Dictator

Dictator


Primera parte. Exilio. 58-47 a. C. » Capítulo IV

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I

V

La madrugada del día siguiente Cicerón y yo nos encaminamos colina arriba para echar un vistazo a las ruinas de su casa. El suntuoso edificio en el que había invertido una buena parte de su fortuna y prestigio había sido demolido por completo. Casi todo el terreno era un manto de malas hierbas y escombros; apenas se distinguía la disposición original de las paredes entre la maraña de maleza. Cicerón se agachó para recoger un ladrillo calcinado del suelo.

—Hasta que no recupere este lugar, seguiremos a su merced, sin dinero, sin dignidad, sin independencia… Cada vez que salga a la calle tendré que alzar la vista hasta aquí y recordar la situación humillante en la que me encuentro.

Los bordes del ladrillo se desmenuzaron en sus manos y soltaron un polvo rojizo que se le escurrió entre los dedos como si fuera sangre reseca.

En el fondo del solar habían colocado la estatua de una muchacha sobre un alto pedestal. Al pie del monumento se amontonaba un gran número de ofrendas florales recientes. Al transformar la casa en un santuario dedicado a la diosa Libertad, Clodio creía haberla convertido en un lugar sagrado, y que por ello a Cicerón le sería imposible recuperarla. La figura de mármol presentaba unas formas armoniosas bajo la luz de la mañana, con sus largas trenzas y su vestido diáfano, que se deslizaba por su cuerpo hasta dejar un seno al descubierto. Cicerón la contempló con las manos sobre los labios. Entonces dijo:

—Creía que a Libertad la representaba siempre una señora con un tocado. —Estuve de acuerdo con él—. Entonces ¿se puede saber quién es esta fulana? ¡Hasta yo tengo más aspecto de diosa!

Hasta ese momento había mantenido una actitud grave, pero ahora empezó a reírse y cuando regresamos a la casa de Quinto me encomendó que averiguase de dónde había sacado Clodio aquella estatua. Ese mismo día le pidió al Colegio de Pontífices que le devolvieran su propiedad, puesto que esta había sido consagrada de forma indebida. Se acordó una audiencia a finales de mes, en la que Clodio debería justificar sus actos.

Llegado el día, Cicerón admitió que no se sentía preparado y que había perdido práctica. Su biblioteca seguía confiscada y no le había sido posible consultar los documentos legales necesarios. Tampoco me cabe ninguna duda de que estaba nervioso por tener que encontrarse cara a cara con Clodio. Que su enemigo lo vapulease en una reyerta callejera era una cosa, pero que lo derrotase en una batalla legal sería una calamidad.

La sede del colegio pontifical se encontraba entonces en la vieja Regia y era considerado el edificio más antiguo de la ciudad. Se levantaba, al igual que su sucesor, en el lugar donde la vía Sacra se dividía y se adentraba en el foro, aunque el alboroto propio de aquel núcleo tan bullicioso quedaba amortiguado por el grosor de sus muros altos y ciegos. En el interior, la penumbra de las velas hacía que uno se olvidase de que en la calle hacía un día espléndido. Hasta la atmósfera gélida y mortecina tenía el perfume de lo sagrado, como si no hubiera sufrido la menor perturbación desde hacía más de seiscientos años.

Catorce de los quince pontífices se encontraban sentados en el extremo opuesto de la atestada cámara, a la espera de que llegásemos. Tan solo faltaba su superior, César; su silla, más ostentosa que las otras, estaba desocupada. Entre los sacerdotes vi varios rostros que conocía bien: Espínter, el cónsul; Marco Lúculo, hermano del gran general Lucio, de quien se decía que había perdido el juicio recientemente y, por ende, no se le permitía salir de su palacio de las afueras de Roma; y dos jóvenes aristócratas que empezaban a destacar: Q. Escipión Nasica y M. Emilio Lépido. Y ahí vi por fin al tercero de los triunviros, Craso. El curioso tocado cónico de piel que llevaban los pontífices ocultaba su rasgo más característico, la calvicie. Mantenía impasible su astuto semblante.

Cicerón tomó asiento frente a ellos y yo ocupé un taburete detrás de él, listo para pasarle los documentos que me solicitase. A nuestra espalda había una audiencia de ciudadanos eminentes, incluido Pompeyo. De Clodio no había ni rastro. Los murmullos se fueron extinguiendo poco a poco. El silencio se tornó opresivo. ¿Dónde estaba? Tal vez había decidido no acudir. Con Clodio nunca se sabía. Pero de repente entró por fin con paso arrogante, y sentí un escalofrío al ver a aquel hombre que nos había causado tantos pesares. «Pequeña reina de la belleza», lo llamaba Cicerón. Sin embargo, ahora que había llegado a la mediana edad, ya no parecía un mote tan adecuado. Llevaba tan cortos sus exuberantes rizos rubios, que semejaban un casco dorado; ya no fruncía como antes sus carnosos labios rojos. Tenía un aspecto curtido, enjuto, desdeñoso… un Apolo abatido. Como suele ocurrir con los enemigos más porfiados, al principio se mostraba amigable. Con el tiempo, empero, comenzó a ignorar la ley y la moral con excesiva frecuencia, a disfrazarse de mujer y profanar el rito sagrado de la Buena Diosa. Cicerón se vio obligado a denunciarlo, y Clodio juró vengarse. Se sentó en una silla que apenas distaba tres pasos de la de Cicerón, pero este no apartó la vista del frente y en ningún momento se cruzaron la mirada.

El pontífice de mayor edad era Publio Albinovano, que debía de tener unos ochenta años. Con la voz trémula leyó el asunto a debatir —«¿Fue el santuario dedicado a Libertad erigido recientemente en la propiedad reclamada por M. Tulio Cicerón, consagrado conforme a los ritos de la religión oficial o no?»— e invitó a Clodio a tomar la palabra.

Este aguardó el tiempo necesario para manifestar su indignación por el proceso y después, poco a poco, se fue levantando.

—Me atribula, santos padres —comenzó con su parsimoniosa afectación patricia—, y me conturba, aunque no me sorprende, que el asesino exiliado Cicerón, después de haber osado descuartizar a Libertad durante los días de consulado, pretenda ahora agravar su ofensa derribando la imagen de la divinidad…

Enunció hasta la última de las calumnias que se habían lanzado contra Cicerón: la ejecución ilegal de los conspiradores de Catilina («la autorización del Senado no es motivo suficiente para ejecutar a cinco ciudadanos sin un juicio previo»); su vanidad («si reniega de este santuario, no es sino por pura envidia, porque se considera a sí mismo el único dios al que merece la pena adorar»); y sus inconsistencias políticas («este es el hombre cuyo regreso debía suponer la restauración de la autoridad senatorial y, sin embargo, lo primero que hace es traicionarla otorgándole poderes dictatoriales a Pompeyo»). Su declaración causó una conmoción evidente. Le habría dado una gran ventaja en el foro. No obstante, no mencionó la cuestión legal a tratar: ¿había sido levantado el santuario como era debido, sí o no?

Defendió su alegato durante una hora y después le llegó el turno a Cicerón. Clodio había resultado tan efectivo que se vio obligado a improvisar el principio de su discurso. Defendió el cargo de Pompeyo como comisario del trigo y hasta que no hubo aclarado este aspecto, no abordó el asunto principal: el santuario no podía ser consagrado porque Clodio aún no era un tribuno oficial cuando decidió dedicarlo a la diosa.

—Este colegio no decretó tu conversión de patricio a plebeyo; esta se realizó en contra de todas las regulaciones pontificales, de manera que se debe anular e invalidar. Y si el santuario carece de validez, tampoco tiene el menor peso tu cargo de tribuno. —Se estaba metiendo en un terreno pantanoso; todo el mundo sabía que era César quien había orquestado el paso de Clodio a la plebe. Vi que Craso se inclinaba hacia delante para escuchar con atención. Al presentir el peligro, y acaso al recordar la garantía que le dio a César, Cicerón cambió bruscamente el rumbo de su discurso—. ¿Quiero decir con esto que todos los mandatos de César son ilegales? En absoluto, ya que ninguno de ellos atenta ya contra mis intereses, fuera de los concebidos con una finalidad hostil contra mi persona.

Continuó haciendo presión y pasó a atacar los métodos de Clodio. Fue en ese momento cuando su oratoria emprendió el vuelo. Con el brazo extendido y el índice apuntando a su enemigo, las palabras se le atropellaban en la boca por la exaltación.

—¡Ah, mácula infecta y abominable del Estado! ¡Prostituta del pueblo! ¿Qué daños sufriste a manos de mi desdichada esposa, a quien acosaste, robaste y torturaste de un modo tan despiadado? ¿O de mi hija, que perdió a su amado marido? ¿O de mi hijo pequeño, que pasa las noches llorando, incapaz de conciliar el sueño? Y no contento con hostigar a mi familia, ¡también desataste un feroz asalto contra las paredes y las puertas de mi hogar!

Pero el golpe de gracia se lo asestó al revelar el origen de la estatua que había erigido. Estuve un tiempo siguiendo la pista de los obreros que la levantaron y averigüé que se trataba de un monumento donado por Apio, el hermano de Clodio. Este la había traído desde Tanagra, una ciudad de Beocia, donde adornaba la tumba de una conocida cortesana de la zona.

Toda la sala estalló en carcajadas cuando Cicerón reveló este dato.

—De manera que este es su concepto de Libertad, ¡la imagen de una cortesana erigida sobre una tumba extranjera, robada por un delincuente y erigida de nuevo por una mano sacrílega! ¿Y eso es lo que me impide recuperar mi casa? Santos padres, no es posible que pierda mi propiedad sin que el Estado se haga cargo de la desgracia. Si consideráis que mi regreso a Roma abre una fuente de placeres para los dioses inmortales, para el Senado, para el pueblo romano y para toda Italia, entonces que sean vuestras manos las que me devuelvan mi hogar.

Cicerón regresó a su sitio al abrigo de los agitados murmullos de aprobación de la distinguida audiencia. Me atreví a mirar a Clodio. Miraba fijamente al suelo con el ceño fruncido. Los pontífices se inclinaron hacia delante para debatir. Daba la sensación de que Craso era quien dirigía la discusión. Esperábamos que tomasen una decisión de manera inmediata. Pero Albinovano se irguió y anunció que el Colegio necesitaba más tiempo para determinar el veredicto; se lo comunicarían al Senado al día siguiente. Esto supuso un revés. Clodio se levantó, se inclinó hacia Cicerón cuando pasó a su lado y, con una sonrisa falsa, le dijo algo al oído lo suficientemente alto para que yo pudiera oírlo:

—Morirás antes de ver reconstruida esa casa.

Salió de la cámara sin añadir nada más. Cicerón hizo como si no hubiera escuchado nada. Se quedó a conversar con muchos viejos amigos y fuimos casi los últimos en abandonar el edificio.

Fuera de la cámara había un patio donde estaba colocado el famoso tablero blanco. Desde allí, según la costumbre de aquella época, el sumo sacerdote comunicaba las noticias oficiales del Estado. Los agentes de César también publicaban sus

Comentarios en ese lugar, y fue ahí mismo donde nos topamos con Craso. Fingió estar interesado en el último informe, pero en realidad esperaba a Cicerón. Se había quitado el gorro; algunos restos de piel pardusca todavía seguían adheridos a su cráneo prominente.

—Vaya, Cicerón —dijo con su inquietante tono jovial—, ¿estás satisfecho con la reacción que has causado?

—En su justa medida, gracias. Pero mi opinión carece de valor alguno. Es a ti y a tus colegas a quienes les corresponde decidir.

—Ah, en mi opinión ha sido un discurso muy contundente. Solo lamento que César no lo haya escuchado.

—Le enviaré una copia.

—Por favor, no dejes de hacerlo. Es conveniente que lo lea. Pero ¿cómo votaría él esta cuestión? Es lo que tengo que decidir.

—Y ¿por qué tienes que decidirlo tú?

—Porque César desea que actúe como su apoderado y que vote en su nombre lo que yo estime correcto. Muchos de mis colegas se guiarán por lo que yo decida. Es importante que obre del modo adecuado.

Sonrió, dejando al descubierto sus dientes amarillentos.

—Estoy seguro de que así lo harás. Que tengas un buen día, Craso.

—Buen día, Cicerón.

Cruzamos la puerta mientras Cicerón maldecía entre dientes, pero apenas habíamos dado unos pasos cuando de pronto Craso lo llamó y se apresuró a alcanzarnos.

—Solo una cosa más —dijo—. En vista de las aplastantes victorias que César ha conseguido en la Galia, me preguntaba si estarías dispuesto a apoyar en el Senado una propuesta para establecer un período de celebraciones públicas en su honor.

—¿Qué importancia tendría que yo la apoyase?

—Le otorgaría mucha más relevancia, dado el historial de tu relación con César. El pueblo lo tendría en cuenta. Y sería un gesto muy noble por tu parte. No me cabe ninguna duda de que César lo agradecería.

—¿Cuánto durarían esas celebraciones?

—Con quince días debería bastar.

—¿Quince días? Es el doble de los que se decretaron cuando Pompeyo conquistó Hispania.

—Bueno, podríamos decir que las victorias de César en la Galia son el doble de importantes que las de Pompeyo en Hispania.

—No sé si Pompeyo estará de acuerdo.

—Pompeyo —replicó Craso con énfasis— debe aprender que un triunvirato se compone de tres hombres, y no de uno.

Cicerón apretó los dientes y ejecutó una reverencia.

—Será un honor.

Craso inclinó la cabeza.

—Estaba seguro de que tendrías este gesto patriótico.

Al día siguiente, Espínter leyó ante el Senado el dictamen de los pontífices: a menos que Clodio aportase pruebas por escrito de que había consagrado el santuario conforme a las instrucciones del pueblo romano, «el emplazamiento le será devuelto a Cicerón sin que ello suponga un sacrilegio».

Cualquier persona se habría conformado llegados a este punto. Sin embargo, Clodio era un hombre fuera de lo común. Aunque pretendiera hacerse pasar por plebeyo, era descendiente de los Claudio, un linaje que se enorgullecía de hostigar a sus enemigos hasta llevarlos a la tumba. Primero mintió y anunció durante una asamblea del pueblo que la sentencia había sido emitida a su favor, por lo que exhortó a los ciudadanos a defender un santuario que les pertenecía a ellos. Después, cuando el cónsul Marcelino propuso una moción en el Senado para devolverle a Cicerón sus tres propiedades (la de Roma, la de Túsculo y la de Formiae, «así como una compensación para costear las reparaciones necesarias»), Clodio intentó convertirse en el protagonista de la sesión, y lo habría conseguido si, después de orar de pie durante tres horas, el exasperado Senado no lo hubiese obligado a gritos a que guardase silencio. Sus tretas, además, no fueron del todo en vano. Temeroso de enfurecer a la plebe, y para asombro de Cicerón, el Senado decidió reducir la compensación a solo dos millones de sestercios para la reconstrucción de la casa del Palatino, y a medio millón y a un cuarto de millón para las de Túsculo y Formiae respectivamente, cantidades muy inferiores a los costes reales.

La mayoría de los albañiles y artesanos de Roma llevaban los dos últimos años trabajando en el ambicioso plan de desarrollo que Pompeyo había concebido para los edificios públicos del Campo de Marte. A regañadientes (porque todo el que haya trabajado alguna vez con un albañil aprende enseguida que nunca debe perderlo de vista), Pompeyo accedió a cederle un centenar de sus hombres a Cicerón. Los trabajos de restauración de la casa del Palatino comenzaron sin demora y, la misma mañana en que se iniciaron, Cicerón se dio el gusto de descargar el hacha contra la cabeza de Libertad y cortarla de cuajo; tras esto, recogió los restos y se los envió a Clodio junto con un afectuoso saludo.

No me cabía ninguna duda de que Clodio se vengaría. Y así fue. Poco después, una mañana en que Cicerón y yo estábamos trabajando en unos documentos legales en el

tablinum de Quinto, nos pareció que alguien caminaba sobre el tejado. Al salir a la calle tuve suerte de que no me diera en la cabeza uno de los ladrillos que caían del cielo. Los aterrados obreros aparecieron corriendo por la esquina diciendo a gritos que unos secuaces de Clodio habían asaltado la propiedad y estaban demoliendo las paredes nuevas y arrojando los escombros sobre la casa de Quinto. En ese preciso instante Cicerón y Quinto salían para ver qué sucedía. Una vez más, tuvieron que enviar a un mensajero a los cuarteles de Milón para solicitar la ayuda de los gladiadores. Y menos mal que lo hicieron, porque en cuanto este se marchó, comenzamos a ver una serie de centelleos, y tras esto, una lluvia de antorchas y goterones de brea ardientes se desató sobre nosotros. Las llamas prendieron en el tejado. Los ocupantes de la casa, despavoridos, hubieron de ser evacuados, y todos, incluidos Cicerón y Terencia, se prestaron a llevar cubos de agua, traídos en cadena desde las fuentes de la calle, para intentar que la vivienda no quedara reducida a cenizas.

Craso tenía el monopolio del servicio antiincendios de la ciudad y, por suerte para nosotros, se encontraba en su casa del Palatino. Cuando oyó el alboroto, salió a la calle y, al ver lo que sucedía, acudió corriendo con una túnica andrajosa y unos escarpines, acompañado por uno de sus equipos de esclavos, que traía una cisterna de agua dotada de bombas y mangueras. De no ser por ellos, el edificio habría desaparecido; no obstante, los daños que ocasionaron el agua y el humo dejaron la casa inhabitable, por lo que tuvimos que trasladarnos a otra residencia mientras la reparaban. Cargamos el equipaje en varios carros y, con la noche ya casi encima, atravesamos el valle en dirección al monte Quirinal para refugiarnos durante una temporada en la casa de Ático, que aún no había regresado de Épiro. Su vivienda, angosta y vetusta, resultaba adecuada para un anciano soltero de costumbres tranquilas y rutinarias, pero no para dos familias con varios hijos y cónyuges enfrentados. Cicerón y Terencia durmieron en distintas habitaciones.

Ocho días más tarde, mientras paseábamos por la vía Sacra, oímos a nuestras espaldas un griterío y el alboroto de gente a la carrera. Al volvernos, vimos que Clodio y una decena de sus secuaces venían hacia nosotros armados con porras y espadas. Como siempre, nos escoltaban los hombres de Milón, que nos empujaron hacia la entrada del edificio más próximo. Llevados por el pánico, tiraron a Cicerón al suelo y este se hizo una brecha en la cabeza y se torció el tobillo, aunque por lo demás resultó ileso. El alarmado propietario de la casa donde nos refugiamos, Tetio Damio, nos acogió y nos ofreció una copa de vino, circunstancia que Cicerón aprovechó para hablar relajadamente con él de poesía y filosofía hasta que nos avisaron de que habían expulsado a los atacantes y podíamos salir a la calle sin peligro. Cicerón le dio las gracias y volvimos a casa.

Se encontraba en ese estado de euforia que acontece cuando se enfrenta a la muerte. Su aspecto, sin embargo, dejaba mucho que desear (cojo, con la frente ensangrentada y la ropa desgarrada y sucia). Cuando Terencia lo vio llegar gritó de espanto. De nada le sirvió a Cicerón asegurarle que no tenía importancia, que Clodio había salido huyendo y que el hecho de que se rebajase a emplear esas tácticas revelaba lo desesperado que estaba. Terencia no le hizo caso. Primero el asedio, después el incendio y ahora esto; insistió en que debían marcharse de Roma cuanto antes.

—Olvidas, Terencia —opuso Cicerón con delicadeza—, que ya lo intenté una vez y mira adónde nos llevó aquello. Nuestra única esperanza es quedarnos aquí y luchar por recuperar nuestra posición.

—Y ¿cómo vamos a hacerlo si ni siquiera puedes pasear a plena luz del día por una calle transitada sin que alguien te ataque?

—Ya encontraré el modo.

—Y mientras tanto, ¿qué clase de vida tendremos los demás?

—¡Una vida normal! —gritó de pronto Cicerón—. ¡Los derrotaremos viviendo con normalidad! Para empezar, podríamos dormir juntos, como hacen todos los matrimonios.

Aparté la vista, incómodo.

—¿Quieres saber por qué no te permito entrar en mi habitación? —le preguntó Terencia—. ¡Pues mira esto!

Para estupor de Cicerón y sin duda también el mío, la más recatada de las matronas de Roma empezó a desabrocharse el cinturón de la túnica. Llamó a su doncella para que la ayudara. Se giró de espaldas a su esposo y se abrió el vestido, que la criada bajó desde la nuca hasta las caderas, dejando al descubierto la piel pálida de su estrecha espalda, atravesada con ferocidad por al menos una decena de verdugones encarnados.

Cicerón miró las cicatrices, sobrecogido.

—¿Quién te ha hecho esto?

Terencia se subió el vestido y la doncella se arrodilló para ajustarle el cinturón.

—¿Quién te lo ha hecho? —repitió Cicerón con un hilo de voz—. ¿Clodio?

Terencia se volvió hacia él. En vez de llorosos, tenía los ojos secos y llenos de rabia.

—Hace seis meses fui a ver a su hermana, para hablar con ella de mujer a mujer e interceder por ti. Pero Clodia no es una mujer, es una Furia. Me dijo que yo no valía más que ningún traidor, que mi mera presencia deshonraba su casa. Llamó a su criado para que me echara de su propiedad a latigazos. Sus despreciables amigas estaban presentes. Se rieron de la vergüenza que pasé.

—¿La vergüenza que pasaste? —exclamó Cicerón—. ¡Ellas son quienes deben avergonzarse! ¡Tendrías que habérmelo dicho!

—¿Habértelo dicho? ¿A ti, que saludaste a toda Roma antes que a tu esposa? —le espetó—. Tú puedes quedarte y morir en esta ciudad si así lo deseas. Yo me llevaré a Tulia y a Marco a Túsculo, y ya veremos qué vida llevaremos allí.

A la mañana siguiente Terencia y Pomponia se marcharon con los niños, y días después, tras llorar el uno en el hombro del otro, Quinto también partió, hacia Sardinia, donde se encargaría de comprar trigo para Pompeyo. Mientras recorría la casa vacía, Cicerón lamentó profundamente la ausencia de sus seres queridos. Me confesó que le dolía hasta el último de los latigazos que Terencia había recibido, tanto como si se los hubieran dado a él. Y aunque se devanaba los sesos para encontrar la manera de vengarla, no se le ocurría nada; hasta que un buen día, de forma inesperada, la oportunidad llamó a la puerta.

Sucedió que por aquel entonces el distinguido filósofo Dion de Alejandría fue asesinado en Roma cuando se encontraba en casa de su amigo y anfitrión Tito Coponio. El crimen causó un gran revuelo. En principio Dion había venido a Italia con protección diplomática, como figura principal de una delegación compuesta por cien egipcios prominentes, para solicitarle al Senado que no rehabilitase a su faraón exiliado, Ptolomeo XII, conocido con el sobrenombre de «el Flautista».

Las sospechas, naturalmente, recayeron sobre el propio Ptolomeo, quien se alojaba con Pompeyo en la finca rústica que este poseía en los montes Albanos. El faraón, a quien su pueblo detestaba a causa de los elevados impuestos que reclamaba, estaba dispuesto a entregar una suculenta recompensa de seis mil talentos de oro si Roma garantizaba su rehabilitación. Este soborno tuvo un efecto sobre el Senado tan digno como sin un rico hubiera arrojado un puñado de monedas ante una multitud de mendigos hambrientos. En la atropellada carrera por el honor de gestionar el regreso de Ptolomeo surgieron tres candidatos destacados: Léntulo Espínter, el cónsul saliente, quien había de asumir el gobierno de Cilicia y, por lo tanto, comandaría por ley un ejército en las fronteras de Egipto; Marco Craso, que ambicionaba llegar a equipararse en riqueza y gloria con Pompeyo y César; y el propio Pompeyo, quien, aunque fingía no tener el menor interés en el cometido, entre bastidores era el que más empeño ponía de los tres para que se lo adjudicaran.

Cicerón no albergaba el menor deseo de inmiscuirse en ese asunto. No le beneficiaba en modo alguno. Estaba obligado a favorecer a Espínter, en agradecimiento por el esfuerzo que este había realizado para poner fin a su exilio, de manera que ejercía una discreta presión para apoyarlo. Sin embargo, cuando Pompeyo le pidió que acudiera a un encuentro con el faraón para hablar de la muerte de Dion, no se vio capaz de negarse.

Hacía casi dos años que habíamos visitado aquella casa por última vez, cuando Cicerón fue a pedirle que lo ayudara a repeler los ataques de Clodio. En aquella ocasión Pompeyo fingió encontrarse fuera para no verlo. A mí todavía me molestaba recordar aquella muestra de cobardía, pero Cicerón optó por no tomárselo demasiado a pecho. «De hacerlo, terminaría amargándome, y un hombre amargado no puede hacerle daño a nadie, salvo a sí mismo. Debemos centrarnos en el futuro». En el carruaje, mientras recorríamos el largo camino que conducía a la villa, pasamos por delante de varios grupos de hombres de tez cetrina vestidos con túnicas exóticas, que adiestraban a esos galgos siniestros de piel lechosa y orejas puntiagudas que los egipcios tanto adoraban.

Ptolomeo y Pompeyo esperaban a Cicerón en el atrio. Era un hombre menudo y rechoncho, de piel tersa y morena, como la de sus cortesanos. Hablaba tan bajo que a menudo había que inclinarse hacia él para oír lo que decía. Vestía una toga al estilo romano. Cicerón ejecutó una reverencia y le besó la mano, saludo que me invitaron a imitar. La carnosidad y suavidad de sus dedos perfumados recordaban a las de un bebé, pero observé con repulsión que tenía las uñas rotas y sucias. Detrás de él, aferrándose con los brazos a su estómago, asomaba con timidez su joven hija. Tenía unos ojos enormes y negros como el carbón y llevaba los labios pintados de rojo rubí, una máscara de pazpuerca sempiterna, a pesar de sus once años, o así la recuerdo yo. Aunque tal vez peque de injusto y guarde una imagen distorsionada por lo que sucedería más adelante, ya que aquella era la futura reina Cleopatra, quien pasado el tiempo también haría alguna travesura.

Tras los cumplidos de rigor y una vez que Cleopatra se marchó con sus doncellas, Pompeyo entró en materia sin más preámbulos.

—El asesinato de Dion se está convirtiendo en un asunto muy incómodo, tanto para mí como para su majestad. Y ahora, para colmo, Tito Coponio, el anfitrión de Dion en el momento del crimen, y Cayo, el hermano de aquel, han presentado una acusación de asesinato. Todo este asunto es ridículo, por supuesto, pero parece que no están dispuestos a dejarlo correr.

—¿Quién es el acusado? —inquirió Cicerón.

—Publio Asicio.

Cicerón hizo memoria.

—¿No es uno de los administradores de tu finca?

—Sí. Por eso me resulta tan vergonzoso.

Cicerón tuvo la delicadeza de no preguntar si Asicio era culpable o no. Se limitó a tratar el asunto como abogado.

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