Dictator

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Primera parte. Exilio. 58-47 a. C. » Capítulo XI

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XI

Así fue como la profecía del remero rodiota se hizo realidad y al día siguiente abandonamos Dirraquio. Habían saqueado los graneros y recuerdo el preciado grano desparramado por las calles crujiendo bajo nuestros pies. Los lictores tuvieron que abrir paso asestando golpes con sus varas para que Cicerón pudiera caminar entre la multitud aterrorizada. Sin embargo, cuando llegamos al puerto, nos dimos cuenta de que aún era más intransitable que las calles. Según parecía, todos los capitanes con un barco en condiciones de navegar estaban siendo acosados por gente que les ofrecían generosas sumas para que los pusieran a salvo. Presencié las escenas más trágicas: familias acarreando todas las pertenencias que podían llevar, incluidos sus perros y loros, desesperadas por hacerse un hueco en los navíos; señoras quitándose como podían los anillos y ofreciendo sus reliquias de familia más preciadas a cambio de un sitio en un humilde bote de remos; el cadáver pálido y laxo de un bebé, arrojado desde la plancha de embarque por su madre en un arrebato de pánico y engullido al instante por las aguas.

Los muelles estaban tan repletos de embarcaciones que pasaron horas hasta que la gabarra nos recogió y nos llevó hasta nuestro buque de guerra. Para entonces estaba oscureciendo. El colosal quinquerreme rodiota ya había zarpado; Rodas, como Cicerón había predicho, se había desentendido de la causa del Senado. Catón subió a bordo seguido del resto de los dirigentes, y de inmediato levamos anclas (el capitán prefería asumir el riesgo de navegar de noche antes que el de quedarnos allí). Cuando nos habíamos alejado una milla o dos, miramos atrás y vimos un vasto resplandor rojo en el cielo; más adelante averiguaríamos que los soldados sublevados habían incendiado todos los barcos del puerto para que no se les obligara a zarpar hasta Córcira y seguir luchando.

Remamos durante toda la noche. El mar en calma y la costa rocosa despedían destellos plateados bajo la luz de la luna. Tan solo se oía el chapoteo de los remos y el murmullo de los hombres en la oscuridad. Cicerón y Catón pasaron mucho tiempo conversando a solas. Más tarde mi antiguo amo me comentó que Catón no solo estaba tranquilo, sino que afrontaba la situación con serenidad.

—Esto es lo que se consigue después de pasar toda la vida abrazando el estoicismo. Por lo que a él respecta, ha sido coherente con el dictamen de su conciencia y se halla en paz; se ha resignado a morir. A su manera, es tan peligroso como César y Pompeyo.

Le pregunté qué quería decir. Se tomó su tiempo antes de responder.

—¿Recuerdas lo que escribí en mi pequeña obra sobre política? ¡Parece que hubiera pasado una eternidad! «Así como el propósito del patrón es garantizar una travesía apacible para el pasaje, y el del médico, sanar a sus pacientes, el del estadista consiste en traerle la felicidad a su pueblo». Ni César ni Pompeyo han concebido jamás su función de esa manera. Para ellos, la prioridad es alcanzar la gloria personal. Y lo mismo le ocurre a Catón. Te lo aseguro, está más que conforme por creer que tiene razón, aunque sea a esto a lo que sus principios nos han llevado, a este frágil y solitario barco que navega a la deriva bajo la luz de la luna junto a una costa extranjera.

Las circunstancias le habían arrebatado el ánimo y, a decir verdad, de un modo preocupante. Cuando llegamos a Córcira, encontramos la hermosa isla atestada de refugiados que procedían del matadero de Farsalia. Las historias de caos e incompetencia que se escuchaban provocaban escalofríos. De Pompeyo no se supo nada. Si seguía con vida, no envió mensaje alguno; si estaba muerto, nadie había visto su cadáver; era como si se lo hubiera tragado la tierra. En ausencia del comandante en jefe, Catón convocó una reunión del Senado en el templo de Zeus, ubicado en un promontorio con vistas al mar, a fin de determinar cómo afrontar la guerra a continuación. La otrora numerosa asamblea se reducía ahora a unos cincuenta miembros. Cicerón esperaba poder reunirse con su hijo y su hermano, pero no los encontró por ningún lado. Sí vio, no obstante, a otros supervivientes: Metelo Escipión, Afranio y el joven Cneo, el hijo de Pompeyo, quien se había convencido a sí mismo de que la caída de su padre no era sino el resultado de una traición. Cuando reparé en la ferocidad con que miraba a Cicerón, temí que supusiera algún tipo de amenaza para él. Casio también estaba presente. Enobarbo, empero, no asistió a la reunión; se contaba entre los muchos senadores que perecieron durante la batalla. Afuera hacía calor y un sol deslumbrante; en el interior imperaba el fresco de la sombra. Una estatua de Zeus, cuyo tamaño duplicaba el de una persona de tamaño normal, presenciaba con indiferencia desde lo alto las deliberaciones de aquellos mortales derrotados.

Catón dio comienzo a la sesión declarando que en ausencia de Pompeyo el Senado necesitaba designar un nuevo comandante en jefe.

—Conforme a nuestras antiguas costumbres, el cargo le correspondería al excónsul más veterano de los aquí presentes, por lo cual propongo que le sea concedido a Cicerón.

Este prorrumpió en carcajadas. Todos se giraron para mirarlo.

—¿En serio? —respondió Cicerón con incredulidad—. Después de todo lo que ha ocurrido, ¿de verdad pensáis que debo ser precisamente yo quien asuma el mando de esta catástrofe? Si queríais que os guiara, tendríais que haber escuchado lo que os aconsejé en su momento, y ahora no nos veríamos en esta situación desesperada. Me niego categóricamente a aceptar este honor.

Fue muy imprudente al expresarse con tanta crudeza. Estaba exhausto y exasperado, pero también los demás, algunos incluso se encontraban heridos. Los gritos de protesta y rechazo fueron aquietados por Catón, quien dijo:

—Deduzco, por lo que dice Cicerón, que a su juicio no nos queda ninguna esperanza, por lo que él solicitaría la paz.

—Por supuesto que lo haría —afirmó Cicerón—. ¿No han muerto ya suficientes hombres buenos para satisfacer tu filosofía?

—Hemos sufrido un revés, pero no nos han vencido —replicó Escipión—. Todavía contamos con aliados leales por todo el mundo, en especial el rey Juba de África.

—¿Tan bajo hemos caído que estamos dispuestos a luchar junto a los bárbaros númidas contra nuestros compatriotas romanos?

—Pero aún disponemos de siete águilas.

—Siete águilas servirían de algo si estuviéramos en guerra contra una bandada de grajos.

—¡Qué sabrás tú de eso! —exclamó Cneo Pompeyo—. ¡Tú, despreciable viejo cobarde! —Dicho esto, desenfundó su espada y se abalanzó sobre Cicerón. Tuve la certeza de que lo mataría, pero, con la precisión de un luchador experto, Cneo detuvo la acometida en el último instante y dejó la punta de la hoja rozando la garganta del orador—. Propongo que matemos a este traidor. Solicito el permiso del Senado para llevar a cabo la ejecución aquí y ahora. Empujó un poco más con la espada, de tal modo que Cicerón hubo de echar la cabeza hacia atrás para evitar que le perforase la tráquea.

—¡Detente, Cneo! —gritó Catón—. ¡Deshonrarás a tu padre! Cicerón es su amigo, no le gustaría que nadie lo ofendiese de esta manera. Recuerda dónde estás y baja la espada.

Dudo que nadie más hubiese logrado detenerlo en aquel momento en que le hervía la sangre. Por un largo instante, el joven matón dudó, pero acabó retirando su arma antes de proferir una blasfemia y regresar a su sitio con paso airado. Cicerón se irguió y fijó la mirada al frente. Un hilo de sangre le resbaló por el cuello y le manchó el pecho de la toga.

—Escuchadme, senadores —solicitó Catón—. Ya conocéis mi parecer. Cuando nuestra República estaba amenazada, creí que era nuestro derecho y nuestro deber obligar a todos los ciudadanos, incluidos los reacios y los indeseables, a apoyar nuestra causa y a proteger el Estado. Pero la República ha caído… —Hizo una pausa y miró a su alrededor; nadie refutó su afirmación—. Ahora que nuestra República ha caído —repitió a media voz—, incluso yo considero que sería absurdo y cruel obligar a nadie a tomar parte en esta desgracia. Dejemos que quienes deseen seguir luchando permanezcan aquí, para debatir la estrategia a aplicar a continuación. Dejemos que quienes prefieran retirarse de la contienda se marchen de esta asamblea ahora, y no se les haga ningún daño.

Al principio, nadie se movió. Instantes después, muy despacio, Cicerón se puso en pie. Le hizo un gesto de agradecimiento con la cabeza a Catón, pues sabía que le había salvado la vida, y tras esto giró sobre sus talones y abandonó el templo, la causa senatorial, la guerra y la vida pública.

Cicerón temía que, si se quedaba en la isla, lo asesinarían, si no Cneo, alguno de sus partidarios. En consecuencia, embarcamos aquel mismo día. No podíamos regresar al norte por el riesgo de que el enemigo se hubiera apoderado de la costa. Por tanto, seguimos navegando hacia el sur, a la deriva, hasta que pasados varios días llegamos a Patras, la ciudad portuaria donde pasé mi convalecencia. En cuanto amarraron la nave, Cicerón envió a uno de sus lictores a decirle a su amigo Curio que nos encontrábamos en la ciudad, y sin esperar a recibir una respuesta, contratamos unas literas y a un grupo de porteadores para que nos llevaran con el equipaje a su casa.

Sospecho que el lictor se perdió o que tal vez se vio tentado por las tabernas de Patras, ya que los seis ayudantes, debido a lo mucho que se aburrían desde que abandonásemos Cilicia, habían adquirido la costumbre de beber más de la cuenta. En cualquier caso, llegamos a la villa antes que nuestro mensajero, y allí se nos informó de que Curio estaría ausente durante dos días por un viaje de negocios, momento en que oímos a unos hombres conversando en el interior de la casa. Sus voces nos resultaron familiares. Nos miramos el uno al otro, sin poder creérnoslo, ignoramos la presencia del criado y pasamos aprisa al tablinum, donde encontramos a Quinto, Marco y Quinto hijo sentados en corrillo. Al volverse, nos miraron atónitos y en ese instante sentí cierta vergüenza. Me atrevería a asegurar que nos estaban criticando con dureza, o al menos a Cicerón. Este bochorno, debo decir, se disipó enseguida (él ni siquiera reparó en ello), y sin dudarlo un segundo, corrimos los unos hacia los otros para besarnos y abrazarnos con el cariño más sincero. Me llamó la atención el aspecto demacrado que tenían. Se adivinaba en ellos la angustia, la misma que la de los otros supervivientes de Farsalia, aunque intentaban disimularla.

—¡Esta es la mejor de las fortunas que podríamos tener! —celebró Quinto—. Habíamos contratado un barco para zarpar rumbo a Córcira mañana, pues habíamos oído que el Senado se estaba concentrando allí. ¡Y pensar que no habríamos hecho sino alejarnos de vosotros! ¿Qué ha sucedido? ¿La reunión ha terminado antes de lo que se esperaba?

—No —respondió Cicerón—; según tengo entendido, la reunión sigue adelante.

—Pero ¿tú no vas a asistir?

—Ya hablaremos de eso en otro momento. Primero contadnos qué os ha pasado a vosotros.

Se turnaron para relatarnos su historia como los corredores de una carrera de relevos que se entregaran el testigo; persiguieron al ejército de César durante un mes, durante la marcha se encontraron con alguna que otra escaramuza, y por último, llegó el día del gran enfrentamiento en Farsalia. La víspera de la batalla Pompeyo soñó que estaba en Roma y entraba en el templo de Venus Victoriosa; el pueblo le aplaudía mientras él le ofrendaba a la diosa el botín de guerra. Se despertó satisfecho, convencido de que era un buen presagio, hasta que alguien le recordó que César decía descender directamente de Venus, instante en el que Pompeyo pensó que entonces significaba justo lo contrario de lo que había interpretado.

—A partir de ese momento —explicó Quinto—, parecía resignado a perder, y empezó a actuar en consecuencia.

Los Quinto avanzaban en la segunda línea, lo que les permitió eludir lo más cruento del combate. Marco, sin embargo, se vio envuelto en medio de la batalla. Según sus cálculos, había matado a cuatro soldados enemigos (a uno con la jabalina y a tres con la espada), e incluso llegó a pensar que podían ganar hasta que las cohortes de la Décima Legión de César parecieron brotar de la misma tierra.

—Nuestras unidades rompieron la formación; fue una masacre, padre.

Necesitaron casi un mes (buena parte del cual lo pasaron malviviendo y esquivando las patrullas de César) para llegar a la costa occidental.

—Y ¿Pompeyo? —inquirió Cicerón—. ¿No se sabe nada de él?

—Nada —confirmó Quinto—, aunque me imagino hacia dónde iría: al este, a Lesbos. Allí es adonde mandó a Cornelia a esperar noticias de su victoria. Al verse derrotado, estoy seguro de que partió a encontrarse con ella en busca de consuelo, ya sabes cómo es con sus esposas. César debió de suponer lo mismo. Salió tras él como un cazarrecompensas que persigue a un esclavo fugitivo. Apuesto a que esta carrera también la ganará César. Y si lo alcanza o le da muerte, ¿qué crees que pasará con la guerra?

—Ah —suspiró Cicerón—, la guerra seguirá adelante, según parece, ocurra lo que ocurra… pero sin mí. —Dicho esto, les describió lo acontecido en Córcira.

Estoy seguro de que no pretendía parecer frívolo. Sencillamente, celebraba haber encontrado viva a su familia, una alegría que, por supuesto, se reflejaba en sus comentarios. No obstante, mientras repetía con cierta satisfacción la ocurrencia de las águilas y los grajos y se mofaba de la idea de asumir el mando de una «causa perdida» y de la estolidez de Cneo Pompeyo —«consigue que incluso su padre parezca inteligente»—, observé que Quinto comenzaba a contraer la mandíbula con enfado; incluso Marco frunció el ceño en un gesto de desaprobación.

—De modo que ¿ya está? —dijo Quinto con voz fría y monótona—. Por lo que a esta familia respecta, ¿se acabó?

—¿No estás de acuerdo?

—Creo que deberías haberlo consultado conmigo.

—¿Cómo iba a consultarlo contigo? No estabas allí.

—No, no estaba. ¿Cómo iba a estarlo? ¡Estaba luchando en la guerra en la que tú me animaste a participar, y después intentaba salvar tanto mi vida como la de tu hijo y tu sobrino!

Cicerón fue consciente demasiado tarde de la ligereza con la que se había expresado.

—Mi querido hermano, te aseguro que tu bienestar, el de todos vosotros, ha sido siempre mi prioridad.

—Ahórrate tus sofismas, Marco. Tú nunca has tenido ninguna prioridad más allá de ti mismo. Tu honor, tu carrera, tus intereses, ¡y mientras los otros hombres parten al encuentro con la muerte, tú te quedas sentado con los viejos y las mujeres, embelleciendo tus discursos y tus ocurrencias inútiles!

—Por favor, Quinto… No digas nada de lo que te puedas arrepentir.

—Lo único de lo que me arrepiento es de no haberlo dicho hace años. Así que te lo diré ahora, ¡y ten la cortesía de sentarte ahí y escucharme por una vez! Mi vida nunca ha sido nada más que un apéndice de la tuya; para ti no soy más importante que el pobre Tiro, aquí presente, que se ha dejado la salud a tu servicio; lo soy mucho menos, de hecho, ya que yo no poseo su habilidad para tomar notas. Cuando fui a Asia para ocupar el cargo de gobernador, me engañaste para que me quedase allí dos años en lugar de uno, para tener acceso a mis fondos y así saldar tus deudas. Durante tu destierro estuve a punto de morir en las calles de Roma luchando contra Clodio, y cuando volviste a casa me recompensaste mandándome fuera de nuevo, a Sardinia, para que apaciguase a Pompeyo. Y ahora, aquí estoy, en buena medida gracias a ti, en el bando perdedor de una guerra civil, cuando habría sido más honesto por mi parte haber permanecido junto a César, quien me puso al mando de una legión en la Galia…

El chaparrón de acusaciones no amainó. Cicerón lo soportó sin replicar ni moverse, fuera de apretar de vez en cuando los reposabrazos de su silla. Marco no apartó los ojos de ellos, pálido de puro estupor. El joven Quinto sonreía satisfecho y asentía. En cuanto a mí, ardía en deseos de salir corriendo, pero no podía; una suerte de fuerza parecía haberme clavado los pies al suelo.

Quinto se abandonó a tal arrebato de furia que cuando hubo concluido se encontraba exhausto, con el pecho agitado como si hubiera estado cargando con un peso insoportable.

—Que ahora abandones la causa del Senado sin haberlo consultado conmigo ni haber pensado en mis intereses es el último mazazo que me asestas con tu egoísmo. Recuerda: yo no ocupaba una envidiable posición ambigua como la tuya, yo he combatido en Farsalia, y ahora estoy marcado. Por lo tanto, no me queda otra alternativa: tendré que intentar encontrar a César, esté donde esté, y suplicarle que me perdone; y créeme, cuando lo vea, tendré que decirle algunas cosas sobre ti.

Dicho esto, salió de la sala, seguido de su hijo; instantes después, tras un breve titubeo, también Marco se marchó. En el silencio sobrecogedor que se instaló a continuación, Cicerón permaneció inmóvil en su asiento. Después de un rato, le pregunté si necesitaba algo, pero al ver que no respondía, me pregunté si habría sufrido algún tipo de ataque. Después oí pasos. Era Marco, que regresaba a la estancia. Se arrodilló junto a la silla.

—Me he despedido de ellos, padre. Me quedaré contigo.

Sin palabras por primera vez en su vida, Cicerón le cogió la mano. Me retiré para que pudieran hablar a solas.

Cicerón se acostó y permaneció en su habitación durante varios días. Se negó rotundamente a que lo visitara ningún médico («tengo el corazón roto y ningún matasanos griego puede curar eso») y mantuvo la puerta cerrada con llave. Yo esperaba que Quinto regresara y resolviesen sus diferencias, pero su hermano había hablado muy en serio y se había marchado de la ciudad. Cuando Curio regresó de su viaje de negocios, le expliqué lo ocurrido con toda la discreción que pude, y coincidió con Marco y conmigo en que lo mejor que podíamos hacer era contratar un barco y regresar a Italia mientras el tiempo aún lo permitiera. La grotesca paradoja a la que habíamos llegado era que Cicerón posiblemente estaría más seguro en un país dominado por César que en Grecia, donde las facciones armadas que apoyaban la causa republicana actuaban cegadas por el deseo fervoroso de aniquilar a los que consideraban traidores.

Cuando hubo recuperado el ánimo suficiente para pensar en el futuro, Cicerón aprobó el plan («prefiero morir en Italia antes que aquí»), de modo que cuando el viento del sudeste cobró la fuerza necesaria, embarcamos. La travesía transcurrió sin incidentes, y tras cuatro días surcando el mar, divisamos en el horizonte el gran faro de Bríndisi. Su aparición fue un regalo de los dioses. Cicerón llevaba año y medio fuera de la patria; yo, más de tres.

Preocupado por el recibimiento que se le pudiera dar, Cicerón permaneció en el camarote de la cubierta inferior mientras Marco y yo desembarcábamos para buscar alojamiento. Lo mejor que encontramos para pasar aquella primera noche fue una posada ruidosa cercana al muelle, y decidimos que lo más prudente sería que Cicerón desembarcase al anochecer vestido con una toga de Marco en lugar de una de las suyas, que se distinguían por el galón morado de los senadores. Otra complicación era la presencia (como si del coro de una tragedia se tratase) de los seis lictores, puesto que, por absurdo que pareciese, aunque Cicerón ya no tuviera ningún poder, de forma oficial aún poseía imperium como gobernador de Cilicia, por lo que incluso entonces temía quebrantar la ley si les ordenaba que se marcharan; y, de todos modos, tampoco lo habrían hecho hasta recibir su paga. Por lo tanto, hubo que disfrazarlos también a ellos, envolver sus fasces con arpillera y buscar habitaciones para alojarlos.

A Cicerón esto le pareció tan humillante que, después de pasar toda la noche en vela, al día siguiente tomó la determinación de anunciarle su presencia a quien en aquel momento fuese el representante más veterano de César en la ciudad y de aceptar la suerte que se decretara para él. Me pidió que buscara en su correspondencia la carta de Dolabela con la que este garantizaba su seguridad: «aquellas licencias que debieras solicitarle al comandante en jefe para salvaguardar tu dignidad te las concederá sin ningún tipo de traba el amabilísimo César». Me aseguré de llevarla conmigo cuando me dirigí al cuartel general del ejército.

El nuevo comandante de la región resultó ser Publio Vatinio, considerado por muchos el hombre más feo de Roma. Era un antiguo enemigo de Cicerón; de hecho, fue él, como tribuno, quien propuso la ley que le concedía a César tanto las provincias de la Galia como un ejército durante cinco años. Combatió con su antiguo jefe en la batalla de Dirraquio y a su regreso asumió el control de todo el sur de Italia. No obstante, quiso la suerte que Cicerón hubiera limado asperezas con Vatinio a petición de César varios años atrás, y que incluso lo hubiese defendido en un juicio por soborno. En cuanto supo de mi llegada, me llevaron ante él y me recibió con gran afabilidad.

¡Por los dioses, qué feo era! Bizco y con la cara y el cuello cubiertos de verrugas escrofulosas del color de un antojo de nacimiento. Pero ¿qué importaba su aspecto? Apenas si miró por encima la misiva de Dolabela antes de asegurarme que para él era un honor darle la bienvenida a Cicerón en su regreso a Italia, que protegería su dignidad, como estaba seguro que querría César, y que lo acomodaría en un alojamiento adecuado mientras esperaba instrucciones de Roma.

Esto último sonó un tanto amenazador.

—¿Puedo preguntar quién enviará esas instrucciones?

—Bien, esa es una buena pregunta. Todavía estamos organizando la administración. César ha sido designado dictador durante un año por el Senado, nuestro Senado, quiero decir —aclaró con un guiño—, pero por el momento sigue fuera, persiguiendo a vuestro antiguo comandante en jefe, así que, en su ausencia, el poder recae sobre el mariscal de la caballería.

—Y ¿quién es?

—Marco Antonio.

Se me cayó el alma a los pies.

Ese mismo día Vatinio envió un pelotón de legionarios para que nos escoltasen con nuestro equipaje hasta una casa ubicada en una zona tranquila de la ciudad. A Cicerón lo llevaron durante todo el trayecto en una litera cubierta para que su presencia allí se mantuviera en secreto.

Era una villa pequeña, antigua, de paredes gruesas y ventanas pequeñas. Un centinela se apostó en la entrada. Al principio, Cicerón se sintió aliviado al verse de nuevo en Italia. Poco a poco, sin embargo, comprendió que en realidad se encontraba bajo arresto domiciliario. No solo por el hecho de que no se le permitiera salir de la casa (no se aventuró más allá de la puerta, de forma que nunca supimos qué órdenes tenían los guardias), sino porque hacerlo entrañaba un grave riesgo para él y, peor aún, suponía una ofensa a la hospitalidad de César, según insinuó Vatinio cuando vino a visitarlo para ver cómo estaba. Empezamos a descubrir entonces cómo era vivir en una dictadura: no existían libertades; ya no había magistrados ni tribunales, y uno vivía a merced del gobernante.

Cicerón le escribió a Marco Antonio para que lo autorizase a regresar a Roma. Aun así, no albergaba demasiadas esperanzas. Aunque siempre se habían tratado con cortesía, bullía una enemistad enconada entre ellos, ya que el padrastro de Antonio, Publio Léntulo Sura, fue uno de los cinco conspiradores de Catilina que Cicerón mandó ejecutar.

Así pues, no se llevó ninguna sorpresa cuando este rechazó su solicitud. La suerte de Cicerón, dijo, era un asunto de César, y hasta que este no se pronunciase al respecto, debía permanecer en Bríndisi.

Diría que los meses que siguieron fueron los peores de la vida de Cicerón, más insufribles todavía que el exilio en Tesalónica. Al menos entonces aún existía una República por la que luchar, había honor en su resistencia, y su familia permanecía unida; ahora todo esto había desaparecido, y solo quedaba muerte, deshonra y discordia. ¡Y cuánta muerte! ¡Cuántos viejos amigos se habían ido! Casi podía olerse en el aire. Apenas llevábamos unos días en Bríndisi cuando recibimos la visita de Cayo Matio Calvena, un miembro acaudalado de la orden ecuestre y allegado de César, quien nos contó que tanto Milón como Celio Rufo habían muerto en un intento conjunto de organizar una revuelta en Campania: Milón, a la cabeza de una tropa compuesta por sus gladiadores abestiados de siempre, murió en combate a manos de uno de los lugartenientes de César; Rufo fue asesinado sin contemplaciones por unos jinetes hispanos o galos a los que quiso sobornar. El fenecimiento de Rufo, con tan solo treinta y cuatro años, supuso un mazazo para Cicerón, que rompió a llorar cuando se enteró de la noticia, una reacción más emotiva que la que mostró al conocer la suerte de Pompeyo.

Fue el propio Vatinio quien nos trajo la nueva, con sus repulsivas facciones compuestas especialmente para la ocasión en una máscara de tristeza.

—¿No hay ninguna duda? —preguntó Cicerón.

—Ninguna; traigo un despacho de César; ha visto su cabeza cortada.

Cicerón se quedó pálido y se sentó. Yo no pude evitar imaginarme aquella enorme cabeza con su copete tupido y el cuello de buey; no debió de ser fácil cercenarla, supuse, aunque acaso César se regalara los ojos con ella.

—César lloró cuando se la mostraron —añadió Vatinio, como si me hubiese leído el pensamiento.

—¿Cuándo sucedió? —preguntó Cicerón.

—Hace dos meses.

Vatinio leyó en voz alta el informe de César. Resultó que Pompeyo había hecho justo lo que Quinto predijo: huyó de Farsalia para refugiarse en Lesbos y buscar el consuelo de Cornelia; su hijo menor, Sexto, también estaba con ella. Juntos embarcaron en una trirreme y zarparon rumbo a Egipto con la esperanza de convencer al faraón para que apoyase su causa. Echó el ancla frente a la costa de Pelusio y mandó avisar de su llegada. Los egipcios, empero, tenían conocimiento del desastre acontecido en Farsalia y preferían aliarse con el bando vencedor. En lugar de limitarse a pedirle a Pompeyo que se marchara, decidieron aprovechar la oportunidad de hacer méritos ante César y encargarse de su enemigo por él. Pompeyo recibió una invitación para que fuese a la orilla con el fin de poder dialogar. Se envió una gabarra para recogerlo, en la cual viajaban Aquilas, general del ejército egipcio, y varios oficiales romanos veteranos que, después de haber servido a las órdenes de Pompeyo, comandaban las tropas romanas que protegían al faraón.

Pese a los ruegos de su esposa y su hijo, Pompeyo subió a bordo. Los asesinos esperaron a que desembarcase y, en ese momento, uno de ellos, el tribuno militar Lucio Septimio, lo atravesó con su espada por la espalda. Aquilas sacó su daga y se la clavó, como también hizo un segundo oficial romano, Salvio.

César desea que se sepa que Pompeyo afrontó su muerte con valentía. Según los testigos, levantó su toga con las dos manos para cubrirse la cara y cayó sobre la arena. No rogó ni suplicó clemencia, sino que apenas articuló algún gemido mientras lo remataban. Los gritos de Cornelia, que presenció el asesinato, se oían desde la orilla.

César estaba a solo tres días de viaje de Pompeyo. Cuando llegó a Alejandría le mostraron la cabeza y el anillo con su emblema (un león que sostiene una espada con las patas); lo guarda junto con esta carta como prueba del hecho. Una vez incinerado el cuerpo allí donde cayó, César ordenó que las cenizas de Pompeyo le fuesen enviadas a su viuda.

Vatinio enrolló la carta y se la pasó a su ayudante.

—Mis condolencias —dijo mientras saludaba—. Era un buen soldado.

—No lo bastante —observó Cicerón cuando Vatinio se hubo marchado.

Más adelante le escribiría a Ático:

En cuanto al final de Pompeyo, era de esperar. Todos los gobernantes y pueblos estaban tan convencidos de la futilidad de su causa que no importa donde hubiera ido. Sabía que esto terminaría por ocurrir. No puedo sino lamentar su suerte. Por lo que llegué a conocer de él, era un hombre de buen carácter, que llevaba una vida honrada y que se guiaba por principios rectos.

Esto fue todo cuanto dijo sobre él. Nunca lloró su pérdida y, después de aquellos días, casi nunca volví a oírlo mencionar su nombre.

Terencia no se ofreció a visitar a Cicerón y este no solicitó verla, sino todo lo contrario. «No debes salir de casa en estos momentos —le escribió—. Es un viaje largo y peligroso, y no veo en qué medida podrías ayudarme si vinieras». Aquel invierno lo pasó junto al hogar pensando en su familia. Su hermano y su sobrino seguían en Grecia, donde escribían y hablaban de él con mucho rencor; Vatinio y Ático le mostraron algunas copias de sus cartas. Su esposa, con la que no deseaba encontrarse, se negaba a enviarle dinero para costear sus gastos cotidianos; cuando más adelante le pidió a Ático que le adelantase un poco de efectivo a través de un banquero local, descubrió que Terencia había deducido dos tercios de esa cantidad para sus propios gastos. Su hijo se pasaba el día fuera, bebiendo con los soldados de la zona y descuidando sus estudios; ansiaba entrar en combate y pocas veces se molestaba en ocultar el rechazo que sentía por la situación de su padre.

Sin embargo, por encima de todo, a Cicerón le preocupaba su hija.

Supo por Ático que Dolabela, que había regresado a Roma como tribuno de la plebe, se había desentendido de Tulia por completo. Había abandonado el domicilio conyugal y tenía idilios con media ciudad, entre los que destacaba el que mantenía con Antonia, la esposa de Marco Antonio (infidelidad que enfureció a este, pese a vivir sin disimulos con su amante, Volumnia Citeris, una actriz nudista; más adelante se divorciaría de Antonia y se casaría con Fulvia, viuda de Clodio). Dolabela no le proporcionaba dinero a Tulia para su sustento, y Terencia, pese a los repetidos ruegos de Cicerón, se negaba a pagar a sus acreedores, a quienes les decía que la responsabilidad era de su marido. Cicerón se culpaba a sí mismo del hundimiento de su vida pública y privada. «Esta ruina me la he buscado yo —le escribiría a Ático—. Ninguna de las adversidades que afronto se debe a la casualidad. Yo soy el responsable de todo. Y peor aún que todas mis aflicciones juntas es que dejaré a esta pobre muchacha despojada de padre, de herencia y de todo cuanto debía pertenecerle».

Llegada la primavera, sin noticias todavía de César, de quien se decía que estaba en Egipto con su última amante, la reina Cleopatra, Cicerón recibió una carta de Tulia, en la que le comunicaba su determinación de ir a vivir con él a Bríndisi. Se sintió desolado ante la idea de que su hija emprendiera una expedición de tal envergadura sin compañía. Pero ya era demasiado tarde; Tulia se había puesto en camino antes de que su padre conociera sus intenciones y jamás olvidaré la expresión de espanto de este cuando al fin llegó su hija, tras un mes de viaje, asistida tan solo por una doncella y un esclavo anciano.

—Mi querida hija, no me digas que este es todo tu séquito… ¿Cómo ha podido permitirlo tu madre? Te podrían haber raptado, o algo peor.

—De nada sirve preocuparse por eso ahora, padre. He llegado sana y salva, ¿verdad? Y verte de nuevo compensa todos los riesgos e incomodidades.

El viaje había puesto de manifiesto la fortaleza de ánimo que había dentro del frágil cuerpo de su hija, y enseguida su presencia trajo una nueva luz a la casa. Se limpiaron y decoraron las habitaciones que habían pasado el invierno cerradas. Había flores. La comida estaba más sabrosa. Incluso el joven Marco se esforzó por comportarse de forma cívica en su presencia. Pero más importante que los cambios domésticos fue el renacimiento de los ánimos de Cicerón. Tulia era una joven muy inteligente; de haber nacido varón, habría triunfado como abogada. Leía poesía y filosofía y, lo que era más complicado, dominaba estas materias lo suficiente como para defender su punto de vista cuando discutía sobre ellas con su padre. En lugar de quejarse de sus problemas, les quitaba importancia. «Nunca he conocido a nadie igual», le escribiría Cicerón a Ático.

La admiración que sentía por ella hacía que no pudiera perdonar a Terencia por el modo en que la había tratado. De vez en cuando, bajaba la voz para comentarme:

—¿Qué clase de madre permite que su hija viaje cientos de millas sin escolta, o se queda de brazos cruzados y deja que la humillen los comerciantes cuyas facturas no puede pagar?

Una noche, durante la cena, le preguntó a Tulia sin ambages cuál creía ella que era la razón del comportamiento de Terencia.

—El dinero —contestó Tulia con sencillez.

—Pero eso es ridículo. El dinero… Qué degradante.

—Se le ha metido entre ceja y ceja que César necesitará reunir una suma inmensa para costear los gastos de la guerra, y solo podrá conseguirla si confisca las propiedades de sus oponentes, de los cuales tú eres el principal.

—Y ¿por ese motivo deja que vivas en la miseria? ¿Qué sentido tiene?

Tulia titubeó antes de responder.

—Padre, lo último que deseo es traerte más preocupaciones. Por eso hasta hoy no te había contado nada. Pero ahora que te has repuesto un poco, creo que tienes que saber por qué he venido, y por qué madre quería impedírmelo. Filotimo y ella han estado saqueando tu hacienda durante meses, tal vez años. No solo se han quedado con las rentas de tus propiedades, sino también con las casas. Algunas ni las reconocerías, las han vaciado casi por completo.

Al principio, a Cicerón le costó creerlo.

—No puede ser cierto. ¿Por qué? ¿Cómo podría hacer tu madre algo así?

—Solo puedo decirte lo que ella me dijo: «Se va a buscar la ruina por culpa de sus majaderías, pero no permitiré que me arrastre con él». —Tulia guardó silencio antes de añadir con voz queda—: Para serte franca, creo que ha estado recuperando su dote.

Al oír esto, Cicerón empezó a entenderlo todo.

—¿Quieres decir que va a divorciarse de mí?

—No sé si ha tomado una decisión firme. Pero sospecho que está tomando precauciones por si sigue adelante y tú ya no puedes devolvérsela. —Se inclinó sobre la mesa y le cogió la mano—. Intenta no enfadarte mucho con ella, padre. El dinero es lo único que puede garantizarle la independencia. Todavía alberga sentimientos muy fuertes por ti, lo sé.

Cicerón, incapaz de controlar sus emociones, abandonó la mesa y salió al jardín.

De todos los desastres y traiciones que había sufrido durante los últimos años, este era el peor. Con este revés se completaba el desplome de su fortuna. No daba crédito. Lo que lo hacía aún más difícil era el hecho de que Tulia le suplicase que no le dijera nada a Terencia, pues de lo contrario su madre sabría que se lo había contado ella. La mera idea de un encuentro parecía una posibilidad remota. Pero entonces, cuando menos lo esperaba, justo en el momento en que el calor del verano empezaba a tornarse insoportable, llegó una carta de César.

Del dictador César para el imperator Cicerón.

He recibido varias misivas de tu hermano en las que denuncia tu deshonestidad hacia mí, e insiste en que, de no haber sido por tu influencia, él jamás habría tomado las armas contra mí. Le he enviado estas cartas a Balbo para que te las haga llegar. Haz con ellas lo que estimes oportuno. Lo he indultado, y también a su hijo. Pueden vivir donde gusten. Pero no tengo deseo alguno de retomar la relación con él. El modo en que se ha portado contigo no me sirve sino para reafirmarme en el bajo concepto que comencé a formarme de él en la Galia.

Me he adelantado a mi ejército y regresaré a Italia antes de lo previsto, el próximo mes. Cuando desembarque en Tarento, confío en que podamos reunirnos y zanjar las cuestiones relativas a tu futuro de una vez por todas.

Tulia se puso muy contenta al leer el texto, que describió como «muy bonito». Sin embargo, Cicerón prefirió no hablarle de la confusión que lo embargaba. Esperaba que se le permitiera volver a Roma con discreción, sin que nadie se enterase. Le aterraba la idea de encontrarse cara a cara con César. No le cabía ninguna duda de que el dictador lo trataría con afabilidad, aunque su séquito se mostrase hostil e insolente. Aun así, ni toda la amabilidad del mundo serviría para disfrazar la cruda realidad: habría de implorarle clemencia a un conquistador que había violado la Constitución. Entretanto, casi a diario llegaban nuevos informes de África, donde Catón estaba formando un descomunal ejército que seguiría defendiendo la causa republicana.

Consiguió sonreír para no preocupar a Tulia, pero en cuanto esta se hubo retirado a descansar, volvió a sumirse en una profunda agonía.

—Sabes que siempre he intentado obrar con rectitud preguntándome cómo juzgaría mis actos la historia. Pues bien, ahora, no me cabe ninguna duda del veredicto. Dirá que Cicerón no apoyó a Catón ni a la causa justa porque, en el fondo, era un cobarde. ¡Ay, cómo lo he complicado todo, Tiro! En realidad, creo que Terencia hace bien al intentar recuperar todo cuanto pueda de este desastre y divorciarse de mí.

Poco después, Vatinio nos informó de que César había desembarcado en Tarento y quería ver a Cicerón pasado mañana.

—¿Adónde vamos, exactamente? —preguntó Cicerón.

—Se ha alojado en la villa que Pompeyo tenía en la costa. ¿La conoces?

Cicerón afirmó con la cabeza. Recordaba muy bien la última vez que la visitó, cuando Pompeyo y él fueron a la playa para lanzar piedras a ras del agua.

—Sí, la conozco.

Vatinio insistió en proporcinarle una escolta militar, pero Cicerón prefería viajar de forma discreta.

—No, me temo que eso no admite discusión; los campos esconden demasiados peligros. Espero que en el futuro volvamos a encontrarnos en circunstancias más agradables. Buena suerte con César. Estoy seguro de que se mostrará piadoso contigo.

Después, cuando acompañé a Vatinio a la salida, me comentó:

—No parece muy contento.

—Para él es muy humillante. El hecho de tener que postrarse de rodillas en la casa de su antiguo comandante en jefe solo hace que se sienta todavía más incómodo.

—Quizá deba hacérselo saber a César.

Partimos a la mañana siguiente: diez soldados de caballería en vanguardia, seguidos de seis lictores; Cicerón, Tulia y yo en un carruaje; Marco a caballo; una caravana de mulas (cargadas con el equipaje) y de sirvientes; y, por último, otros diez jinetes cerrando la marcha. La planicie calabresa se abrió ante nosotros, vasta y polvorienta. No vimos un alma, salvo algún que otro pastor o aceitunero. Esto me hizo entender que la escolta no tenía en absoluto la misión de protegernos, sino de impedir que Cicerón escapase. Pasamos la noche en una casa de Oria que nos habían reservado y al día siguiente continuamos la marcha hasta la media tarde, cuando ya solo nos quedaban dos o tres millas hasta Tarento; entonces divisamos una larga columna de jinetes que venía hacia nosotros.

Detrás del aire caliente y el polvo parecía un espejismo. Hasta que no estuvo a unos pocos cientos de pasos, no supe, por los penachos rojos de sus cascos y los estandartes que se erigían entre ellos, que se trataba de una unidad militar. Nuestra columna se detuvo y el oficial al mando desmontó y fue corriendo a avisar a Cicerón de que la tropa de caballería que venía hacia nosotros portaba el estandarte personal de César. Los soldados conformaban su guardia pretoriana y el dictador avanzaba con ellos.

—¡Por los dioses! —exclamó Cicerón—. ¿Crees que me va a liquidar aquí mismo, en la cuneta? —Acto seguido, al ver la expresión de pavor de Tulia, añadió—: Solo bromeaba, hija. Si de verdad quisiera quitarme de en medio, lo habría hecho ya hace algunos años. En fin, terminemos con esto de una vez. Será mejor que tú también vengas, Tiro. Esta escena quedará muy bien en tu libro.

Se apeó del carruaje y llamó a Marco para que nos acompañase.

La columna de César se había detenido a unos cien pasos de distancia, desplegada a lo ancho de la calzada como si estuviera lista para entrar en combate. Era grande: debía de haber allí unos cuatrocientos o quinientos hombres. Nos dirigimos hacia ellos. Cicerón iba entre Marco y yo. Al principio, no pude distinguir a César. Momentos después, un hombre alto se bajó de la silla, se quitó el casco, que dejó en manos de un ayudante, y echó a andar hacia nosotros mientras se pasaba la mano por el pelo escaso para pegárselo a la cabeza.

Me resultó extraño ver que se acercaba aquel titán que llevaba tantos años gobernando la vida de todo el mundo, había conquistado países, segado vidas, enviado a millares de soldados allí y acullá y hecho añicos la antigua República como si esta fuera un viejo jarrón descascarillado y pasado de moda. Se me hizo raro verlo y comprobar que, después de todo, ¡no era más que un simple mortal de carne y hueso! Caminaba con pasos cortos y raudos; por alguna extraña razón, siempre encontré en él cierto parecido con un pájaro, tal vez por el estrecho cráneo de contorno aviar o por los atentos y destellantes ojos negros. Se detuvo justo delante de nosotros. También nos paramos. Me encontraba lo bastante cerca como para ver las marcas enrojecidas que el casco le había dejado en la piel, de una palidez y una fragilidad sorprendentes.

Miró a Cicerón de arriba abajo y le dijo con su voz áspera:

—Celebro verte ileso, ¡tal y como esperaba! Ya hablaremos tú y yo —reprobó, sacudiendo el dedo hacia mí, momento en que creí que me iba a caer redondo—. Hace diez años me aseguraste que tu amo se encontraba a las puertas de la muerte. Y yo te dije que me sobreviviría.

—Me alegra conocer tu predicción, César —intervino Cicerón—, más que nada porque solo de ti depende que se cumpla.

César echó atrás la cabeza y articuló una carcajada.

—¡Ah, no sabes cómo te echaba de menos! ¿Te has fijado en que he salido de la ciudad para recibirte, para mostrarte mi respeto? Demos un paseo en la dirección que llevabas y charlemos un poco.

Y así, caminaron juntos alrededor de media milla hacia Tarento, mientras las tropas de César se hacían a ambos lados para dejarlos pasar. Los seguían algunos escoltas, uno de los cuales guiaba al caballo de César. Marco y yo íbamos detrás. No alcanzaba a oír su conversación, pero observé que de vez en cuando César cogía a Cicerón del brazo mientras hacía gestos con la otra mano. Más adelante Cicerón me comentó que el diálogo se desarrolló en unos términos bastante amistosos, y me lo resumió de la siguiente manera:

César: Dime, ¿qué es lo que te gustaría hacer?

Cicerón: Regresar a Roma, si me lo permites.

César: Y ¿puedes prometerme que no me causarás problemas?

Cicerón: Te lo juro.

César: ¿A qué te dedicarás allí? No me convence la idea de que vuelvas a dar discursos en el Senado, y todos los tribunales están clausurados.

Cicerón: Ah, mi carrera política ha terminado, eso lo tengo claro. Me retiraré de la vida pública.

César: ¿Para hacer qué?

Cicerón: He pensado que podría escribir filosofía.

César: Excelente. Me parece bien que los estadistas escriban filosofía. Significa que han renunciado a toda esperanza de llegar al poder. Puedes volver a Roma. ¿Enseñarás esta materia, además de escribir sobre ella? Si es así, podría enviarte a un par de mis hombres más prometedores para que los instruyas.

Cicerón: ¿No te preocupa que los corrompa?

César: Nada de lo que tú hagas me preocupa. ¿Tienes algún otro favor que pedirme?

Cicerón: Bueno, me gustaría deshacerme de los lictores.

César: Hecho.

Cicerón: ¿No es necesaria la votación del Senado?

César: Yo soy la votación del Senado.

Cicerón: ¡Ah! En ese caso, supongo que no tienes intención de restaurar la República.

César: No se puede reconstruir nada cuando la madera está podrida.

Cicerón: Dime: ¿siempre fue eso lo que buscabas, una dictadura?

César: ¡En absoluto! Tan solo he luchado para ganarme el respeto que le corresponde a mi posición y mis logros. Por lo demás, tan solo me he ido adaptando a las circunstancias que se me presentaban.

Cicerón: A veces me pregunto qué hubiera sucedido en el caso de haber ido a la Galia para servirte como legado, como amablemente me sugeriste en su momento; si todo esto se podría haber evitado.

César: Eso, mi querido Cicerón, nunca lo sabremos.

—Me trató con intachable amabilidad —recordó—. En ningún momento atisbé el abismo monstruoso; solo la superficie serena y reluciente.

Cuando terminaron de hablar, César le estrechó la mano. Montó de inmediato y partió al galope hacia la villa de Pompeyo. Sus acciones cogieron por sorpresa a la guardia pretoriana. Los soldados se alejaron a toda prisa tras él, obligándonos a los demás, incluido Cicerón, a saltar a la cuneta para que no nos aplastaran.

Los cascos de los caballos levantaron una inmensa nube de polvo. Boqueamos y tosimos, y cuando el tropel se hubo alejado, subimos de nuevo a la calzada para sacudirnos la ropa. Nos quedamos un rato mirando a César y a sus hombres, hasta que desaparecieron tras el velo de la calima, e iniciamos el viaje de regreso a Roma.

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