Dictator

Dictator


Primera parte. Exilio. 58-47 a. C. » Capítulo VI

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Huelga decir que yo no llegué a sentarme a la mesa con ellos. Aun así, recuerdo con toda claridad algunos momentos de aquella velada. Crásipo tenía una magnífica casa en un vecindario suburbano, en medio de un parque ubicado aproximadamente a una milla del sur de la ciudad, a la orilla del Tíber. Cicerón y Terencia llegaron los primeros para poder pasar un poco de tiempo con Tulia, que había sufrido un aborto recientemente. Estaba pálida, la pobre, y muy delgada. Me fijé además en la frialdad con que la trataba su marido, que la criticaba por nimiedades domésticas como el que las flores se estuvieran marchitando o la pobre calidad de los aperitivos. Craso se presentó una hora más tarde, acompañado de una auténtica caravana de carruajes que se detuvieron alborotadamente en el patio. Con él llegaron su esposa, Tértula (una señora mayor de gesto agrio, casi tan calva como su marido); su hijo, Publio, y la nueva novia de este, Cornelia, una joven de diecisiete años muy elegante, hija de Escipión Nasica, a la que muchos consideraban la muchacha más cotizada de Roma. Craso trajo asimismo un séquito de asistentes y secretarios que no parecían desempeñar papel alguno salvo el de correr de aquí para allá con mensajes y documentos diversos, confiriéndole al encuentro cierta atmósfera de trascendencia. Cuando los protagonistas entraron para sentarse a cenar y se restableció la calma, se recostaron en los divanes de Crásipo y bebieron su vino. Me llamó la atención el contraste que observé entre aquellos aficionados civiles y la corte eficiente y curtida de César.

Tras la cena, pasaron al

tablinum para debatir sobre la estrategia militar, o, mejor dicho, Craso habló largo y tendido mientras los demás se limitaban a escucharlo. Por aquel entonces su sordera se había agravado mucho (tenía sesenta años) y se expresaba en un tono de voz excesivamente elevado. Publio, que se sentía avergonzado («cálmate, padre, no hay necesidad de gritar, no estamos en la habitación de al lado»), miró a Cicerón con las cejas enarcadas en una o dos ocasiones a modo de disculpa. Craso anunció que avanzaría hacia el este a través de Macedonia, para después seguir por Tracia, el Helesponto, Galacia y la franja norte de Siria, tras lo cual atravesaría el desierto de Mesopotamia, cruzaría el Éufrates y llegaría hasta el corazón de Partia.

—Sin duda estarán al tanto de tu llegada —comentó Cicerón—. ¿No te preocupa saber que no podrás recurrir al factor sorpresa?

Craso se mofó.

—No necesito ningún factor sorpresa. Prefiero el factor certeza. Que tiemblen mientras nos aproximamos.

Su objetivo eran los distintos tesoros que se encontraría a lo largo del camino; citó el templo de la diosa Derceto, en Hierápolis; el de Jehová, en Jerusalén; y también la efigie enjoyada de Apolo, en Tigranocerta; el Zeus dorado de Niceforio y las suntuosas edificaciones de Seleucia. En tono jocoso, Cicerón comentó que, más que de campaña militar, parecía que saliese de compras, pero la sordera de Craso le impidió oírlo.

Al término de la velada, los viejos enemigos se estrecharon la mano con calidez y expresaron la profunda satisfacción que les producía el hecho de que los pequeños malentendidos que antes podían haberlos distanciado hubieran quedado zanjados por fin.

—No eran más que meros productos de nuestra imaginación —declaró Cicerón mientras sacudía los dedos—. Que ahora queden erradicados por completo de nuestra memoria. Entre hombres como tú y yo, cuyo destino transcurre por los mismos cauces políticos, confío en que la llama de la alianza y la amistad siga ardiendo para honra de ambos. En todos los asuntos que puedan concernirte durante tu ausencia, mi entregado e infatigable servicio, así como todo el peso de mi influencia, quedan absoluta e incondicionalmente a tu disposición.

»Menudo canalla despreciable está hecho ese tipejo —gruñó Cicerón cuando montamos en el carruaje para regresar a casa.

Uno o dos días más tarde (y dos meses antes de que finalizara su cargo de cónsul, de lo ansioso que estaba por partir), Craso salió de Roma engalanado con la capa roja y el uniforme de general en activo. Pompeyo, en calidad de compañero cónsul, salió de la cámara del Senado para verlo partir. El tribuno Ateyo Capitón intentó detenerlo en el foro por iniciar una guerra ilegal, y cuando los lugartenientes de Craso lo apartaron a empujones, echó a correr hacia las puertas de la ciudad, donde encendió un brasero. Cuando Craso pasó delante de él, Ateyo empezó a arrojar incienso y libaciones sobre las llamas a la vez que profería maldiciones contra Craso y su expedición, mezclando distintos ensalmos con los nombres de múltiples deidades arcanas y temibles. El supersticioso pueblo de Roma observó la escena horrorizado y empezó a gritarle todo tipo de ruegos a Craso para que no emprendiera la marcha. Pero el general se rio de todos ellos y, con una última y airosa despedida con la mano, le dio la espalda a la ciudad y espoleó a su montura.

Esa era la vida de Cicerón en aquella época. Debía caminar de puntillas entre los tres grandes hombres del Estado y esforzarse por mantener una relación cordial con todos ellos, acatando las órdenes que le daban y temiendo en privado por el futuro de la República, aunque sin perder nunca la esperanza de que llegaran tiempos mejores.

Buscó refugio en sus libros, sobre todo en los de filosofía y los de historia, hasta que un día, poco después de que Quinto se hubiera marchado para unirse a César en la Galia, me dijo que había decidido escribir una obra propia. Era demasiado peligroso, admitió, atacar de forma abierta la situación política actual de Roma. No obstante, podía enfocar el texto desde otra perspectiva, actualizando la

República de Platón y describiendo cómo sería el Estado ideal.

—¿Quién podría oponerse a algo así?

Yo supuse que muchísima gente, aunque preferí no compartir mi opinión con él.

Recuerdo el proceso de redacción del libro, que al final nos llevó casi tres años, como uno de los períodos más satisfactorios de mi vida. Al igual que muchas obras literarias, nos costó mucho sufrimiento y un buen número de inicios fallidos. En principio, Cicerón había planeado escribirlo en nueve rollos, pero después prefirió limitarse a seis. Decidió presentar el escrito a modo de conversación imaginaria mantenida por un grupo de personajes históricos (entre los cuales destacaría uno de sus héroes, Escipión Emiliano, conquistador de Cartago) que se reúne en una villa durante una celebración religiosa para debatir sobre la naturaleza de la política y la manera en que se deberían estructurar las sociedades. Dio por hecho que a nadie le importaría que pusiera algunas ideas arriesgadas en la boca de distintas figuras legendarias de la historia de Roma.

Comenzó con los dictados en su nueva villa de Cumas durante el receso del Senado. Consultaba todo tipo de textos antiguos, y un día especialmente reseñable nos desplazamos hasta la villa de Fausto Cornelio Sila, hijo del anterior dictador, que residía en una zona más alejada del litoral. Milón, aliado de Cicerón, quien no dejaba de ascender en las esferas políticas, acababa de contraer matrimonio con Fausta, la hermana gemela de Sila, y durante el banquete de bodas, al que Cicerón asistió, Sila lo invitó a que visitara su biblioteca siempre que lo necesitase. Era una de las colecciones más valiosas de toda Italia. El dictador Sila había traído los libros en carro desde Atenas hacía casi treinta años y entre ellos, por sorprendente que pareciese, se incluían casi todos los textos originales de Aristóteles, escritos de su puño y letra tres siglos atrás. Nunca olvidaré la sensación que experimenté al desenrollar los ocho libros que componían la

Política, unos compactos cilindros repletos de diminutos caracteres griegos, con los bordes un tanto estropeados por la humedad de las cuevas de Asia Menor, donde habían permanecido ocultos durante muchos años. Tuve la impresión de retroceder en el tiempo y tocar el rostro de un dios.

Pero no quiero divagar. Lo importante es que, por primera vez, Cicerón había plasmado en negro sobre blanco su credo político, el cual se podría resumir en las siguientes máximas: que la política es la más noble de las profesiones («no existe ninguna otra ocupación gracias a la cual la virtud humana se aproxime de un modo más íntimo a la función augusta de los dioses»); que «no hay ningún motivo más noble para entrar en la vida pública que la determinación de no dejarse gobernar por personas malvadas»; que a nadie, a ningún individuo ni colectividad, se le debería conceder un poder excesivo; que la política es un oficio, no un pasatiempo para diletantes (porque no hay nada peor que un gobierno de «poetas listos»); que todo estadista debería consagrar su vida al estudio de «las ciencias políticas, a fin de reunir con antelación los conocimientos que podría necesitar en el futuro»; que la autoridad del Estado ha de repartirse siempre, y que de las tres formas conocidas de gobierno (monarquía, aristocracia y pueblo) la mejor es una mezcla de todas ellas, ya que por separado conducirían al desastre: los reyes pueden ser caprichosos; los aristócratas, egoístas; y «una multitud desbocada a la que se le conceda un poder insólito, más temible que una conflagración o que un mar embravecido».

Aún hoy sigo releyendo con frecuencia

La República, que continúa conmoviéndome, en particular por el pasaje que cierra el sexto libro, cuando Escipión describe como su abuelo se le aparece en un sueño y se lo lleva a los cielos consigo para mostrarle la pequeñez del mundo frente a la grandeza de la Vía Láctea, donde los espíritus de los estadistas fallecidos perviven convertidos en estrellas. Para elaborar esta descripción se inspiró en los cielos vastos y cristalinos que por la noche arropaban la bahía de Nápoles:

Miraba en todas direcciones y todo me parecía de una belleza prodigiosa. Había estrellas que no se ven desde la tierra, y todas eran más grandes de lo que creíamos. Las esferas refulgentes superaban en tamaño a nuestro mundo; de hecho, este se quedaba tan pequeño que incluso sentí desprecio por nuestro Imperio, que se reducía a una simple mota, de alguna manera, sobre su superficie.

«Si tomas distancia —le recomendaba el anciano a Escipión—, y contemplas este eterno hogar y lugar de reposo, dejarás de preocuparte por las habladurías del vulgo y de esperar una recompensa terrena por tus logros. Comprenderás también que nadie gozará de una reputación duradera, pues lo que los hombres dicen perece con ellos y se disipa en el olvido de la posteridad».

Componer estos pasajes era el principal consuelo que le quedaba a Cicerón en aquellos años solitarios alejado de la política. Sin embargo, la posibilidad de que algún día volviera a poner sus principios en práctica se antojaba demasiado remota.

Tres meses después de que Cicerón empezase a escribir

La República, llegado el verano del septingentésimo año de Roma, Julia, la esposa de Pompeyo, dio a luz a un varón. En cuanto conoció la noticia, durante la recepción matutina, Cicerón salió aprisa para felicitar a la feliz pareja y llevarle un regalo, ya que el hijo de Pompeyo y nieto de César se convertiría en una figura prominente en los años venideros, y quería contarse entre los primeros que les dieran la enhorabuena.

Apenas había amanecido y ya hacía calor. En el valle que se abría bajo la casa de Pompeyo se levantaba su recién inaugurado teatro, con sus templos, sus jardines y sus pórticos, resplandeciente bajo el sol su mármol nuevo y blanquísimo. Meses antes, Cicerón había asistido a la ceremonia de consagración, un espectáculo que incluía luchas en las que se emplearon quinientos leones, cuatrocientas panteras, dieciocho elefantes y el primer rinoceronte que se veía en Roma. Le pareció repulsivo, en particular la matanza de los elefantes. «¿Qué deleite puede proporcionarle a una persona cultivada ver cómo un simple hombre es destripado por un animal portentoso o cómo una criatura noble cae atravesada por una lanza de caza?». Sin embargo, naturalmente, prefirió reservarse sus impresiones para sí.

Nada más entrar en la inmensa vivienda, supimos que algo terrible había sucedido. Los senadores y los clientes de Pompeyo conversaban en grupos discretos, el semblante serio. Alguien le susurró a Cicerón que no se había hecho ningún anuncio, aunque el hecho de que Pompeyo todavía no hubiese aparecido y de que algunas de las doncellas de Julia hubieran sido vistas yendo y viniendo con urgencia, las mejillas humedecidas, por un patio del interior de la vivienda, hacía presagiar lo peor. De pronto, se produjo un tumulto en una de las habitaciones, una cortina fue descorrida y Pompeyo salió rodeado de un séquito de esclavos. Se detuvo, como asombrado por la cantidad de personas que lo esperaban, a las que escrutó en busca de un rostro familiar. Detuvo la vista en Cicerón. Levantó la mano y se acercó a él. Todos los observaron. Al principio, se mostró sereno, con la mirada cristalina. Pero apenas se había detenido ante su viejo aliado cuando el esfuerzo por mantener la calma se convirtió en una carga insoportable. El cuerpo y el rostro parecieron descolgársele con el escalofriante sollozo ahogado que articuló al exclamar:

—¡Julia ha muerto!

Un jadeo sobrecogido se extendió por la sala inmensa; una reacción sincera producto de la impresión y la tristeza, no me cabe duda, pero también de un sentimiento de alarma, pues todas aquellas personas se dedicaban a la política y el incidente entrañaba una relevancia mucho mayor que el fallecimiento de una muchacha, por trágico que este fuese. Cicerón, que también había roto a llorar, tomó a Pompeyo entre sus brazos e intentó reconfortarlo, hasta que unos instantes después este le pidió que lo acompañase a ver el cadáver de su esposa. Consciente de la aprensión que la muerte le provocaba, imaginé que intentaría negarse. Pero no existía tal posibilidad. Pompeyo no se lo había pedido solo como amigo. Debía actuar como testigo oficial del Senado en lo que ahora era un asunto de Estado. Entró en la habitación de la mano de Pompeyo y, cuando volvió a salir, al cabo de unos momentos, los demás formaron un círculo en torno a él.

—Empezó a sangrar de nuevo poco después de haber dado a luz —informó Cicerón—, pero no fue posible detener el flujo. En la hora de su final se mantuvo serena y fue valiente, haciendo honor a su linaje.

—¿Y el niño?

—No sobrevivirá a este día.

Una nueva oleada de jadeos se levantó con este anuncio, tras el cual las personas allí congregadas salieron a comunicar la noticia por toda la ciudad.

—La pobre muchacha estaba más pálida que la sábana en que la habían amortajado —me reveló Cicerón—. La criatura nació ciega y exangüe. Lo lamento muchísimo por César. Era su única hija. Se diría que las profecías que Catón anunció sobre la ira de los dioses estuvieran empezando a cumplirse.

Cuando regresamos a casa, Cicerón le escribió a César una carta de pésame. Quiso la mala suerte que este se encontrase en la región más inaccesible que cabía imaginar, después de haber realizado una nueva travesía a Britania, esta vez con una fuerza de invasión compuesta de veintisiete mil hombres, Quinto entre ellos. No fue hasta que regresó a la Galia, meses más tarde, cuando se encontró con múltiples fardos de cartas que le informaban sobre el fenecimiento de su hija. Según cuentan, no manifestó ningún tipo de emoción, sino que se retiró a sus aposentos, sin hacer mención alguna del asunto, hasta que después de tres días de luto oficial retomó sus labores. Creo que podría considerarse como el secreto de sus logros que fuera indiferente a la muerte de nadie (ya fuese la de un amigo o la de un enemigo, la de su única hija o incluso la suya), una frialdad de carácter que ocultaba bajo su célebre halo de encanto.

Pompeyo se situaba en el extremo opuesto del espectro humano. Hasta la más nimia de sus emociones se reflejaba en su semblante. Amó a todas sus esposas con una inmensa ternura, excesiva según algunos, y en especial a Julia. En el funeral (que, pese a las objeciones de Catón, se celebró en el foro como un asunto de Estado) le costó pronunciar el encomio debido a su llanto inconsolable, y, en general, daba la impresión de que se encontraba hundido. A continuación, las cenizas fueron sepultadas en un mausoleo ubicado en los alrededores de uno de los templos que poseía en el Campo de Marte.

Debían de haber transcurrido dos meses cuando le pidió a Cicerón que fuese a verlo para mostrarle la carta de César que acababa de recibir. Después de transmitirle su conmiseración por la muerte de Julia y de darle las gracias por las condolencias, César le proponía una nueva alianza conyugal, solo que doblemente robusta: le entregaría a Octavia, la nieta de su hermana, y, a cambio, él le concedería la mano de su hija, Pompeya.

—¿Qué te parece? —le preguntó Pompeyo—. ¡Creo que los aires bárbaros de Britania le están descomponiendo los sesos! Para empezar, mi hija ya está prometida a Fausto Sila. ¿Qué voy a decirle? «¿Lo siento mucho, Sila, pero acaba de aparecer alguien más importante?». Además, Octavia, por supuesto, ya está casada, y no con un cualquiera, precisamente, sino con Cayo Marcelo; ¿cómo se va a tomar que le robe a su esposa? ¡Maldita sea, si, de hecho, hasta el propio César está casado con esa pobre sandia de Calpurnia! ¡Quiere destrozarnos la vida a todos, cuando ni siquiera se ha enfriado aún el lado que mi inocente Julia ocupaba en nuestra cama! ¿Sabes que ni siquiera he sido capaz de limpiar los cepillos con los que se peinaba?

Cicerón, por primera vez, se manifestó en defensa de César.

—Estoy seguro de que solo pretende salvaguardar la República.

Pompeyo, sin embargo, no se calmó tan fácilmente.

—Bien, pues no pienso transigir. Si me caso por quinta vez, será con la mujer que yo elija; y en cuanto a César, tendrá que buscarse a otra esposa.

Cicerón, a quien le encantaban los chismes, no pudo evitar hablarles de la carta de César a varios de sus amigos, a los que exigió que jurasen guardar silencio al respecto. Naturalmente, tras solicitarles la misma discreción, todos ellos compartieron el asunto de la misiva con varios confidentes más, de tal modo que la noticia siguió propagándose hasta acabar en boca de toda Roma. A Marcelo en particular le indignó que César hablase de su esposa como si de un mueble se tratara. César se sintió avergonzado al saber lo que se estaba diciendo; culpó a Pompeyo de haber desvelado sus planes. Este, a su vez, lejos de disculparse, le echó en cara a César sus pobres dotes de casamentero. Una nueva grieta acababa de aparecer en el monolito.

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