Dictator

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Segunda parte. Redux 47-43 a. C. » Capítulo XVIII

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—Estas noticias de la Galia, las cuales hace mucho tiempo que veníamos sospechando y temiendo, no nos cogen por sorpresa. Lo único que nos asombra es la imprudencia de Lépido al tomarnos a todos por idiotas. Nos ruega, nos implora, nos suplica… ¡la pobre criatura! No, ni siquiera eso, ¡el pobre y miserable desecho de un linaje noble que de hombre solo tiene la figura!, nos ruega que no consideremos esta traición un crimen. ¡Este canalla no puede ser más cobarde! Merecería más respeto si diese la cara y dijera la verdad: que se le ha presentado una oportunidad de cumplir sus monstruosas ambiciones y ha encontrado a otro bellaco con el que cometer su crimen. Propongo que pase a ser declarado enemigo público de forma inmediata y que todos sus bienes y propiedades queden confiscados para ayudarnos a costear las nuevas legiones que necesitaremos con el objeto de sustituir a las que él le ha robado al Estado.

La sugerencia atrajo un enérgico aplauso.

—Pero reunir nuevas tropas nos llevará un tiempo, y entretanto debemos afrontar el preocupante hecho de que nuestra situación estratégica se ve seriamente amenazada. Si las llamas de la rebelión de la Galia se extienden hasta las cuatro legiones de Planco, una posibilidad para la que me temo que debemos prepararnos, puede que nos encontremos con casi sesenta mil hombres alineados en nuestra contra.

Cicerón había decidido de antemano que no intentaría maquillar la magnitud de la crisis. El silencio dio paso a los murmullos de inquietud.

—No debemos caer en la desesperación —prosiguió—, sobre todo porque nosotros contamos con el mismo número de soldados, reunidos por los nobles y gallardos Bruto y Casio. El único inconveniente es que se encuentran en Macedonia, Siria y Grecia, y no en Italia. Por otro lado, también disponemos de una legión recién reclutada en Latium y de las dos legiones africanas que en estos momentos viajan por mar, de camino a casa, para defender la capital. Y después están los ejércitos de Décimo y de César, si bien uno se halla debilitado y el otro un tanto exaltado.

»En otras palabras, tenemos todas las de ganar. Pero no hay tiempo que perder.

»Propongo que este Senado ordene a Bruto y a Casio que envíen de inmediato a Italia las tropas necesarias para defender Roma; que intensifiquemos las levas para formar nuevas legiones; y que apliquemos un impuesto de emergencia sobre la propiedad del uno por ciento, con el propósito de comprar armas y pertrechos. Si hacemos todo esto, y sacamos fuerzas del espíritu de nuestros antepasados y de la justicia de nuestra causa, no me cabe la menor duda de que la libertad prevalecerá.

Los últimos comentarios los pronunció con su habitual vehemencia y apasionamiento. Aun así, cuando se sentó, apenas se oyeron aplausos. El espantoso hedor de la posible derrota impregnaba el aire, tan acre como la brea ardiente.

A continuación se levantó Isáurico. Hasta ahora este patricio altivo y ambicioso había sido el oponente senatorial más obstinado del presuntuoso Octaviano. Censuraba que se le asignara una pretoría extraordinaria; incluso rechazaba que se le concediera el honor relativamente modesto de una ovación. Ahora, empero, pronunció una serie de elogios hacia el joven César que asombraron a todos.

—Si es preciso defender Roma de las ambiciones de Antonio, respaldado ahora por las tropas de Lépido, opino que César es el hombre en quien debemos poner toda nuestra confianza. Suyo es el nombre que puede sacar ejércitos de la nada y hacerlos marchar y combatir. Suya es la astucia que puede traernos la paz. Como símbolo de la fe que tengo en él, debo deciros que recientemente le he ofrecido la mano de mi hija, y me complace poder anunciaros que la ha aceptado.

Cicerón se sacudió en su asiento como si hubiera sido atrapado por algún gancho invisible. Pero Isáurico aún no había terminado.

—A fin de que este excelente joven se sienta aún más atraído por nuestra causa, y de animar a sus hombres a que luchen contra Marco Antonio, propongo la siguiente moción: que en vista de la grave situación militar a la que ha dado lugar la traición de Lépido, y teniendo en cuenta el servicio que ya le ha prestado a la República, se enmiende la Constitución con el propósito de que Cayo Julio César Octaviano pueda aspirar al cargo de cónsul

in absentia.

Cicerón se maldijo a sí mismo por no haber previsto esta circunstancia. Era evidente, si uno se paraba a pensarlo, que si Octaviano no lograba convencer a Cicerón para que se presentase al consulado con él, se lo pediría a otra persona. Pero a veces incluso los estadistas más sagaces no se dan cuenta de lo más evidente. De modo que ahora Cicerón se encontraba en una situación muy incómoda. Debía dar por hecho que Octaviano ya había llegado a un acuerdo con su suegro putativo. ¿Debía aceptarlo de buen talante o tenía que oponerse? No disponía de tiempo para pensar. Los bancos que lo rodeaban bullían en un frenesí de especulaciones. Isáurico estaba sentado con los brazos cruzados, al parecer muy satisfecho de la sensación que acababa de causar. Cornuto llamó a Cicerón para que emitiera su parecer sobre la propuesta.

Se levantó despacio, recomponiéndose la toga, mirando a su alrededor, carraspeando… recurriendo a sus tácticas dilatorias de siempre con el propósito de ganar unos segundos para estructurar sus ideas.

—En primer lugar, quisiera darle la enhorabuena al noble Isáurico por la excelente noticia familiar que acaba de comunicarnos. Me consta que es un joven honrado, comedido, modesto, serio, patriótico, valiente en la guerra y de juicio sereno y cabal, que reúne, en definitiva, todas las cualidades que podrían pedírsele a un yerno. No ha tenido más ferviente defensor en este Senado que yo. Su futura carrera en la República se adivina tan rutilante como garantizada. Será cónsul, estoy seguro de ello. Pero que ocupe este cargo cuando ni siquiera cuenta veinte años y por la única razón de que lo respalda un ejército es una cuestión muy distinta.

»Senadores, nos embarcamos en esta guerra contra Antonio por una convicción, porque nuestros principios nos dicen que ningún hombre, por admirable que sea su talento, por mucho poder que ostente o por mucho que ambicione la gloria, debería estar por encima de la ley. Cada vez que, a lo largo de mis treinta años de servicio al Estado, hemos cedido a la tentación e ignorado la ley, a menudo por lo que en su momento nos parecían buenos motivos, hemos terminado acercándonos un poco más al precipicio. Yo ayudé a aprobar la legislación especial que le concedía a Pompeyo una serie de poderes excepcionales con los que librar la guerra contra los piratas. Aquella guerra fue un éxito. Pero la principal consecuencia no fue la derrota de los piratas, sino la creación de un precedente que autorizó a César a gobernar la Galia durante casi una década y que lo invistió de demasiado poder para que el Estado pudiera contenerlo.

»No digo que el joven César sea igual que su padre adoptivo. Pero sí digo que si lo designamos cónsul y, de hecho, le otorgamos el control de todas nuestras tropas, estaremos traicionando el ideal por el que luchamos, el ideal que me trajo de regreso a Roma cuando estaba a punto de zarpar rumbo a Grecia, según el cual la República romana, por medio de la división de poderes, de las elecciones libres anuales para todas las magistraturas, de los tribunales y de los jurados, del equilibrio entre el Senado y el pueblo, de la libertad de expresión y de pensamiento, es la más noble creación de la humanidad, por lo que antes preferiría morir en el suelo ahogado en mi propia sangre que traicionar el ideal sobre el que se sustenta todo lo anterior; es decir, que primero, después y siempre está el precepto de la ley.

Sus observaciones provocaron un fervoroso aplauso y desviaron el curso del debate, tanto, que Isáurico, con glacial formalidad y ensartando a Cicerón con la mirada, retiró más tarde su propuesta, sobre la cual nunca se llegó a votar.

Le pregunté a Cicerón si pensaba escribir a Octaviano para explicarle su postura. Negó con la cabeza.

—Mis razones constan en mi discurso, y este no tardará en llegar a sus manos; mis enemigos se encargarán de ello.

Durante los días siguientes estuvo más ocupado que nunca, escribiéndoles a Bruto y a Casio para urgirlos a venir en auxilio de la tambaleante República («el bien común se encuentra al borde del abismo a causa de la demencia criminal de Marco Lépido»); supervisando a los inspectores de tributos mientras organizaban el cobro de los ingresos; recorriendo las forjas para convencer a los herreros de que fabricasen más armas, e inspeccionando la legión recién reclutada con Cornuto, que había sido nombrado defensor militar de Roma. Aun así, sabía que era una causa perdida, sobre todo cuando vio que llevaban a Fulvia en una litera por el foro sin ningún disimulo y acompañada de un numeroso séquito.

—Creía que al menos de esa arpía sí nos habíamos librado —se lamentó durante la cena—, pero aquí está, todavía en Roma, regodeándose por las calles aunque su esposo haya sido declarado al fin enemigo público. No es de extrañar que nos veamos en una situación tan desesperada. ¿Cómo es posible, cuando se supone que le han confiscado todos sus bienes?

Se produjo un silencio y Ático aprovechó para explicar a media voz:

—Le presté algo de dinero.

—¿Tú? —Cicerón se inclinó sobre la mesa y lo escrutó como si fuera un misterioso desconocido—. ¿Por qué demonios le has prestado dinero?

—Me daba lástima.

—No, nada de eso. Querías que Antonio se sintiera en deuda contigo. Es una garantía. Crees que vamos a perder.

Ático no lo negó y Cicerón abandonó la mesa.

Al término de aquel mes infausto, «julio», llegaron al Senado informes de que el ejército de Octaviano, después de levantar el campamento de la Galia Citerior y cruzar el Rubicón, marchaba hacia Roma. Aunque se lo temía, la noticia no dejó de suponer un tremendo mazazo para Cicerón. Le había dado su palabra al pueblo romano de que si «el muchacho caído del cielo» era investido de

imperium, sería un ciudadano ejemplar. «Esta guerra nos está castigando con todos los infortunios imaginables —se lamentaría con Bruto—. Inmensa es la pesadumbre que me asola en estos momentos, porque no veo el modo de cumplir la promesa que hice sobre este joven, casi un niño, por quien puse la mano en el fuego ante la República». Fue entonces cuando me preguntó si yo creía que debía quitarse la vida y salvaguardar su dignidad, y por primera vez vi que no lo decía por puro efectismo. Le contesté que era muy pronto para que tomara esa drástica determinación.

—Quizá, pero debo estar preparado. No quiero que los veteranos de César me torturen hasta la muerte como hicieron con Trebonio. La cuestión es qué método emplear. No me siento capaz de utilizar un puñal; ¿crees que la posteridad me tendrá en peor concepto si me decanto por la opción de Sócrates y recurro en su lugar a un trago de cicuta?

—Seguro que no.

Me pidió que fuese a buscarle un poco de veneno, de forma que aquel mismo día salí a ver al médico y este me entregó un pequeño frasco. No me preguntó para qué lo quería; supongo que se lo imaginaba. Pese a la cera que sellaba el cierre, podía oler el tufillo que desprendía la sustancia, similar al de las deposiciones de ratón.

—Está elaborado a partir de las semillas —me explicó—, la parte más venenosa de la planta, la cual he machacado hasta reducirla a polvo. Una dosis mínima, una simple pizca, ingerida con agua, debería bastar.

—¿Cuánto tarda en hacer efecto?

—Unas tres horas.

—¿Es doloroso?

—Provoca una asfixia lenta… ¿a ti qué te parece?

Guardé el frasco en una caja que tenía en mi cuarto y a su vez introduje la caja en un cofre que cerré con llave, como si al esconderla, se pudiera posponer la muerte.

Al día siguiente llegaron al foro varias patrullas de los legionarios de Octaviano. Cuatrocientos hombres se presentaron a modo de avanzadilla con el propósito de intimidar al Senado y obligarlo a concederle el cargo de cónsul a Octaviano. Cada vez que veían a un senador, lo rodeaban y lo zarandeaban mientras le enseñaban sus espadas, aunque sin llegar nunca a desenvainarlas. Cornuto, como exsoldado que era, no se dejaba amedrentar. Decidido a ir al Palatino para ver a Cicerón, el pretor urbano se abrió paso a empujones y codazos entre ellos hasta que lo dejaron en paz. Sin embargo, a Cicerón le advirtió que bajo ningún concepto se aventurase a bajar de la colina, a menos que lo acompañara una fuerte escolta.

—Para ellos tú eres tan responsable del asesinato de César como Décimo o Bruto.

—¡Ojalá yo hubiera sido el responsable! Entonces nos habríamos encargado de Antonio al mismo tiempo y nos habríamos ahorrado este desastre.

—En fin, también te traigo una buena noticia: las legiones africanas llegaron anoche, y no hemos perdido ni una sola nave. Ocho mil soldados y mil jinetes están desembarcando en Ostia en estos momentos. Estas tropas deberían bastar para contener a Octaviano, al menos hasta que Bruto y Casio nos envíen refuerzos.

—Pero ¿son leales?

—Eso me han asegurado sus comandantes.

—Entonces traedlas de inmediato.

Las legiones se encontraban a solo un día de marcha de Roma. A medida que se acercaban, los hombres de Octaviano se escabulleron a los campos aledaños. Cuando la avanzada llegó a los almacenes de sal, Cornuto le ordenó a la columna que desfilase por la puerta Trigémina y atravesase el foro Boario a la vista de las multitudes a fin de apaciguar los ánimos de la población. Finalmente los soldados se asentaron en el monte Janículo. Desde aquella posición estratégica controlaban los accesos del oeste de la ciudad y podían desplegarse aprisa para bloquear cualquier posible invasión. Cornuto le preguntó a Cicerón si le importaría acercarse hasta allí y animar a los hombres con una arenga. El orador aceptó y salió de la ciudad llevado en una litera y escoltado por cincuenta legionarios que avanzaban a pie. Yo los acompañé montado en una mula.

Hacía bochorno y no corría ni una pizca de viento. Cruzamos el Tíber por el puente Subliciano y caminamos penosamente por una carretera de barro seco que atravesaba los barrios de chozas que desde que tengo uso de razón ocupan la llanura vaticana. El recorrido se hacía especialmente fatigoso en verano, trance al que contribuían los enjambres de insectos hostiles. La litera de Cicerón contaba con la protección de una mosquitera, pero yo no, por lo que oía a los bichos zumbar a mi alrededor. El lugar hedía a excrementos humanos. Los niños, con la barriga hinchada por el hambre, nos veían pasar apáticos desde las puertas de las inestables chozas mientras a su alrededor picoteaban entre la basura sin que nadie les hiciera caso centenares de los cuervos que anidaban en la arboleda sagrada cercana. Cruzamos la puerta del Janículo y subimos la pendiente. La cima estaba atestada de soldados. Habían ocupado hasta el último rincón con sus tiendas.

En la planicie que coronaba la colina Cornuto había alineado cuatro cohortes, casi dos mil hombres en total. Mantenían la formación a pesar del calor. Los reflejos que despedían sus cascos deslumbraban tanto como el sol, y me obligaban a protegerme los ojos. Cuando Cicerón desmontó de la litera, se produjo un silencio sepulcral. Cornuto lo condujo hasta un estrado erigido junto a un altar. Se sacrificó una oveja. Se le extrajeron las vísceras, que los arúspices examinaron y declararon propicias: «No cabe duda de que la victoria definitiva es nuestra». Los cuervos volaban en círculo sobre nosotros. Un sacerdote leyó una plegaria. Por último, habló Cicerón.

No recuerdo sus palabras con exactitud. Sé que recurrió a los conceptos habituales (la libertad, los ancestros, los hogares y los altares, las leyes y los templos), pero por primera vez lo escuché sin prestar demasiada atención. Preferí fijarme en las caras de los legionarios. Eran rostros abrasados por el sol, enjutos, impasibles. Algunos masticaban almáciga. Vi la escena a través de sus ojos. Habían sido reclutados por César para combatir contra el rey Juba y el ejército de Catón. Habían masacrado a miles de personas y permanecido atrapados en África desde entonces. Habían recorrido cientos de millas hacinados en barcos. Habían avanzado a marcha forzada durante un día. Ahora estaban en Roma, alineados bajo el calor sofocante mientras un viejo les soltaba una perorata acerca de la libertad, los ancestros, los hogares y los altares… que para ellos no significaba nada.

Cicerón concluyó su discurso. Las filas permanecieron en silencio. Cornuto les ordenó elevar tres ovaciones. El silencio continuó. Cicerón bajó del estrado, montó en la litera y a continuación bajamos por la colina, pasando ante los niños hambrientos de ojos expectantes.

Cornuto subió a ver a Cicerón a la mañana siguiente y le dijo que las legiones africanas se habían amotinado por la noche. Según parecía, los hombres de Octaviano habían salido de los campos al amparo de la oscuridad y, tras infiltrarse en el campamento, les habían prometido a los soldados una paga que duplicaba la que el Senado podía ofrecerles. Mientras tanto, se sabía que el grueso del ejército de Octaviano avanzaba hacia el sur por la vía Flaminia y que se encontraba a un día escaso de marcha.

—¿Qué vas a hacer ahora? —le preguntó Cicerón.

—Quitarme la vida —le respondió el pretor urbano, y así lo hizo aquella misma noche, colocándose la punta de su espada contra el estómago y dejándose caer en ella antes que rendirse.

Era un hombre honrado y merece que se lo recuerde, sobre todo porque fue el único miembro del Senado que tomó esa decisión. Cuando Octaviano llegó a las inmediaciones de la ciudad, muchos de los patricios destacados salieron a su encuentro para recibirlo y escoltarlo hasta Roma. Cicerón permaneció sentado en el estudio con las ventanas cerradas. El aire estaba tan viciado que costaba respirar. De vez en cuando me asomaba a la habitación y me parecía que no se hubiera movido. Su cabeza solemne, orientada hacia el frente y recortada contra la luz tenue que se filtraba por la ventana, semejaba un busto de mármol en un templo abandonado. Al cabo de un rato, se percató de mi presencia y me preguntó dónde había establecido Octaviano el cuartel general.

Le respondí que se había instalado en la casa que su madre y su padrastro tenían en el Quirinal.

—Tal vez podrías hacerle llegar un mensaje a Filipo para preguntarle qué sugiere que haga yo.

Atendí su petición y, a la vuelta, el mensajero trajo una nota donde ponía que Cicerón debía ir a hablar con Octaviano: «Creo que deberías ir. Yo lo vi dispuesto a mostrarse clemente».

Cicerón se puso de pie con cansancio. La espaciosa casa, por lo general atestada de visitas, estaba vacía. Daba la impresión de que llevase años deshabitada. Bajo el sol último de la tarde de verano, las silenciosas estancias comunes resplandecían como si estuvieran hechas de oro y ámbar.

Fuimos juntos en dos literas, acompañados de una pequeña escolta, a la casa de Filipo. Había centinelas apostados en la calle y en la puerta principal, pero debían de haberles dado orden de dejar pasar a Cicerón, ya que se apartaron enseguida. Cuando cruzamos el umbral, vimos salir a Isáurico. Yo pensaba que, como futuro suegro de Octaviano, le dirigiría a Cicerón una sonrisa, o bien de condescendencia, o bien de triunfo, pero en lugar de eso, lo miró con el ceño fruncido y se alejó con premura.

Al otro lado de la gruesa puerta abierta vimos a Octaviano de pie en un rincón del

tablinum dictándole una carta a un secretario. Nos hizo señas para que entrásemos. No parecía tener prisa por concluir. Vestía una sencilla túnica militar. Su armadura, su casco y su espada yacían desperdigados sobre el diván donde los había tirado. Parecía un joven recluta. Cuando momentos más tarde terminó el dictado, hizo salir al secretario.

Escrutó a Cicerón con una actitud festiva que me recordó a su padre adoptivo.

—Eres el último de mis amigos en venir a verme.

—Imaginaba que estarías ocupado.

—Ah, ¿es por eso? —Octaviano se rio, dejando a la vista su espantosa dentadura—. Temía que desaprobaras mis decisiones.

Cicerón se encogió de hombros.

—Las cosas son como son. Ya no me molesto en aprobar ni desaprobar nada. ¿Para qué? Los hombres hacen lo que les place, con independencia de mi opinión.

—Y entonces ¿qué quieres hacer? ¿Quieres ser cónsul?

Por un fugaz instante el rostro del orador pareció irradiar un aura de dicha y alivio, pero después entendió que Octaviano estaba bromeando y de inmediato se ensombreció de nuevo.

—Ahora juegas conmigo —gruñó.

—Sí. Discúlpame. El otro cónsul será Quinto Pedio, un pariente lejano del que quizá no hayas oído hablar, lo cual es la principal razón de su elección.

—Entonces ¿no será Isáurico?

—No. Supongo que todo fue un malentendido. Tampoco me casaré con su hija. Me quedaré aquí un tiempo para organizarlo todo y después partiré a enfrentarme con Antonio y Lépido. Tú también puedes abandonar Roma si lo deseas.

—¿Sí?

—Así es, puedes marcharte de Roma. Puedes dedicarte a escribir filosofía. Puedes retirarte al rincón de Italia que prefieras. Sin embargo, no podrás volver a Roma en mi ausencia, ni podrás asistir al Senado. No podrás escribir tus memorias ni sobre asuntos de política. No podrás abandonar el país para reunirte con Bruto y Casio. ¿Te parece bien? ¿Me das tu palabra? Te aseguro que mis hombres no serían tan generosos.

Cicerón agachó la cabeza.

—Eres muy generoso. Me parece bien. Te doy mi palabra. Gracias.

—A cambio, yo garantizaré tu seguridad, por respeto a la amistad que nos unía. —Cogió una carta para indicar que la audiencia había concluido—. Una cosa más —dijo según Cicerón giraba sobre sus talones—. No tiene importancia, pero me gustaría saberlo: ¿era una broma o de verdad me habrías enterrado?

—Creo que habría hecho exactamente lo mismo que estás haciendo tú ahora —le respondió Cicerón.

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