Dictator

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Primera parte. Exilio. 58-47 a. C. » Capítulo IV

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—Hasta que esto no se olvide —le dijo a Ptolomeo— le recomiendo encarecidamente a su majestad que se aleje de Roma tanto como le sea posible.

—¿Por qué?

—Porque si yo fuera uno de los hermanos Coponio, lo primero que haría sería enviar una citación para que presentases pruebas.

—¿Pueden hacer eso? —preguntó Pompeyo.

—Pueden intentarlo. De manera que para ahorrarle el bochorno a su majestad, le aconsejaría que se encontrase a algunas millas de distancia cuando el mandato llegue; fuera de Italia, a ser posible.

—Pero ¿y Asicio? —dijo Pompeyo—. Si lo declaran culpable, yo podría quedar en una situación muy comprometida.

—Estoy de acuerdo.

—En ese caso, deben absolverlo. Te encargarás del caso, ¿verdad? Lo consideraría un gran favor.

No era lo que Cicerón pretendía. Pero Pompeyo se mostró insistente y, al final, como solía ocurrir, no le quedó más remedio que aceptar. Antes de que nos marcháramos, Ptolomeo, como muestra de agradecimiento, obsequió a Cicerón con una antigua estatuilla de un babuino tallado en jade, figura que, según explicó, representaba a Hedj-Wer, el dios de la escritura. Yo supuse que sería muy valiosa, pero a Cicerón no le hizo ninguna gracia. «¿De qué me sirven a mí sus divinidades primitivas?», protestaría más adelante, por lo que me imagino que la tiraría, pues nunca la volví a ver.

Asicio, el acusado, vino a vernos. Era un excomandante de las legiones que había servido con Pompeyo en Hispania y Oriente. Parecía más que capaz de cometer un asesinato. Le mostró la citación judicial a Cicerón. Se le acusaba de haber ido a la casa de Coponio a primera hora de la mañana con una falsa carta de recomendación. Dion la estaba abriendo cuando Asicio sacó el cuchillito que llevaba escondido bajo la manga y le asestó una puñalada en el cuello al anciano filósofo. El ataque no acabó con él en el acto. Los gritos de Dion alertaron a toda la casa. Según el escrito, Asicio fue reconocido antes de que lograra escapar lanzando cuchilladas a todo el que intentaba detenerlo.

Cicerón no preguntó por la veracidad de esos hechos. Sencillamente, le dijo a Asicio que lo mejor que podía hacer para que lo exculpasen era buscarse una buena coartada. Alguien tendría que demostrar que Asicio se encontraba en otra parte en el momento del crimen, y mientras más testigos pudiera reunir y menos relacionados estuvieran con Pompeyo y, de hecho, con Cicerón, mejor.

—Eso no será difícil —aseguró Asicio—. Ya tengo a alguien a quien presentar, un hombre que por todos es sabido está enemistado tanto con Pompeyo como contigo.

—¿Quién?

—Un antiguo pupilo tuyo, Celio Rufo.

—¿Rufo? ¿Qué tiene que ver él en todo este asunto?

—¿Importa eso? Jurará que yo estaba con él a la hora en que mataron al viejo. Además, no olvides que ahora es senador, su palabra tiene mucho peso.

Estaba casi seguro de que Cicerón le diría a Asicio que se buscase otro abogado, ya que detestaba a Rufo. Sin embargo, para mi sorpresa, le respondió:

—Muy bien, dile que venga a verme y le tomaremos declaración.

Cuando Asicio se hubo marchado, Cicerón se preguntó:

—¿Rufo no es un allegado de Clodio? ¿No vive en uno de sus apartamentos? De hecho, ¿no es Clodia su amante?

—Por lo menos en el pasado sí que lo fue.

—Eso creía. —Al hablar de Clodia, se quedó pensativo—. En ese caso, ¿por qué iba Rufo a aportar una coartada para un agente de Pompeyo?

Más tarde, aquel mismo día, Rufo se presentó en la casa. A sus veinticinco años, era el miembro más joven del Senado, y muy activo en los tribunales. Resultaba extraño verlo entrar por la puerta pavoneándose, con el galón morado de los senadores cruzado sobre la toga. Había sido alumno de Cicerón hacía solo nueve años. Sin embargo, un día se volvió contra su antiguo mentor, hasta que al final lo derrotó en los tribunales al acusar a Híbrida, un colega de Cicerón en el consulado. Cicerón podría habérselo perdonado (celebraba que los jóvenes triunfasen en la abogacía), pero la amistad que mantenía con Clodio suponía para él una traición imperdonable. De manera que lo saludó con notable frialdad y fingió leer unos documentos mientras Rufo me dictaba su declaración. Cicerón, no obstante, debía de estar escuchándolo atentamente porque, cuando Rufo describió que Asicio se encontraba en su casa a la hora del crimen, e indicó que residía en una propiedad del Esquilino, levantó la vista de repente y dijo:

—Pero ¿no tenías alquilada una vivienda de Clodio en el Palatino?

—Me he mudado —aclaró Rufo con naturalidad; sin embargo, se apreciaba una excesiva despreocupación en su tono y Cicerón la detectó al vuelo.

—Habéis discutido —dedujo, señalándolo con el dedo.

—En absoluto.

—Te has peleado con ese malnacido y con la perra de su hermana. Por eso quieres hacerle este favor a Pompeyo. Siempre fuiste un pésimo mentiroso, Rufo. Para mí eres más obvio que un libro abierto.

Rufo se rio. Tenía un encanto indiscutible; se decía que era el joven más apuesto de toda Roma.

—Pareces olvidar que ya no vivo en tu casa, Marco Tulio. No tengo por qué mantenerte al tanto de mis amistades. —Se levantó grácil. Era, además, muy alto—. Y ahora que ya le he dado una coartada a tu cliente, como se me solicitó, podemos dar este asunto por terminado.

—El asunto terminará cuando yo lo diga —exclamó un animado Cicerón a sus espaldas. No se molestó en levantarse. Acompañé a Rufo a la salida y cuando regresé, Cicerón aún tenía una sonrisa en los labios—. Es la ocasión que estaba esperando, Tiro. Tengo una corazonada. Se ha enemistado con esas dos alimañas y, si esto es así, no descansarán hasta acabar con él. Habrá que indagar por la ciudad. Con discreción. Dejaremos caer un poco de dinero si es necesario. ¡Pero debemos averiguar por qué se ha marchado de esa casa!

El proceso de Asicio concluyó el mismo día en que dio comienzo. La causa se reducía a la palabra de un puñado de esclavos contra la de un senador, de manera que, tras escuchar la declaración de Rufo, el pretor instó al jurado a que se inclinara por la absolución. Aquella fue la primera de las muchas victorias legales que Cicerón consiguió tras su regreso, por lo que enseguida ganó clientes y empezó a aparecer en el foro casi a diario, igual que en sus mejores tiempos.

En aquella época la violencia que asolaba Roma no hizo sino recrudecerse. Se cancelaron algunos juicios por el riesgo que comportaban contra la seguridad pública. Días después del ataque a Cicerón en la vía Sacra, Clodio y sus partidarios asaltaron la casa de Milón e intentaron incendiarla, pero los gladiadores de este los ahuyentaron y, en represalia, ocuparon el recinto de votación del Campo de Marte en un intento vano por impedir que Clodio fuese elegido edil.

Cicerón vio una oportunidad en medio de todo aquel caos. Uno de los nuevos tribunos, Canio Galo, presentó un anteproyecto de ley ante el pueblo para solicitar que fuese Pompeyo quien se ocupara de devolverle a Ptolomeo el trono de Egipto. El borrador enfureció tanto a Craso que incluso llegó a pagar a Clodio para que orquestase una campaña popular contra Pompeyo. Y cuando por último Clodio obtuvo el cargo de edil, utilizó sus poderes de magistrado para que Pompeyo declarase en un proceso que organizó contra Milón.

La vista se celebró en el foro ante miles de personas. Yo la presencié junto a Cicerón. Pompeyo subió a la

rostra y en cuanto comenzó a hilvanar las primeras frases, los adláteres de Clodio ahogaron su discurso bajo un chaparrón de silbidos y aplausos lentos. Había cierto heroísmo en el modo en que se encogió de hombros y continuó leyendo su texto aunque nadie pudiera oírlo. Esta situación se prolongó durante al menos una hora, tras la cual Clodio, que se encontraba en la

rostra a pocos pasos de distancia, azuzó al público contra él.

—¿Quién mata de hambre al pueblo? —exclamó.

—¡Pompeyo! —rugieron sus seguidores.

—¿Quién quiere ir a Alejandría?

—¡Pompeyo!

—¿Quién queréis que vaya?

—¡Craso!

Para Pompeyo, aquello fue como si le hubieran echado por encima un jarro de agua fría. Jamás se había visto insultado de aquella manera. La multitud comenzó a agitarse como un mar revuelto, se empujaban unos a otros, y se formaban pequeños remolinos alrededor de las refriegas que había aquí y allá. De pronto, al fondo, aparecieron unas escaleras que fueron impulsadas rápidamente sobre nosotros hasta la parte delantera, y allí se apoyaron contra la

rostra. En ese momento, un grupo de matones empezó a subir por ellas. Dedujimos que eran los secuaces de Milón, ya que en cuanto coronaron la plataforma, se abalanzaron contra Clodio y lo arrojaron sobre los espectadores, una caída de doce pies largos. Se oyeron vítores y gritos. No vi qué sucedió después, ya que los asistentes de Cicerón nos exhortaron a abandonar el foro y alejarnos del peligro, aunque más tarde supimos que Clodio había salido indemne.

La noche siguiente Cicerón fue a cenar con Pompeyo y, cuando regresó, entró por la puerta frotándose las manos con satisfacción.

—Bien, si no me equivoco, este es el principio del fin de nuestro supuesto triunvirato, al menos por lo que a Pompeyo respecta. Jura y perjura que Craso está detrás de un complot para matarlo, dice que nunca volverá a confiar en él, y asegura que, si es necesario, César tendrá que regresar a Roma para aclarar por qué tuvo la ocurrencia de otorgarle tanto poder a Clodio y de darle una patada a la Constitución. Nunca lo había visto tan encolerizado. Eso sí, conmigo no podría haberse mostrado más amable, y me ha asegurado que, haga lo que haga, cuento con su apoyo.

»Y no solo eso; cuando llevaba un par de copas de más, por fin me confesó por qué Rufo había cambiado de bando. Yo estaba en lo cierto: Clodia y él tuvieron una feroz discusión, ¡tanto que ella asegura que él intentó envenenarla! Claro está, Clodio se posicionó a favor de su hermana, echó a Rufo de su casa y le exigió que saldara sus deudas de inmediato. Así pues, este se vio obligado a recurrir a Pompeyo con la esperanza de conseguir un poco de oro egipcio con el que pagarle lo que le debe. ¿No es maravilloso?

Convine en que todo aquello estaba muy bien, aunque no terminaba de entender por qué esa situación le producía semejante éxtasis.

—¡Tráeme las listas de los pretores, rápido! —solicitó.

Fui a buscar el calendario de juicios a celebrar durante los siguientes siete días. Cicerón me pidió que comprobase para cuándo estaba programada la próxima intervención de Rufo. Deslicé el dedo por los sucesivos tribunales y causas hasta que di con su nombre. Estaba previsto que iniciase una acusación en el tribunal constitucional por soborno dentro de cinco días.

—¿Quién es el acusado? —preguntó Cicerón.

—Bestia.

—¡Bestia! ¡Ese canalla!

Cicerón se acomodó en el diván en la postura que solía adoptar cuando trazaba alguna estrategia, con las manos entrelazadas tras la nuca, la vista anclada en el techo. Lucio Calpurnio Bestia era un antiguo enemigo suyo, uno de los leales tribunos de Catilina, que había tenido suerte de que no lo ejecutasen por traición junto con los otros cinco conspiradores. Sin embargo, ahí estaba, con una vida pública bastante activa. Según parecía, lo acusaban de comprar votos durante las últimas elecciones pretorianas. No se me ocurría qué interés podría tener Cicerón en Bestia, de modo que, tras un largo silencio, me atreví a preguntárselo.

Su voz pareció proceder de muy lejos, como si yo hubiese interrumpido su ensoñación.

—Estaba pensando —dijo de forma pausada— que tal vez podría defenderlo.

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