas las guerras se generaban corrientes de rumores que casi nunca tenían fundamento alguno, se decía que esos supuestos hombres no debían de ser más que desertores o los supervivientes de alguna pequeña escaramuza, más que de una batalla propiamente dicha. Pero creo que en el fondo Cicerón sabía que los dioses de la guerra estaban del lado de César; sospecho que lo intuyó desde el principio, motivo por el cual se negó a partir con Pompeyo.

La confirmación llegó por la noche, cuando se lo citó con carácter de urgencia en el cuartel general de Catón. Lo acompañé. El pánico y la desesperación se palpaban en el ambiente. Los secretarios estaban ya quemando la correspondencia y los libros de contabilidad en el jardín para impedir que cayesen en las manos del enemigo. En el interior, Catón, Varrón, Coponio y algunos de los otros senadores principales se encontraban sentados en un afligido círculo en torno a un hombre barbudo y mugriento con unos profundos cortes en la cara. Se trataba del otrora orgulloso Tito Labieno, comandante de la caballería de Pompeyo, el mismo que ordenara ejecutar a los prisioneros. Estaba exhausto, tras haber cabalgado sin descanso durante diez días a través de las montañas con algunos de sus soldados. En ocasiones perdía el hilo de lo que estaba contando y se quedaba ensimismado, se adormecía o repetía lo que acababa de decir; otras se derrumbaba por completo, de modo que mis notas son inconexas y tal vez sea mejor que me limite a relatar lo que finalmente averiguamos.

La batalla, a la que entonces no se le dio nombre, pero que más adelante sería conocida con el nombre de Farsalia, nunca debería haber terminado en derrota, según Labieno, quien criticó con amargura las dotes de mando de Pompeyo, que, según relató, en absoluto se equiparaban a las de César. (Cabe decir que otros, cuyos testimonios escuchamos más adelante, culpaban en parte de la derrota al mismo Labieno). Pompeyo ocupaba el mejor terreno, contaba con tropas más numerosas (su caballería superaba a la de César en una proporción de siete a uno) y podía elegir el momento para iniciar el combate. Sin embargo, titubeó a la hora de enfrentarse al enemigo y hasta que algunos de los comandantes (sobre todo, Enobarbo) no lo acusaron de cobardía, no envió a sus tropas a luchar.

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