Dictator

Dictator


Primera parte. Exilio. 58-47 a. C. » Capítulo VI

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V

I

Siete años —dijo Cicerón con repugnancia cuando Vibulio y sus hombres se marcharon—. En política no hay nada que pueda planificarse con una antelación de siete años. ¿Es que Pompeyo ha perdido el juicio? ¿Acaso no se da cuenta de que este pacto del demonio está pensado para favorecer a César? De hecho, promete cubrirle las espaldas a César hasta que este termine de saquear la Galia, tras lo cual regresará a Roma y tomará el control de toda la República, incluido Pompeyo.

Se sentó en la terraza, desesperado. Procedentes de la orilla se oían los graznidos solitarios de las aves marinas mientras los pescadores de ostras extraían sus capturas. Ahora sabíamos por qué el vecindario estaba desierto. Según Vibulio, la mitad de los senadores se habían enterado de lo que estaba ocurriendo en Lucca, y más de un centenar de ellos se había desplazado al norte para intentar hacerse con una parte del botín. Habían renunciado a la calidez de la Campania para recrearse bajo el sol más radiante de todos: el poder.

—Soy un necio —se lamentó Cicerón—, por venir aquí a contar olas cuando el futuro del mundo se está decidiendo en el extremo opuesto del país. Asumámoslo, Tiro. Ya no soy el de antes. Cada uno tiene su momento, y el mío pasó hace tiempo.

Más tarde Terencia regresó de la visita a la cueva de la sibila de Cumas. Se fijó en los restos de polvo que había en las alfombras y en los muebles y preguntó quién había estado en la casa. A regañadientes, Cicerón le contó lo ocurrido.

Se le iluminaron los ojos. Con gran emoción, exclamó:

—¡Qué curioso! La sibila ha profetizado estos acontecimientos. Me dijo que primero Roma sería gobernada por tres, después por dos, luego por uno y, al final, por ninguno.

Incluso Cicerón, a quien la idea de que existiese una sibila que vivía dentro de una tinaja y adivinara el futuro le parecía una completa sandez, se quedó impresionado.

—Tres, dos, uno, ninguno… Sabemos demasiado bien quiénes son los tres, de eso no cabe duda. Y me puedo imaginar quién será el uno. Pero ¿quiénes serán los dos? Y ¿a qué se referirá con «ninguno»? ¿Será su forma de predecir un clima caótico? Si se trata de eso, estoy de acuerdo, eso será lo que suceda si permitimos que César pisotee la Constitución. Sin embargo, no tengo ni la más remota idea de cómo detenerlo.

—Y ¿por qué has de ser tú quien lo detenga? —inquirió Terencia.

—No lo sé. ¿Quién podría hacerlo, sino yo?

—Pero ¿por qué siempre te corresponde a ti aplacar la ambición de César cuando Pompeyo, el hombre más poderoso del Estado, no piensa mover un dedo para respaldarte? ¿Por qué asumes esa responsabilidad?

Cicerón guardó silencio.

—Es una buena pregunta —señaló al cabo—. Quizá sea una actitud vanidosa por mi parte. Pero ¿de verdad es honorable que me mantenga con los brazos cruzados cuando el instinto me dice que la nación avanza hacia el desastre?

—¡Sí! —exclamó su esposa con vehemencia—. ¡Sí! ¡Por supuesto que sí! ¿El enfrentamiento con César no te ha causado ya bastante sufrimiento? ¿Hay alguien en este mundo que haya padecido un castigo mayor? ¿Por qué no dejas que otros continúen con la lucha? ¿No crees que te has ganado el derecho a disfrutar de un poco de paz? —A media voz, añadió—: Yo tengo claro que sí me la merezco.

Cicerón tardó un rato antes de contestar. Intuyo, que desde que tuvo conocimiento del Convenio de Lucca, sabía que no podía seguir oponiéndose a César, no si quería seguir con vida. Aun así, necesitaba que alguien se lo dijese sin ambages, como acababa de hacer Terencia.

Entonces suspiró con un cansancio que nunca había observado en él.

—Tienes razón, esposa mía. Al menos, nadie podrá recriminarme que no he retratado a César como lo que es, ni que no he intentado detenerlo. Pero estás en lo cierto, soy demasiado viejo y estoy demasiado exhausto como para seguir enfrentándome a él. Mis amigos lo entenderán y mis enemigos criticarán cualquier cosa que haga, de modo que ¿por qué preocuparme por lo que piensan? ¿Por qué no puedo disfrutar al fin de un descanso en estas soleadas tierras con mi familia?

Estiró el brazo y le cogió la mano.

No obstante se avergonzaba de haber capitulado. Lo sé porque, aunque envió una extensa carta a Sardinia —una «palinodia», como él decía— para anunciarle a Pompeyo que había cambiado de parecer, nunca me permitió leerla, ni guardó copia alguna. Tampoco se la mostró a Ático. Al mismo tiempo, le escribió al cónsul Marcelino para comunicarle que deseaba retirar la moción con la que solicitaba que el Senado revisase las leyes agrarias de César. No le dio ninguna explicación; no hacía falta; todo el mundo estaba al tanto de los cambios que se acababan de producir en el firmamento político y sabía que la nueva alineación de los astros regía en su contra.

Cuando regresamos a Roma, nos encontramos con una ciudad plagada de rumores. Sin duda, muy pocos sabían con certeza lo que Pompeyo y Craso se traían entre manos, pero poco a poco corrió la voz de que iban a iniciar una candidatura conjunta por el consulado, como ya hicieran en el pasado, aunque de todos era sabido que se profesaban un desprecio mutuo. Algunos senadores, no obstante, estaban decididos a contener el cinismo y la arrogancia de los Tres. Se programó un debate sobre la adjudicación de las provincias consulares, y se propuso una moción para desposeer a César tanto de la Galia Citerior como de la Galia Ulterior. Cicerón sabía que, si acudía a la cámara, le pedirían su opinión. Consideró la posibilidad de mantenerse al margen pero sabía que tarde o temprano tendría que retractarse en público, de manera que lo mejor era que zanjase ese asunto cuanto antes. Comenzó a preparar el discurso.

En la víspera del debate, tras más de dos años en Chipre, Marco Porcio Catón regresó a Roma. Reapareció a lo grande, remontando el Tíber desde Ostia flanqueado por una flotilla de navíos cargados de riquezas, en compañía de su sobrino, Bruto, un joven en el que había puestas muchas expectativas. Todo el Senado al completo, así como los magistrados y sacerdotes, además de la mayor parte de la población, salieron a darle la bienvenida. Había una dársena con postes pintados y galones donde debía desembarcar para encontrarse con los cónsules. Sin embargo, pasó de largo, iba de pie en la proa de una galera real dotada de seis bancos de remos, inclinando hacia delante su perfil huesudo, vestido con una desgastada túnica negra. La multitud jadeó y gruñó decepcionada por su prepotencia, pero entonces comenzó a descargar los tesoros: un carro de bueyes detrás de otro, hasta siete mil talentos de plata desfilaron desde la Navalia hasta el Tesoro del Estado, ubicado en el templo de Saturno. Con este aporte, Catón transformó las finanzas de la nación —bastaba para proporcionar trigo de forma gratuita a los ciudadanos durante cinco años—, de modo que el Senado organizó una sesión con carácter inmediato para votar y nombrarlo pretor honorífico, con derecho a lucir una toga especial de ribetes morados.

Convocado por Marcelino para que respondiera, Catón censuró con desprecio lo que él llamaba «nimiedades de corruptos»: «He cumplido con el deber que me fue asignado por el pueblo romano, cometido para el que nunca me ofrecí y del que preferiría no haber tenido que encargarme. Ahora que ya está hecho, no necesito zalamerías ni prendas vistosas con las que engalanarme; saber que he cumplido con mi cometido es para mí recompensa suficiente, como debería serlo para cualquier otro hombre».

Al día siguiente regresó a la cámara para asistir al debate sobre las provincias, como si nunca se hubiera ausentado; de hecho, ocupó su asiento habitual y repasó diversas cuentas del Tesoro, como siempre hacía, para cerciorarse de que no se estuviera malgastando el erario público. Solo cuando Cicerón se levantó para hablar, las dejó a un lado.

La sesión estaba avanzada y casi todos los excónsules habían manifestado ya su opinión. Aun así, Cicerón logró mantener el suspense un poco más al dedicar la primera parte del discurso a atacar a dos antiguos enemigos suyos, Pisón y Gabinio, gobernadores de Macedonia y de Siria respectivamente. Transcurridos unos minutos, el cónsul Marcio Filipo, quien estaba casado con la sobrina de César y que, al igual que muchos otros, comenzaba a impacientarse, lo interrumpió para preguntarle por qué perdía el tiempo arremetiendo contra esos dos títeres cuando el hombre que de verdad había instigado la campaña que lo llevó al exilio era César. Este comentario le dio pie a Cicerón para abordar el tema.

—Porque —argumentó— quiero destacar el bienestar del que goza nuestro pueblo y no solo mis problemas particulares. La lealtad inquebrantable que durante tantos años le he profesado a la República es lo que renueva, refuerza y revigoriza mi amistad con Cayo César.

»Para mí —prosiguió, teniendo que gritar para hacerse oír sobre los abucheos—, es imposible no declararme amigo de todo el que le haga un buen servicio al Estado. Bajo el mando de César, hemos librado una guerra en la Galia, mientras que antes nos limitábamos a defendernos de quienes nos atacaban. Al contrario que sus predecesores, César cree que toda la Galia debería quedar bajo nuestro gobierno. Y por ello, con un éxito abrumador, ha diezmado en batalla a las tribus más feroces y poderosas de Germania y Helvecia; a las demás las ha aterrorizado, arrinconado y sometido, y les ha enseñado a obedecer la voluntad del pueblo romano.

»No obstante, la guerra todavía no está ganada. Si obligamos a César a que regrese, las ascuas podrían encender nuevas llamas. Por lo tanto, como senador, como enemigo declarado de César, si así lo preferís, debo olvidar mis problemas por el bien del Estado, porque ¿cómo puedo ser enemigo de un hombre cuyos despachos, fama y emisarios nos regalan los oídos cada día con nuevos nombres de razas, gentes y pueblos?

No fue su mejor intervención. De hecho, hacia el final de la misma cometió el tropiezo de intentar hacer creer a la cámara que en realidad César y él nunca habían sido enemigos, sofisma que la bancada recibió entre burlas. Con todo, consiguió lo que se proponía. La moción para sustituir a César fue abolida y, al término de la sesión, aunque los opositores más acérrimos de César (como Enobarbo y Bíbulo) le dieron la espalda con manifiesto desprecio, Cicerón se encaminó hacia la salida con la cabeza alta. En ese momento Catón lo abordó. Yo estaba esperando junto a la puerta, de forma que oí toda la conversación que mantuvieron.

—No te imaginas cómo me decepcionas, Marco Tulio —le confesó Catón—. Acabas de desperdiciar la que quizá fuese nuestra última oportunidad de detener a un dictador.

—¿Por qué iba a querer detener a alguien que consigue una victoria tras otra? —le preguntó Cicerón.

—Pero ¿para quién lo hace? —replicó Catón—. ¿Para la República o para sí mismo? Y, en cualquier caso, ¿desde cuándo esta nación tiene por objetivo conquistar la Galia? ¿Cuándo han autorizado el Senado o el pueblo esta guerra?

—Bien, entonces ¿por qué no propones tú una moción para ponerle fin? —lo instó.

—Puede que lo haga —avisó Catón.

—Sí —lo animó Cicerón—, ¡así veremos hasta dónde llegas! Bienvenido a casa, por cierto.

No obstante, Catón, que no estaba de humor para cumplidos, se alejó con paso airado para hablar con Bíbulo y Enobarbo. En adelante, él tomaría las riendas de la oposición a César, mientras Cicerón disfrutaba de su retiro en la casa del Palatino, decidido a llevar una vida más sosegada.

No había nada de heroico en lo que Cicerón acababa de hacer. Era consciente del prestigio que había perdido. «¡Adiós, principios, sinceridad y honor!», le escribiría en una carta a Ático a modo de resumen.

Sin embargo, aun después de todos estos años, e incluso considerándolo en retrospectiva, no veo qué otra salida le quedaba. A Catón le resultaba más sencillo mostrarse desafiante ante César. Procedía de una familia rica e influyente, y no debía lidiar con las amenazas de Clodio un día tras otro.

A continuación todo se desarrolló como los Tres habían planeado, algo que Cicerón no podría haber evitado ni aun dando su vida por ello. Clodio y sus rufianes entorpecieron las solicitudes de votos para las elecciones consulares a fin de interrumpir la campaña. Después amenazaron e intimidaron al resto de los candidatos hasta que estos se retiraron. Por último, se pospusieron las elecciones. Solo Enobarbo, con el apoyo de Catón, tuvo el valor de seguir postulándose para el cargo de cónsul al que aspiraban Pompeyo y Craso. La mayor parte del Senado se vistió de luto en señal de protesta.

Aquel invierno, por primera vez, los veteranos de César atestaron la ciudad y se dedicaron a emborracharse, a irse de putas y a amenazar a todo el que se negara a saludar a la efigie de su caudillo que erigieron en una encrucijada. En la víspera de la votación aplazada, Catón y Enobarbo iban de camino al recinto de las votaciones a la luz de las antorchas para proteger su puesto de campaña cuando alguien los atacó por el camino. Puede que fueran los hombres de Clodio o quizá los de César, pero el caso es que el esclavo que portaba las antorchas resultó muerto. A Catón le asestaron una puñalada en el brazo derecho y, aunque le rogó a Enobarbo que se mantuviese firme, este huyó a su casa, bloqueó la puerta con maderos y se negó a salir. Al día siguiente, Pompeyo y Craso fueron elegidos cónsules, y poco después, tal y como se conviniera en Lucca, se aseguraron de que se les adjudicaran las provincias que deseaban gobernar al término de su cargo conjunto: Hispania para Pompeyo y Siria para Craso. Ambos mandatos tendrían una duración de cinco años en lugar del año único habitual, con una ampliación de cinco años más para César como procónsul de la Galia. Pompeyo ni siquiera tuvo que salir de Roma, ya que optó por gobernar Hispania a través de sus subordinados.

Durante todo este tiempo, Cicerón se mantuvo apartado de la vida política. Los días en que no debía intervenir en los tribunales, se quedaba en casa y ayudaba a su hijo y a su sobrino a estudiar gramática, griego y retórica. Por las noches cenaba tranquilamente con Terencia. Componía poemas. Empezó a escribir un libro sobre la historia y la práctica de la oratoria.

—Sigo siendo un exiliado —me confesó—, solo que ahora vivo el destierro en Roma.

César no tardó en tener conocimiento del cambio de postura que Cicerón había anunciado en el Senado, por el cual le remitió de inmediato una carta de agradecimiento. Recuerdo la sorpresa que se llevó cuando llegó la misiva, entregada por uno de los eficientes y fiables mensajeros militares de César. Como he explicado con anterioridad, casi toda la correspondencia que mantuvieron quedó requisada más adelante. Sin embargo, recuerdo el encabezamiento, ya que siempre utilizaba el mismo:

De C. César,

imperator, para M. Cicerón, saludos.

Yo y el ejército estamos bien…

Y en aquella carta en particular se incluía un pasaje que nunca he olvidado: «Me halaga saber que me llevas en el corazón. No hay nadie en toda Roma cuya opinión valore más que la tuya. Puedes confiar en mí siempre que lo necesites». Cicerón se debatía entre la gratitud y la vergüenza, entre el alivio y la desesperación. Le mostró la misiva a Quinto, quien acababa de regresar de Sardinia.

—Has hecho lo correcto —le dijo su hermano—. Pompeyo ha demostrado ser un amigo voluble. El mismo César te habría guardado más lealtad. —A esto, añadió—: Para serte franco, Pompeyo me trató con tanto desprecio mientras estuve fuera que llegué a preguntarme si no me iría mejor aliándome con César.

—Y ¿cómo ibas a hacer eso?

—Bueno, soy un soldado, ¿no? Tal vez podría requerir un puesto a su mando. O quizá tú podrías solicitarle algún servicio en mi nombre.

Al principio, Cicerón se mostró reacio; no albergaba ningún deseo de pedirle favores a César. Pero después vio lo desanimado que se encontraba Quinto tras su regreso a Roma. Tenía que lidiar con su desdichado matrimonio con Pomponia, qué duda cabía, pero no se trataba solo de eso. Él no era orador ni abogado como su hermano mayor. Ni los tribunales ni el Senado le atraían en exceso. Ya había servido como pretor y como gobernador en Asia. El único paso que le quedaba por dar en política era la obtención de un consulado, lo que nunca sucedería a menos que tuviera un extraordinario golpe de suerte o que contase con un buen patrón. Por otro lado, el único ámbito en el que podía buscar ese tipo de cambios era el del campo de batalla.

Parecía una posibilidad remota, pero al empezar a darle vueltas, los hermanos se convencieron de que deberían vincular su destino al de César de una forma más estrecha. Cicerón le escribió con el propósito de solicitarle un servicio para Quinto, y César le contestó enseguida para comunicarle que estaría encantado de complacerlo. No solo eso, puesto que, a cambio, le preguntó a Cicerón si lo ayudaría a supervisar el complejo programa de reedificación que estaba preparando en Roma para competir con el de Pompeyo. Se invertirían varios cientos de millones de sestercios en la construcción de un nuevo foro que ocuparía el centro de la ciudad y en el levantamiento de una avenida cubierta de una milla de longitud en el Campo de Marte. Como recompensa por sus esfuerzos, César le concedió a Cicerón un préstamo de ochocientos mil sestercios a un interés del dos con veinticinco por ciento, la mitad de la tasa habitual del mercado.

Así era él. Como un remolino. Engullía a los hombres en su vórtice de energía y poder, hasta el punto de llegar a tener hipnotizada a casi toda Roma. Cada vez que sus

Comentarios se colgaban a la entrada de la Regia, se formaba a su alrededor una multitud que se quedaba todo el día allí, leyendo sus hazañas. Aquel año, su joven protegido, Décimo, derrotó a los celtas en una cruenta batalla naval que se libró en el Atlántico, tras la cual César ordenó que toda la nación rival fuese vendida a los tratantes de esclavos y que se ejecutase a sus cabecillas. Bretaña fue conquistada; los Pirineos, apaciguados; Flandes, aplastada. Hasta a la última comunidad de la Galia se le exigió que pagase algún nuevo impuesto, incluso después de que César hubiera saqueado los pueblos y les hubiese arrebatado sus tesoros milenarios. Una vasta pero pacífica migración de cuatrocientos treinta mil germanos pertenecientes a las tribus de los usípetes y los téncteros cruzó el Rin y fue aplacada por César para que se sintiera segura cuando acordó una fingida tregua; después los masacró. Gracias al puente que los ingenieros levantaron sobre el Rin, César y su legión causaron estragos por toda Germania durante dieciocho días antes de replegarse de nuevo hacia la Galia y desmontar el puente al cruzarlo de regreso. Por último, por si esto fuera poco, César se hizo a la mar con dos legiones y desembarcó en las costas bárbaras de Britania (un lugar que en Roma muchos se negaban a creer que existiese, y que sin duda se encontraba allende los límites del mundo conocido). Allí quemó no pocas aldeas, capturó algunos esclavos y zarpó de vuelta a casa antes de que las tormentas del invierno lo atrapasen.

Para celebrar sus victorias, Pompeyo convocó una reunión del Senado con el propósito de que se aprobasen por votación otros veinte días de loas públicas en honor a su suegro, lo que dio lugar a una escena que aún no he olvidado. Uno tras otro, los senadores se levantaron para alabar a César, un sumiso Cicerón entre ellos, hasta que a Pompeyo ya solo le faltaba por llamar a Catón.

—Oídme todos —dijo Catón—, una vez más le dais la espalda al sentido común. Según los despachos de César, ya ha aniquilado a cuatrocientos mil hombres, mujeres y niños, personas con las que no manteníamos conflicto alguno, con las que no estábamos en guerra, durante una campaña que no fue autorizada por ningún tipo de votación, ni de este Senado ni del pueblo romano. Quiero exponer dos contrapropuestas para que las tengáis en consideración. En primer lugar, que, lejos de organizar celebraciones, les supliquemos a los dioses que no descarguen su ira sobre Roma y el ejército por los disparates y la demencia de César. Y segundo, que César, puesto que ha cometido un crimen de guerra tras otro, les sea entregado a las tribus de Germania para que ellas decidan su suerte.

La furiosa gritería que estalló al término de su discurso convirtió la cámara en un estremecido aulladero. «¡Traidor!». «¡Cortesana de la Galia!». «¡Germano!». Varios senadores se levantaron de un brinco y empezaron a empujar a Catón hasta que, al hacerlo tropezar, estuvo a punto de caer de espaldas. Pero era un hombre fuerte y atlético. Recuperó el equilibrio y se mantuvo en su sitio, escrutándolos a todos como un águila. Se propuso una moción para que los lictores lo llevaran directamente a la Carcer, donde lo encerrarían hasta que se disculpara. Pompeyo, no obstante, era demasiado astuto como para autorizar semejante martirio.

—El propio Catón, con su discurso, se ha infligido más daño a sí mismo del que ningún castigo podría causarle —declaró—. Dejadlo marchar. No importa. Acaba de quedar condenado para siempre a ojos del pueblo romano por manifestar una postura tan traicionera.

A mí también me pareció que Catón acababa de deslustrar la imagen que pudieran tener de él los más moderados y prudentes; así se lo hice saber a Cicerón cuando caminábamos de regreso a casa. Ahora que mantenía una relación más estrecha con César, esperaba que estuviese de acuerdo conmigo. Pero, para mi sorpresa, negó con la cabeza.

—No, estás muy equivocado. Catón es todo un profeta. No duda en espetar la verdad con la franqueza de un niño o de un lunático. Roma maldecirá el día en que decidió unir su destino al de César. Y yo también.

No pretendo dármelas de filósofo, pero he observado una cosa: siempre que algo parece estar en su apogeo, puedes tener la certeza de que su caída ha dado comienzo.

Así sucedió con el triunvirato. Destacaba sobre el panorama político con la solidez de un monolito. Aun así, tenía varios puntos débiles imposibles de ver, los cuales solo el tiempo revelaría. De estas flaquezas, la más peligrosa era la ambición desmesurada de Craso.

Durante muchos años fue el hombre más rico de Roma, con una fortuna de unos ocho mil talentos, equivalentes a casi doscientos millones de sestercios. Esta cantidad, empero, comenzó a parecer insignificante en comparación con las fortunas de Pompeyo y César, quienes tenían los recursos de países enteros a su disposición. Por lo tanto, Craso puso todo su empeño en partir hacia Siria, no para asumir el control administrativo del país, sino para emplearlo a modo de base desde la cual organizar una expedición militar contra el Imperio parto. Quienes tenían un ligero conocimiento de las arenas traicioneras y los pueblos sanguinarios de Arabia opinaban que el plan entrañaba un riesgo excesivo, y estoy seguro de que ese era el caso de Pompeyo. Sin embargo, tal era el desprecio que sentía por Craso que no movió un dedo para disuadirlo. En cuanto a César, también lo animó. Ordenó que el hijo de Craso, Publio (con quien me había encontrado en Mutina), abandonara la Galia para regresar a Roma acompañado de un destacamento de mil soldados veteranos de caballería y se uniera a su padre como delegado del comandante en jefe.

Cicerón detestaba a Craso más que a nadie en toda Roma. Incluso por Clodio llegaba a sentir en ocasiones, aunque a regañadientes, un cierto respeto. Pero a Craso lo consideraba cínico, codicioso y ladino, rasgos que intentaba disimular con una bonhomía dudosa e hipócrita. Mantuvieron una acalorada discusión en el Senado más o menos por aquel entonces, cuando Cicerón denunció al gobernador saliente de Siria, Gabinio (un viejo enemigo suyo), por ceder a los sobornos de Ptolomeo y devolverle al faraón el trono de Egipto. Craso defendió al hombre al que iba a sustituir. Cicerón lo acusó de anteponer sus intereses personales a los de la República. Craso tachó a Cicerón de exiliado. «Prefiero ser un exiliado —replicó Cicerón—, que un ladrón consentido». Craso se acercó a él con actitud amenazadora, y hubo que separar a los veteranos estadistas para que no la emprendieran a golpes.

Pompeyo mantuvo un aparte con Cicerón y le advirtió que no toleraría que ofendiese de esa manera a su compañero cónsul. César le envió una carta desde la Galia en la que, con un tono severo, le anunció que cualquier ataque que Craso sufriera constituiría un insulto contra él. Lo que les preocupaba, sospecho, era la expedición de Craso, dado que el creciente rechazo que generaba entre la ciudadanía empezaba a socavar la autoridad de los Tres. Catón y sus seguidores avisaron que era ilegal e inmoral declararle la guerra a un país aliado de la República; aportaron diversos augurios según los cuales los dioses se ofenderían y le traerían la ruina a Roma.

Craso se inquietó hasta el punto de planificar una reconciliación pública con Cicerón. Se dirigió a él por medio de Furio Crásipo, amigo suyo y yerno de Cicerón. Crásipo propuso organizar una cena para los dos en la víspera de la partida de Craso. Declinar la invitación habría supuesto una falta de respeto hacia Pompeyo y César; Cicerón debía asistir.

—Pero quiero que tú también estés presente, en calidad de testigo —me dijo—. Ese canalla pondrá en mi boca palabras que no pronuncié y se inventará halagos que nunca expresé.

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