Dictator

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Segunda parte. Redux 47-43 a. C. » Capítulo XVII

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—Me niego a hablar de guerra —dijo—. De hecho, creo que tenemos ante nosotros los cimientos de una paz digna. Sugerí, por primera vez ante este Senado, que a Antonio había que ofrecerle la Galia Ulterior, y me alegro de que la haya aceptado. En los puntos principales estamos de acuerdo. Décimo conserva el cargo de gobernador. Al pueblo de Mutina no se le somete a más padecimientos. Los romanos no toman las armas contra los romanos. Veo, por el modo en que niega con la cabeza, que a Cicerón no le gusta lo que estoy diciendo. Es un hombre violento. Peor aún, me atrevo a aseverar que es un anciano violento. Permitidme recordarle que no serán los hombres de nuestra edad los que caigan en esta nueva guerra. Serán su hijo, y el mío, y también los vuestros, senadores, y los vuestros, y los vuestros y los vuestros. Propongo que acordemos una tregua con Antonio y que resolvamos nuestras diferencias en paz, como nuestros gallardos compañeros, Pisón, Filipo y el tristemente fallecido Servio, nos han enseñado.

El discurso de Caleno tuvo una cálida acogida. No cabía duda de que Antonio todavía contaba con algunos partidarios en el Senado, entre ellos su legado, el diminuto Cotila, o «Media Pinta», a quien había enviado al sur para que le informase del ambiente que se respiraba en Roma. A medida que Pansa llamaba a un orador tras otro (incluido el tío de Antonio, Lucio César, quien manifestó que tenía el deber de defender a su sobrino), Cotila tomaba notas de sus comentarios con ostentación, en teoría para presentárselas después a su superior. Esto ejerció un efecto desconcertante, y al término de la sesión la mayoría de la cámara, incluido Pansa, votó por retirar el término «guerra» de la moción y por declarar en su lugar que el país se hallaba sumido en un estado de «agitación».

Pansa no llamó a Cicerón hasta la mañana siguiente. Sin embargo, esto volvió a otorgarle cierta ventaja al orador. No solo intervino en medio de una atmósfera de intensa expectación, sino que además tuvo ocasión de refutar las razones de los anteriores hablantes. Empezó por Lucio César.

—Recurre a sus vínculos familiares para justificar su voto. Es su tío. De acuerdo. Pero ¿y los demás también lo sois?

Y una vez que provocó la risa de su audiencia (cuando hubo allanado el terreno, por así decirlo), procedió a vapulearla con una catarata de acritud e ironía.

—Atacan a Décimo, pero no por belicismo. Asedian Mutina, pero esto tampoco es un acto de guerra. Arrasan la Galia; ¿puede haber algo más pacífico? Senadores, ¡esta es una guerra que se está librando a una escala insólita! Nosotros defendemos los templos de los dioses inmortales, nuestras murallas, nuestros hogares y los derechos de nacimiento de los ciudadanos romanos, y también los altares, los hogares y las tumbas de nuestros ancestros; defendemos nuestras leyes, nuestros tribunales, nuestra libertad, a nuestras esposas, a nuestros hijos, nuestra patria. Por el contrario, Marco Antonio lucha para devastar todo eso y saquear el Estado.

»Llegados a este punto mi audaz y enérgico amigo Caleno me recuerda las bondades de la paz. Pero, yo te pregunto, Caleno, ¿a qué te refieres? ¿Llamas paz a la esclavitud? Se está fraguando una ardua batalla. Hemos enviado a tres miembros destacados del Senado para que intervengan. Antonio los ha rechazado con desprecio a todos ellos. ¡Y aun así te empeñas en defenderlo contra viento y marea!

»¡Con qué deshonra se nos ocurrió preguntarnos “Ah, ¿y si estuviera dispuesto a negociar una tregua?”! ¿Una tregua? En presencia de los enviados, ante sus mismos ojos, castigó Mutina con sus máquinas de guerra. Les mostró sus avances y las armas de asedio. Ni por un momento, aunque los enviados estuvieran allí, cesaron las maniobras de sitio. ¿Enviar una delegación a dialogar con este hombre? ¿Pretender negociar la paz con él?

»Lo siguiente lo diré con más tristeza que acrimonia: hemos sido abandonados. Abandonados, senadores. Por nuestros dirigentes. ¿Qué concesiones no hemos hecho con Cotila, el enviado de Marco Antonio? Aunque por derecho esta ciudad debería haberle cerrado sus puertas, ha encontrado este templo abierto. Ha entrado en el Senado. Ha anotado en sus documentos vuestros votos y todo cuanto habéis dicho. Incluso los que ocupan los cargos más altos han intentado granjearse su favor para desgracia de su dignidad. ¡Por los dioses inmortales! ¿Dónde está el espíritu milenario de nuestros antepasados? Que Cotila regrese con su general, pero con la condición de que nunca más vuelva a pisar Roma.

Una profunda conmoción invadió la cámara. Los senadores no se sentían tan avergonzados desde los días de Catón. Después de un momento, Cicerón expuso una nueva propuesta: que a los que luchaban junto a Antonio se les diera hasta los idus de marzo para rendir las armas; después, todo el que continuase en su ejército o que se uniera a él pasaría a ser considerado un traidor. La moción fue aprobada por una abrumadora mayoría. No habría tregua, ni paz, ni acuerdo; Cicerón tendría su guerra.

Un día o dos después del primer aniversario del asesinato de César (acontecimiento que no recordó nadie salvo los pocos que fueron a dejar flores sobre su tumba), Pansa siguió a su compañero Hircio a la liza. El cónsul partió a caballo del Campo de Marte a la cabeza de un ejército compuesto de cuatro legiones, casi veinte mil hombres reclutados de todos los rincones de Italia. Cicerón y el resto del Senado los vieron desfilar ante ellos. Como fuerza militar no impresionaba tanto como cabía esperar. En su mayor parte se conformaba de soldados totalmente inexpertos (granjeros, mozos de cuadra, panaderos y lavanderos que apenas acertaban a mantener el paso). Su poder era simbólico. La República volvía a alzarse en armas contra el usurpador Antonio.

En ausencia de los dos cónsules, el magistrado de mayor rango que quedaba en la ciudad era el pretor urbano, Marco Cornuto, un soldado al que César eligió por su lealtad y discreción. Ahora se le exigía que presidiese el Senado, a pesar de que apenas tenía experiencia política. No tardó en ponerse por completo en manos de Cicerón, quien, por consiguiente, a la edad de sesenta y tres años, se convirtió en el verdadero gobernador de Roma, veinte años después de haber ejercido su consulado. Era a Cicerón a quien todos los gobernadores del Imperio remitían sus despachos. Era él quien decidía cuándo debía reunirse el Senado. Era él quien realizaba los nombramientos principales. Suya era la cámara que todo el día estaba atestada de peticionarios.

Le envió un ocurrente informe de su

redux a Octaviano.

No creo que peque de jactancioso si te digo que nada puede hacerse en esta ciudad actualmente sin mi aprobación. De hecho, es mejor que un consulado porque nadie sabe dónde empieza ni termina mi autoridad; por ello, en lugar de arriesgarse a ofenderme, todo el mundo me consulta hasta el último detalle. En realidad, es incluso mejor, si lo piensas bien, que una dictadura, ¡ya que nadie me culpa de nada cuando algo sale mal! Es la prueba de que nunca se deben confundir las bagatelas del cargo con el verdadero poder; otro paternal consejo de tu leal y viejo amigo y mentor para que lo tengas en cuenta de cara a tu brillante futuro, muchacho.

Octaviano le respondió a finales de marzo para comunicarle que estaba haciendo lo que le había prometido: su ejército de casi diez mil hombres estaba levantando el campamento que ocupaba al sur de Bononia, junto a la vía Emilia, y emprendiendo la marcha para unirse a las tropas de Hircio y Pansa con el propósito de poner fin al asedio de Mutina.

Quedo a las órdenes de los cónsules. Esperamos entablar una cruenta batalla con Antonio a lo largo de las próximas dos semanas. Te prometo que me comportaré con tanto valor en la liza como el que tú has demostrado en el Senado. ¿Cómo decían los guerreros espartanos? «Regresaré, o bien portando mi escudo, o bien portado sobre él».

Por aquel entonces Cicerón empezó a recibir noticias de lo que sucedía al este. Supo por Bruto, destinado en Macedonia, que Dolabela (que viajaba hacia Siria a la cabeza de una pequeña tropa) había llegado a Esmirna, una ciudad ubicada en la costa este del Egeo, donde se encontró con el gobernador de Asia, Trebonio. Este lo trató con la debida cortesía e incluso le permitió seguir su camino. Sin embargo, aquella noche Dolabela volvió sobre sus pasos sin avisar a nadie, entró en la ciudad, capturó a Trebonio mientras dormía y lo sometió a insoportables torturas durante dos días y dos noches, para lo cual se sirvió de látigos, del potro y de unos hierros candentes, con el fin de que le confesase el paradero de su tesoro. Después ordenó que le rompieran el cuello. Le cortaron la cabeza, y sus soldados recorrieron las calles dándole patadas hasta dejarla completamente destrozada, mientras que el cuerpo lo desmembraron y exhibieron en público. «Así muere el primero de los asesinos de César —dicen que declaró Dolabela—. El primero, pero no el último».

Los restos de Trebonio fueron enviados a Roma y sometidos a un reconocimiento

post mortem con el objeto de confirmar el modo en que se produjo el fallecimiento antes de entregárselos a su familia para que los incinerara. Su pavorosa suerte ejerció un efecto alarmante en Cicerón y los demás dirigentes de la República. Ahora sabían qué esperar si caían en manos de sus enemigos, sobre todo después de que Antonio les enviara una carta abierta a los cónsules en la que le prometía lealtad a Dolabela y manifestaba el gozo que le producía la ejecución de Trebonio. «Que a un criminal se le haya aplicado la pena que le corresponde es algo digno de celebración». Cicerón leyó la misiva en voz alta en el Senado, que se determinó con más firmeza aún a no transigir. Dolabela fue declarado enemigo público. Cicerón se quedó conmocionado ante semejante muestra de crueldad por parte de su exyerno. Más adelante compartiría conmigo su arrepentimiento.

—Y pensar que ese monstruo se alojó bajo mi techo y compartió cama con mi pobre y adorada hija; y pensar que incluso llegué a sentir simpatía por él… Nunca sabemos qué animal acecha dentro de las personas que tenemos cerca.

La tensión a la que se vio sometido durante aquellos primeros días de abril, mientras esperaba noticias de Mutina, es difícil de describir. Primero llegarían las buenas nuevas. Tras varios meses sin saberse nada de él, al fin Casio escribió para anunciar que se estaba haciendo con el control absoluto de Siria, que todos los bandos (cesarianos y republicanos, así como los últimos pompeyanos que quedaban) acudían en masa a él y que tenía a su mando un ejército conjunto de nada menos que once legiones. «Quiero que sepas que tú y tus amigos del Senado contáis con un poderoso apoyo, a fin de que podáis defender el Estado en aras de la esperanza y el coraje». Bruto también tuvo éxito y consiguió formar otras cinco legiones en Macedonia, compuestas por unos veinticinco mil hombres. El joven Marco lo apoyaba ejerciendo labores de reclutamiento y adiestramiento de la caballería. «Tu hijo se ha ganado mi admiración por su vitalidad, resistencia, trabajo duro, espíritu desinteresado y, en definitiva, por todos sus servicios».

No obstante, más tarde llegarían otros despachos más preocupantes. Décimo se hallaba en una situación desesperada tras llevar más de cuatro meses atrapado en Mutina. Únicamente podía comunicarse con el exterior por medio de palomas mensajeras, y las escasas aves que llegaban solo traían noticias de hambre, enfermedades y moral baja. Mientras tanto, Lépido, que seguía aproximándose con sus legiones al escenario de la batalla inminente con Antonio, urgía a Cicerón y al Senado a proponer una nueva negociación de paz. El atrevimiento de este hombre pusilánime y arrogante enfureció tanto al orador que decidió dictarme una carta que saldría hacia su destino aquella misma noche.

De Cicerón para Lépido.

Celebro tu deseo de restablecer la paz entre la ciudadanía, pero solo si eres capaz de discernir la paz de la esclavitud. De lo contrario, debes comprender que los hombres juiciosos optan por lanzarse a la muerte antes que resignarse a la servidumbre. Actuarás con mayor cordura, a mi parecer, si dejas de entrometerte en este asunto, algo que ni el Senado, ni el pueblo, ni de hecho ningún hombre honesto consideran aceptable.

Cicerón no se engañaba. Tanto en la ciudad como en el Senado había aún cientos de partidarios de Antonio. Sabía que si Décimo se rendía, o si los ejércitos de Hircio, Pansa y Octaviano caían derrotados, él sería el primero a quien apresarían y ejecutarían. Como medida preventiva, ordenó que regresaran a casa dos de las tres legiones destinadas en África con el fin de que defendieran Roma. Sin embargo, no llegarían hasta mediados de verano.

No fue hasta el duodécimo día de abril cuando finalmente estalló la crisis. Aquella madrugada, Cornuto, el pretor urbano, subió corriendo la colina. Con él traía al mensajero que Pansa había enviado hacía seis días. Un gesto de pesadumbre ensombrecía el semblante de Cornuto.

—Dile a Cicerón —le indicó al mensajero— lo que acabas de decirme.

Con voz trémula, el emisario anunció:

—Vibio Pansa lamenta informar de una derrota catastrófica. Las tropas de Marco Antonio los sorprendieron a su ejército y a él en el asentamiento del Foro de los Galos. La inexperiencia de nuestros hombres quedó patente de inmediato. Rompieron filas y se produjo una masacre. El cónsul logró huir, aunque también él resultó herido.

Cicerón se puso lívido.

—¿Y de Hircio y César? ¿Hay alguna noticia?

—No —dijo Cornuto—. Pansa iba de camino a su campamento, pero lo interceptaron antes de que pudiera unirse a ellos.

Cicerón gruñó.

—¿Debería convocar una reunión del Senado? —le preguntó Cornuto.

—¡Por todos los dioses, no! —exclamó Cicerón, que a continuación se dirigió al mensajero—. Dime la verdad: ¿sabe esto alguien más en Roma?

El enviado agachó la cabeza.

—Fui primero a la casa del cónsul. Su suegro estaba allí.

—¡Caleno!

—Lo sabe todo, por desgracia —confirmó un abatido Cornuto—. En estos momentos está en el pórtico de Pompeyo, en el mismo lugar donde asaltaron a César. Está diciendo a todos los que quieran escucharlo que van a hacernos pagar el precio de un asesinato impío. Te acusa de planear conseguir el poder absoluto y convertirte en dictador. Creo que está reuniendo a una verdadera multitud.

—Tienes que abandonar Roma —apremié a Cicerón.

Este expresó una negativa rotunda con la cabeza.

—No, no. Los traidores son ellos, no yo. Maldita sea, no pienso salir corriendo. Ve a buscar a Apuleyo —le ordenó con actitud enérgica al pretor urbano, como si fuera su mayordomo principal—. Dile que convoque una asamblea pública y que después venga a recogerme. Yo le hablaré al pueblo. Tengo que disipar su inquietud. Hay que recordarle que la guerra siempre trae malas noticias. Y tú —le dijo al mensajero—, más te vale que no le digas ni una palabra de esto a nadie más, ¿me has entendido?, o haré que te encadenen.

Nunca había admirado a Cicerón tanto como aquel día, cuando decidió plantarle cara a la adversidad. Se retiró al estudio para redactar un alegato mientras yo observaba desde la terraza como los ciudadanos empezaban a llenar el foro. El pánico sigue su propio curso. Con el paso de los años había aprendido a reconocerlo. A cada momento la gente escucha a un orador distinto. Se forman grupos tan rápido como se disuelven. En ocasiones los espacios públicos se quedan desiertos. Es como las nubes de polvo que se deslizan y se arremolinan antes de que estalle la tormenta.

Cuando un solícito Apuleyo terminó de subir esforzadamente la colina, lo llevé a ver a Cicerón. Le dijo que había rumores de que se le iba a obsequiar con los fasces de dictador. Era una treta, por supuesto, una provocación con la que justificar su asesinato. Los antonianos, que después imitarían la estrategia de Bruto y Casio, tomarían el Capitolio e intentarían mantenerse allí hasta que Antonio regresara a la ciudad y los socorriese.

—¿Puedes garantizar mi seguridad si bajo y me dirijo al pueblo? —le preguntó Cicerón a Apuleyo.

—No, pero lo intentaré.

—Envíame a todos los escoltas que puedas. Dame una hora para prepararme.

El tribuno se marchó y, para mi asombro, Cicerón anunció que se daría un baño, se haría afeitar y se cambiaría de ropa.

—Asegúrate de escribir todo esto —me recomendó—. Será un buen final para tu libro.

Se alejó con los esclavos que se encargaban de su aseo y, cuando al cabo de una hora reapareció, Apuleyo había reunido una nutrida tropa en la calle, integrada en su mayor parte por gladiadores, además de otros tribunos y sus asistentes. Cicerón se irguió mientras le abrían la puerta y, en el momento en que se disponía a cruzar el umbral, los lictores del pretor urbano llegaron corriendo pendiente arriba, abriendo paso a Cornuto. Este traía un despacho en la mano. Con la cara humedecida por el llanto, demasiado exhausto y sobrecogido para hablar, le entregó el documento a Cicerón.

De Hircio para Cornuto. Antes de Mutina.

Te remito estas líneas con gran premura. Gracias a los dioses, hemos escapado del desastre inicial y obtenido una victoria aplastante sobre el enemigo. Lo que estaba perdido al mediodía ha sido recuperado al atardecer. Partí a la cabeza de veinte cohortes de la Cuarta Legión en auxilio de Pansa y nos echamos sobre los hombres de Antonio mientras celebraban antes de tiempo su triunfo. Hemos capturado dos águilas y sesenta estandartes. Antonio y lo que queda de su ejército se han retirado a su campamento, donde se hallan acorralados. Ahora sabrá qué se siente cuando te sitian. Ha perdido a la mayor parte de sus veteranos; tan solo conserva algunas unidades de caballería. No tiene ninguna posibilidad. Mutina está a salvo. A Pansa lo han herido, pero se recuperará. Larga vida al Senado y al pueblo de Roma. Avisa a Cicerón.

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