Dictator

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Primera parte. Exilio. 58-47 a. C. » Capítulo V

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Al día siguiente, cuando Cicerón bajó de la colina para asistir a una reunión del Senado, se vio abordado tanto por los ciudadanos de a pie como por las decenas de senadores que esperaban a las puertas de la cámara a que la sesión diese comienzo. Allí, bajo la lluvia de elogios de sus iguales, parecía el mismo que en sus días de éxito, y no me costó darme cuenta de que se dejaba embriagar por la recepción. Daba la casualidad de que aquella sería la última reunión del Senado antes de las vacaciones anuales, por lo que había una atmósfera festiva en el ambiente. Después de que los arúspices declarasen propicios los cielos y mientras los senadores entraban en fila para empezar la sesión, Cicerón me llamó por señas y señaló en el orden del día el tema principal a debatir: la concesión de cuarenta millones de sestercios del Tesoro a Pompeyo para financiar las compras de trigo.

—Esto podría ser interesante. —Señaló con la cabeza a Craso, quien justo en ese momento entraba en la cámara con paso airado y gesto grave—. Ayer mantuve una conversación con él acerca de este asunto. Primero Egipto, ahora esto; la megalomanía de Pompeyo le pone furioso. Los muy ladrones andan como el perro y el gato, Tiro; esta podría ser una buena oportunidad para hacer alguna trastada.

—Ten cuidado —lo previne.

—Ay, madre, sí, «tendré cuidado» —se burló mientras me daba un golpecito en la cabeza con el rollo del orden del día—. Bien, después de lo de ayer, tengo un poco más de poder, y ya sabes lo que digo siempre: el poder es para aprovecharlo.

Y entró con paso jovial en el edificio del Senado.

Yo no tenía planeado asistir a la sesión, ya que debía preparar el discurso de Cicerón del día anterior para que fuese publicado. Pero cambié de parecer y me situé junto a la entrada. El cónsul presidente era Cornelio Léntulo Marcelino, un aristócrata y patriota de la vieja escuela que detestaba a Clodio, apoyaba a Cicerón y desconfiaba de Pompeyo. Llamó a una serie de oradores que censuraron la concesión de una suma tan elevada a Pompeyo. En cualquier caso, tal como señaló uno de ellos, no quedaba dinero, ya que hasta la última moneda se había destinado a aplicar la ley de César, que concedía las tierras campanienses a los veteranos de Pompeyo y a los pobres de la ciudad. La cámara se exaltó. Los partidarios de Pompeyo interrumpieron a sus oponentes, y estos les respondieron a voces. (No se permitía la presencia de Pompeyo en la cámara, dado que la comisión del trigo concedía

imperium, un poder que impedía acceder al Senado a quienes lo poseían). Craso parecía satisfecho con el curso que estaba tomando la sesión. Entonces Cicerón pidió la palabra; en ese momento el silencio volvió a instalarse en la cámara y los senadores se inclinaron hacia delante para prestarle atención.

—Los honorables miembros —comenzó— recordarán que en su momento recomendé que se le otorgara a Pompeyo la comisión del trigo, y en modo alguno pretendo retractarme ahora. No podemos decirle a alguien que desempeñe un determinado trabajo, y tras esto negarle los medios con los que llevarlo a cabo. —Los partidarios de Pompeyo murmuraron su aprobación sin disimulo. Cicerón levantó la mano—. Sin embargo, como ya se ha señalado con gran elocuencia, contamos con pocos recursos. El Tesoro no puede afrontar todos los gastos. No podemos esperar que, después de comprar grano por todo el mundo para alimentar a nuestros ciudadanos sin pedirles nada a cambio, les demos también una granja a los soldados y a los plebeyos. Cuando César aprobó esta ley, ni siquiera él, portentoso visionario, imaginaba que llegaría el día, y muy pronto, en que ni los veteranos ni los desposeídos tendrían la necesidad de cultivar trigo en una granja, ya que su sustento se les daría a cambio de nada.

—¡Ajá! —exclamó con regocijo la bancada de los aristócratas—. ¡Ajá! ¡Ajá! —Señalaron a Craso, que, junto con Pompeyo y César, era artífice de las leyes agrarias. Craso lanceó con los ojos a Cicerón, si bien su semblante hermético impedía adivinar qué estaba pensando.

—¿No sería prudente —prosiguió Cicerón—, en vista de las cambiantes circunstancias, que esta noble cámara revisara la legislación aprobada durante el consulado de César? Por supuesto, este no es el mejor momento para debatir esta cuestión, dada su complejidad, y más teniendo en cuenta que la cámara está ansiosa por disfrutar de un receso. Así pues, propondría que este asunto se añada al orden del día de nuestro próximo encuentro.

—¡Secundo la moción! —exclamó Domicio Enobarbo, un patricio casado con la hermana de Catón, cuyo furibundo odio a César le había llevado a exigir recientemente que se le retiraran los poderes que ejercía en la Galia.

Varias decenas de aristócratas alzaron la voz para manifestar su apoyo. Los hombres de Pompeyo estaban demasiado confundidos como para reaccionar; al fin y al cabo, les pareció que la principal embestida del discurso de Cicerón apoyaba a su cabecilla. Sin duda, Cicerón había hecho una trastada de las grandes, tanto que cuando se sentó y dirigió la vista hasta el fondo del pasillo para mirarme, creo que incluso me guiñó un ojo. El cónsul debatió entre susurros con sus escribientes y anunció que, teniendo en cuenta el evidente apoyo que había recibido la propuesta de Cicerón, el asunto se discutiría en los idus de mayo. Dicho esto, se levantó la sesión y los senadores se encaminaron hacia la salida, ninguno de ellos más rápido que Craso, quien a punto estuvo de tirarme al suelo de la prisa que llevaba.

Cicerón también estaba decidido a tomarse unas vacaciones, convencido de que se las merecía después de siete meses de tensión y trabajo ininterrumpidos; de hecho, ya había decidido el destino. Recientemente había fallecido un recaudador de impuestos para quien había realizado muchos trabajos de índole legal, y en su testamento le había legado una propiedad, una pequeña villa de la bahía de Nápoles, en Cumas, a medio camino entre el mar y el lago Lucrino. (Debo decir que por aquel entonces era ilegal aceptar pagos directos por los servicios prestados como abogado, aunque sí se permitía recibirlos como herencia; esta norma no siempre se observaba de una forma estricta). Cicerón nunca había estado allí, aunque tenía entendido que se contaba entre los mejores lugares de la región. Le propuso a Terencia ir a visitar juntos la villa, a lo que ella accedió, pero cuando supo que yo viajaría con ellos, se cogió otro de sus habituales enfados.

—Ya sé yo cómo van a ser esas vacaciones —la oí quejarse a Cicerón—. ¡Me pasaré el día sola mientras tú te encierras con tu verdadera esposa!

Cicerón intentó calmarla y convencerla de que no sucedería tal cosa, y yo procuré no cruzarme con ella.

La víspera de la salida, Cicerón dio una cena en honor a su futuro yerno, Crásipo, quien casualmente comentó que Craso, de quien era allegado, había salido muy aprisa de Roma el día anterior, sin revelarle a nadie su destino.

—Se habrá enterado de que alguna viuda anciana de algún pueblo remoto está a las puertas de la muerte y no le importa desprenderse de sus propiedades por un módico precio —dedujo Cicerón.

Todos los comensales se rieron, salvo Crásipo, que se mantuvo muy serio.

—Estoy convencido de que solo desea tomarse unos días de asueto, como todo el mundo.

—Craso no se va nunca de vacaciones, eso no reporta beneficios. —Cicerón alzó su copa y propuso un brindis por Crásipo y Tulia—. Que su unión sea larga y dichosa y quede bendecida con muchos niños, y, si se me permite elegir, que vengan tres por lo menos.

—¡Padre! —exclamó Tulia. Articuló una risa y, al notar que se ruborizaba, escondió la cara.

—¿Qué? —preguntó Cicerón con tono inocente—. Uno ya peina canas y necesita algunos nietos que les hagan juego.

Se levantó pronto de la mesa. Antes de partir hacia el sur, quería ver a Pompeyo. En concreto, quería interceder por Quinto para que se le permitiera renunciar a su cargo de legado y abandonar Sardinia para regresar a casa. Aunque fue en litera hacia la casa de Pompeyo, les indicó a los porteadores que lo llevasen despacio para que yo caminase junto a él y pudiéramos ir conversando. Comenzaba a oscurecer. Tuvimos que recorrer alrededor de una milla hasta llegar al Pincio, al otro lado de las murallas de la ciudad, donde Pompeyo había levantado su nueva villa suburbana (tal vez «palacio» sea un término más acertado), la cual dominaba su vasto complejo de templos y teatros, ya casi construidos en el Campo de Marte.

El gran hombre estaba cenando a solas con su esposa, de manera que hubimos de esperar a que terminasen. En el vestíbulo unos esclavos cargaban afanadamente varios montones de bultos en la media docena de carros dispuestos en el patio; vimos tantos baúles repletos de ropa, cajas de vajillas, alfombras, muebles e incluso estatuas que daba la impresión de que Pompeyo tuviera pensado montar otra casa en alguna otra parte. Al cabo, el matrimonio apareció y Pompeyo le presentó a Julia a Cicerón, quien a su vez me la presentó a mí.

—Me acuerdo de ti —me dijo, aunque estoy seguro de que no era cierto.

Aunque solo tenía diecisiete años, era muy amable. Poseía los modales exquisitos de su padre y algo de su intensa mirada, la cual me trajo de improviso el desconcertante recuerdo del torso desnudo y depilado de César sobre la mesa de masajes del cuartel general de Mutina; tuve que cerrar los ojos para borrar la imagen.

Julia nos dejó casi enseguida, aduciendo que necesitaba dormir bien antes de salir de viaje al día siguiente. Pompeyo le besó la mano (de todos era sabido que sentía adoración por ella) y nos condujo a su estudio. Era una inmensa habitación del tamaño de una casa, repleta de trofeos obtenidos en sus múltiples campañas, entre los que se contaba la que él aseguraba era la capa de Alejandro Magno. Se sentó en un diván hecho con un cocodrilo disecado, un obsequio de Ptolomeo, según nos dijo, e invitó a Cicerón a tomar asiento frente a él.

—Se diría que vas a emprender una expedición militar —observó Cicerón.

—Es lo que ocurre cuando viajas con tu esposa.

—¿Puedo preguntarte por vuestro destino?

—Sardinia.

—Ah —exclamó Cicerón—, qué coincidencia. Quería hablar contigo de Sardinia.

Pasó entonces a exponer una elocuente argumentación para que su hermano volviera a casa, sustentada en tres motivos principales: el tiempo que llevaba fuera; la necesidad que tenía de ver a su hijo (que empezaba a convertirse en un joven problemático), y su preferencia, más que por un mando civil, por un cargo militar.

Pompeyo lo escuchó sin interrumpirlo, reclinado en el cocodrilo egipcio, mientras se frotaba el mentón.

—Si eso es lo que deseas —dijo—, podrá regresar. De todas maneras, no posee dotes de administrador.

—Gracias. Estoy en deuda contigo, como siempre.

Pompeyo escrutó a Cicerón con sus ojos arteros.

—He oído que el otro día causaste un gran revuelo en el Senado.

—Lo hice por ti; quería asegurarme de conseguir los fondos para la Comisión.

—Sí, pero desafiando las leyes de César. —Agitó el dedo en señal de reproche—. Es una travesura por tu parte.

—César no es un dios, no es infalible; sus leyes no provienen del Olimpo. Además, si hubieras estado allí y hubieses visto lo mucho que Craso disfrutaba con los ataques en tu contra, estoy seguro de que habrías querido que le borrara esa sonrisa de la cara. Y eso es lo que conseguí al criticar a César.

Pompeyo se animó de pronto.

—¡Ah, bien, en eso debo darte la razón!

—Créeme, la ambición de Craso y su deslealtad para contigo han desestabilizado el bien común mucho más que cualquier cosa que yo haya podido hacer.

—Estoy completamente de acuerdo contigo.

—De hecho, diría que si hay alguien que supone una amenaza para tu alianza con César, es él.

—Y eso ¿por qué?

—Bien, no entiendo cómo César puede mantenerse al margen y permitirle actuar contra ti de esta manera; y mucho menos que le deje servirse de Clodio. Como suegro tuyo que es, debería favorecerte a ti en primer lugar. Si Craso sigue comportándose así, intuyo que cada vez sembrará más discordia.

—Cierto. —Pompeyo asintió. Volvió a adoptar un gesto taimado—. Llevas razón. —Se levantó y Cicerón lo imitó. Envolvió su mano con los robustos dedos de las suyas—. Gracias por venir a verme, viejo amigo. Meditaré durante mi viaje a Sardinia. Tenemos que escribirnos con frecuencia. ¿Adónde irás tú?

—A Cumas.

—¡Ah! Te envidio. Cumas… el paraje más bello de toda Italia.

Cicerón se sintió satisfecho con lo que había conseguido aquella noche. De regreso a casa, me comentó:

—Esta triple alianza que se traen entre manos no puede durar mucho. Es contranatural. Solo tengo que seguir desconchándola poco a poco, y tarde o temprano, el edificio carcomido terminará por desplomarse.

Salimos de Roma al rayar el alba (Terencia, Tulia y Marco iban en el mismo carruaje que Cicerón, quien se encontraba de un humor excelente) y avanzamos a buen ritmo, hasta que hicimos una primera parada para pasar la noche en Túsculo, donde Cicerón celebró comprobar que la casa volvía a estar habitable; después nos detuvimos en la propiedad familiar de Arpino, donde nos quedamos una semana. Por último, desde las heladas cimas de los Apeninos descendimos hacia el sur, en dirección a la Campania.

Con cada milla que recorríamos, las nubes del invierno se alejaban un poco más, el azul del cielo era más intenso, la temperatura subía y el aire cobraba un mayor dulzor con el aroma de los pinos y la hierba, y cuando llegamos al camino de la costa, nos recibió la balsámica brisa del mar. En aquel momento Cumas era una ciudad mucho más pequeña y tranquila que ahora. Llegados a la acrópolis, comuniqué una descripción de nuestro destino, y desde allí un sacerdote nos indicó que debíamos dirigirnos a la orilla este del lago Lucrino, hacia un paraje al pie de las colinas desde donde se veían el margen opuesto de la laguna y la estrecha lengua de tierra que se extendía hasta la abigarrada vastedad azul del Mediterráneo. La villa consistía en una casa pequeña y ruinosa, de la que cuidaban media decena de esclavos ancianos. El viento entraba por las paredes agrietadas y una parte del techo se había desmoronado. Pero merecía la pena, aunque solo fuese por las vistas. Abajo, en el lago, las barquitas de remos se deslizaban entre los ostreros, y desde el jardín de la parte de atrás podía disfrutarse de una vista majestuosa de la exuberante pirámide verde del Vesubio. Cicerón, que estaba encantado, enseguida se puso a trabajar con los albañiles de la zona, con los que planificó la restauración y la redecoración integrales del edificio. Marco jugaba en la playa con su tutor. Terencia se sentaba en la terraza a coser. Tulia leía sus libros de griego. Hacía años que no tenían unas vacaciones familiares.

Sin embargo, había algo que a Cicerón no le cuadraba. El tramo de costa que unía Cumas con Puteoli estaba moteado en su totalidad, tanto entonces como ahora, de villas que pertenecían a los miembros del Senado. Y, naturalmente, daba por hecho que cuando corriera la voz de que se encontraba allí, empezaría a recibir visitas. Pero nadie apareció. Por las noches salía a la terraza, peinaba la orilla del mar con la vista, oteaba las colinas y se extrañaba de no ver apenas luces. ¿Qué ocurría con las fiestas, con las cenas? Recorrió la playa, una milla en ambas direcciones, y en ningún momento vio ni una toga senatorial.

—Aquí está ocurriendo algo —le dijo a Terencia—. ¿Dónde se ha metido todo el mundo?

—No lo sé —le respondió su esposa—, pero, por lo que a mí respecta, me alegro de que no haya nadie con quien puedas ponerte a discutir de política.

La respuesta llegó la mañana del quinto día.

Estaba en la terraza respondiendo la correspondencia de Cicerón cuando me fijé en un pequeño grupo de jinetes que se desviaba del camino de la costa para subir por el sendero que conducía a la casa. Lo primero que pensé fue: «¡Clodio!». Me levanté para verlos mejor y, para mi consternación, comprobé que el sol se reflejaba en sus cascos y petos. Cinco jinetes: soldados.

Terencia y los niños habían salido para pasar el día fuera e ir a ver a una sibila que al parecer moraba dentro de una tinaja en una cueva de Cumas. Entré corriendo para avisar a Cicerón y cuando lo encontré, mientras estaba decidiendo la combinación de colores para el comedor, se oía ya la trápala de las monturas en el patio. El cabecilla se bajó del caballo y se quitó el casco. Tenía un aspecto temible, estaba cubierto de polvo como un heraldo de la muerte. La blancura de su nariz y de su frente contrastaba con la mugre que cubría el resto de su rostro. Se diría que llevaba una máscara. Pero lo reconocí. Era un senador, aunque no de los más distinguidos, un miembro de la clase sobria y formal de los pedarios, quienes nunca tomaban la palabra, sino que se limitaban a votar con los pies. Se llamaba Lucio Vibulio Rufo. Era uno de los oficiales de Pompeyo, y naturalmente procedía de Piceno, la región originaria de este.

—¿Podemos hablar? —preguntó en un tono brusco.

—Por supuesto —respondió Cicerón—. Pasad. Comed y bebed, insisto.

—Entraré yo —aceptó Vibulio—. Los demás esperarán aquí fuera y se asegurarán de que nadie nos moleste. —Se acercó con paso rígido, era como una efigie de arcilla dotada de vida.

—Debes de estar rendido —observó Cicerón—. ¿De dónde venís?

—De Lucca.

—¿De Lucca? —repitió Cicerón—. ¡Eso debe de estar a trescientas millas!

—A trescientas cincuenta. Llevamos una semana cabalgando. —Cuando tomó asiento, una nubecilla de polvo se desprendió de él—. Se ha celebrado una reunión concerniente a ti, y me han enviado para ponerte al tanto de las conclusiones. —Me miró—. Necesito hablar contigo en privado.

Cicerón se quedó atónito y, temiendo estar lidiando con un lunático, le aclaró:

—Es mi secretario. Puedes contarme en su presencia todo lo que tengas que decirme. ¿A qué reunión te refieres?

—Como quieras. —Vibulio se quitó los guantes, se desabrochó un costado del peto, introdujo la mano bajo la placa metálica y extrajo un documento, que desenvolvió con delicadeza—. La razón por la que vengo de Lucca es porque es allí donde Pompeyo, César y Craso se han encontrado.

Cicerón frunció el ceño.

—Eso es imposible. Pompeyo iba a Sardinia, él mismo me lo dijo.

—Puede ir a los dos sitios, ¿no crees? —razonó Vibulio con afabilidad—. Podría haber viajado primero a Lucca y después a Sardinia. Te contaré cómo han sucedido las cosas. Después del breve discurso que diste en el Senado, Craso partió hacia Rávena para ver a César y contarle lo ocurrido. A continuación, cruzaron Italia para alcanzar a Pompeyo antes de que embarcase en Pisa. Pasaron varios días juntos, debatiendo multitud de cuestiones, entre ellas qué iban a hacer contigo.

De repente, se me revolvió el estómago. Cicerón se mantuvo firme.

—No hay necesidad de ponerse impertinentes.

—Y, en esencia, la conclusión es la siguiente: ¡cállate, Marco Tulio! Cállate y no te pronuncies en el Senado sobre las leyes de César. Cállate y deja de intentar abrir fisuras entre los tres. Cállate y no hables de Craso. Cállate y no digas nada de nada.

—¿Has terminado? —preguntó Cicerón sin inmutarse—. ¿Debo recordarte que te he recibido como invitado en mi casa?

—Todavía no. —Vibulio hizo una pausa para consultar sus notas—. Durante parte de la reunión también estuvo presente Apio Claudio, el gobernador de Sardinia. Estaba allí para exponer determinados compromisos en nombre de su hermano, a consecuencia de los cuales Pompeyo y Clodio se reconciliarán en público.

—¿Se reconciliarán? —se extrañó Cicerón. Ahora sí parecía dudar.

—En el futuro se mantendrán unidos para defender el bien común. Pompeyo desea que te comunique que está muy descontento contigo, Marco Tulio, «muy descontento». Estas fueron sus palabras textuales. Considera que te demostró una sólida lealtad al hacer campaña en tu favor para poner fin a tu exilio, y dio la cara por ti ante ciertas personas sobre el modo en que te comportarías con César, algo, te recuerda, que tú le confirmaste a César por escrito y que ahora has roto. Se siente muy decepcionado. Avergonzado. Insiste, como prueba de amistad, en que retires del Senado la moción sobre las leyes agrarias de César, y en que no vuelvas a pronunciarte al respecto hasta que debatas ese asunto con él en persona.

—Si hablé como lo hice, fue para favorecer a Pompeyo…

—Le gustaría que le remitieras una carta en la que le asegures que cumplirás con lo que te pide. —Vibulio enrolló el documento y se lo guardó bajo la coraza—. Esta era la parte oficial. Lo que voy a contarte ahora es estrictamente confidencial. ¿Comprendes?

Cicerón hizo una mueca de cansancio. Lo comprendía.

—Pompeyo desea que seas consciente de la magnitud de las fuerzas que están en juego; por eso los otros lo autorizaron a que te informase. Cuando el año esté más avanzado, Craso y él presentarán su candidatura a las elecciones consulares.

—Perderán.

—Si, como de costumbre, las elecciones se celebrasen en verano, podrías estar en lo cierto. Pero se aplazarán.

—¿Por qué?

—Por los disturbios de Roma.

—¿Qué disturbios?

—Los que provocará Clodio. Como resultado, las elecciones no se celebrarán hasta el invierno, momento en el que la temporada de campañas por la Galia ya habrá terminado y César podrá enviar a Roma a millares de veteranos para que voten por sus compañeros. Y entonces sí saldrán elegidos. Al término de su período como cónsules, Pompeyo y Craso asumirán cargos proconsulares: Pompeyo en Hispania y Craso en Siria. En lugar de un año, como es habitual, estos cargos durarán cinco años. Naturalmente, en aras de la imparcialidad, el cargo proconsular de César en la Galia también se prolongará durante cinco años más.

—Me cuesta creer todo esto…

—Y concluido este período adicional, César regresará a Roma y será elegido cónsul a su vez; Pompeyo y Craso se asegurarán de tener preparados a «sus» veteranos para que le voten a él. Estos son los términos del Convenio de Lucca. Está concebido para que dure siete años. Pompeyo le ha prometido a César que te atendrás a él.

—Y ¿si no lo hago?

—Dejará de garantizar tu seguridad.

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