Dictator

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Primera parte. Exilio. 58-47 a. C. » Capítulo XI

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Pese a los ruegos de su esposa y su hijo, Pompeyo subió a bordo. Los asesinos esperaron a que desembarcase y, en ese momento, uno de ellos, el tribuno militar Lucio Septimio, lo atravesó con su espada por la espalda. Aquilas sacó su daga y se la clavó, como también hizo un segundo oficial romano, Salvio.

César desea que se sepa que Pompeyo afrontó su muerte con valentía. Según los testigos, levantó su toga con las dos manos para cubrirse la cara y cayó sobre la arena. No rogó ni suplicó clemencia, sino que apenas articuló algún gemido mientras lo remataban. Los gritos de Cornelia, que presenció el asesinato, se oían desde la orilla.

César estaba a solo tres días de viaje de Pompeyo. Cuando llegó a Alejandría le mostraron la cabeza y el anillo con su emblema (un león que sostiene una espada con las patas); lo guarda junto con esta carta como prueba del hecho. Una vez incinerado el cuerpo allí donde cayó, César ordenó que las cenizas de Pompeyo le fuesen enviadas a su viuda.

Vatinio enrolló la carta y se la pasó a su ayudante.

—Mis condolencias —dijo mientras saludaba—. Era un buen soldado.

—No lo bastante —observó Cicerón cuando Vatinio se hubo marchado.

Más adelante le escribiría a Ático:

En cuanto al final de Pompeyo, era de esperar. Todos los gobernantes y pueblos estaban tan convencidos de la futilidad de su causa que no importa donde hubiera ido. Sabía que esto terminaría por ocurrir. No puedo sino lamentar su suerte. Por lo que llegué a conocer de él, era un hombre de buen carácter, que llevaba una vida honrada y que se guiaba por principios rectos.

Esto fue todo cuanto dijo sobre él. Nunca lloró su pérdida y, después de aquellos días, casi nunca volví a oírlo mencionar su nombre.

Terencia no se ofreció a visitar a Cicerón y este no solicitó verla, sino todo lo contrario. «No debes salir de casa en estos momentos —le escribió—. Es un viaje largo y peligroso, y no veo en qué medida podrías ayudarme si vinieras». Aquel invierno lo pasó junto al hogar pensando en su familia. Su hermano y su sobrino seguían en Grecia, donde escribían y hablaban de él con mucho rencor; Vatinio y Ático le mostraron algunas copias de sus cartas. Su esposa, con la que no deseaba encontrarse, se negaba a enviarle dinero para costear sus gastos cotidianos; cuando más adelante le pidió a Ático que le adelantase un poco de efectivo a través de un banquero local, descubrió que Terencia había deducido dos tercios de esa cantidad para sus propios gastos. Su hijo se pasaba el día fuera, bebiendo con los soldados de la zona y descuidando sus estudios; ansiaba entrar en combate y pocas veces se molestaba en ocultar el rechazo que sentía por la situación de su padre.

Sin embargo, por encima de todo, a Cicerón le preocupaba su hija.

Supo por Ático que Dolabela, que había regresado a Roma como tribuno de la plebe, se había desentendido de Tulia por completo. Había abandonado el domicilio conyugal y tenía idilios con media ciudad, entre los que destacaba el que mantenía con Antonia, la esposa de Marco Antonio (infidelidad que enfureció a este, pese a vivir sin disimulos con su amante, Volumnia Citeris, una actriz nudista; más adelante se divorciaría de Antonia y se casaría con Fulvia, viuda de Clodio). Dolabela no le proporcionaba dinero a Tulia para su sustento, y Terencia, pese a los repetidos ruegos de Cicerón, se negaba a pagar a sus acreedores, a quienes les decía que la responsabilidad era de su marido. Cicerón se culpaba a sí mismo del hundimiento de su vida pública y privada. «Esta ruina me la he buscado yo —le escribiría a Ático—. Ninguna de las adversidades que afronto se debe a la casualidad. Yo soy el responsable de todo. Y peor aún que todas mis aflicciones juntas es que dejaré a esta pobre muchacha despojada de padre, de herencia y de todo cuanto debía pertenecerle».

Llegada la primavera, sin noticias todavía de César, de quien se decía que estaba en Egipto con su última amante, la reina Cleopatra, Cicerón recibió una carta de Tulia, en la que le comunicaba su determinación de ir a vivir con él a Bríndisi. Se sintió desolado ante la idea de que su hija emprendiera una expedición de tal envergadura sin compañía. Pero ya era demasiado tarde; Tulia se había puesto en camino antes de que su padre conociera sus intenciones y jamás olvidaré la expresión de espanto de este cuando al fin llegó su hija, tras un mes de viaje, asistida tan solo por una doncella y un esclavo anciano.

—Mi querida hija, no me digas que este es todo tu séquito… ¿Cómo ha podido permitirlo tu madre? Te podrían haber raptado, o algo peor.

—De nada sirve preocuparse por eso ahora, padre. He llegado sana y salva, ¿verdad? Y verte de nuevo compensa todos los riesgos e incomodidades.

El viaje había puesto de manifiesto la fortaleza de ánimo que había dentro del frágil cuerpo de su hija, y enseguida su presencia trajo una nueva luz a la casa. Se limpiaron y decoraron las habitaciones que habían pasado el invierno cerradas. Había flores. La comida estaba más sabrosa. Incluso el joven Marco se esforzó por comportarse de forma cívica en su presencia. Pero más importante que los cambios domésticos fue el renacimiento de los ánimos de Cicerón. Tulia era una joven muy inteligente; de haber nacido varón, habría triunfado como abogada. Leía poesía y filosofía y, lo que era más complicado, dominaba estas materias lo suficiente como para defender su punto de vista cuando discutía sobre ellas con su padre. En lugar de quejarse de sus problemas, les quitaba importancia. «Nunca he conocido a nadie igual», le escribiría Cicerón a Ático.

La admiración que sentía por ella hacía que no pudiera perdonar a Terencia por el modo en que la había tratado. De vez en cuando, bajaba la voz para comentarme:

—¿Qué clase de madre permite que su hija viaje cientos de millas sin escolta, o se queda de brazos cruzados y deja que la humillen los comerciantes cuyas facturas no puede pagar?

Una noche, durante la cena, le preguntó a Tulia sin ambages cuál creía ella que era la razón del comportamiento de Terencia.

—El dinero —contestó Tulia con sencillez.

—Pero eso es ridículo. El dinero… Qué degradante.

—Se le ha metido entre ceja y ceja que César necesitará reunir una suma inmensa para costear los gastos de la guerra, y solo podrá conseguirla si confisca las propiedades de sus oponentes, de los cuales tú eres el principal.

—Y ¿por ese motivo deja que vivas en la miseria? ¿Qué sentido tiene?

Tulia titubeó antes de responder.

—Padre, lo último que deseo es traerte más preocupaciones. Por eso hasta hoy no te había contado nada. Pero ahora que te has repuesto un poco, creo que tienes que saber por qué he venido, y por qué madre quería impedírmelo. Filotimo y ella han estado saqueando tu hacienda durante meses, tal vez años. No solo se han quedado con las rentas de tus propiedades, sino también con las casas. Algunas ni las reconocerías, las han vaciado casi por completo.

Al principio, a Cicerón le costó creerlo.

—No puede ser cierto. ¿Por qué? ¿Cómo podría hacer tu madre algo así?

—Solo puedo decirte lo que ella me dijo: «Se va a buscar la ruina por culpa de sus majaderías, pero no permitiré que me arrastre con él». —Tulia guardó silencio antes de añadir con voz queda—: Para serte franca, creo que ha estado recuperando su dote.

Al oír esto, Cicerón empezó a entenderlo todo.

—¿Quieres decir que va a divorciarse de mí?

—No sé si ha tomado una decisión firme. Pero sospecho que está tomando precauciones por si sigue adelante y tú ya no puedes devolvérsela. —Se inclinó sobre la mesa y le cogió la mano—. Intenta no enfadarte mucho con ella, padre. El dinero es lo único que puede garantizarle la independencia. Todavía alberga sentimientos muy fuertes por ti, lo sé.

Cicerón, incapaz de controlar sus emociones, abandonó la mesa y salió al jardín.

De todos los desastres y traiciones que había sufrido durante los últimos años, este era el peor. Con este revés se completaba el desplome de su fortuna. No daba crédito. Lo que lo hacía aún más difícil era el hecho de que Tulia le suplicase que no le dijera nada a Terencia, pues de lo contrario su madre sabría que se lo había contado ella. La mera idea de un encuentro parecía una posibilidad remota. Pero entonces, cuando menos lo esperaba, justo en el momento en que el calor del verano empezaba a tornarse insoportable, llegó una carta de César.

Del dictador César para el

imperator Cicerón.

He recibido varias misivas de tu hermano en las que denuncia tu deshonestidad hacia mí, e insiste en que, de no haber sido por tu influencia, él jamás habría tomado las armas contra mí. Le he enviado estas cartas a Balbo para que te las haga llegar. Haz con ellas lo que estimes oportuno. Lo he indultado, y también a su hijo. Pueden vivir donde gusten. Pero no tengo deseo alguno de retomar la relación con él. El modo en que se ha portado contigo no me sirve sino para reafirmarme en el bajo concepto que comencé a formarme de él en la Galia.

Me he adelantado a mi ejército y regresaré a Italia antes de lo previsto, el próximo mes. Cuando desembarque en Tarento, confío en que podamos reunirnos y zanjar las cuestiones relativas a tu futuro de una vez por todas.

Tulia se puso muy contenta al leer el texto, que describió como «muy bonito». Sin embargo, Cicerón prefirió no hablarle de la confusión que lo embargaba. Esperaba que se le permitiera volver a Roma con discreción, sin que nadie se enterase. Le aterraba la idea de encontrarse cara a cara con César. No le cabía ninguna duda de que el dictador lo trataría con afabilidad, aunque su séquito se mostrase hostil e insolente. Aun así, ni toda la amabilidad del mundo serviría para disfrazar la cruda realidad: habría de implorarle clemencia a un conquistador que había violado la Constitución. Entretanto, casi a diario llegaban nuevos informes de África, donde Catón estaba formando un descomunal ejército que seguiría defendiendo la causa republicana.

Consiguió sonreír para no preocupar a Tulia, pero en cuanto esta se hubo retirado a descansar, volvió a sumirse en una profunda agonía.

—Sabes que siempre he intentado obrar con rectitud preguntándome cómo juzgaría mis actos la historia. Pues bien, ahora, no me cabe ninguna duda del veredicto. Dirá que Cicerón no apoyó a Catón ni a la causa justa porque, en el fondo, era un cobarde. ¡Ay, cómo lo he complicado todo, Tiro! En realidad, creo que Terencia hace bien al intentar recuperar todo cuanto pueda de este desastre y divorciarse de mí.

Poco después, Vatinio nos informó de que César había desembarcado en Tarento y quería ver a Cicerón pasado mañana.

—¿Adónde vamos, exactamente? —preguntó Cicerón.

—Se ha alojado en la villa que Pompeyo tenía en la costa. ¿La conoces?

Cicerón afirmó con la cabeza. Recordaba muy bien la última vez que la visitó, cuando Pompeyo y él fueron a la playa para lanzar piedras a ras del agua.

—Sí, la conozco.

Vatinio insistió en proporcinarle una escolta militar, pero Cicerón prefería viajar de forma discreta.

—No, me temo que eso no admite discusión; los campos esconden demasiados peligros. Espero que en el futuro volvamos a encontrarnos en circunstancias más agradables. Buena suerte con César. Estoy seguro de que se mostrará piadoso contigo.

Después, cuando acompañé a Vatinio a la salida, me comentó:

—No parece muy contento.

—Para él es muy humillante. El hecho de tener que postrarse de rodillas en la casa de su antiguo comandante en jefe solo hace que se sienta todavía más incómodo.

—Quizá deba hacérselo saber a César.

Partimos a la mañana siguiente: diez soldados de caballería en vanguardia, seguidos de seis lictores; Cicerón, Tulia y yo en un carruaje; Marco a caballo; una caravana de mulas (cargadas con el equipaje) y de sirvientes; y, por último, otros diez jinetes cerrando la marcha. La planicie calabresa se abrió ante nosotros, vasta y polvorienta. No vimos un alma, salvo algún que otro pastor o aceitunero. Esto me hizo entender que la escolta no tenía en absoluto la misión de protegernos, sino de impedir que Cicerón escapase. Pasamos la noche en una casa de Oria que nos habían reservado y al día siguiente continuamos la marcha hasta la media tarde, cuando ya solo nos quedaban dos o tres millas hasta Tarento; entonces divisamos una larga columna de jinetes que venía hacia nosotros.

Detrás del aire caliente y el polvo parecía un espejismo. Hasta que no estuvo a unos pocos cientos de pasos, no supe, por los penachos rojos de sus cascos y los estandartes que se erigían entre ellos, que se trataba de una unidad militar. Nuestra columna se detuvo y el oficial al mando desmontó y fue corriendo a avisar a Cicerón de que la tropa de caballería que venía hacia nosotros portaba el estandarte personal de César. Los soldados conformaban su guardia pretoriana y el dictador avanzaba con ellos.

—¡Por los dioses! —exclamó Cicerón—. ¿Crees que me va a liquidar aquí mismo, en la cuneta? —Acto seguido, al ver la expresión de pavor de Tulia, añadió—: Solo bromeaba, hija. Si de verdad quisiera quitarme de en medio, lo habría hecho ya hace algunos años. En fin, terminemos con esto de una vez. Será mejor que tú también vengas, Tiro. Esta escena quedará muy bien en tu libro.

Se apeó del carruaje y llamó a Marco para que nos acompañase.

La columna de César se había detenido a unos cien pasos de distancia, desplegada a lo ancho de la calzada como si estuviera lista para entrar en combate. Era grande: debía de haber allí unos cuatrocientos o quinientos hombres. Nos dirigimos hacia ellos. Cicerón iba entre Marco y yo. Al principio, no pude distinguir a César. Momentos después, un hombre alto se bajó de la silla, se quitó el casco, que dejó en manos de un ayudante, y echó a andar hacia nosotros mientras se pasaba la mano por el pelo escaso para pegárselo a la cabeza.

Me resultó extraño ver que se acercaba aquel titán que llevaba tantos años gobernando la vida de todo el mundo, había conquistado países, segado vidas, enviado a millares de soldados allí y acullá y hecho añicos la antigua República como si esta fuera un viejo jarrón descascarillado y pasado de moda. Se me hizo raro verlo y comprobar que, después de todo, ¡no era más que un simple mortal de carne y hueso! Caminaba con pasos cortos y raudos; por alguna extraña razón, siempre encontré en él cierto parecido con un pájaro, tal vez por el estrecho cráneo de contorno aviar o por los atentos y destellantes ojos negros. Se detuvo justo delante de nosotros. También nos paramos. Me encontraba lo bastante cerca como para ver las marcas enrojecidas que el casco le había dejado en la piel, de una palidez y una fragilidad sorprendentes.

Miró a Cicerón de arriba abajo y le dijo con su voz áspera:

—Celebro verte ileso, ¡tal y como esperaba! Ya hablaremos tú y yo —reprobó, sacudiendo el dedo hacia mí, momento en que creí que me iba a caer redondo—. Hace diez años me aseguraste que tu amo se encontraba a las puertas de la muerte. Y yo te dije que me sobreviviría.

—Me alegra conocer tu predicción, César —intervino Cicerón—, más que nada porque solo de ti depende que se cumpla.

César echó atrás la cabeza y articuló una carcajada.

—¡Ah, no sabes cómo te echaba de menos! ¿Te has fijado en que he salido de la ciudad para recibirte, para mostrarte mi respeto? Demos un paseo en la dirección que llevabas y charlemos un poco.

Y así, caminaron juntos alrededor de media milla hacia Tarento, mientras las tropas de César se hacían a ambos lados para dejarlos pasar. Los seguían algunos escoltas, uno de los cuales guiaba al caballo de César. Marco y yo íbamos detrás. No alcanzaba a oír su conversación, pero observé que de vez en cuando César cogía a Cicerón del brazo mientras hacía gestos con la otra mano. Más adelante Cicerón me comentó que el diálogo se desarrolló en unos términos bastante amistosos, y me lo resumió de la siguiente manera:

César: Dime, ¿qué es lo que te gustaría hacer?

Cicerón: Regresar a Roma, si me lo permites.

César: Y ¿puedes prometerme que no me causarás problemas?

Cicerón: Te lo juro.

César: ¿A qué te dedicarás allí? No me convence la idea de que vuelvas a dar discursos en el Senado, y todos los tribunales están clausurados.

Cicerón: Ah, mi carrera política ha terminado, eso lo tengo claro. Me retiraré de la vida pública.

César: ¿Para hacer qué?

Cicerón: He pensado que podría escribir filosofía.

César: Excelente. Me parece bien que los estadistas escriban filosofía. Significa que han renunciado a toda esperanza de llegar al poder. Puedes volver a Roma. ¿Enseñarás esta materia, además de escribir sobre ella? Si es así, podría enviarte a un par de mis hombres más prometedores para que los instruyas.

Cicerón: ¿No te preocupa que los corrompa?

César: Nada de lo que tú hagas me preocupa. ¿Tienes algún otro favor que pedirme?

Cicerón: Bueno, me gustaría deshacerme de los lictores.

César: Hecho.

Cicerón: ¿No es necesaria la votación del Senado?

César: Yo soy la votación del Senado.

Cicerón: ¡Ah! En ese caso, supongo que no tienes intención de restaurar la República.

César: No se puede reconstruir nada cuando la madera está podrida.

Cicerón: Dime: ¿siempre fue eso lo que buscabas, una dictadura?

César: ¡En absoluto! Tan solo he luchado para ganarme el respeto que le corresponde a mi posición y mis logros. Por lo demás, tan solo me he ido adaptando a las circunstancias que se me presentaban.

Cicerón: A veces me pregunto qué hubiera sucedido en el caso de haber ido a la Galia para servirte como legado, como amablemente me sugeriste en su momento; si todo esto se podría haber evitado.

César: Eso, mi querido Cicerón, nunca lo sabremos.

—Me trató con intachable amabilidad —recordó—. En ningún momento atisbé el abismo monstruoso; solo la superficie serena y reluciente.

Cuando terminaron de hablar, César le estrechó la mano. Montó de inmediato y partió al galope hacia la villa de Pompeyo. Sus acciones cogieron por sorpresa a la guardia pretoriana. Los soldados se alejaron a toda prisa tras él, obligándonos a los demás, incluido Cicerón, a saltar a la cuneta para que no nos aplastaran.

Los cascos de los caballos levantaron una inmensa nube de polvo. Boqueamos y tosimos, y cuando el tropel se hubo alejado, subimos de nuevo a la calzada para sacudirnos la ropa. Nos quedamos un rato mirando a César y a sus hombres, hasta que desaparecieron tras el velo de la calima, e iniciamos el viaje de regreso a Roma.

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