Dictator

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Primera parte. Exilio. 58-47 a. C. » Capítulo II

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rostra, lo bajaron a la fuerza y le propinaron tal paliza que tuvo que hacerse el muerto para sobrevivir. Milón respondió desatando a su horda de gladiadores. Pronto el centro de Roma se transformó en un campo de batalla, y el combate se alargó durante varios días. Y pese a que por primera vez Clodio recibió un duro castigo, no quedó del todo fuera de juego, y aún le quedaban los dos tribunos dispuestos a imponer su veto. La ley para traer a Cicerón a casa hubo de ser guardada en un cajón.

Cuando Cicerón recibió la misiva con la que Ático le relataba lo ocurrido, se sumió en una depresión casi tan profunda como la que padeciera en Tesalónica. «Por tu carta —redactó en respuesta— así como por los hechos, deduzco que estoy completamente acabado. En los asuntos para los que mi familia pudiese necesitar de tu ayuda, te ruego que no nos falles en esta hora de desgracia».

A pesar de todo, siempre se puede decir una cosa de la política: jamás permanece estática. Si los buenos tiempos no duran eternamente, los malos tampoco. Al igual que la diosa de la Naturaleza, obedece a un ciclo perpetuo de desarrollo y degeneración, y ningún estadista, por mucha lucidez que demuestre, es ajeno a este proceso. Si Clodio no hubiera actuado con tanta arrogancia, temeridad y ambición, nunca habría llegado tan alto. Pero dado que ese era su carácter y teniendo en cuenta que también él se veía sujeto a las leyes de la política, estaba destinado a excederse en su escalada y sufrir una gran caída.

En primavera, durante las floralias, cuando Roma se llenaba de visitantes procedentes de toda Italia, la caterva de Clodio se vio superada por primera vez en número por los ciudadanos de a pie que repudiaban sus tácticas amedrentadoras. El propio Clodio sufrió un abucheo en el teatro. Acostumbrado a no recibir más que halagos del público, Ático nos contó que este empezó a mirar a su alrededor, presa del asombro que le producían los aplausos lentos, las mofas, los silbidos y los gestos obscenos, y entendió, casi demasiado tarde, que estaban a punto de lincharlo. Se retiró aprisa, y ese fue el principio del fin de su dominación, ya que el Senado comprendió por fin cómo se le podía vencer: apelando al grueso de la población a través de los dirigentes de la plebe urbana.

Espínter elaboró con diligencia una moción que invocaba a la ciudadanía de la República a acudir a su cuerpo más soberano, el colegio electoral de ciento noventa y tres centurias, a fin de determinar la suerte de Cicerón de una vez por todas. La moción se aprobó en el Senado por cuatrocientos trece votos a uno, proceso donde solo Clodio se manifestó en contra. Más tarde se llegó a un acuerdo para que la votación se celebrase al mismo tiempo que las elecciones de verano, cuando las centurias se reunieran en asamblea en el Campo de Marte.

Cuando conocimos la decisión a la que se llegó, Cicerón estaba tan seguro de que lo habían indultado que lo dispuso todo para celebrar un sacrificio en agradecimiento a los dioses. Las decenas de miles de ciudadanos de toda Italia constituían los cimientos sólidos y estables sobre los que había levantado su carrera; estaba seguro de que no lo decepcionarían. Se puso en contacto con su esposa y demás familiares para pedirles que se reunieran con él en Bríndisi y, en lugar de permanecer en Ilírico a la espera de que se anunciara el resultado, que nosotros tardaríamos dos semanas en conocer, decidió zarpar rumbo a casa el mismo día de la votación.

—Cuando la marea va en tu misma dirección, hay que tomarla con presteza, sin darle ocasión a que te deje en tierra. Además, daré una buena impresión si me muestro seguro.

—En el caso de que la votación no fuese favorable, quebrantarías la ley si te presentaras en Italia.

—Lo será. El pueblo de Roma jamás votaría para mantenerme en el exilio; y si lo hiciese, tampoco tendría sentido continuar con esto, ¿no crees?

Y así, quince meses después de que desembarcásemos en Dirraquio, nos dirigimos al puerto para emprender el viaje de vuelta a la vida. Cicerón se había afeitado, cortado el pelo y puesto una toga blanca, adornada con el galón morado de los senadores. El destino quiso que realizáramos la travesía en el mismo buque mercante que nos había traído. Sin embargo, el contraste entre ambos trayectos no podía ser más notorio. Esta vez surcamos con suavidad un mar terso, acompañados durante toda la jornada por un viento favorable, pasamos la noche al raso tumbados en la cubierta y a la mañana siguiente amanecimos con la imagen de Bríndisi en el horizonte. El acceso al mayor puerto de Italia nos acogió como unos inmensos brazos abiertos, y una vez que sorteamos las barreras y acortamos la distancia con el muelle atestado, nos sentimos como si un amigo al que hacía largo tiempo que no veíamos nos estuviera estrechando con efusividad contra su pecho. La ciudad entera parecía haberse congregado en el puerto, que bullía en un ambiente festivo, inflamado de gaitas y baterías, con muchachas cargadas de ramos floridos y jóvenes que mecían ramas decoradas con lazos de colores.

Di por hecho que todo se había dispuesto en honor a Cicerón y así se lo hice saber embargado por la emoción, pero me aplacó y me dijo que no me engañase.

—¿Cómo iban a saber que veníamos? Además, ¿ya no te acuerdas? Hoy es un día festivo en esta región, se celebra el aniversario de la fundación de la colonia de Bríndisi. Antes lo habrías sabido, cuando luchaba por el cargo.

No obstante algunos de los congregados se fijaron en su toga de senador y enseguida lo reconocieron. La voz de que estaba allí se corrió en el acto. Pronto un nutrido grupo empezó a gritar su nombre y a aclamarlo. En cubierta, mientras nos deslizábamos hacia el amarradero, levantó la mano en agradecimiento y empezó a pivotar en todas direcciones para que la multitud pudiera verlo. Entre esta divisé a su hija, Tulia. Al igual que el resto, agitaba la mano y lo llamaba a voces, e incluso saltaba una y otra vez para llamar su atención. Pero Cicerón se estaba asoleando al calor de los aplausos, con los ojos entornados, como un prisionero al que hubieran liberado de una mazmorra en un día esplendoroso, de tal manera que, entre el alboroto y el tumulto de la muchedumbre, no la vio.

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