Dictator

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Segunda parte. Redux 47-43 a. C. » Capítulo XIX

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No teníamos escapatoria, estábamos rodeados, perdidos. Pese a todo, decidimos luchar. Los esclavos posaron la litera en el suelo y se distribuyeron en torno a ella. Cicerón descorrió la cortina para comprobar qué ocurría. Al ver a los soldados que avanzaban aprisa hacia nosotros, me gritó:

—¡No va a haber ninguna lucha! —Después les indicó a los esclavos—: ¡Tirad las armas! Me honráis con vuestra devoción, pero la única sangre que es preciso derramar aquí es la mía.

Los legionarios tenían sus espadas empuñadas. El tribuno militar que los comandaba era un matón de rostro atezado e hirsuto. Bajo el borde de su casco sus cejas se fundían en una tupida franja negra y continua.

—Marco Tulio Cicerón —exclamó—. Traigo la cédula que ordena tu ejecución.

El orador, tendido aún en la litera, con la barbilla apoyada en la mano, lo miró de arriba abajo sin inmutarse.

—Te conozco —le dijo—. Estoy seguro. ¿Cómo te llamas?

El tribuno militar, a todas luces desconcertado, le respondió:

—Me llamo, si necesitas saberlo, Cayo Popilio Laenas y, sí, nos conocemos, aunque eso no te salvará.

—Popilio —murmuró Cicerón—, eso es. —Se giró hacia mí—. ¿Recuerdas a este hombre, Tiro? Era cliente nuestro, aquel quinceañero que asesinó a su padre, en los inicios de mi carrera. Lo habrían sentenciado a muerte por parricidio si yo no lo hubiera librado de esa pena con la condición de que se alistase en el ejército. —Se rio—. Supongo que esto también es una suerte de justicia.

Miré a Popilio y, en efecto, me acordé de él.

—Basta de cháchara —dijo Popilio—. El veredicto de la Comisión Constitucional ordena que la pena de muerte se ejecute de inmediato. —Les hizo una seña a sus soldados para que sacaran a Cicerón de la litera.

—Aguarda —le pidió Cicerón—. Déjame donde estoy. Me he hecho a la idea de morir así. —Se apoyó boca arriba sobre los codos, como un gladiador derrotado, y echó la cabeza atrás para presentarle la garganta al cielo.

—Si es lo que quieres —dijo Popilio. Se volvió hacia el centurión—. Acabemos con esto.

El jefe de la centuria ocupó su posición. Afirmó las piernas. Balanceó la espada. La hoja centelleó, y en ese preciso instante quedó resuelto para Cicerón el misterio que llevaba toda la vida atormentándolo, y la libertad se extinguió de la faz de la tierra.

Después le cortaron la cabeza y las manos, que introdujeron en un saco. Nos obligaron a sentarnos y a mirar mientras lo descuartizaban. A continuación se marcharon. Me contaron que Antonio se deleitó tanto con estos trofeos añadidos que gratificó a Popilio con una paga adicional de un millón de sestercios. Se dice también que Fulvia perforó la lengua de Cicerón con una aguja. Lo ignoro. De lo que no cabe duda es de que por orden de Antonio la cabeza que pronunció las filípicas y las manos que las escribieron fueron clavadas en la

rostra, como aviso para quien estuviera pensando en oponerse al triunvirato, y allí permanecieron durante muchos años, hasta que terminaron de pudrirse y se cayeron.

Cuando los asesinos se hubieron ido, bajamos el cadáver de Cicerón a la playa, levantamos una pira y, al caer el crepúsculo, lo quemamos. Después me dirigí al sur, de regreso a la granja de la bahía de Nápoles.

Poco a poco fui conociendo más detalles de lo sucedido.

Quinto fue capturado poco después junto a su hijo y ejecutado.

Ático salió de su escondite y fue indultado por Antonio gracias a la ayuda que le había prestado a Fulvia.

Y mucho, mucho después, Antonio se suicidó junto con su amante, Cleopatra, cuando Octaviano los derrotó en combate. En la actualidad el muchacho es el emperador Augusto.

Pero ya he escrito suficiente.

Muchos años han transcurrido desde los acontecimientos que he relatado. Al principio creí que jamás superaría la muerte de Cicerón. El tiempo, empero, se lo lleva todo, incluso el dolor. De hecho, me atrevería a decir que el dolor es en buena medida una cuestión de perspectiva. A menudo, durante los primeros años, soltaba un suspiro y pensaba: «Vaya, aún no habría rebasado la sesentena»; pero al cabo de una década, con alguna sorpresa, me dije: «Cielos, ahora tendría setenta y cinco años». A pesar de todo, lo que opino hoy es: «En fin, ya llevaría mucho tiempo muerto de todas maneras, así que ¿por qué darle más importancia a la forma en que murió que a cómo vivió?».

Mi trabajo ha concluido. El libro está terminado. Yo también moriré pronto.

Durante las noches de verano me siento en la terraza con Ágata, mi esposa. Ella cose mientras yo contemplo las estrellas. En esos momentos siempre me viene a la memoria el sueño que Escipión tiene en

La República, en el que habla de la morada de los estadistas fallecidos:

Miraba en todas direcciones y todo me parecía de una belleza prodigiosa. Había estrellas que no se ven desde la tierra, y todas eran más grandes de lo que creíamos. Las esferas refulgentes superaban en tamaño a nuestro mundo; de hecho, este se quedaba tan pequeño que incluso sentí desprecio por nuestro Imperio, que se reducía a una simple mota, de alguna manera, sobre su superficie.

«Si tomas distancia —le recomendaba el anciano estadista a Escipión—, y contemplas este eterno hogar y lugar de reposo, dejarás de preocuparte por las habladurías del vulgo y de esperar una recompensa terrena por tus logros. Comprenderás también que nadie gozará de una reputación duradera, pues lo que los hombres dicen perece con ellos y se disipa en el olvido de la posteridad».

Lo único que perdurará de nosotros será lo que quede escrito.

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