Dictator

Dictator


Primera parte. Exilio. 58-47 a. C. » Capítulo VII

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V

I

I

Al año siguiente, durante el receso del Senado, Cicerón partió hacia Cumas con su familia, como de costumbre, con el propósito de seguir trabajando en su libro de política; y, como era de esperar, yo también fui con ellos. No faltaba mucho para mi quincuagésimo cumpleaños.

Siempre he gozado de muy buena salud, pero cuando ascendimos las gélidas cumbres de Arpino para descansar del viaje, empecé a tiritar. A la mañana siguiente apenas era capaz de moverme. Cuando quise reanudar la marcha con los demás, me desmayé y tuvieron que acostarme. Cicerón no me pudo tratar mejor. Pospuso el viaje con la esperanza de que me recuperase. Sin embargo, me subió la fiebre y, según me dijeron después, pasó largas horas velándome. Al final tuvo que dejarme en Arpino, después de haberles dado instrucciones a los esclavos de que me dedicasen exactamente la misma atención que si se tratase de él. Dos días más tarde escribió desde Cumas para decir que me enviaría a su médico griego, Andrico, y a un cocinero: «Si me tienes en alguna estima, procura reponerte y unirte a nosotros cuando hayas recobrado las fuerzas. Adiós».

Andrico me administró una purga y me sangró. El cocinero me preparó unos deliciosos manjares que la enfermedad me impidió probar. Cicerón me escribía con frecuencia.

No te haces una idea de lo mucho que me preocupa tu salud. Si le ahorras a mi cabeza esta tribulación, yo le ahorraré a la tuya sus congojas. Te contaría más cosas si supiera que puedes leerlas con algún placer. Ordénale a tu ingeniosa mente, que tanto valoro, que cuide de ti por el bien de los dos.

Al cabo de una semana, la fiebre me bajó. Sin embargo, ya era demasiado tarde para ir a Cumas. Cicerón me escribió para que nos reuniésemos en Formiae, en el viaje de regreso a Roma.

Permíteme verte allí, mi estimado Tiro, recuperado y fuerte. Mis (nuestras) criaturas literarias no podrían echarte más de menos. Ático está conmigo, rebosante de buen humor. Quería escuchar mis composiciones, pero le he dicho que, en tu ausencia, los labios de este autor están sellados. Debes prepararte para ponerte de nuevo al servicio de mis musas. Mi promesa será escenificada en el día señalado. Ahora recupérate del todo. Pronto estaré contigo. Adiós.

«Yo le ahorraré a la tuya todas sus congojas». «Mi promesa será escenificada en el día señalado». Releí las cartas una y otra vez, incapaz de descifrar estas dos frases. Supuse que se referiría a algo que me había dicho durante mi estadio de delirio, aunque no guardaba ningún recuerdo de ello.

Como habíamos acordado, llegué a la villa de Formiae en la tarde de mi quincuagésimo cumpleaños, la veintiochena jornada de abril. Era un día frío y tempestuoso, en absoluto propicio, en que el viento impregnaba la atmósfera con la espuma que hacía saltar del mar. Aún me sentía débil. El esfuerzo por apresurarme hacia el interior de la casa para no terminar empapado hizo que me sintiera mareado. Al encontrar la villa vacía, me pregunté si no habría malinterpretado las instrucciones que se me hicieron llegar. Recorrí una habitación tras otra, llamándolos a todos, hasta que oí la risa ahogada de un niño procedente del triclinio. Descorrí la cortina y me encontré con un comedor lleno de gente que intentaba mantenerse en silencio: Cicerón, Terencia, Tulia, Marco, el joven Quinto Cicerón, el servicio de la casa al completo y (esto fue lo que más me sorprendió) el pretor Cayo Marcelo con sus lictores (el mismo noble Marcelo cuya esposa César le había ofrecido a Pompeyo, y que tenía una villa en las cercanías). Al ver mi cara de asombro, el comedor prorrumpió en carcajadas, entonces Cicerón me tomó de la mano y me llevó al centro de la estancia mientras los demás nos hacían sitio. Me temblaban las rodillas.

—¿Quién desea en este día liberar a este esclavo? —preguntó Marcelo.

—Yo —respondió Cicerón.

—¿Eres tú el propietario legal?

—Lo soy.

—¿Por qué se le ha de conceder la libertad?

—Ha demostrado una lealtad inquebrantable y le ha prestado un servicio ejemplar a nuestra familia desde que naciera bajo la condición de esclavo, a mí en particular, y también al Estado romano. Se encuentra en plenas facultades y merece la libertad.

Marcelo asintió.

—Puedes proceder.

El lictor posó su vara brevemente sobre mi cabeza. Cicerón se situó frente a mí, me tomó por los hombros y recitó la breve fórmula oficial:

—Este hombre debe ser liberado.

Tenía lágrimas en los ojos; yo también. Con delicadeza, me dio la vuelta hasta que quedé de espaldas a él, y después me soltó, como un padre que suelta a un niño para que dé sus primeros pasos.

Me cuesta describir la dicha que lo embarga a uno al obtener la libertad. Quinto lo expresó muy bien cuando me escribió desde la Galia: «La noticia me causa una inmensa alegría, mi querido Tiro, te lo aseguro. Antes eras nuestro esclavo y ahora, nuestro amigo». Por lo demás, nada cambió demasiado. Seguí viviendo bajo el techo de Cicerón y realizando las mismas tareas. No obstante, en el fondo, me sentía un hombre nuevo. Cambié la túnica por una toga, un atuendo engorroso que me resultaba incómodo, pero que me provocaba un orgullo indescriptible. Y por primera vez empecé a trazar mis propios planes. Comencé a elaborar un exhaustivo diccionario de los símbolos y abreviaturas que sustentaban mi sistema de taquigrafía, en el que incluí las instrucciones relativas al uso de la obra. Trabajé en el borrador de un libro sobre la gramática del latín. Y siempre que tenía tiempo, rebuscaba en mis cajas de notas y copiaba algunas de las citas más divertidas y ocurrentes que Cicerón había pronunciado a lo largo de los años. Con gran entusiasmo, me animó a escribir un libro sobre su ingenio y su sabiduría. A menudo, cuando hacía un comentario de especial agudeza, interrumpía su discurso y me instaba: «Anota eso, Tiro, inclúyelo en tu compendio». Con el tiempo fuimos dando por hecho que, si yo lo superaba en longevidad, me ocuparía de escribir su biografía.

En cierta ocasión le pregunté por qué había tardado tanto en concederme la libertad y por qué decidió hacerlo en aquel momento.

—Bien, sabes que puedo ser una persona muy egoísta y que dependo de ti para todo. Me decía a mí mismo: «Si lo libero, ¿qué le impedirá dejarme y ofrecerle sus servicios a César, a Craso o a cualquier otro? Sin duda, le pagarían muy bien para que les revelase todo cuanto sabe sobre mí». Sin embargo, cuando caíste enfermo en Arpino, comprendí lo injusto que sería que murieses bajo la condición de siervo, de manera que te hice esa promesa, aunque te hallabas en un estado demasiado febril como para entenderlo. Si hay alguien que merecía obtener la nobleza de la libertad, ese eras tú, mi querido Tiro. Además —añadió guiñándome el ojo—, ya no tengo secretos que merezca la pena vender.

Pese a lo mucho que lo quería, albergaba el deseo de terminar mis días bajo mi propio techo. Tenía algunos ahorros y ahora recibía un salario; soñaba con comprar un minifundio cerca de Cumas, donde podría cuidar de algunas cabras y gallinas y cultivar vides y olivos. Sin embargo, me aterraba la soledad. Supongo que podría haberme acercado al mercado de los esclavos y haber comprado uno que me hiciera compañía, pero la mera idea me repugnaba. Tenía claro con quién quería compartir el sueño de mi vida: con Ágata, la esclava griega que conocí en la casa de Lúculo y cuya libertad le pedí a Ático que comprase en mi nombre antes de acompañar a Cicerón en su exilio. Ático me confirmó que hizo lo que le solicité, y que la joven fue manumitida. Sin embargo, aunque intenté averiguar qué había sido de ella, y a pesar de que mantenía los ojos bien abiertos cada vez que me adentraba en las calles de Roma, parecía haberse perdido en el torrente de la muchedumbre de Italia.

Poca fue la paz de la que disfruté como liberto. Mis modestas miras, al igual que las de todos, pronto serían empujadas a un segundo plano por la inmensidad de los acontecimientos. Como dijo Plauto:

Sean cuales sean nuestros propósitos,

el futuro queda en las manos de los dioses.

Semanas después de mi manumisión, llegado el mes conocido entonces como

quintilis (para el que hoy se nos pide que utilicemos el nombre de «julio»), recorría yo la vía Sacra con algún apremio, procurando no tropezarme con mi nueva toga, cuando vi el gentío que se había concentrado más adelante. Observé en aquellas personas una inmovilidad estatuaria, en absoluto alborotadas, como solía suceder cada vez que se publicaba en el tablero blanco la noticia de una nueva victoria de César. De inmediato supuse que debía de haber sufrido alguna derrota aplastante. Me coloqué en el perímetro de la muchedumbre y le pregunté al hombre que tenía delante de mí qué ocurría. Molesto, me miró de soslayo y masculló con voz distraída:

—Han matado a Craso.

No me quedé allí más que el tiempo imprescindible para enterarme de los pocos detalles que se conocían. Después corrí a avisar a Cicerón. Estaba trabajando en su estudio. Cuando le comuniqué la nueva, entre jadeos, se levantó de un brinco, como si una noticia de semejante importancia no hubiera de ser recibida sentado.

—¿Cómo ha sucedido?

—Durante una batalla, según el informe, en el desierto, cerca de Carras, una ciudad de Mesopotamia.

—¿Y el ejército?

—Derrotado… Aniquilado.

Cicerón se me quedó mirando por un momento. Al cabo, dio una voz para que un esclavo le trajera los zapatos y otro dispusiese una litera. Le pregunté adónde iba.

—A ver a Pompeyo, adónde si no… Ven conmigo.

Un indicativo del poder de Pompeyo era que siempre que había algún problema de Estado todo el mundo acudía a su casa, tanto los ciudadanos de a pie, que aquel día atestaba las calles de las inmediaciones formando una multitud silenciosa y expectante, como los senadores veteranos, que empezaban a llegar en sus respectivas literas y, tras bajarse de ellas, eran conducidos por los ayudantes de Pompeyo al sanctasanctórum de la vivienda. Quiso la buena fortuna que los dos cónsules electos, Calvino y Mesala, estuvieran siendo procesados por soborno y no hubiesen llegado a ocupar el cargo. En su lugar, estaba presente la cúpula extraoficial del Senado, entre la que se contaban varios excónsules veteranos, como Cota, Hortensio y el anciano Curio, además de otros miembros prominentes más jóvenes, como Enobarbo, Escipión Nasica y Marco Emilio Lépido. Pompeyo dirigiría la reunión. Nadie conocía el Imperio oriental mejor que él; al fin y al cabo, había conquistado una buena parte de ese territorio. Anunció que acababa de llegar un despacho del legado de Craso, Cayo Casio Longino, quien, tras lograr huir del territorio enemigo, había regresado a Siria, y anunció que, si los presentes estaban de acuerdo, procedería a leerlo en voz alta.

Casio era un hombre frío y austero («pálido y enjuto», como diría César más adelante), poco amigo de la fanfarronería y la mentira, de manera que todos escucharon el informe con un profundo respeto. Según su relato, el rey parto, Orodes II, le envió un emisario a Craso la víspera de la invasión para comunicarle que, por respeto a su edad, estaba dispuesto a apiadarse de él y permitirle regresar en paz a Roma. Sin embargo, Craso, envanecido, le dijo que entregaría su respuesta en la capital parta, Seleucia, mensaje que provocó las carcajadas del emisario, que se señaló la palma de la mano y le espetó: «¡Crecerá vello aquí, Craso, antes de que tus ojos vean Seleucia!».

Las siete legiones, junto con los ocho mil soldados de caballería y los arqueros, cruzaron el Éufrates a la altura de Zeugma en mitad de una tormenta (un mal augurio en sí mismo) y, en un momento dado, durante las tradicionales ofrendas que se llevaban a cabo para aplacar a los dioses, a Craso se le cayeron las entrañas del animal sacrificado a la arena. Aunque bromeó al respecto («¡Es lo que pasa cuando uno se hace viejo, muchachos, pero aún puedo empuñar la espada con la fuerza necesaria!»), los soldados refunfuñaron y recordaron las maldiciones que se lanzaron contra ellos cuando partieron de Roma. «Ya entonces —escribió Casio— presentían que estaban condenados».

Cruzado el Éufrates —proseguía—, nos adentramos cada vez más en el desierto con unas reservas de agua insuficientes y sin saber muy bien dónde estábamos ni hacia dónde íbamos. Aquella tierra es llana, carece de referencias y no ofrece un solo árbol a cuya sombra cobijarse. Tras caminar penosamente durante cincuenta millas por las arenas polvorientas con el macuto lleno y bajo unas tormentas del desierto durante las cuales cientos de nuestros hombres sucumbieron a la sed y al calor, llegamos a un río que recibía el nombre de Balissus. Allí, por primera vez, nuestros exploradores avistaron algunas unidades de las tropas enemigas en la orilla opuesta. Por orden de Marco Craso, cruzamos las aguas a mediodía y nos dispusimos a iniciar la persecución. Pero para entonces el enemigo había vuelto a desvanecerse. Continuamos la marcha durante varias horas más, hasta que nos vimos en medio de una tierra yerma. De súbito, procedente de todos los flancos, oímos el batir de los timbales. En ese instante, como si hubiera brotado de la misma arena, apareció a nuestro alrededor una descomunal horda de arqueros montados. Los estandartes de seda del comandante parto, Sillaces, se adivinaban en la distancia.

A pesar de los consejos de otros oficiales con más experiencia, Marco Craso ordenó que las tropas formaran un gran y único cuadrado de doce cohortes de profundidad. Se dispuso que los arqueros se colocaran en las primeras líneas para repeler al enemigo. Sin embargo, pronto fueron obligados a retirarse ante la aplastante superioridad numérica y la velocidad de maniobra de los partos. Sus flechas causaron una carnicería entre nuestras apretadas filas. Para colmo, la muerte no se llevó rápidamente a nuestros soldados. En medio de la convulsión y la agonía, se retorcían desesperados mientras las flechas se clavaban en su cuerpo; las partían, dentro aún de las heridas, y se desgarraban la carne al intentar sacarse las puntas dentadas que les habían sajado las venas y los músculos. Muchos perecieron de este modo, y los que sobrevivieron no se encontraban en condiciones de combatir. Tenían las manos ocupadas con los escudos y los pies hundidos en la arena, de manera que no podían huir ni defenderse. Las escasas esperanzas que albergábamos de que esta lluvia asesina amainara se disiparon cuando vimos que un nuevo suministros de flechas llegaba al campo de batalla en varias caravanas de camellos cargados hasta arriba.

Consciente de que el ejército podía ser exterminado en cuestión de instantes, Publio Craso le solicitó a su padre que lo autorizara a que a sus jinetes, junto con una sección de la infantería y de arqueros, perforara la línea que los rodeaba. Marco Craso aprobó la estrategia. Esta tropa de evasión, compuesta por unos seis mil hombres, inició el avance y obligó a retirarse a los partos. No obstante, aunque Publio tenía órdenes expresas de no perseguir al enemigo, desobedeció las instrucciones. Sus hombres continuaron avanzando hasta perderse en el horizonte y los partos volvieron a aparecer tras ellos. Después de que los rodearan, Publio condujo a sus hombres hasta una loma estrecha, donde se convirtieron en un blanco fácil. Una vez más, los arqueros del enemigo cumplieron con su sangriento cometido. Al intuir que no tenían escapatoria y temeroso de que lo capturaran, Publio se despidió de sus hombres y los urgió a que intentaran salvarse sin él. Así, dado que no podía utilizar la mano, al tenerla atravesada por una flecha, le ofreció el costado a su escudero y le ordenó que lo atravesara con su espada. Muchos de los oficiales siguieron su ejemplo y se dieron muerte a sí mismos.

Cuando tomaron la posición de los romanos, los partos decapitaron a Publio y ensartaron su cabeza en una lanza. La llevaron a donde habían dejado al grueso del ejército invasor, se pasearon con ella ante nuestras filas y se mofaron de Marco Craso, instándole a que se acercara a ver a su hijo. Cuando comprendió lo ocurrido, se dirigió a nuestros soldados de la siguiente manera: «Romanos, esta pena es una carga que solo a mí me corresponde soportar. Pero vosotros, que estáis vivos y enteros, debéis defender la inmensa fortuna y la gloria de Roma. Y ahora, si sentís alguna compasión por mí, que he perdido al mejor hijo que ningún padre ha tenido jamás, demostradlo con la ira con la que arremeteréis contra el enemigo».

Por desgracia, los soldados desatendieron su mandato. De hecho, la escena que acababan de presenciar los desmoralizó más que ningún otro horror que hubieran vivido y terminó de arrebatarles sus escasas fuerzas. La muerte aérea volvió a precipitarse sobre nosotros y, sin ningún género de duda, hasta el último de los soldados habría muerto de no haber oscurecido. En ese momento los partos decidieron replegarse, no sin dejar de gritar que le darían la noche a Craso para llorar a su hijo, pero regresarían al alba para rematarnos.

Esto nos dio una oportunidad. Con Marco Craso postrado por el pesar y la desesperación e incapaz de seguir dando órdenes, asumí el mando de nuestras tropas, de tal forma que, en silencio y al amparo de la noche, los que podían caminar emprendieron una marcha forzada hacia la ciudad de Carras, dejando atrás, entre los gritos y súplicas más lastimeros, a unos cuatro mil heridos que al día siguiente fueron masacrados o capturados como esclavos por los partos.

Ya en Carras, nuestras tropas se dividieron. Guie a quinientos hombres hacia Siria mientras Marco Craso se retiraba con el grueso de los soldados supervivientes hacia las montañas de Armenia. Según los informes de nuestros espías, en las inmediaciones de la fortaleza de Sinnaca lo recibió un ejército encabezado por un subordinado del rey parto, quien le ofreció una tregua. Los legionarios de Marco Craso, amotinados, lo obligaron a que aceptase negociar, aunque él estaba convencido de que les tenderían una trampa. Mientras se alejaba para negociar con ellos, se dio media vuelta y solicitó: «A los oficiales romanos aquí presentes, ved que he sido obligado a actuar de este modo. Sois testigos del trato violento y humillante que he recibido. Pero si escapaseis y llegaseis a casa sanos y salvos, decidles a todos que Craso murió porque sus enemigos lo engañaron y no porque sus compatriotas lo entregasen a los partos».

Aquellas fueron sus últimas palabras. Murió asesinado junto con los comandantes de las legiones. Según mis informes, más adelante el propio Sillaces le entregó su cabeza al rey de los partos durante una interpretación de

Las bacantes, en la que utilizaron el obsequio como parte del decorado. Al término de la actuación, el rey ordenó que llenaran de oro fundido la boca de Craso, momento en que declaró: «Hártate ahora con el metal que en vida tanto codiciaste».

Quedo a la espera de las órdenes del Senado.

Cuando Pompeyo acabó de leer, un silencio absoluto se hizo en la sala.

Después de un rato, Cicerón dijo:

—¿Cuántos hombres hemos perdido? ¿Tenemos un número aproximado?

—Según mis cálculos, unos treinta mil.

Se produjo un jadeo de consternación entre los senadores congregados. Alguien concluyó que, de ser así, se trataba de la peor derrota desde que Aníbal barriera al ejército del Senado en Cannas, ciento cincuenta años atrás.

—Este documento —indicó Pompeyo mientras agitaba el despacho de Casio— no debe salir fuera de esta sala.

—Estoy de acuerdo —convino Cicerón—. La franqueza de Casio resulta admirable para el ámbito privado, pero se debe preparar una versión menos alarmante para la plebe, que haga hincapié en la gallardía de nuestros legionarios y sus comandantes.

Escipión, suegro de Publio, opinó:

—Todos murieron como héroes, eso es lo que debemos decirles. Eso es lo que voy a contarle a mi hija, desde luego. La pobre se ha quedado viuda con tan solo diecinueve años.

—Por favor, transmítele mis condolencias —le rogó Pompeyo.

A continuación tomó la palabra Hortensio. El excónsul había entrado en la sesentena y estaba retirado, pero aun así todos lo escucharon con deferencia.

—¿Qué sucederá ahora? Cabe esperar que los partos no se detendrán. Conscientes de nuestros puntos débiles, invadirán Siria en represalia. Apenas podemos formar una legión que la defienda, y ni siquiera tenemos gobernador.

—Propongo que designemos a Casio como gobernador en funciones —sugirió Pompeyo—. Es un hombre duro e infatigable, justo lo que necesitamos para afrontar esta emergencia. En cuanto al ejército, deberá formar y adiestrar uno nuevo en la región.

Enobarbo, quien nunca desaprovechaba una oportunidad para perjudicar a César, planteó:

—Nuestros mejores combatientes se encuentran en la Galia. César gobierna diez legiones, un número desmesurado. ¿Por qué no le ordenamos que envíe un par de ellas a Siria para taponar la brecha?

La mención del nombre de César produjo un claro murmullo de hostilidad en la sala.

—Esas diez legiones las reclutó él —señaló Pompeyo—. Admito que serían más útiles en el este, pero César considera que esos hombres son suyos.

—Bien, pues habrá que recordarle que no lo son. La función de esos soldados es servir a la República, no a él.

Más tarde, tras mirar a su alrededor y observar que todos los senadores asentían con vehemencia para manifestar su aprobación, Cicerón me comentó que fue en ese momento cuando comprendió lo que implicaba realmente la muerte de Craso.

—Porque, estimado Tiro, ¿qué hemos aprendido con la escritura de nuestra

República? Reparte el poder del Estado entre tres y las tensiones se equilibrarán; divídelo en dos y tarde o temprano una de las partes intentará dominar a la otra, es ley de vida. Por miserable que fuese Craso, al menos mantenía el equilibrio entre Pompeyo y César. Pero ahora que ya no está, ¿quién terminará por imponerse?

Y así iniciamos nuestra andadura hacia el desastre. Cicerón era lo bastante sagaz como para vislumbrarlo.

—¿Puede una Constitución concebida siglos atrás para sustituir una monarquía, y basada en una milicia de los ciudadanos, esperar regir un Imperio cuyo alcance empequeñece los sueños de quienes la redactaron? ¿O acaso la existencia de los ejércitos permanentes y el flujo de una riqueza nunca imaginada demolerán de forma inexorable nuestro sistema democrático?

No obstante, otras veces insistía en que esta visión apocalíptica encerraba un excesivo pesimismo y recordaba que la República ya se había enfrentado a multitud de calamidades con anterioridad (invasiones, revoluciones, guerras civiles), a las cuales había sobrevivido de un modo u otro; ¿por qué iba a ser distinto ahora?

Sin embargo, sí que lo era.

Dos hombres dominaron las elecciones aquel año. Clodio pretendía convertirse en pretor. Milón lampaba por un consulado. Nunca se había vivido en la ciudad una campaña con tanta violencia ni sobornos, lo que obligó a que el día de la votación fuese pospuesto repetidamente. Hacía ya más de un año desde que la República había elegido por última vez cónsules legítimos. El Senado estaba presidido por un

interrex, a menudo alguien sin influencia, cuyo mandato se relevaba cada cinco días; los fasces de los cónsules fueron colocados de manera simbólica en el templo de Libitina, diosa de los muertos. «Regresa presto a Roma —le escribió Cicerón a Ático, que había emprendido otro de sus viajes de negocios—. Ven y contempla el cascarón huero de la vieja y verdadera República romana que un día conocimos».

Un indicativo de la desesperación que había en el ambiente era el hecho de que Cicerón pusiera todas sus esperanzas en Milón, aun siendo este de un perfil opuesto al suyo; salvaje y primario, carente de una mínima traza de elocuencia y de la habilidad política necesaria para seducir a los votantes, más allá de la conducción de los juegos gladiatorios, cuyo coste lo había dejado en la ruina. Ya no le resultaba de utilidad a Pompeyo, quien no volvería a mantener ningún tipo de relación con él, y quien en ese momento apoyaba a sus oponentes, Escipión Nasica y Plaucio Hipseo. No obstante, Cicerón seguía necesitándolo. «He concentrado con firmeza todos mis esfuerzos, he dedicado todo mi tiempo y mi atención, y he puesto toda mi diligencia y mis pensamientos, todo mi ser, en definitiva, en la consecución del consulado para Milón». Lo consideraba el mejor baluarte en el que ampararse si se daba la eventualidad que más temía: el ascenso de Clodio al consulado.

A menudo Cicerón me pedía que realizara encomiendas sencillas para Milón durante esa campaña. Repasaba los archivos y elaboraba listas de nuestros viejos partidarios para que él les solicitase el voto, por ejemplo. También organizaba reuniones entre este y los clientes de Cicerón en las distintas sedes de las tribus. Incluso le llevaba bolsas con el dinero que el orador había recaudado de donantes acaudalados.

Llegado el nuevo año, Cicerón me pidió a modo de favor que dedicara un tiempo a observar la campaña de Milón.

—Si te soy franco, me temo que va a perder. Sabes tan bien como yo cómo funcionan las elecciones. Fíjate en cómo se comporta con los votantes. Averigua si podría hacer algo para aumentar sus posibilidades. No hace falta que te diga que, si pierde y Clodio gana, se avecina el desastre sobre mí.

Si bien la tarea no me suscitaba ningún interés, hice lo que me pidió, de tal modo que al decimoctavo día de enero me presenté en la casa de Milón, ubicada en la zona más escarpada del Palatino, detrás del templo de Saturno. Una muchedumbre apática se había concentrado en las inmediaciones, aunque no vi ni rastro del aspirante a cónsul. En ese momento supe que su candidatura empezaba a hacer agua. Cuando un hombre se presenta a las elecciones y considera que tiene alguna posibilidad de ganar, trabaja día y noche. Sin embargo, él no apareció hasta media mañana y, cuando llegó, me llevó a un rincón para quejarse de que Pompeyo había recibido a Clodio aquella misma mañana en la villa de campo que tenía en los montes Albanos.

—¡La ingratitud de ese hombre no conoce límites! ¿Recuerdas cuando tenía tanto miedo de Clodio y sus secuaces que no salió de casa hasta que traje a mis gladiadores para que limpiaran las calles? ¡Y ahora acoge a esa sabandija bajo su techo, y a mí no me da ni los buenos días!

Me solidaricé con él (todos sabíamos cómo era Pompeyo: un gran hombre que no se preocupaba más que por sí mismo) y, con mucho tacto, intenté redirigir la conversación hacia la campaña. Se acercaba el día de la votación. ¿Cómo pensaba emplear las preciadas horas previas?

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