Dictator

Dictator


Segunda parte. Redux 47-43 a. C. » Capítulo XIV

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Desfiló justo por delante de mí, dejándome asombrado con su minuciosa planificación; Antonio, que seguramente había contado con la asistencia de Fulvia, no se había olvidado de nada que sirviera para inflamar las emociones. Primero pasaron los músicos tocando su repertorio de endechas lastimeras; después los bailarines, que, disfrazados de espíritus del inframundo, les gritaban a las primeras filas de la multitud al tiempo que hacían distintos gestos en señal de duelo y espanto; seguidamente pasaron los esclavos de la casa y los libertos, quienes portaban diversos bustos de César; luego, no uno solo sino cinco actores, cada uno de los cuales representaba un triunfo de César, ataviados con máscaras del dictador hechas con cera de abeja, cuyo increíble realismo llevaba a pensar que aquel se había levantado de entre los muertos multiplicado por cinco y en todo su esplendor; a continuación, sobre una litera descubierta, venía una réplica del cuerpo a tamaño real, desnudo salvo por un taparrabos, modelado con todas las puñaladas, incluida la del rostro, simbolizadas con profundas heridas pintadas de rojo en la cera blanca (esto arrancó no pocos jadeos y llantos entre los espectadores, e incluso provocó que algunas mujeres se desmayasen); lo seguía el cadáver de verdad, tendido sobre un lecho de marfil, que los senadores y los soldados llevaban a hombros, oculto a la vista tras un juego de velos púrpuras y dorados, seguido por la viuda de César, Calpurnia, y por su sobrina, Atia, vestidas de luto, apoyándose la una sobre la otra y acompañadas de sus familiares; por último, pasaron Antonio y Pisón, Dolabela, Hircio, Pansa, Balbo, Opio y el resto de los principales partidarios de César.

Cuando el cortejo hubo pasado, se produjo una extraña pausa mientras los restos eran llevados hasta la escalera de detrás de la rostra. Nunca había experimentado ni volví a experimentar un silencio tan intenso en el centro de Roma y en pleno día. Durante este momento de calma amenazadora, los dolientes más cercanos subieron a la plataforma y, cuando trajeron al fin el cuerpo, los soldados de César comenzaron a golpear los escudos con las espadas, como debían de hacer en el campo de batalla, una atronadora llamada a la guerra tan intimidatoria como escalofriante. El cadáver fue colocado con delicadeza en el tabernáculo de oro; Antonio dio un paso al frente para leer el panegírico y levantó la mano a fin de pedir silencio.

—¡No estamos aquí para decirle adiós a ningún tirano! —declaró, haciendo resonar su potente voz entre los templos y las estatuas—. ¡Estamos aquí para despedirnos de un gran hombre que murió asesinado de forma miserable en un lugar consagrado a manos de aquellos a quienes él había indultado y ascendido!

Le había asegurado al Senado que hablaría con moderación. Nada más iniciar el discurso faltó a su palabra, y durante la siguiente hora no dejó de incitar a la vasta audiencia, ya de por sí exaltada tras el espectáculo de la procesión, para que sintiera una tristeza y cólera extremas. Extendió los brazos. Se agachó hasta casi postrarse de rodillas. Se golpeó el pecho. Señaló al cielo. Recitó los logros de César. Recordó el contenido del testamento (la gratificación que recibirían todos los ciudadanos, el parque público, la amarga ironía de haber incluido a Décimo).

—Y aun así, Décimo, a quien él quería como a un hijo, Bruto, Casio, Cina y todos los demás, hicieron un juramento, una promesa sagrada, ¡la de servir y proteger a César con lealtad! El Senado ha decidido amnistiarlos, pero ¡bien sabe Júpiter que me vengaría si la prudencia no me refrenase!

En resumen, recurrió a todos los recursos de la oratoria que el comedido Bruto no había empleado en su momento. Y a continuación asestó su golpe maestro, ¿o tal vez el de Fulvia? Llamó a la plataforma a uno de los actores que llevaban una de las realistas máscaras de César, quien con la voz áspera recitó para el público las famosas líneas de la tragedia de Pacuvio, El juicio de las armas:

¿Acaso los salvé

para que se convirtieran en mis asesinos?

Fue una interpretación insólita. Parecía un mensaje del más allá. En ese momento, entre los jadeos de la multitud espeluznada, el maniquí del cadáver de César fue levantado por alguna suerte de ingenio mecánico y hecho rotar sobre sí mismo para que todos pudieran ver las heridas.

A partir de ese momento, el funeral de César continuó del mismo modo que el de Clodio. En principio, los restos debían ser incinerados en una pira ya preparada en el campo de Marte. Pero cuando fueron a bajarlos de la rostra, una gritería furibunda exigió que fuesen cremados en la cámara senatorial de Pompeyo, donde había tenido lugar el crimen, o en el Capitolio, donde los conspiradores se habían refugiado. Al cabo, el gentío, impelido por algún impulso colectivo, cambió de opinión y decidió que se deberían incinerar allí mismo. Antonio, en lugar de hacer algo para impedirlo, se limitó a observar con indulgencia cómo una vez más las librerías del Argiletum eran asaltadas y los bancos de los tribunales, arrastrados hasta el centro del foro, donde se formó una pila con ellos. Colocaron las andas de César en lo alto de la hoguera y les prendieron fuego. Los actores, los bailarines y los músicos se quitaron las túnicas y las máscaras y las arrojaron a las llamas. El público siguió su ejemplo. Azuzada por la histeria, la turba se desprendió de su ropa, la cual, junto con el resto de las cosas inflamables, también voló hacia la pira. Cuando los espectadores se lanzaron a las calles portando antorchas y se dirigieron a las casas de los conjuradores, perdí los nervios definitivamente y regresé al Palatino. Por el camino vi al pobre Helvio Cina, el poeta y tribuno, al que el populacho había confundido con el pretor homónimo Cornelio Cina, a quien Antonio había mencionado en su discurso. No dejaba de gritar mientras se lo llevaban a rastras con una soga atada al cuello, y más tarde su cabeza fue paseada por el foro hincada en lo alto de un palo.

Cuando entré sobrecogido en la casa y le conté a Cicerón lo que había sucedido, se tapó la cara con las manos. El estruendo de la destrucción se prolongó durante toda la noche y el cielo se iluminó con el resplandor de las casas incendiadas. Al día siguiente Antonio le envió un mensaje a Décimo para avisarle de que ya no le era posible garantizar la integridad de los asesinos, por lo que los urgía a abandonar Roma. Cicerón les recomendó que siguieran la sugerencia de Antonio; vivos podrían luchar por la causa mejor que muertos. Décimo se dirigió a la Galia Citerior para intentar hacerse con el control de la provincia que se le había asignado. Trebonio viajó a Asia por una ruta tortuosa con el mismo objetivo. Bruto y Casio se retiraron a la costa de Anzio. Cicerón se refugió en el sur.

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