Dictator

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Primera parte. Exilio. 58-47 a. C. » Capítulo VII

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—Hoy —anunció— visitaré Lanuvium, donde está la casa solariega de mi abuelo adoptivo.

No daba crédito.

—¿Te vas de Roma cuando falta tan poco para las votaciones?

—Solo está a veinte millas. Hay que designar a un nuevo sacerdote para el templo de Juno la Salvadora. Es la deidad del municipio, lo que significa que se organizará una ceremonia por todo lo alto; ya verás como allí encuentro cientos de votantes.

—Pero seguro que ya cuentas con el voto de esa gente, ya que tu familia está vinculada a esa ciudad. ¿No sería mejor aprovechar lo poco que queda para convencer a los indecisos?

Milón no quiso hablar más del asunto. De hecho, se negó tan en redondo que ahora, en retrospectiva, me pregunto si no habría renunciado ya a ganar las elecciones y, en su lugar, tomado la decisión de ir en busca de altercados. Después de todo, Lanuvium también estaba en los montes Albanos y la carretera que llevaba hasta allí pasaba prácticamente delante de la puerta de Pompeyo. Quizá pensara que había muchas posibilidades de que nos cruzásemos con Clodio por el camino. Puede que la oportunidad de enfrentarse a él en una pelea fuera lo que perseguía.

A la hora de partir, había dispuesto una caravana compuesta por varios carros llenos de equipaje y de sirvientes, y escoltada por su habitual tropa de esclavos y gladiadores armados con espadas y jabalinas. Milón iba al frente de la amenazadora comitiva, en un carro junto con su esposa, Fausta. Aunque me invitó a unirme a ellos, preferí la incomodidad de los lomos de un caballo antes que compartir el carruaje con el matrimonio, cuya tempestuosa relación siempre terminaba por crispar el ambiente. Recorrimos la vía Apia con arrogancia, obligando a hacerse a un lado al resto de los vehículos para que nos dejaran pasar —otra táctica electoral poco recomendable—, hasta que, al cabo de dos horas de viaje, cómo no, en las afueras de Bovillae, nos encontramos con Clodio, quien venía de la dirección opuesta y regresaba a Roma.

Viajaba a caballo junto con unos treinta asistentes —no tan bien armados como Milón, y mucho menos numerosos—. Yo me encontraba en medio de nuestra columna. Cuando pasó frente a mí, nos miramos. Sabía de sobra que yo era secretario de Cicerón y me atravesó con una mirada torva.

Se alejó con su séquito. Aparté la vista. No quería problemas. Pero enseguida, a mis espaldas, oí un grito y un golpetazo metálico. Al girarme vi que se había iniciado una pelea entre los gladiadores que cerraban la marcha y algunos de los hombres de Clodio, que en ese momento se encontraba ya más adelante. Este se detuvo y, cuando estaba dando media vuelta, Birria, el gladiador que en ocasiones había servido a Cicerón como guardaespaldas, le lanzó una jabalina. No le alcanzó de pleno, pero le atravesó el costado en el momento en que se giraba, de tal manera que la fuerza del impacto estuvo a punto de tirarlo de la silla. Tenía la punta dentada hundida en el cuerpo. Clodio miró atónito el arma y rompió a gritar, desesperado por extraérsela con ambas manos mientras su toga blanquísima se teñía de carmesí y se empapaba de sangre.

Sus guardaespaldas espolearon a los caballos y lo rodearon. Nuestra caravana se detuvo. Me fijé en que nos encontrábamos cerca de una taberna (por un capricho del destino, el mismo lugar donde nos detuvimos para recoger los caballos la noche en que Cicerón huyó de Roma). Milón bajó del carruaje de un salto con la espada en ristre y se acercó por la cuneta para ver qué sucedía. Toda la columna estaba desmontando. Los asistentes de Clodio habían logrado sacarle la jabalina de las costillas y lo estaban ayudando a caminar hacia la taberna. Se encontraba lo bastante consciente como para andar con dificultad apoyándose en sus acompañantes. Mientras tanto, empezaron a producirse algunas peleas cuerpo a cuerpo entre pequeños grupos tanto en la carretera como en los márgenes —refriegas desesperadas, a base de espadazos, unas a caballo y otras a pie—, una contienda tan caótica que al principio me costaba distinguir a nuestros hombres de los suyos. Pero, poco a poco, vi que nuestro bando comenzaba a imponerse, puesto que los triplicábamos en número. Vi que varios de los hombres de Clodio, ya sin esperanza alguna de obtener la victoria, levantaban las manos en señal de rendición o se postraban de rodillas. Otros se limitaban a tirar las armas a un lado para después dar media vuelta y salir corriendo o huir a caballo. Nadie se molestó en perseguirlos.

Concluido el altercado, Milón, con los brazos en jarras, paseó la vista por el reguero de cadáveres e hizo un gesto a Birria y a algunos otros para que fuesen a buscar a Clodio a la taberna.

Descabalgué. Ignoraba qué ocurriría ahora. Me acerqué a Milón. Se oyó un grito o, más bien, un alarido procedente de la taberna, de la que salieron cuatro gladiadores cargando con Clodio, sosteniéndolo por los brazos y las piernas. Milón debía tomar una decisión: ¿le perdonaba la vida y asumía las consecuencias, o lo remataba y acababa con aquel asunto de una vez por todas? Lo dejaron en el suelo, a sus pies. Milón tomó la jabalina del hombre que tenía a su lado, testó la punta con el pulgar, la colocó en medio del pecho de Clodio, empuñó el astil y se la hundió con todas sus fuerzas. Un chorro de sangre brotó de la boca de Clodio. A continuación, los gladiadores fueron asestando un espadazo cada uno al cadáver; tuve que apartar la mirada.

Pese a no poseer dotes de jinete, cabalgué de regreso a Roma a un galope que habría hecho henchirse de orgullo a cualquier soldado de caballería. Le ordené a mi exhausto caballo que ascendiese por el Palatino y, por segunda vez en medio año, le comuniqué a Cicerón la noticia de que uno de sus enemigos —el peor de todos— había muerto.

No manifestó un ápice de regocijo. Se mantuvo frío, meditabundo. Tamborileó con los dedos y me dijo:

—¿Dónde está Milón?

—Creo que se dirigió a Lanuvium para asistir a la ceremonia, como tenía previsto.

—Y ¿el cadáver de Clodio?

—La última vez que lo vi, seguía tirado en la cuneta.

—¿Milón no se tomó la molestia de ocultarlo?

—No, dijo que había demasiados testigos y no merecía la pena.

—Supongo que tiene razón, es un tramo muy transitado. ¿Te vio alguien?

—Creo que no. Clodio me reconoció, pero el resto no.

Forzó una sonrisa.

—Al menos ya no tenemos que preocuparnos de Clodio. —Sopesó la situación y asintió—. Está bien… Nos conviene que no te haya visto nadie. Creo que lo mejor será que digamos que pasaste toda la tarde conmigo.

—¿Por qué?

—No sería prudente por mi parte que me implicase en este asunto, ni siquiera de un modo indirecto.

—¿Crees que te podría traer problemas?

—Ah, no me cabe la menor duda. La pregunta es: ¿cuántos?

Nos quedamos a la espera de que las nuevas sobre lo ocurrido llegasen a Roma. Bajo la luz tenue de la tarde me costaba borrar la imagen de Clodio muriendo como un perro. Ya había visto muertos en otras ocasiones, pero era la primera vez que presenciaba un asesinato.

Debía de faltar una hora para que anocheciese cuando, procedente de las inmediaciones, se oyó el grito penetrante de una mujer. El alarido se repitió, una y otra vez, un ululato estremecedor, casi sobrenatural.

Cicerón abrió la puerta de la terraza y escuchó.

—Si no me equivoco, la señora Fulvia —estimó— acaba de enterarse de que se ha quedado viuda.

Mandó a un sirviente colina arriba para que averiguase qué sucedía. A su regreso, este les explicó que el senador Sexto Tedio había encontrado junto a la vía Apia el cuerpo de Clodio y lo había traído a Roma en una de sus literas. Lo llevaron a casa de Clodio, donde lo recibió Fulvia. Embargada por el dolor y la cólera, le quitó toda la ropa salvo las sandalias y lo levantó; en ese momento se encontraba en la calle sentada a su lado a la luz de las antorchas, clamando a gritos que todos se acercaran y viesen lo que le habían hecho a su esposo.

—Quiere exaltar a la multitud —dedujo Cicerón, que ordenó que se doblase la guardia de la casa durante la noche.

A la mañana siguiente se decidió que era demasiado peligroso tanto para Cicerón como para cualquier otro senador importante aventurarse a la calle. Desde la terraza observamos cómo una nutrida muchedumbre encabezada por Fulvia llevaba al foro el cadáver en un féretro y lo colocaba en la

rostra, y tras esto escuchamos cómo los lugartenientes de Clodio encendían a la plebe. Al término de los amargos encomios, los dolientes irrumpieron en la cámara del Senado con el cuerpo de Clodio y después atravesaron el foro de nuevo en dirección al Argiletum, desde donde empezar a arrastrar a la calle bancos, mesas y baúles repletos de tomos sacados de las librerías. Para nuestra más completa estupefacción y horror comprendimos que iban a levantar una pira funeraria.

En torno al mediodía, el humo comenzó a salir de las ventanitas situadas en la franja superior de las paredes del Senado. Unas lenguas de fuego anaranjadas y las pavesas de los libros carbonizados se arremolinaban hacia el cielo, mientras del interior se escapaba un bramido estremecedor y continuo, como si se hubiera abierto una puerta al inframundo. Al cabo de una hora, el techo se resquebrajó de un extremo a otro; millares de azulejos y vigas ardientes se hundieron y desaparecieron; se produjo un extraño silencio hasta que el estrépito del desmoronamiento nos sacudió como un ardiente vendaval.

Una capa de humo, polvo y cenizas se mantuvo en el centro de Roma como una mortaja durante varios días hasta que la lluvia terminó por disiparla; y así, los restos mortales de Publio Clodio Pulcro y el viejo edificio de la asamblea que tanto había despreciado desaparecieron juntos de la faz de la tierra.

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