Dictator

Dictator


Primera parte. Exilio. 58-47 a. C. » Capítulo IX

Página 24 de 49

Al fin he visto a ese lunático; por primera vez en nueve años, ¿te lo puedes creer? El tiempo no parece haber pasado por él. Puede que esté un poco más curtido, más delgado, más canoso y que tenga más arrugas, pero parece que la vida de bandolero le sienta bien. Terencia, Tulia y Marco están conmigo (te envían todo su cariño, por cierto).

Sucedió lo siguiente. Ayer sus legionarios desfilaron por delante de casa; tenían un aspecto feroz, pero no nos molestaron. Nos disponíamos a cenar cuando de repente se produjo un alboroto en la entrada que anunciaba la llegada de una columna de jinetes. ¡Menudo séquito, parecía que venían del inframundo! ¡Nunca he visto un hatajo de bandidos con un aspecto más lúgubre! Y al hombre en cuestión (si es que se le puede considerar humano, uno ya tiene sus dudas) se le veía alerta, resuelto y con prisa. ¿Será un general romano o será el mismísimo Aníbal? «No podía pasar por aquí sin hacerte una visita». ¡Como si fuese un vecino más! Con Terencia y Tulia fue muy amable. Puesto que no dejó que lo entretuviera con mi hospitalidad («Debo apresurarme»), enseguida entramos a mi estudio para hablar. Estábamos solos. Fue directo al grano. Quería convocar una reunión del Senado dentro de cuatro días.

«¿Con qué autoridad?», le pregunté.

«Con esta —respondió, tocando la empuñadura de su espada—. Ven y ayuda a negociar la paz».

«¿Bajo mi propio criterio?».

«Naturalmente. ¿Quién soy yo para imponerte norma alguna?».

«En ese caso, te diré que el Senado no debería dar su consentimiento si pretendes enviar tus tropas a Hispania o a Grecia para enfrentarte al ejército de la República. Y tendré muchas cosas que decir en defensa de Pompeyo».

Al oír esto, replicó que no era ese el tipo de discursos que quería que se pronunciasen.

«Lo imaginaba —dije— y por eso mismo preferiría no asistir. O me mantengo al margen o me pronuncio en ese sentido y saco a colación otras muchas cuestiones sobre las que me será imposible guardar silencio».

Adoptó un ademán gélido. Me dijo que lo estaba juzgando mal y que si me negaba a ponerme de su lado, otros seguirían mi ejemplo. Me recomendó que lo pensara bien y que después hablase de nuevo con él. Seguidamente, se levantó para reanudar la marcha.

«Solo una cosa más —dijo—. Me gustaría contar con tu consejo, pero si no estás dispuesto a ofrecérmelo, otros lo harán, y no me detendré ante nada».

Y así nos despedimos. No me cabe ninguna duda de que aquella reunión lo puso en mi contra. Cada vez tengo más claro que no puedo permanecer aquí mucho más tiempo. Las calamidades no parecen tener fin.

No sabía qué responderle y, además, tenía miedo de que interceptaran mis cartas. Cicerón había descubierto que estaba rodeado de espías de César. Dionisio, el tutor de los muchachos, por ejemplo, que nos acompañó a Cilicia, resultó ser un informador. Y también (para desconcierto de Cicerón) su sobrino, el joven Quinto, quien solicitó una audiencia con César, justo después de que este pasase por Formiae, para revelarle que su tío pretendía apoyar a Pompeyo.

Por aquel entonces César se encontraba en Roma. Estaba decidido a seguir con el plan que le expuso a Cicerón. Convocó una reunión del Senado a la que no asistió casi nadie; los senadores estaban abandonando Italia cuando las mareas lo permitían para unirse a Pompeyo en Macedonia. No obstante, en una increíble demostración de incompetencia, debido a la prisa de la huida, Pompeyo había olvidado vaciar el Tesoro del templo de Saturno. César fue a apropiarse de él a la cabeza de una cohorte. El tribuno Lucio Cecilio Metelo trancó las puertas y pronunció un discurso sobre la santidad de la ley, al que César respondió:

—Hay un tiempo para las leyes y un tiempo para las armas. Si no apruebas lo que se va a hacer, ahórrame tus sermones y apártate de mi camino. —Al ver que este se negaba a retirarse, César insistió—: Apártate de mi camino u ordenaré que te ejecuten, y sabes, muchacho, que lamento advertirte esto más de lo que lamentaría hacerlo.

Metelo se quitó de en medio al instante.

Ese era el hombre por el que Quinto delató a su tío. El primer indicio que puso a Cicerón al tanto de esta traición fue la carta de César que recibió días más tarde, cuando marchaba para combatir contra las tropas de Pompeyo en Hispania.

De camino a Massilia, 16 de abril

 

Del

imperator César para el

imperator Cicerón.

Puesto que he recibido algunos informes preocupantes, me siento compelido a escribirte y solicitarte que, en el nombre de la buena voluntad que nos une, no des ningún paso precipitado ni imprudente. Estarías atentando gravemente contra nuestra amistad. Mantenerse al margen de las disputas civiles es sin duda la opción propia de los hombres de bien y los amantes de la paz, así como de los buenos ciudadanos. Algunos de los que preferían esta opción decidieron no atenerse a ella porque temían por su seguridad. Pero tú has sido testigo de mi carrera y puedes formarte una opinión fundamentada en nuestra amistad. Sopésalo bien y no encontrarás ninguna alternativa más segura y honorable que mantenerte al margen de todo conflicto.

Más adelante Cicerón me contó que hasta que no leyó esta carta no tuvo la certeza de que debía embarcar y unirse a Pompeyo —«en un bote de remos si es necesario»—, porque someterse a una amenaza tan burda y siniestra le resultaría insoportable. Hizo llamar al joven Quinto para que fuera a verlo a Formiae y le echó una reprimenda de mil demonios. No obstante, secretamente le estaba agradecido, por lo que convenció a su hermano para que no lo castigase con excesiva severidad. «¿Qué ha hecho, al fin y al cabo, sino decir una verdad que yo albergaba en mi corazón y que no me atreví a confesarle a César durante nuestro encuentro? Pero, de pronto, cuando este me sugirió que me retirase a un escondite para pasar la guerra a salvo mientras otros morían por defender la República, tuve claro mi cometido».

Bajo la más estricta confidencialidad, me envió un mensaje críptico a través de Ático y Curio en el que me ponía al tanto de que se dirigía hacia «aquel lugar donde recibimos a Milón y su gladiador por primera vez. Y si, cuando la salud te lo permita, quisieras volver a reunirte conmigo allí, nada me haría más dichoso».

Supe de inmediato que hablaba de Tesalónica, donde se estaba organizando el ejército de Pompeyo. Yo no tenía el menor deseo de implicarme en la guerra civil. Me daba la impresión de que entrañaba demasiados riesgos. Por otro lado, sentía un gran afecto por Cicerón y compartía su postura. Pese a sus muchos defectos, Pompeyo había demostrado que al final estaba dispuesto a atenerse a la ley; tras el asesinato de Clodio se le concedió el poder supremo, un privilegio al que después renunció. Ahora tenía la ley de su lado; era César, no él, quien había invadido Italia y destruido la República.

La fiebre remitió. Me recuperé del todo. Yo también sabía lo que debía hacer. Así, a finales de junio, me despedí de Curio, con el que había trabado una estrecha amistad, y fui al encuentro de lo que la guerra me deparase.

Ir a la siguiente página

Report Page