Dictator

Dictator


Segunda parte. Redux 47-43 a. C. » Capítulo XII

Página 23 de 38

XII

Esta vez no se formó ninguna multitud para aclamar a Cicerón de camino a su casa. Como tantos hombres se habían marchado a la guerra, los campos por los que pasábamos estaban desatendidos y los pueblos, en ruinas y medio vacíos. La gente, cuando no nos miraba con hosquedad, nos daba la espalda.

Hicimos la primera parada en Venusia y Cicerón me dictó un frío mensaje para Terencia:

Puede que vaya a Túsculo. Por favor, procura tenerlo todo listo. Es posible que me acompañen bastantes personas y que me aloje allí una larga temporada. Si no hay bañera en el cuarto de baño, haz que instalen una; lo mismo en cuanto a lo referente a la higiene y la alimentación. Adiós.

No le dirigió una palabra de cariño, ni manifestó ni un atisbo de ilusión, tampoco la invitó a reunirse con él. Supe entonces que había tomado la determinación de divorciarse de ella, decidiera lo que decidiese Terencia al final.

Interrumpimos el viaje para pasar dos noches en Cumas. La villa estaba destrozada y habían vendido a la mayor parte de los esclavos. Cicerón recorrió las habitaciones mal ventiladas e intentó recordar todo lo que faltaba (la mesa de cidro del comedor, el busto de Minerva del tablinum, el escabel de marfil de la biblioteca). En el dormitorio de Terencia detuvo la mirada en las estanterías y las hornacinas vacías. La historia se repetiría en Formiae; su esposa se había llevado todas sus pertenencias (ropa, peines, perfumes, abanicos, sombrillas).

—Me siento como un espectro que visita los lugares donde vivió.

Terencia nos esperaba en Túsculo. Supimos que se encontraba en el interior de la casa porque una de sus doncellas aguardaba junto a la entrada.

Me daba pavor tener que asistir a otra escena dramática, como la que había tenido lugar entre Cicerón y su hermano. Nos recibió, sin embargo, con una amabilidad inusitada. Supongo que se debió al hecho de reencontrarse con su hijo tras una larga y angustiosa separación. Sin dudarlo un instante, corrió hacia Marco para estrecharlo con fuerza contra sí; fue la única vez en treinta años que la vi llorar. Después abrazó a Tulia y, por último, se giró hacia su marido. Cicerón me contaría más adelante que, en el momento en que se acercó a él, sintió que toda su amargura se disipaba, pues vio lo mucho que había envejecido. Su rostro albergaba unas arrugas que eran fruto de la preocupación; su cabello estaba salpicado de canas; su espalda, antes altiva, comenzaba a encorvarse.

—Hasta entonces no me di cuenta de lo mucho que había sufrido teniendo que vivir en la Roma de César siendo mi esposa. No puedo decir que siguiera amándola, pero sí que sentí una profunda lástima, cariño y tristeza, y decidí, en aquel mismo instante, no volver a hablar de dinero ni de propiedades; ese asunto estaba zanjado, por lo que a mí respectaba.

Se aferraron el uno al otro, como dos desconocidos que han sobrevivido a un naufragio, y se separaron, y por lo que sé, nunca más volvieron a darse un abrazo.

Terencia regresó a Roma a la mañana siguiente, divorciada. Hay quien califica de amenaza para la moralidad pública el hecho de que un matrimonio, con independencia de su duración, se rompa tan fácilmente, sin ningún tipo de ceremonia ni de documento legal de por medio. Pero así funcionaba esta vieja libertad, y al menos en su caso, el deseo por ponerle fin a su relación era mutuo. Claro está, yo no escuché la conversación que mantuvieron en privado, pero, según Cicerón, se hablaron en un tono cordial.

—Llevábamos demasiado tiempo separados; el huracán de los acontecimientos públicos terminó por llevarse consigo los intereses que antes teníamos en común.

Acordaron que Terencia viviera en la casa de Roma hasta que pudiera trasladarse a una residencia propia. Entretanto, Cicerón permanecería en Túsculo. Marco decidió regresar a la ciudad con su madre; Tulia, cuyo infiel marido, Dolabela, estaba a punto de zarpar rumbo a África con César para enfrentarse a Catón, se quedó con su padre.

Si uno de los dramas de ser humano es que la felicidad puede esfumarse en cualquier momento, una de las alegrías es que puede regresar del mismo modo inesperado. A Cicerón siempre le habían gustado la tranquilidad y el aire puro de la casa que tenía en las colinas de Frascati; ahora podría disfrutar de ellos a diario, y en compañía de su adorada hija. Dado que en adelante sería su residencia principal, la describiré con más detalle. En la parte de arriba había un gymnasium que daba a la biblioteca y al que él llamaba «Liceo» en honor a Aristóteles. Allí era donde caminaba por las mañanas, escribía cartas y recibía a sus visitas, y donde años atrás ensayaba sus discursos. Tenía unas vistas a las pálidas cimas de las siete colinas de Roma, que se alzaban a quince millas de distancia. Pero dado que lo que acontecía en ellas en ese momento escapaba a su control, ya no tenía por qué preocuparse por ello, y esto le permitía concentrarse en sus libros (en ese sentido, paradójicamente, la dictadura supuso una liberación para él). Bajo la terraza había un jardín con un paseo a la sombra, como el de Platón, en cuyo honor lo llamaba «su Academia». Estas dos zonas, el Liceo y la Academia, estaban decoradas con hermosas estatuas griegas de mármol y bronce; su predilecta era la Hermatenea, un busto bifronte de Hermes y Atenea tallado al estilo de Jano que miraba en direcciones opuestas, regalo de Ático tiempo atrás. Las fuentes producían un musical borboteo que, combinado con el trino de los pájaros y el aroma de las flores, creaba una atmósfera en la que se respiraba una placidez elísea. Por lo demás, la colina permanecía en silencio, porque la mayor parte de los senadores propietarios de las villas de las inmediaciones habían huido o muerto.

Fue en ese lugar donde Cicerón vivió con Tulia durante todo el año siguiente, salvo por las visitas ocasionales que hicieron a Roma. Más adelante describiría este período como el más satisfactorio de toda su vida, así como el más creativo, ya que se tomó muy en serio la promesa que le hizo a César de limitar su actividad a la escritura. Y tal era la energía con la que trabajaba, sin dispersarla en los asuntos de los tribunales y de la política y centrándola por completo en la creación literaria, que en un solo año compuso más libros sobre filosofía y retórica que los que la mayoría de los eruditos escribían a lo largo de toda una vida. Llegó a publicar un libro tras otro. Su deseo era recoger en latín un compendio de los principales razonamientos de la filosofía griega. Empleaba un método de redacción extremadamente productivo. Se levantaba al alba e iba derecho a la biblioteca, donde consultaba los volúmenes necesarios y tomaba notas (tenía una letra muy mala; yo era de los pocos que podían descifrarla), y después, cuando yo me unía a él una o dos horas más tarde, me dictaba los textos mientras caminaba por el Liceo. A menudo me dejaba para que cotejase alguna cita o incluso para que escribiera pasajes completos conforme al esquema que él había definido; por lo general, no se molestaba en corregirlos, pues yo había aprendido a imitar muy bien su estilo.

La primera obra que terminó aquel año fue una historia de la oratoria que tituló Bruto, por Marco Junio Bruto, a quien se la dedicó. No veía a su joven amigo desde que se alojaran en tiendas contiguas en el campamento militar de Dirraquio. Incluso el hecho de optar por un tema como el de la oratoria encerraba cierta provocación, puesto que este arte ya no se veía con muy buenos ojos en un país donde las elecciones, el Senado y los tribunales se encontraban bajo el control del dictador.

Tengo motivos para lamentar el haber tomado el camino de la vida tan tarde que la noche que se ha impuesto sobre la República me ha alcanzado antes del fin de mi viaje. Sin embargo, aún lo siento más por ti, Bruto, pues tu incipiente carrera, que transcurre entre triunfos y el aplauso del público, ha quedado truncada al albor de una fortuna maligna.

«Una fortuna maligna». Me sorprendía que Cicerón se arriesgara tanto publicando este tipo de pasajes, y más teniendo en cuenta que en aquel momento Bruto era una figura destacada de la administración de César. Después de Farsalia, el dictador lo perdonó y lo designó gobernador de la Galia Citerior, pese a que nunca hubiese llegado a ser pretor, y menos aún cónsul. Se decía que lo había ascendido porque era el hijo de la antigua amante de César, Servilia, y para hacerle un favor a ella, pero Cicerón ignoraba esas habladurías.

—César nunca actúa guiado por sus sentimientos. Le ha concedido el cargo porque tiene talento, no cabe duda, pero sobre todo porque es el sobrino de Catón, y así puede dividir a sus enemigos.

A Bruto, que además de cierto idealismo noble había heredado una buena parte de la contumacia y la rigidez de su tío, no le gustó que la obra fuese titulada en su honor, y tampoco el volumen complementario, Orador, que Cicerón escribió poco después y que también le dedicó. Envió una carta desde la Galia para decir que el estilo de Cicerón estuvo bien en su día, pero que sonaba demasiado rimbombante tanto para el buen gusto como para los tiempos modernos, que abusaba de los giros, los chascarrillos y la comicidad, y que lo que se necesitaba era un estilo plano, una sinceridad desprovista de emoción. El hecho de que se atreviera a aleccionar al orador más importante de la época fue una muestra más de su presunción. No obstante, Cicerón, que siempre lo había respetado por su franqueza, no se sintió ofendido.

Aquellos días transcurrieron extrañamente felices, incluso me atrevería a decir que con despreocupación. La antigua propiedad de Lúculo que estaba junto a la de Cicerón y llevaba mucho tiempo vacía, fue puesta en venta, y el nuevo ocupante resultó ser Aulo Hircio, el impecable y joven ayudante de César, a quien conocí en la Galia muchos años atrás. Ahora ostentaba el cargo de pretor, aunque se celebraban tan pocos juicios que se pasaba la mayor parte del tiempo en casa, donde vivía con su hermana mayor. Una mañana se acercó para invitar a Cicerón a cenar. Era famoso por ser un hombre de paladar exquisito; de hecho, estaba bastante rollizo, a causa de los distintos manjares con los que se deleitaba, como la carne de cisne o la de pavo real. Se encontraba todavía en la treintena, al igual que casi todos los demás allegados de César, y hacía gala de unos modales ejemplares y de un gusto literario exquisito. Se decía que había escrito muchos de los Comentarios de César, los cuales Cicerón se desvivió por elogiar en Bruto («Son como cuerpos desnudos, enhiestos y hermosos, libres de todo ornamento estilístico, como si se hubiesen desvestido», me dictó, antes de añadir en confidencia: «Sí, y tan desprovistos de alma como unos monigotes garabateados por un crío en la arena»). Cicerón no vio motivo para rechazar la hospitalidad de Hircio. Aquella noche fue a su casa en compañía de Tulia, y esta visita dio lugar a una inusitada amistad campestre; con frecuencia me invitaban también a mí.

Un día Cicerón le preguntó a Hircio si podría pagarle de algún modo las espléndidas cenas con las que lo agasajaba. El pretor respondió que, a decir verdad, sí que podía, ya que César lo había instado a que, si alguna vez se le presentaba la oportunidad, estudiase filosofía y retórica «a los pies del maestro». Por ello le estaría muy agradecido si quisiera instruirlo. Cicerón aceptó y empezó a impartirle lecciones sobre declamación, al estilo de las que él recibió de joven de Apolonio Molón. Las clases tenían lugar en la Academia, junto a la clepsidra. Allí le enseñó a memorizar discursos, a respirar, a proyectar la voz y a utilizar las manos y los brazos para realizar gestos con los que enfatizar el mensaje. Hircio empezó a presumir de sus nuevas habilidades ante su amigo Cayo Vibio Pansa, otro joven oficial del Estado Mayor de César en la Galia, quien habría de relevar a Bruto como gobernador de la Galia Citerior a final de año. Aquel año, Pansa se convirtió en otro visitante asiduo de la villa de Cicerón, y también aprendió a expresarse mejor en público.

Un tercer discípulo de aquella escuela extraoficial fue Casio Longino, el curtido superviviente de la expedición de Craso a Partia y antiguo gobernante de Siria, a quien Cicerón no veía desde la asamblea sobre la guerra que se había celebrado en la isla de Córcira. Al igual que Bruto, con cuya hermana estaba casado, se había rendido ante César y este lo había indultado. Estaba impaciente por que le asignaran un cargo acorde a su veteranía. Nunca me sentí a gusto con él, era taciturno y ambicioso, y además a Cicerón no le interesaba su filosofía, sustentada sobre un epicureísmo extremo; comía con desgana, jamás probaba el vino y practicaba ejercicio de forma obsesiva. En un momento dado le confesó a Cicerón que lo que más lamentaba en la vida era haber aceptado el perdón de César, que desde aquel mismo día le corroía el alma, y que seis meses después de su rendición intentó matar a César cuando este volvía de Egipto tras la muerte de Pompeyo. De hecho, lo habría conseguido si César hubiera fondeado por la noche en el mismo margen del río Cidnus donde se encontraban las trirremes de Casio. Sin embargo, de forma inesperada, optó por la orilla opuesta. Para entonces, ya era noche cerrada y se hallaba demasiado lejos para llegar hasta él. Incluso Cicerón, que no se sorprendía con facilidad, se asombró ante su falta de discreción, y le aconsejó que no volviera a contar esa historia, aún menos bajo su techo, no fuese a llegar a oídos de Hircio o de Pansa.

Por último, debo mencionar a un cuarto visitante, quizá el más inesperado de todos, pues no era otro que Dolabela, el marido descarriado de Tulia. Ella lo creía en África, batallando junto a César contra Catón y Escipión, pero al comienzo de la primavera Hircio recibió un informe en el que se le comunicaba que la campaña había finalizado y que César acababa de conseguir una gran victoria. Hircio interrumpió su clase y regresó aprisa a Roma, y al cabo de unos días, a primera hora de la mañana, un mensajero le trajo una carta a Cicerón:

De Dolabela para su estimado suegro, Cicerón.

Tengo el honor de notificarte que César ha derrotado al enemigo y que Catón ha muerto por su propia mano. He llegado a Roma esta mañana para facilitarle un informe al Senado. Al llegar a mi casa me han dicho que Tulia está contigo. ¿Cuento con tu permiso para viajar a Túsculo y reencontrarme con las dos personas que más amo en este mundo?

—Una conmoción detrás de otra —observó Cicerón—. La República hundida, Catón muerto, y ahora mi yerno quiere venir a ver a su esposa. —Extravió una mirada de abatimiento en el campo, entre las colinas lejanas de Roma, azuladas bajo la luz de la incipiente primavera—. El mundo no será el mismo sin Catón.

Envió a un esclavo a buscar a Tulia, y cuando esta llegó, le mostró la misiva. Su hija le había hablado tantas veces de lo cruel que era Dolabela con ella, que yo daba por hecho, igual que Cicerón, que insistiría en que no quería verlo. En lugar de eso, dijo que dejaba la decisión en manos de su padre y que, en cualquier caso, le daba igual.

—Bien —dijo Cicerón—, si eso es lo que piensas, quizá deba autorizarlo a venir, aunque solo sea para decirle lo que opino sobre la manera en que se ha portado contigo.

—No, padre —opuso Tulia al instante—, te lo ruego, por favor, no lo hagas. Es demasiado orgulloso como para soportar una reprimenda y, además, solo yo tengo la culpa; mucha gente me avisó de cómo era antes de casarme con él.

Cicerón no estaba seguro de cómo proceder, pero al final su deseo de conocer de primera mano lo que le había ocurrido a Catón se impuso a la repugnancia que le provocaba recibir a semejante canalla en su casa (un canalla no solo como marido, por cierto, sino también como político, a juzgar por su costumbre de provocar a la chusma, al estilo de Catilina y de Clodio, quienes apoyaban la condonación de toda deuda). Me preguntó si no me importaría partir de inmediato hacia Roma con una invitación para Dolabela. Justo antes de que me marchara, Tulia me llevó aparte y me preguntó si podría darle la carta de su marido. Claro está, se la entregué; más adelante supe que ella no tenía ninguna de él y quería conservarla como recuerdo.

A mediodía, llegué a Roma tras cinco años sin pisarla. En los sueños fervorosos que tuve durante el exilio visualizaba avenidas amplias, templos majestuosos y pórticos revestidos de mármol y oro, todos ellos repletos de ciudadanos cultos y refinados. En vez de eso solo encontré porquería, humo, calles enfangadas y surcadas de roderas, mucho más estrechas de lo que las recordaba, edificios descuidados y veteranos lisiados y desfigurados que mendigaban en el foro. El edificio del Senado seguía siendo un cascarón calcinado. Los recintos situados frente a los templos donde se reunían los tribunales estaban vacíos. Me quedé asombrado al verlo todo desierto. Según el censo que se elaboró un poco más avanzado el año, la población no llegaba a la mitad de la que era antes de la guerra civil.

Imaginaba que encontraría a Dolabela en el Senado, pero nadie parecía saber dónde se celebraban las asambleas ni, incluso, si seguían convocándose sesiones en la actualidad. Al final me encaminé hacia la dirección del Palatino que Tulia me había facilitado, la última residencia que compartió con su marido, según me dijo. Allí encontré a Dolabela en compañía de una elegante mujer vestida con ropa lujosa, de la que más adelante supe que era Metela, hija de Clodia. Como si fuera la dueña de la casa, ordenó que me trajeran un refrigerio y una silla, y enseguida me di cuenta de lo desesperada que era la situación de Tulia.

En cuanto a Dolabela, tres detalles de su físico me llamaron la atención: el atractivo feroz de sus rasgos, la fuerza que se adivinaba en su complexión y su escasa estatura. (En cierta ocasión, Cicerón bromeó: «¿Quién ha atado a mi yerno a esa espada?»). El Adonis de bolsillo, por el que yo siempre había sentido una profunda aversión debido a lo mal que trataba a Tulia, pese a que ni siquiera lo conocía, leyó la invitación de Cicerón y anunció que volvería conmigo de inmediato.

—Mi suegro —señaló— comenta que este mensaje me lo hace llegar su leal amigo Tiro. ¿El mismo Tiro que concibió el famoso sistema taquigráfico? En ese caso, ¡es un placer conocerte! Mi esposa siempre me ha hablado de ti con mucho cariño, como si fueses su segundo padre. ¿Me permites estrecharte la mano? —Y tal era el encanto con el que se manejaba el muy bellaco que enseguida noté que mi recelo comenzaba a disiparse.

Le pidió a Metela que enviara a los esclavos tras él con su equipaje y montó en el carruaje para ir a Túsculo conmigo. Fue dormido la mayor parte del trayecto. Cuando llegamos a la villa, Cicerón les pidió a los esclavos, que en ese momento se disponían a servir la cena, que pusieran un servicio más. Dolabela fue derecho al diván de Tulia y se reclinó apoyando la cabeza en su regazo. Poco después observé que ella empezaba a acariciarle el cabello.

Hacía una agradable noche de primavera en la que los ruiseñores se llamaban unos a otros. Sin embargo, esta escena apacible resultaba incongruente con la escalofriante historia que Dolabela nos relató, y enseguida se generó una atmósfera perturbadora. Primero aconteció el combate, conocido como la batalla de Tapso. Escipión, aliado del rey Juba de los númidas, comandaba el ejército republicano, integrado por setenta mil hombres. Para penetrar en las filas de César, emplearon una tropa de choque que iba a lomos de elefantes, pero las cortinas de flechas y de proyectiles incendiarios lanzados con las balistas provocaron el pánico entre las bestias, y estas se dieron media vuelta y aplastaron a la infantería que avanzaba tras ellos. A continuación, se repitió la tragedia de Farsalia; las formaciones republicanas se quebraron ante la disciplina de hierro de los legionarios de César, solo que esta vez el dictador decretó que no se tomasen prisioneros, de manera que los diez mil soldados que se rindieron fueron masacrados.

—Y ¿Catón? —preguntó Cicerón.

—Catón no tomó parte en la batalla, pues se encontraba a tres jornadas de viaje, al mando de la guarnición de Útica. César partió hacia allí de inmediato. Cabalgué con él a la cabeza del ejército. Tenía el vivo deseo de capturarlo con vida a fin de poder indultarlo.

—Un viaje en balde, del que yo os podría haber prevenido; Catón jamás aceptaría el perdón de César.

—A César no le cabía ninguna duda de que sí. Pero, como siempre, estás en lo cierto; Catón se quitó la vida la víspera de nuestra llegada.

—¿Cómo?

Dolabela hizo una mueca.

—Te lo diré si de verdad quieres saberlo, pero no es un tema agradable para los oídos de una mujer.

—Lo soportaré, gracias —le dijo Tulia con firmeza.

—Aun así, creo que sería conveniente que te retiraras.

—¡No pienso moverme de aquí!

—Y ¿qué opina tu padre al respecto?

—Tulia es más fuerte de lo que parece —le aseguró Cicerón, y añadió deliberadamente—: No le ha quedado más remedio.

—Bien, como vosotros queráis. Según los esclavos de Catón, cuando este supo que César llegaría al día siguiente, se bañó y cenó, conversó sobre Platón con sus acompañantes y se retiró a su aposento. Una vez que se quedó a solas, desenvainó su espada y se rajó justo aquí. —Dolabela estiró el brazo y colocó un dedo bajo el esternón de Tulia—. Las tripas se le desparramaron por el suelo.

Cicerón, más aprensivo que nunca, se estremeció, pero Tulia dijo:

—Tampoco era para tanto.

—Ah —suspiró Dolabela—, pero la historia no termina ahí. La herida no fue mortal y la espada se le escurrió de la mano bañada en sangre. Sus ayudantes oyeron unos gemidos y entraron corriendo en la habitación. Llamaron a un médico. En cuanto este llegó, volvió a meterle los intestinos en el abdomen y le cosió la herida. Cabe señalar que Catón permaneció consciente durante todo el proceso. Prometió que no volvería a intentarlo, y sus hombres lo creyeron, aunque como medida preventiva, se llevaron su espada. Pero en cuanto se marcharon, se abrió la herida con las manos y se sacó las vísceras de nuevo. Eso lo mató.

La muerte de Catón afectó mucho a Cicerón. A medida que los detalles morbosos empezaron a conocerse entre la gente, algunos dijeron que esa era la prueba de que Catón había perdido el juicio. Hircio compartía este parecer. Cicerón no.

—Podría haberse dado muerte de una forma más rápida. Podría haberse arrojado desde lo alto de un edificio, o haberse cortado las venas mientras se daba un baño caliente, o haber ingerido veneno. Sin embargo, optó por ese método, por sacarse las entrañas a modo de sacrificio humano, para demostrar la firmeza de su voluntad y su desprecio por César. Desde el punto de vista filosófico, fue una buena muerte; la muerte de un hombre que no le temía a nada. De hecho, me atrevería a decir que incluso murió feliz. Nada en este mundo (ni César, ni nadie) se le podía comparar.

Su fallecimiento afectó, si cabe, aún más a Bruto y Casio (parientes de Catón, el primero carnal y el segundo político). El primero escribió desde la Galia para preguntar a Cicerón si podría componer un panegírico en honor de su tío. Su carta llegó justo cuando Cicerón averiguó que Catón lo describía en su testamento como uno de los tutores de su hijo. Al igual que muchos de los que habían aceptado el indulto de César, Cicerón se sentía avergonzado tras el suicidio de Catón. Por lo que, ignorando el riesgo de ofender al dictador, atendió la petición de Bruto y redactó una obra breve, Catón, en poco más de una semana.

Vigoroso en sus convicciones y en su porte; indiferente a lo que los demás pensasen sobre él; enemigo de la gloria, los títulos y las condecoraciones, y aún más de quienes los perseguían; defensor de la ley y la libertad; guardián del interés público; detractor de los tiranos, de su vulgaridad y de su arrogancia; obstinado, exasperante, riguroso, dogmático; era un soñador, un entusiasta, un místico, un soldado; dispuesto en su hora última a extraerse las vísceras antes que a someterse a un conquistador; solo la República romana podría haber engendrado a un hombre como Catón, y solo en la República romana un hombre como Catón deseaba vivir.

Fue en esos días cuando César volvió de África. Poco después, en lo más caluroso del verano, celebró cuatro triunfos en jornadas consecutivas para conmemorar las victorias obtenidas en la Galia, el mar Negro, África y el Nilo, una épica exhibición de vanagloria nunca vista, ni siquiera en Roma. Cicerón regresó a su casa del Palatino para asistir al acontecimiento, aunque no porque lo desease. «En una guerra civil —escribió a su viejo amigo Sulpicio—, la victoria siempre es insolente». Se organizaron cinco cacerías de fieras; una falsa batalla en el Circo Máximo en la que participaron varios elefantes; un combate naval en un lago artificial próximo al Tíber; multitud de obras de teatro por toda la ciudad; pruebas atléticas en el Campo de Marte; carreras de carros; juegos en memoria de Julia, la hija del dictador; un banquete para toda la ciudad, en el que se sirvió la carne de los animales sacrificados; se repartió dinero; se repartió pan; se realizaron infinidad de desfiles de soldados, de exhibiciones de riqueza y de exposiciones de prisioneros que ocuparon todas las calles (al noble cabecilla de los galos, Vercingétorix, tras seis años de presidio, se le dio garrote en la Carcer); y día tras día se oían incluso desde la terraza las vulgares consignas de los legionarios:

¡A casa traemos al fornicador calvo!

¡Romanos, esconded a vuestras zagalas!

¡El oro que con él creíais a salvo

acabó en la saca de las furcias galas!

Con todo, pese a su jactancia, o quizá a causa de ella, el espectro acusador de Catón parecía haber lanzado un maleficio sobre las celebraciones. Cuando durante el triunfo de África pasó una carroza en que se le representaba sacándose las vísceras, el público articuló un estruendoso lamento. Se decía que su muerte tenía connotaciones religiosas, que se había quitado la vida de esa forma para que los dioses descargasen su ira sobre César. Cuando aquel mismo día el eje del carruaje triunfal del dictador se partió y su ocupante cayó al suelo, el accidente se interpretó como una señal de la cólera divina. César se tomó el recelo del pueblo tan en serio que decidió orquestar el espectáculo más insólito de todos; por la noche, con cuarenta elefantes a cada lado, a cuyo lomo cabalgaban hombres con unas antorchas llameantes, subió de rodillas la pendiente del Capitolio para expiar su impiedad ante Júpiter.

Así como los perros más fieles permanecen junto a la tumba de sus amos, incapaces de aceptar su muerte, así se aferraban algunos en Roma a la esperanza de que la difunta República resucitase. Incluso Cicerón se dejó engañar fugazmente por este espejismo. Una vez concluidos los triunfos, decidió asistir a una reunión del Senado. No tenía intención de intervenir. Acudió en parte para recordar los viejos tiempos y también porque sabía que César había designado a varios cientos de senadores nuevos y tenía curiosidad por ver quiénes eran.

«La cámara estaba llena de desconocidos —me comentaría más adelante—, algunos, de hecho, eran extranjeros, y muchos ni siquiera habían sido elegidos; pero de alguna manera, pese a todo, conformaban un Senado». La asamblea se celebró en el Campo de Marte, en la misma sala del teatro de Pompeyo donde se reunió con carácter de emergencia cuando el antiguo edificio senatorial fue incendiado. César permitió que la gran estatua de mármol que representaba a Pompeyo permaneciese en el mismo sitio. Al ver al dictador presidiendo la reunión desde el estrado con la figura de Pompeyo detrás, Cicerón creyó que todavía no estaba todo perdido. El debate se centraba en si se debía permitir que regresase a Roma el excónsul Marco Marcelo, uno de los oponentes de César más radicales, exiliado después de Farsalia, y que en la actualidad vivía en Lesbos. Su hermano Cayo (el magistrado que autorizó mi manumisión) pronunció la petición de clemencia, y justo cuando estaba terminando su discurso, un pájaro apareció de ninguna parte, revoloteó sobre los senadores y se escabulló por la puerta. El suegro de César, Lucio Calpurnio Pisón, se levantó de inmediato y anunció que esa era un señal; los dioses decían que también a Marcelo se le debería dar la libertad de volar a su casa. El Senado al completo, incluido Cicerón, se levantó al unísono y se dirigió a César para solicitarle clemencia; Cayo Marcelo y Pisón no dudaron en arrodillarse a sus pies.

César les hizo un gesto para que volvieran a su asiento.

—El hombre por quien me rogáis —les recordó— me ha proferido más insultos imperdonables que nadie. Aun así, me conmueven vuestras súplicas y el presagio me parece propicio. No veo motivo para anteponer mi dignidad al deseo unánime de esta cámara. He vivido largos años y he alcanzado la gloria. Por lo tanto, que Marcelo regrese a casa y more en paz en la ciudad de sus distinguidos ancestros.

El permiso fue recibido con un fuerte aplauso, y varios de los senadores que estaban sentados al lado de Cicerón lo urgieron a levantarse y pronunciar algún tipo de agradecimiento en nombre de todos. La escena emocionó tanto a Cicerón que olvidó su juramento de no hablar nunca en el Senado ilegal de César, de modo que aceptó y elogió al dictador en los términos más extravagantes.

—Se diría que hubieras derrotado a la mismísima Victoria, ahora que les has entregado a los vencidos todo cuanto la diosa había ganado. ¡Sin duda eres admirable!

De pronto consideró la posibilidad de que César pudiera gobernar como un «primero entre iguales» en lugar de como un tirano. «Me pareció atisbar la resurrección de la libertad constitucional», le escribiría a Sulpicio. Al mes siguiente le pidió el indulto para otro exiliado, Quinto Ligario, un senador al que César detestaba tanto como a Marcelo, y de nuevo este lo escuchó y le otorgó su perdón.

Sin embargo, pensar que esto equivalía a una restauración de la República era un error. Transcurridos unos días, el dictador tuvo que abandonar Roma con urgencia para sofocar una revuelta en Hispania encabezada por los hijos de Pompeyo, Cneo y Sexto. Hircio le dijo a Cicerón que el dictador estaba furioso. Muchos de los rebeldes eran hombres a los que había indultado con la condición de que no volvieran a tomar las armas; habían traicionado su naturaleza misericordiosa. Ya no habría más clemencia, le avisó Hircio; los gestos magnánimos se habían acabado. Por su bien, a Cicerón le convenía mantenerse lejos del Senado, agachar la cabeza y centrarse en sus libros de filosofía.

—Esta vez será una lucha a muerte.

Tulia volvía a estar embarazada de Dolabela, a raíz, según me contó, de la visita de este a Túsculo. Al principio se ilusionó mucho al saberlo, pues creyó que así se salvaría su matrimonio. Dolabela también pareció alegrarse. Pero cuando Tulia fue a Roma con Cicerón para asistir a los cuatro triunfos de César y llegó a la casa que compartía con Dolabela con la intención de darle una sorpresa, encontró a Metela dormida en su cama. Esto supuso para ella un mazazo demoledor y aún hoy me siento culpable por no haberla avisado de lo que presencié la vez que estuve allí.

Cuando me pidió consejo, le recomendé que se divorciase de Dolabela cuanto antes. El bebé nacería en cuatro meses. Si seguía casada con él cuando diese a luz, la ley estaría de parte de Dolabela en el caso de que este quisiera responsabilizarse de la criatura; pero si se divorciaba, se lo podría poner más difícil. Tendría que llevarla a juicio para demostrar su paternidad y, al menos, gracias a su padre, contaría con la mejor protección legal posible. Tulia habló con Cicerón y este aceptó; él sería el abuelo de la criatura y no tenía intención de ver cómo se la arrebataban a su hija y se quedaba a cargo de Dolabela y Metela.

Así, la mañana en que Dolabela había de partir con César para luchar en la guerra de Hispania, Tulia se dirigió a su casa, en compañía de Cicerón, y le hizo saber que el matrimonio quedaba disuelto y que deseaba asumir la crianza del bebé. Cicerón me describió la reacción de Dolabela.

—El bellaco se encogió de hombros sin más, le deseó que le fuese bien con la criatura y admitió que, por supuesto, el bebé tenía que estar con su madre. Después me llevó aparte para confesarme que por el momento no le es posible devolverle la dote, ¡y que espera que esto no afecte a nuestra relación! ¿Qué podía contestarle? No estoy en condiciones de enemistarme con uno de los lugartenientes más cercanos a César y, además, tampoco puedo decir que le profese una especial antipatía.

Se sentía angustiado y se culpaba por haber permitido que se llegara a esa situación.

—Debería haberle exigido a Tulia que se divorciara de él en el mismo instante en que supe cómo la trataba. ¿Qué va a hacer ahora? Una madre abandonada de treinta y un años, con una constitución frágil y sin dote difícilmente podrá casarse de nuevo.

Si debía celebrarse un matrimonio, asumió con pesar, tendría que ser el suyo. Nada le atraía menos. Le gustaba su actual vida de soltero y prefería seguir rodeado de sus libros antes que compartir sus días con una esposa. Había cumplido sesenta años y, aunque seguía siendo bien parecido, su deseo sexual (que nunca fue un rasgo preponderante de su carácter, ni siquiera durante su juventud) empezaba a apagarse. Era cierto que a medida que envejecía coqueteaba más. Solía asistir a cenas festivas a las que también acudían muchachas hermosas; en cierta ocasión se sentó a la misma mesa que la amante de Marco Antonio, la actriz nudista Volumnia Citeris, algo que jamás habría permitido en el pasado. No obstante, intercambiar cumplidos entre susurros en el diván de una cena y enviar algún que otro poema de amor por medio de un mensajero a la mañana siguiente era todo lo lejos que estaba dispuesto a llegar.

Por desgracia, necesitaba casarse para reunir dinero. Los métodos clandestinos con los que Terencia recuperó su dote habían hecho mella en sus finanzas. Sabía que Dolabela nunca saldaría su deuda. Y aunque poseía numerosas propiedades (incluidas dos nuevas: una en Astura, en la costa próxima a Anzio, y otra en Puteoli, en la bahía de Nápoles), apenas podía permitirse administrarlas. Os preguntaréis: «Bien, y ¿por qué no las puso en venta?». El caso es que ese no era el estilo de Cicerón. Siempre se ciñó al siguiente lema: «Las ganancias deben adaptarse a los gastos, no al revés». Puesto que ya no podía ingresar más dinero de forma legal, la única alternativa consistía en desposar a una mujer rica.

Es una historia sórdida. Pero desde el principio juré contar la verdad y eso es lo que haré. Había tres esposas posibles. Una era Hircia, la hermana mayor de Hircio. Su hermano había adquirido una fortuna inmensa gracias a su paso por la Galia, y a fin de desprenderse de aquella aburrida mujer estaba dispuesto a ofrecérsela a Cicerón con una dote de dos millones de sestercios. Sin embargo, según le comunicó Cicerón a Ático por carta, era «extremadamente fea», y a Cicerón le parecía absurdo que el coste de mantener sus preciosas casas consistiera en instalar en ellas a una esposa horrenda.

Después estaba Pompeya, la hija de Pompeyo. Era la viuda de Fausto Sila, el propietario de los manuscritos de Aristóteles, fallecido recientemente cuando luchaba por la causa del Senado en África. No obstante, si contraía matrimonio con ella, Cneo (quien lo había amenazado de muerte en Córcira) se convertiría en su cuñado. Eso era impensable. Además, la candidata guardaba un parecido asombroso con su padre.

—¿Te imaginas despertarse junto a Pompeyo cada mañana? —me dijo con un escalofrío.

Solo quedaba la peor de las opciones. Publilia tenía solo quince años. Su padre, Marco Publilio, un équite acaudalado y amigo de Ático, había fallecido y dejado su hacienda en fideicomiso hasta que su hija se casara. El principal fideicomisario era Cicerón. A Ático se le ocurrió («una solución elegante», así la definió) que Cicerón se casase con Publilia para así poder acceder a la fortuna de la muchacha. No incurriría en ninguna ilegalidad. La madre y el tío de la joven se mostraron muy a favor, halagados por la posibilidad de establecer un vínculo con un hombre tan distinguido. De hecho, la propia Publilia, cuando Cicerón abordó el tema con renuencia, declaró que para ella sería un honor que la tomara como esposa.

—¿Estás segura? —le preguntó—. Soy cuarenta y cinco años mayor que tú, podría ser tu abuelo. ¿No te parece… contra natura?

La muchacha lo miró con bastante franqueza.

—No.

Cuando la joven se hubo retirado, Cicerón estimó:

—Bien, parece que dice la verdad. Ni siquiera consideraría la idea si supiera que pensar en mí le repugnase. —Dio un suspiro profundo y negó con la cabeza—. Supongo que será mejor que siga adelante. Pero habrá mucha gente que me censurará.

No pude evitar recordarle:

—No es de la gente de quien tienes que preocuparte.

—¿A qué te refieres?

—Hablo de Tulia, naturalmente —le aclaré, sorprendido de que no la hubiese tenido en cuenta—. ¿Cómo crees que va a sentirse?

Me escrutó de soslayo, confundido.

—¿Por qué iba a oponerse Tulia? Hago esto tanto por su bien como por el mío.

—En fin —claudiqué con templanza—. Creo que terminarás comprobando que sí le importará.

Y así fue. Cicerón me contó que cuando le comunicó sus intenciones, Tulia se desmayó, y durante una o dos horas temió por su vida y la del bebé. Cuando volvió en sí, le preguntó cómo se le había ocurrido semejante disparate. ¿De verdad esperaba que llamase «madrastra» a esa niña? ¿Habrían de vivir bajo el mismo techo? Cicerón se quedó aturdido ante su reacción. Sin embargo, ya era demasiado tarde para echarse atrás. Los prestamistas le habían adelantado dinero, en previsión de la fortuna de su nueva esposa. Ninguno de sus hijos asistió al banquete de bodas; Tulia se mudó a casa de su madre para pasar allí los últimos meses de embarazo y Marco le pidió permiso para partir y luchar en Hispania en el ejército de César. Cicerón logró convencerlo de que eso sería deshonesto para con sus antiguos compañeros, de manera que en vez de eso viajó a Atenas con una asignación muy generosa para ver si le metían un poco de cultura filosófica en su dura cabezota.

Yo sí asistí al casamiento, que se celebró en la casa de la novia. Por lo demás, los otros únicos invitados por parte del novio fueron Ático y su esposa, Pilia (asimismo, claro está, treinta años menor que su marido, pese a que parecía una matrona al lado de la esbelta Publilia). La novia, toda vestida de blanco, con el cabello recogido y adornada con el cinto sagrado, parecía una muñeca de exquisita factura. Quizá otro hombre habría salido más airoso en su lugar (estoy convencido de que Pompeyo se habría desenvuelto como pez en el agua), pero Cicerón se sentía tan incómodo que cuando llegó la hora de recitar el sencillo voto («Donde tú eres Gaia, yo soy Cayo») se equivocó al decir los nombres. Un mal presagio.

Tras un largo convite, la celebración se trasladó a la casa de Cicerón bajo la luz del crepúsculo. Este, que confiaba en poder mantener el matrimonio en secreto, caminaba aprisa por las calles, evitando la mirada de los transeúntes y apretando la mano de su esposa con firmeza, de tal modo que parecía llevarla a rastras. Sin embargo, un cortejo nupcial siempre llama la atención, sin mencionar que su rostro era demasiado popular como para pasar inadvertido. Así que cuando llegamos al Palatino, nos seguía un séquito de cincuenta personas o más. Casi el mismo número de clientes esperaban aplaudiendo frente a la casa para lanzarle flores a la feliz pareja. Me preocupaba que Cicerón se lastimase la espalda si intentaba tomar en brazos a su esposa para cruzar el umbral, pero la alzó con ligereza y entraron en casa, al tiempo que giraba la cabeza para susurrarme que cerrara la puerta de inmediato. Subió derecho a los antiguos aposentos de Terencia, donde las doncellas ya habían deshecho el equipaje de Publilia a fin de disponerlo todo para la noche de bodas. Cicerón intentó convencerme para que lo acompañase un rato más y tomase una copa de vino con él, pero me declaré exhausto y lo dejé a solas.

El matrimonio fue un desastre desde el principio. Cicerón no tenía la menor idea de cómo tratar a su joven cónyuge. Daba la impresión de que tuviera alojada en casa a la hija de algún amigo. A veces desempeñaba el papel de tío amable y se deleitaba con las piezas que ella tocaba con la lira o la felicitaba por sus bordados. Otras, actuaba como un tutor impaciente, atónito ante sus pobres conocimientos sobre historia y literatura. Pero en general procuraba evitarla. En un momento dado, me confesó que la única manera de sostener su relación era abandonarse a la lujuria, fogosidad que él no sentía. Pobre Publilia; mientras más la ignoraba su célebre marido, más atraída se sentía por él y más enojo le causaba.

Al final Cicerón fue a ver a Tulia para suplicarle que se trasladara de nuevo a su residencia. Podría tener al bebé en su casa, le dijo (el nacimiento era inminente), y sacaría a Publilia de allí o, más bien, le pediría a Ático que lo hiciera, pues la situación le resultaba demasiado incómoda. Tulia, angustiada por ver a su padre en semejante estado, aceptó, y el sufrido Ático, como se convino, tuvo que presentarse ante la madre y el tío de Publilia para explicarles por qué la joven había de volver a casa cuando aún no había pasado un mes de la boda. Les ofreció la esperanza de que, una vez que naciera el bebé, la pareja reanudase su relación, pero por el momento los deseos de Tulia tenían prioridad. No les quedó más remedio que aceptar.

Corría el mes de enero cuando Tulia regresó con su padre. La trajeron en litera hasta la puerta y tuvieron que ayudarla a entrar. Recuerdo que era un gélido día de invierno, bañado por una luz clara, intensa y nítida. Caminaba con dificultad. Cicerón no dejaba de dar vueltas a su alrededor, indicándole al porteador que cerrase la puerta y pidiendo más leña para la chimenea, temeroso de que su hija se resfriase. Tulia dijo que le gustaría ir a su habitación para tumbarse. Cicerón mandó a buscar un médico para que la examinase. Este llegó enseguida e informó que estaba de parto. Hicieron venir a Terencia, junto con una comadrona y sus respectivas ayudantes, y todas desaparecieron en el aposento de Tulia.

Los gritos de dolor que resonaron por toda la casa no parecían de Tulia ni, hecho, de ningún ser humano. Eran guturales, primitivos erradicaban toda traza de su personalidad ahogada por el dolor. Me pregunté cómo encajarían en los esquemas filosóficos de Cicerón. ¿Podía la felicidad estar asociada en modo alguno con semejante agonía? En principio, sí. No obstante, se veía incapaz de soportar los alaridos y los aullidos, por lo que prefirió salir al jardín, donde se puso a dar vueltas y vueltas, durante horas y horas, ajeno al frío. Al cabo se produjo un silencio y entró de nuevo. Me miró. Esperamos. Pareció transcurrir una eternidad, hasta que se oyeron unos pasos y apareció Terencia. Estaba ojerosa y pálida, pero su voz sonó triunfal.

—Es un niño —anunció—, un niño sano, y la madre se encuentra bien.

Se encontraba bien. Eso era todo lo que le importaba a Cicerón. El niño era fuerte y le pusieron Publio Léntulo, conforme al patronímico de adopción de su padre. Sin embargo, como la madre no podía amamantar a la criatura, se le encomendó esta tarea a una nodriza. Pasados unos días, Tulia todavía no se había recuperado del parto. Aquel fue un invierno de un frío inusitado en Roma, en el aire había demasiado humo y el estrépito del foro a menudo la desvelaba, de manera que se decidió que Cicerón y ella regresarían a Túsculo, lugar donde habían pasado un año feliz y donde ella podría recuperarse gracias a la tranquilidad de las colinas de Frascati mientras su padre y yo continuábamos con los escritos filosóficos. Llevamos un médico con nosotros. El bebé viajó con la nodriza, además de todo un séquito de esclavos que lo atenderían.

Tulia acusó el traslado. Respiraba con dificultad y tenía las mejillas encendidas por la fiebre, aunque mantenía la mirada atenta y serena y decía que se sentía a gusto y que no estaba enferma, solo cansada. Cuando llegamos a la villa, el médico insistió en que se acostase de inmediato. Después me llevó aparte y me dijo que Tulia estaba tan débil que no creía que pudiera sobrevivir más de una noche; ¿debería comunicárselo a su padre o prefería que lo hiciese yo?

Le dije que me encargaría yo. Una vez que me serené, fui a buscar a Cicerón a la biblioteca. Había bajado algunos libros pero sin molestarse en desenrollarlos. Estaba sentado, con la mirada perdida ante sí. Ni siquiera se giró para mirarme. Me dijo:

—Se está muriendo, ¿verdad?

—Me temo que sí.

—¿Lo sabe ella?

—El médico no se lo ha dicho, pero es lo bastante inteligente como para deducirlo por sí misma, ¿no crees?

Asintió.

—Por eso le hacía tanta ilusión venir aquí. Sus recuerdos más felices son de este lugar. Es aquí donde desea morir. —Se frotó los ojos—. Voy a sentarme a su lado.

Aguardé en el Liceo y vi ponerse el sol tras las colinas de Roma. Pasadas unas horas, cuando ya había oscurecido del todo, una de las doncellas vino a buscarme y a la luz de una vela me condujo hasta la habitación de Tulia. Estaba inconsciente, tumbada en la cama con el cabello suelto sobre la almohada. Cicerón seguía junto a ella, agarrándole la mano. Al otro lado, el bebé dormía. Tulia respiraba débil y aceleradamente. Había más personas en el aposento (las doncellas, la nodriza, el médico), pero se mantenían entre las sombras y no recuerdo sus rostros.

Cuando Cicerón me vio, me hizo una seña para que me acercase. Me incliné sobre ella, la besé en la frente húmeda y me retiré a la penumbra con los demás. Poco después, Tulia empezó a respirar más despacio. Los intervalos entre cada respiración se tornaron más largos; tras cada una, yo suponía que habría fallecido, pero un momento después daba otra boqueada. El final, cuando llegó, fue distinto e inconfundible: un largo suspiro, acompañado de un leve temblor que se extendió por todo su cuerpo; y tras esto, una inmovilidad absoluta en el momento en que entró en la eternidad.

Ir a la siguiente página

Report Page