Dictator

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Primera parte. Exilio. 58-47 a. C. » Capítulo V

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V

A la mañana siguiente Cicerón fue a ver a Bestia, y me pidió que lo acompañase. El bellaco tenía una casa en el Palatino. La cara que puso cuando hicieron pasar a Cicerón resultó incluso cómica por su asombro. Estaba con él su hijo Atratino, un muchacho despierto que vestía desde hacía poco la toga de adulto y estaba ansioso por empezar su carrera. Cuando Cicerón anunció que quería hablar sobre la acusación que pesaba sobre él, Bestia, como cabía esperar, dio por hecho que pretendía entregarle otro mandato y adoptó una actitud amenazante. Solo gracias a la intervención del muchacho, que sentía una gran admiración por Cicerón, Bestia aceptó sentarse y escuchar lo que su distinguida visita tuviera que comunicarle.

—He venido —dijo Cicerón— para ofrecerte mis servicios como abogado.

Bestia lo miró boquiabierto.

—¿Y por qué demonios ibas a hacer eso?

—Me he comprometido a intervenir dentro de unos días en nombre de Publio Sestio. ¿Es cierto que le salvaste la vida durante los enfrentamientos que se produjeron en el foro cuando yo me hallaba en el exilio?

—Lo es.

—Pues bien, Bestia, por una vez el destino nos ha colocado en el mismo bando. Si te represento, podré describir el incidente con todo lujo de detalle, y eso me servirá para allanar el terreno de cara a la defensa de Sestio, que se celebrará en el mismo tribunal. ¿Quiénes son tus otros abogados?

—Herenio Balbo intervendrá primero, y después mi hijo.

—Bien. En ese caso, si me lo permites, yo hablaré en tercer lugar para enunciar las conclusiones, mi parte preferida. Haré una buena actuación, no te preocupes. En uno o dos días habremos terminado con todo este asunto.

A estas alturas de la conversación Bestia había sustituido el recelo por la incredulidad ante lo afortunado que era porque el mejor abogado de Roma estuviese dispuesto a defenderlo. De manera que cuando Cicerón se presentó en el tribunal dos días más tarde, su aparición provocó no pocos jadeos de sorpresa. Rufo, en concreto, se quedó atónito. El mero hecho de que Cicerón, a quien Bestia planeó asesinar, interviniera en su defensa, garantizaba de alguna manera su absolución. Y, de hecho, así fue. Cicerón pronunció un discurso elocuente, el jurado votó y Bestia fue declarado no culpable.

Al término de la vista, Rufo se acercó a Cicerón. Su habitual encanto se había esfumado. Había dado por hecha una victoria fácil, y ahora su carrera pendía de un hilo.

—Bien, estarás satisfecho, aunque con este triunfo no hayas logrado más que mancillar tu honor.

—Mi querido Rufo —replicó Cicerón—, ¿no has aprendido nada? No hay más honor en una disputa legal que en una reyerta callejera.

—Lo que sí he aprendido, Cicerón, es que sigues guardándome rencor y que nada te detiene cuando quieres vengarte de un enemigo.

—Ah, mi querido y pobre muchacho, a ti no te considero mi enemigo. No te doy tanta importancia. Debo pescar peces más grandes.

Su respuesta terminó de enfurecer a Rufo.

—Muy bien —gruñó—, puedes decirle a tu cliente que, ya que insiste en mantener su candidatura, mañana presentaré nuevos cargos contra él; y, si te atreves, la próxima vez que intervengas en su defensa, te advierto que ¡te estaré esperando!

No faltó a su palabra; poco después, Bestia y su hijo trajeron el nuevo mandato judicial para mostrárselo a Cicerón.

—Me gustaría que volvieras a defenderme —solicitó un esperanzado Bestia.

—Ah, no, eso sería una imprudencia. Una misma sorpresa nunca funciona dos veces. No, me temo que no puedo ser tu abogado de nuevo.

—Entonces ¿qué podemos hacer?

—Bueno, puedo decirte lo que yo haría en tu lugar.

—Y ¿qué es?

—Presentaría una contrademanda contra él.

—¿Por qué cargos?

—Violencia política. Es una acusación más grave que la de soborno. Así contarás con la ventaja de que lo procesen a él primero, antes de que él te lleve al tribunal.

Bestia lo consultó con su hijo.

—Nos parece una buena idea —anunció—. Pero ¿de verdad existen pruebas en su contra? ¿Es cierto que ha incurrido en violencia política?

—Desde luego —confirmó Cicerón—. ¿No lo habéis oído? Está implicado en el asesinato de varios enviados egipcios. Preguntad por ahí —prosiguió—. Encontraréis a mucha gente dispuesta a hablar. Hay un hombre en particular a quien deberíais ir a ver, aunque, por supuesto, yo nunca os he dado su nombre; entenderéis por qué en cuanto os lo diga. Deberíais hacerle una visita a Clodio o, mejor aún, a su hermana. Se comenta que Rufo era su amante y que, cuando a este se le agotó la pasión, quiso deshacerse de ella envenenándola. Ya sabéis cómo se las gastan en esa familia: adoran la venganza. Podríais proponerles que se unan a vuestra demanda. Con los Claudio de vuestro lado, seréis invencibles. Pero recordad: yo nunca os he dicho nada de esto.

Llevaba muchos años trabajando con Cicerón de una forma muy estrecha. Estaba acostumbrado a verlo emplear los trucos más ingeniosos. Creía que nada de lo que hiciera volvería a sorprenderme. Aquel día descubrí que me equivocaba.

Bestia se deshizo en agradecimientos, le juró que actuaría con discreción y salió de la casa con una determinación. Días más tarde se publicó en el foro el anuncio del enjuiciamiento; Bestia y Clodio habían aunado sus fuerzas para demandar a Rufo por los ataques contra los enviados alejandrinos y el intento de asesinato de Clodia. La noticia provocó una gran conmoción. Todo el mundo daba por hecho que Rufo sería declarado culpable y sentenciado al exilio de por vida, por lo que la carrera del senador más joven de Roma podía darse por concluida.

—Madre mía. Pobre Rufo —dijo Cicerón cuando le mostré la lista de acusaciones—. Debe de sentirse muy desdichado. Creo que tendríamos que hacerle una visita y animarlo un poco.

Así, salimos a buscar la casa en la que Rufo vivía de alquiler. Cicerón, que a sus cincuenta años empezaba a notar las extremidades un tanto rígidas las mañanas de más frío, se desplazó en litera, mientras que yo lo acompañé caminando junto al vehículo. Rufo se alojaba en la segunda planta de un edificio de apartamentos ubicado en el sector menos elegante del Esquilino, no lejos de la puerta donde los diligentes sepultureros desempeñaban su oficio. La vivienda era lúgubre incluso a mediodía, por lo que Cicerón les pidió a los esclavos que encendieran algunas velas. Bajo la penumbra encontramos a su amo durmiendo la mona, aovillado en un diván bajo un montón de frazadas. Gruñó, se giró de espaldas y rogó que lo dejásemos en paz, pero Cicerón le quitó las mantas de encima y le exigió que se levantase.

—¿Para qué? ¡Estoy acabado!

—No estás acabado. Todo lo contrario: tenemos a esa mujer justo donde queríamos.

—¿«Tenemos»? —repitió Rufo, que miró de soslayo a Cicerón con los ojos enrojecidos—. ¿Con «tenemos» quieres decir que estás de mi parte?

—No solo estoy de tu parte, mi querido Rufo. ¡Voy a ser tu abogado!

—Espera —dijo Rufo. Se llevó la mano a la frente con delicadeza, como para comprobar que no se la había golpeado—. Espera… ¿Habías planeado todo esto?

—Tómatelo como una lección de política. Ahora hagamos borrón y cuenta nueva, y concentrémonos en derrotar a nuestro enemigo común. —Rufo comenzó a blasfemar. Cicerón lo escuchó un rato y después lo interrumpió—. Vamos, Rufo. Este trato nos beneficia a los dos. Tú te quitarás de encima a esa arpía de una vez por todas, y yo vengaré el honor de mi esposa.

Cicerón le tendió la mano. Al principio, Rufo receló. Hizo un mohín, negó con la cabeza y masculló algo. Después debió de comprender que no tenía alternativa. En cualquier caso, finalmente también él extendió la mano, y Cicerón se le estrechó con calidez; y con este gesto, la trampa que le había tendido a Clodia terminó de cerrarse.

El juicio se programó para principios de abril, lo que significaba que coincidiría con el comienzo de las megalesias, la famosa procesión de hombres sagrados castrados. Aun así, no había ninguna duda de cuál sería la principal atracción, sobre todo una vez que se anunció el nombre de Cicerón entre los abogados de Rufo. Los demás serían el propio Rufo y Craso, en cuya casa el senador también residió de joven. Estoy seguro de que Craso habría preferido no tener que apoyar de esta manera a su antiguo pupilo, sobre todo teniendo en cuenta que Cicerón ocupaba el banco contiguo, pero las normas del patrocinio no le daban ninguna libertad de decisión. Al otro lado estaban de nuevo el joven Atratino, Herenio Balbo —ambos furiosos por la duplicidad de Cicerón, aunque poco le importaba a este lo que opinaran— y Clodio, que defendería los intereses de su hermana. A buen seguro, también este habría preferido asistir a las celebraciones de las megalesias, festividades que él, en calidad de edil, debía presidir, aunque difícilmente podía desentenderse del juicio cuando el honor de su familia estaba en entredicho.

Recuerdo con cariño al Cicerón de aquellos días, al de las semanas previas al juicio. Parecía que de nuevo pendiesen de sus dedos todos los hilos de la vida, como sucedía en su momento de plenitud. Participaba de forma activa tanto en los tribunales como en el Senado. Salía a cenar con sus amigos. Incluso regresó a su casa del Palatino. Cierto, no estaba reconstruida del todo. Todavía apestaba a cal y pintura, y estaba manchada del barro que los albañiles traían del jardín. A pesar de todo, Cicerón se alegraba tanto de haber vuelto que nada de eso le importaba lo más mínimo. Hizo sacar los muebles y los libros de donde los tenía guardados, ordenó que volvieran a colocar los penates en el altar y envió un aviso a Túsculo para que Terencia regresase con Tulia y Marco.

Terencia entró en la casa con cautela y recorrió las distintas habitaciones con una mueca de asco por el olor acre que desprendía el yeso fresco. En realidad, nunca le había gustado mucho esa casa, y eso era algo que no iba a cambiar ahora. Aun así, Cicerón la convenció para que se quedase.

—La mujer que te hizo tanto daño no volverá a molestarte nunca más. Puede que en su día te pusiera la mano encima, pero te prometo que pienso despellejarla viva.

Además, para regocijo de Cicerón, después de dos años sin verlo, llegó a sus oídos que al fin Ático había regresado de Épiro. Nada más entrar por las puertas de la ciudad, se encaminó hacia la casa rehabilitada de Cicerón para echarle un vistazo. Al contrario que Quinto, no había cambiado un ápice. Seguía con la misma sonrisa y encanto, tan radiante como siempre —«Tiro, compañero, muchísimas gracias por cuidar con tanta devoción de mi más querido amigo»—; igual de delgado; con el cabello argénteo, lustroso y arreglado. La única diferencia era que ahora venía acompañado de una joven tímida al menos treinta años menor que él, a la que presentó… ¡como su prometida! Por un instante, creí que Cicerón se desmayaría de la impresión. La muchacha se llamaba Pilia. Descendía de un linaje poco conocido, no poseía dinero ni belleza; era tan solo una chica de campo modosa y sencilla. Aun así, Ático bebía los vientos por ella. Al principio, Cicerón se quedó muy desconcertado.

—Es ridículo —gruñó cuando la pareja se hubo marchado—. ¡Pero si es tres años mayor que yo! ¿Qué quiere? ¿Una esposa o una cuidadora?

Sospecho que lo que más le molestaba era que Ático no le hubiese hablado de ella antes, y le preocupaba que la joven interfiriese en su amistad íntima. Sin embargo, a Ático se le veía tan feliz y a Pilia tan modesta y jovial, que Cicerón no tardó en cambiar de parecer sobre la muchacha, hasta el punto de que en ocasiones se quedaba mirándola con un aire casi melancólico, sobre todo cuando Terencia sacaba a relucir su mal genio.

Pronto Pilia se convirtió en amiga y confidente de Tulia. Eran de la misma edad y tenían un carácter parecido, de modo que a menudo se las veía paseando de la mano. Ya hacía un año que Tulia se había quedado viuda y, alentada por Pilia, anunció que estaba lista para casarse de nuevo. Cicerón realizó algunas pesquisas para buscarle un posible esposo, y estas no tardaron en conducirlo hasta Furio Crásipo, un aristócrata joven, rico y bien parecido, nacido en el seno de una familia antigua pero sin grandes méritos, ansioso por hacer carrera como senador. Además, recientemente había heredado una casa magnífica y un parque justo al otro lado de las murallas de la ciudad. Tulia me pidió mi opinión.

—Lo que yo piense no tiene la menor importancia —le respondí—. La cuestión es: ¿te gusta a ti?

—Creo que sí.

—¿Lo crees o estás segura?

—Estoy segura.

—Pues con eso basta.

Sin embargo, a decir verdad, sospechaba que a Crásipo le atraía más la idea de tener a Cicerón como suegro que a Tulia como esposa. Aun así, preferí no decírselo. Se fijó la fecha de la boda.

¿Quién sabe qué secretos esconden los matrimonios de los demás? Desde luego, yo no. Cicerón, por ejemplo, con frecuencia recurría a mí para quejarse del mal humor de Terencia, de su obsesión por el dinero, de sus supersticiones, de su frialdad y de lo malhablada que era. Y, sin embargo, el intrincado espectáculo legal que había organizado en el mismo centro de Roma era por ella, para compensarla por todo lo que había padecido a causa de su malograda carrera. Por primera vez tras largos años de matrimonio, Cicerón ponía a los pies de Terencia el mayor don que podía ofrecerle: su oratoria.

Eso sí, no podía decirse que a ella le entusiasmase escucharlo. En muy contadas ocasiones lo había visto hablar en público, y jamás en los tribunales, y tampoco albergaba el menor deseo de empezar a hacerlo ahora. Cicerón tuvo que hacer acopio de todo su poder de convicción a fin de persuadirla para que saliera de casa y fuese al foro la mañana de su intervención.

Se celebraba el segundo día del juicio. La acusación ya había expuesto sus argumentos, Rufo y Craso habían respondido y solo faltaba por oír el alegato de Cicerón. Este había escuchado las intervenciones previas con una impaciencia manifiesta; los detalles del caso le eran irrelevantes y los abogados le aburrían. Atratino, con su desconcertante voz atiplada, había retratado a Rufo como un libertino adicto a los placeres y hundido en un mar de deudas, «un Jasón pisaverde, enfrascado en una búsqueda eterna del vellocino de oro» al que Ptolomeo había comprado para intimidar a los enviados alejandrinos y planear el asesinato de Dion. A continuación habló Clodio y afirmó que Rufo engañó a su hermana, «esa viuda casta y distinguida», para quedarse con su oro. Se aprovechó de su buen corazón —dinero que ella pensaba que él destinaría a financiar las festividades públicas, pero que en realidad empleó para sobornar a los asesinos de Dion— y, tras esto, les proporcionó veneno a los esclavos de Clodia para que la asesinaran y así no dejar rastro. Craso, con su estilo lento y pesado, y Rufo, con su característica viveza, refutaron todos y cada uno de los cargos. Sin embargo, una vez expuestos los argumentos de la acusación, podía decirse que el joven réprobo estaba a punto de ser declarado culpable. Así estaban las cosas cuando Cicerón llegó al foro.

Conduje a Terencia hasta su asiento mientras él se abría paso entre los miles de espectadores y subía las escaleras del templo en dirección al tribunal. El jurado se componía de setenta y cinco miembros. Junto a estos estaba el pretor Domicio Calvino, en compañía de sus lictores y escribientes. A la izquierda se encontraba la acusación, con los testigos detrás. Y en la fila delantera, ataviada con un discreta vestimenta pero aun así siendo el foco de todas las miradas, estaba Clodia. Aunque tenía casi cuarenta años, conservaba el esplendor de su belleza; era una dama insigne con unos enormes ojos negros que en un momento te invitaban a cortejarla y al siguiente te amenazaban de muerte. Era sabido que mantenía una relación demasiado estrecha con Clodio, hasta el punto de que a menudo se les había acusado de cometer incesto. Observé que volvió la cabeza muy levemente para mirar a Cicerón cuando este se dirigía a su puesto. Su expresión reflejaba una desdeñosa indiferencia. No obstante, debía de estar preguntándose qué sucedería a continuación.

Cicerón se ajustó los pliegues de la toga. No llevaba ninguna nota encima. El silencio se impuso entre la multitud. Miró a Terencia. Se giró hacia el jurado.

—Jueces, quienes desconozcan nuestras leyes y costumbres se preguntarán por qué nos hemos reunido aquí durante un día de festividad pública, cuando el resto de los juicios se han pospuesto, para juzgar a un joven entregado a su trabajo y de brillante intelecto. Y más teniendo en cuenta que está sufriendo los ataques de una persona a la que un día llevó a juicio, y por la riqueza de una cortesana.

La declaración levantó un bramido a lo largo y ancho del foro, similar al estruendo que produce el público al inicio de los juegos cuando un gladiador célebre ejecuta la primera embestida. ¡Eso era lo que querían ver! Clodia fijó la mirada al frente, como si se hubiera convertido en una estatua de mármol. Estoy seguro de que a Clodio y a su hermana jamás se les habría ocurrido iniciar un proceso de acusación si hubieran sabido que existía la más remota posibilidad de que Cicerón se pronunciase en su contra, pero ahora ya no tenían escapatoria.

Tras dejar entrever lo que se guardaba bajo la manga, Cicerón procedió a exponer sus argumentos. Elaboró un retrato de Rufo que sorprendió a quienes ya lo conocíamos, el de un discreto y entregado sirviente del bien común, cuyo principal tropiezo consistía en «no haber nacido desagradable» y haber llamado la atención de Clodia, «la Medea del Palatino», quien le hizo mudarse a su vecindario. De pie detrás de Rufo, que permanecía sentado, le puso la mano en el hombro.

—Dicho cambio de residencia supone el origen de los pesares de este joven, y de muchas habladurías, pues Clodia es una mujer no solo de noble cuna sino también de gran notoriedad, de la que no hablaré más de lo estrictamente necesario para refutar los cargos.

Guardó silencio para dejar florecer la expectación.

—Ahora, como muchos sabréis, una enconada enemistad me distancia de su esposo… —Se interrumpió y chasqueó los dedos con exasperación—. Quería decir de su hermano, siempre cometo el mismo error.

Había calculado la pausa a la perfección, de tal forma que, aún hoy, incluso quienes no conozcan mucho más acerca de Cicerón siguen recurriendo a ese chascarrillo. Hasta el último ciudadano de Roma se había percatado de la arrogancia de los Claudio a lo largo de los últimos años; verlos en ridículo era un espectáculo delicioso. La reacción no solo del público sino también del jurado e incluso del pretor era un auténtico regalo.

Terencia se volvió hacia mí, atónita.

—¿De qué se ríe todo el mundo?

No supe qué responderle.

Restaurado el orden, Cicerón prosiguió con una amenazadora cordialidad.

—En fin, lamento mucho tener que convertir a esta mujer en mi enemiga, y más cuando es tan amiga del resto de los hombres. Por tanto, permitidme antes de nada que le pregunte si prefiere que me enfrente a ella con severidad, como manda la tradición, o con tacto, conforme a las costumbres modernas.

Entonces, para evidente consternación de Clodia, Cicerón cruzó el tribunal y se dirigió hacia ella. Le sonrió, con la mano extendida, y la invitó a elegir, como un tigre que jugara con su presa. Se detuvo a un tan solo paso de ella.

—Si ella prefiere el método tradicional, tendré que invocar a los muertos y resucitar a uno de aquellos antiguos de luenga barba para que la regañe…

A menudo me pregunto cómo debería haber actuado Clodia una vez llegados a ese punto. Cuando lo pienso llego a la conclusión de que su mejor respuesta hubiese sido reírse, intentar granjearse la afinidad del público con algún tipo de pantomima que siguiera la broma y así ser partícipe de ella. Sin embargo, era una Claudio. Nadie se había atrevido jamás a mofarse de ella abiertamente, y mucho menos la plebe en el foro. Se sentía ultrajada, y acaso estuviera a punto de entrar en pánico, de modo que reaccionó de la peor manera posible, le dio la espalda a Cicerón como una niña enfurruñada.

Él se encogió de hombros.

—Muy bien, entonces permitidme llamar a un miembro de su familia: a Apio Claudio el Ciego. No debería sentir lástima de ti, ya que no podrá verte. Si por casualidad apareciese, esto es lo que diría…

Cicerón proyectó ahora una voz fantasmal, con los ojos cerrados y los brazos extendidos ante sí; incluso Clodio empezó a reírse.

—Oh, mujer, ¿qué tratos te unían a Rufo, un mozuelo que bien podría ser tu hijo? ¿Por qué intimaste con él hasta el extremo de entregarle tu oro y por qué sus celos se inflamaron hasta el punto de querer envenenarte? ¿Por qué vuestra relación se tornó tan estrecha? ¿Era acaso un familiar? ¿Un pariente político? ¿Un amigo de tu difunto esposo? ¡Nada de eso! ¿Qué otra cosa podría haber habido entre vosotros sino díscola pasión? ¡Ay de mí! ¿Para eso traje el agua a Roma? ¿Para que con ella te lavaras tras tus orgías incestuosas? ¿Para eso construí la vía Apia? ¿Para que la frecuentaras con los esposos de otras féminas?

Concluida su intervención, el espíritu del viejo Apio Claudio se disipó y Cicerón se dirigió a la espalda de Clodia con su voz de siempre.

—Pero si prefieres que te traiga a algún pariente más afable, te hablaré con la voz de tu hermano menor, aquí presente, siempre dispuesto a darte todo su amor y quien, ya en su más tierna infancia, a causa de su carácter intranquilo y de sus frecuentes y espantosas pesadillas, gustaba de refugiarse en la cama de su hermana mayor. Imagina que se dirigiese a ti en este momento. —Cicerón pasó a realizar una imitación perfecta de la postura moderna y desgarbada de Clodio y de su parsimonioso deje de plebeyo—. ¿Qué te preocupa, hermana? ¿Qué hay de malo en que te encaprichases de un jovencito? Era apuesto. Era alto. No te cansabas de él. Sabías que podías ser su madre. Pero eras rica. Así que empezaste a hacerle regalos para comprar su cariño. No duró mucho. Te tachó de vieja arpía. En fin, debes olvidarte de él… Búscate a otro, a otros dos, a otros diez. Al fin y al cabo, es el remedio que pones siempre.

Clodio ya no se reía. Miraba a Cicerón conteniéndose para no bajar de un salto los bancos del tribunal y estrangularlo allí mismo. Pero el público había prorrumpido en estrepitosas carcajadas. Cuando miré a mi alrededor, vi a varios hombres y mujeres llorando de risa. La empatía constituye la esencia del arte del orador. Cicerón había puesto de su lado a la multitud y, después de conseguir que se desternillase con él, le resultó muy sencillo lograr que hasta el último de los espectadores compartiera su ira cuando se dispuso a asestar el golpe de gracia.

—Me olvidaré ahora, Clodia, de lo mucho que me has agraviado; dejaré a un lado el recuerdo de todo lo que he padecido; ignoraré la crueldad con la que trataste a mi familia durante mi ausencia; pero te haré una pregunta: si una mujer que no está casada abre las puertas de su casa a la lujuria de cualquier hombre y lleva, sin ocultarlo, la vida de una meretriz; si acostumbra a cenar con hombres que no conoce de nada; si se comporta así en Roma, en el parque que posee fuera de las murallas de la ciudad y a la vista de todo el mundo en la bahía de Nápoles; si sus abrazos y caricias, sus fiestas en la playa, en la piscina y en los salones, indican que no solo es una cortesana sino una cortesana desvergonzada y lasciva; si obra así y se descubre que un joven se está viendo con ella, ¿deberíamos considerarlo corruptor o corrompido? ¿Seductor o seducido?

»Y estos cargos proceden de una casa hostil, infame, despiadada, impía, mancillada por el crimen y enferma de codicia. Una mujer licenciosa, desequilibrada y violenta es la autora de esta acusación. Jueces, no permitáis que Marco Celio Rufo caiga víctima de su lubricidad. Si nos lo entregáis sin perjuicio alguno a mí, a su familia y al Estado, hallaréis en él a un hombre abnegado, entregado y comprometido tanto con vosotros como con vuestros hijos; y sois vosotros quienes cosecharéis los frutos provechosos y duraderos de su tesón y trabajo.

Y de este modo, la vista llegó a su término. Por un momento, Cicerón permaneció allí, con una mano estirada hacia el jurado y la otra, hacia Rufo, en medio de un tenso silencio. En cuestión de segundos una suerte de fuerza descomunal procedente de las entrañas de la tierra pareció propagarse por el foro, y en un momento el aire empezó a agitarse al ritmo de los millares de pies que azotaban el suelo mientras el público emitía un rugido de aprobación. Alguien señaló a Clodia y voceó:

—¡Furcia! ¡Furcia! ¡Furcia!

Enseguida el canto se extendió a nuestro alrededor, y cada vez más brazos se estiraban y contraían unánimes.

—¡Furcia! ¡Furcia! ¡Furcia!

Incapaz de creer lo que sucedía, Clodia se quedó pálida en medio de aquel mar de odio. No parecía haber reparado en que su hermano había cruzado el tribunal y se encontraba junto a ella. Cuando Clodio la agarró del codo, salió sobresaltada de su ensimismamiento. Lo miró y, después de que él la exhortara con delicadeza, permitió que la sacase del estrado para llevársela a algún escondrijo del que no volvió a salir en toda su vida.

Así fue como Cicerón se vengó de Clodia y se alzó de nuevo como la voz dominante de Roma. Huelga decir que Rufo quedó absuelto y que el desprecio que Clodio sentía por Cicerón se multiplicó hasta límites inimaginables.

—Algún día —siseó— oirás un ruido a tus espaldas, y cuando te des media vuelta, me encontrarás allí, te lo prometo.

Cicerón se rio de la tosquedad de la amenaza, consciente de que era demasiado popular para que Clodio se atreviese a atacarlo, al menos por el momento. En cuanto a Terencia, si bien lamentaba la vulgaridad de las chanzas de Cicerón y estaba horrorizada ante las groserías de la turba, se deleitó con la completa aniquilación social de su enemiga, de tal modo que cuando se dispusieron a volver a casa, tomó del brazo a Cicerón, un gesto de cariño que no les veía tener en público desde hacía años.

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