Dictator

Dictator


Segunda parte. Redux 47-43 a. C. » Capítulo XII

Página 31 de 49

Así como los perros más fieles permanecen junto a la tumba de sus amos, incapaces de aceptar su muerte, así se aferraban algunos en Roma a la esperanza de que la difunta República resucitase. Incluso Cicerón se dejó engañar fugazmente por este espejismo. Una vez concluidos los triunfos, decidió asistir a una reunión del Senado. No tenía intención de intervenir. Acudió en parte para recordar los viejos tiempos y también porque sabía que César había designado a varios cientos de senadores nuevos y tenía curiosidad por ver quiénes eran.

«La cámara estaba llena de desconocidos —me comentaría más adelante—, algunos, de hecho, eran extranjeros, y muchos ni siquiera habían sido elegidos; pero de alguna manera, pese a todo, conformaban un Senado». La asamblea se celebró en el Campo de Marte, en la misma sala del teatro de Pompeyo donde se reunió con carácter de emergencia cuando el antiguo edificio senatorial fue incendiado. César permitió que la gran estatua de mármol que representaba a Pompeyo permaneciese en el mismo sitio. Al ver al dictador presidiendo la reunión desde el estrado con la figura de Pompeyo detrás, Cicerón creyó que todavía no estaba todo perdido. El debate se centraba en si se debía permitir que regresase a Roma el excónsul Marco Marcelo, uno de los oponentes de César más radicales, exiliado después de Farsalia, y que en la actualidad vivía en Lesbos. Su hermano Cayo (el magistrado que autorizó mi manumisión) pronunció la petición de clemencia, y justo cuando estaba terminando su discurso, un pájaro apareció de ninguna parte, revoloteó sobre los senadores y se escabulló por la puerta. El suegro de César, Lucio Calpurnio Pisón, se levantó de inmediato y anunció que esa era un señal; los dioses decían que también a Marcelo se le debería dar la libertad de volar a su casa. El Senado al completo, incluido Cicerón, se levantó al unísono y se dirigió a César para solicitarle clemencia; Cayo Marcelo y Pisón no dudaron en arrodillarse a sus pies.

César les hizo un gesto para que volvieran a su asiento.

—El hombre por quien me rogáis —les recordó— me ha proferido más insultos imperdonables que nadie. Aun así, me conmueven vuestras súplicas y el presagio me parece propicio. No veo motivo para anteponer mi dignidad al deseo unánime de esta cámara. He vivido largos años y he alcanzado la gloria. Por lo tanto, que Marcelo regrese a casa y more en paz en la ciudad de sus distinguidos ancestros.

El permiso fue recibido con un fuerte aplauso, y varios de los senadores que estaban sentados al lado de Cicerón lo urgieron a levantarse y pronunciar algún tipo de agradecimiento en nombre de todos. La escena emocionó tanto a Cicerón que olvidó su juramento de no hablar nunca en el Senado ilegal de César, de modo que aceptó y elogió al dictador en los términos más extravagantes.

—Se diría que hubieras derrotado a la mismísima Victoria, ahora que les has entregado a los vencidos todo cuanto la diosa había ganado. ¡Sin duda eres admirable!

De pronto consideró la posibilidad de que César pudiera gobernar como un «primero entre iguales» en lugar de como un tirano. «Me pareció atisbar la resurrección de la libertad constitucional», le escribiría a Sulpicio. Al mes siguiente le pidió el indulto para otro exiliado, Quinto Ligario, un senador al que César detestaba tanto como a Marcelo, y de nuevo este lo escuchó y le otorgó su perdón.

Sin embargo, pensar que esto equivalía a una restauración de la República era un error. Transcurridos unos días, el dictador tuvo que abandonar Roma con urgencia para sofocar una revuelta en Hispania encabezada por los hijos de Pompeyo, Cneo y Sexto. Hircio le dijo a Cicerón que el dictador estaba furioso. Muchos de los rebeldes eran hombres a los que había indultado con la condición de que no volvieran a tomar las armas; habían traicionado su naturaleza misericordiosa. Ya no habría más clemencia, le avisó Hircio; los gestos magnánimos se habían acabado. Por su bien, a Cicerón le convenía mantenerse lejos del Senado, agachar la cabeza y centrarse en sus libros de filosofía.

—Esta vez será una lucha a muerte.

Tulia volvía a estar embarazada de Dolabela, a raíz, según me contó, de la visita de este a Túsculo. Al principio se ilusionó mucho al saberlo, pues creyó que así se salvaría su matrimonio. Dolabela también pareció alegrarse. Pero cuando Tulia fue a Roma con Cicerón para asistir a los cuatro triunfos de César y llegó a la casa que compartía con Dolabela con la intención de darle una sorpresa, encontró a Metela dormida en su cama. Esto supuso para ella un mazazo demoledor y aún hoy me siento culpable por no haberla avisado de lo que presencié la vez que estuve allí.

Cuando me pidió consejo, le recomendé que se divorciase de Dolabela cuanto antes. El bebé nacería en cuatro meses. Si seguía casada con él cuando diese a luz, la ley estaría de parte de Dolabela en el caso de que este quisiera responsabilizarse de la criatura; pero si se divorciaba, se lo podría poner más difícil. Tendría que llevarla a juicio para demostrar su paternidad y, al menos, gracias a su padre, contaría con la mejor protección legal posible. Tulia habló con Cicerón y este aceptó; él sería el abuelo de la criatura y no tenía intención de ver cómo se la arrebataban a su hija y se quedaba a cargo de Dolabela y Metela.

Así, la mañana en que Dolabela había de partir con César para luchar en la guerra de Hispania, Tulia se dirigió a su casa, en compañía de Cicerón, y le hizo saber que el matrimonio quedaba disuelto y que deseaba asumir la crianza del bebé. Cicerón me describió la reacción de Dolabela.

—El bellaco se encogió de hombros sin más, le deseó que le fuese bien con la criatura y admitió que, por supuesto, el bebé tenía que estar con su madre. Después me llevó aparte para confesarme que por el momento no le es posible devolverle la dote, ¡y que espera que esto no afecte a nuestra relación! ¿Qué podía contestarle? No estoy en condiciones de enemistarme con uno de los lugartenientes más cercanos a César y, además, tampoco puedo decir que le profese una especial antipatía.

Se sentía angustiado y se culpaba por haber permitido que se llegara a esa situación.

—Debería haberle exigido a Tulia que se divorciara de él en el mismo instante en que supe cómo la trataba. ¿Qué va a hacer ahora? Una madre abandonada de treinta y un años, con una constitución frágil y sin dote difícilmente podrá casarse de nuevo.

Si debía celebrarse un matrimonio, asumió con pesar, tendría que ser el suyo. Nada le atraía menos. Le gustaba su actual vida de soltero y prefería seguir rodeado de sus libros antes que compartir sus días con una esposa. Había cumplido sesenta años y, aunque seguía siendo bien parecido, su deseo sexual (que nunca fue un rasgo preponderante de su carácter, ni siquiera durante su juventud) empezaba a apagarse. Era cierto que a medida que envejecía coqueteaba más. Solía asistir a cenas festivas a las que también acudían muchachas hermosas; en cierta ocasión se sentó a la misma mesa que la amante de Marco Antonio, la actriz nudista Volumnia Citeris, algo que jamás habría permitido en el pasado. No obstante, intercambiar cumplidos entre susurros en el diván de una cena y enviar algún que otro poema de amor por medio de un mensajero a la mañana siguiente era todo lo lejos que estaba dispuesto a llegar.

Por desgracia, necesitaba casarse para reunir dinero. Los métodos clandestinos con los que Terencia recuperó su dote habían hecho mella en sus finanzas. Sabía que Dolabela nunca saldaría su deuda. Y aunque poseía numerosas propiedades (incluidas dos nuevas: una en Astura, en la costa próxima a Anzio, y otra en Puteoli, en la bahía de Nápoles), apenas podía permitirse administrarlas. Os preguntaréis: «Bien, y ¿por qué no las puso en venta?». El caso es que ese no era el estilo de Cicerón. Siempre se ciñó al siguiente lema: «Las ganancias deben adaptarse a los gastos, no al revés». Puesto que ya no podía ingresar más dinero de forma legal, la única alternativa consistía en desposar a una mujer rica.

Es una historia sórdida. Pero desde el principio juré contar la verdad y eso es lo que haré. Había tres esposas posibles. Una era Hircia, la hermana mayor de Hircio. Su hermano había adquirido una fortuna inmensa gracias a su paso por la Galia, y a fin de desprenderse de aquella aburrida mujer estaba dispuesto a ofrecérsela a Cicerón con una dote de dos millones de sestercios. Sin embargo, según le comunicó Cicerón a Ático por carta, era «extremadamente fea», y a Cicerón le parecía absurdo que el coste de mantener sus preciosas casas consistiera en instalar en ellas a una esposa horrenda.

Después estaba Pompeya, la hija de Pompeyo. Era la viuda de Fausto Sila, el propietario de los manuscritos de Aristóteles, fallecido recientemente cuando luchaba por la causa del Senado en África. No obstante, si contraía matrimonio con ella, Cneo (quien lo había amenazado de muerte en Córcira) se convertiría en su cuñado. Eso era impensable. Además, la candidata guardaba un parecido asombroso con su padre.

—¿Te imaginas despertarse junto a Pompeyo cada mañana? —me dijo con un escalofrío.

Solo quedaba la peor de las opciones. Publilia tenía solo quince años. Su padre, Marco Publilio, un équite acaudalado y amigo de Ático, había fallecido y dejado su hacienda en fideicomiso hasta que su hija se casara. El principal fideicomisario era Cicerón. A Ático se le ocurrió («una solución elegante», así la definió) que Cicerón se casase con Publilia para así poder acceder a la fortuna de la muchacha. No incurriría en ninguna ilegalidad. La madre y el tío de la joven se mostraron muy a favor, halagados por la posibilidad de establecer un vínculo con un hombre tan distinguido. De hecho, la propia Publilia, cuando Cicerón abordó el tema con renuencia, declaró que para ella sería un honor que la tomara como esposa.

—¿Estás segura? —le preguntó—. Soy cuarenta y cinco años mayor que tú, podría ser tu abuelo. ¿No te parece… contra natura?

La muchacha lo miró con bastante franqueza.

—No.

Cuando la joven se hubo retirado, Cicerón estimó:

—Bien, parece que dice la verdad. Ni siquiera consideraría la idea si supiera que pensar en mí le repugnase. —Dio un suspiro profundo y negó con la cabeza—. Supongo que será mejor que siga adelante. Pero habrá mucha gente que me censurará.

No pude evitar recordarle:

—No es de la gente de quien tienes que preocuparte.

—¿A qué te refieres?

—Hablo de Tulia, naturalmente —le aclaré, sorprendido de que no la hubiese tenido en cuenta—. ¿Cómo crees que va a sentirse?

Me escrutó de soslayo, confundido.

—¿Por qué iba a oponerse Tulia? Hago esto tanto por su bien como por el mío.

—En fin —claudiqué con templanza—. Creo que terminarás comprobando que sí le importará.

Y así fue. Cicerón me contó que cuando le comunicó sus intenciones, Tulia se desmayó, y durante una o dos horas temió por su vida y la del bebé. Cuando volvió en sí, le preguntó cómo se le había ocurrido semejante disparate. ¿De verdad esperaba que llamase «madrastra» a esa niña? ¿Habrían de vivir bajo el mismo techo? Cicerón se quedó aturdido ante su reacción. Sin embargo, ya era demasiado tarde para echarse atrás. Los prestamistas le habían adelantado dinero, en previsión de la fortuna de su nueva esposa. Ninguno de sus hijos asistió al banquete de bodas; Tulia se mudó a casa de su madre para pasar allí los últimos meses de embarazo y Marco le pidió permiso para partir y luchar en Hispania en el ejército de César. Cicerón logró convencerlo de que eso sería deshonesto para con sus antiguos compañeros, de manera que en vez de eso viajó a Atenas con una asignación muy generosa para ver si le metían un poco de cultura filosófica en su dura cabezota.

Yo sí asistí al casamiento, que se celebró en la casa de la novia. Por lo demás, los otros únicos invitados por parte del novio fueron Ático y su esposa, Pilia (asimismo, claro está, treinta años menor que su marido, pese a que parecía una matrona al lado de la esbelta Publilia). La novia, toda vestida de blanco, con el cabello recogido y adornada con el cinto sagrado, parecía una muñeca de exquisita factura. Quizá otro hombre habría salido más airoso en su lugar (estoy convencido de que Pompeyo se habría desenvuelto como pez en el agua), pero Cicerón se sentía tan incómodo que cuando llegó la hora de recitar el sencillo voto («Donde tú eres Gaia, yo soy Cayo») se equivocó al decir los nombres. Un mal presagio.

Tras un largo convite, la celebración se trasladó a la casa de Cicerón bajo la luz del crepúsculo. Este, que confiaba en poder mantener el matrimonio en secreto, caminaba aprisa por las calles, evitando la mirada de los transeúntes y apretando la mano de su esposa con firmeza, de tal modo que parecía llevarla a rastras. Sin embargo, un cortejo nupcial siempre llama la atención, sin mencionar que su rostro era demasiado popular como para pasar inadvertido. Así que cuando llegamos al Palatino, nos seguía un séquito de cincuenta personas o más. Casi el mismo número de clientes esperaban aplaudiendo frente a la casa para lanzarle flores a la feliz pareja. Me preocupaba que Cicerón se lastimase la espalda si intentaba tomar en brazos a su esposa para cruzar el umbral, pero la alzó con ligereza y entraron en casa, al tiempo que giraba la cabeza para susurrarme que cerrara la puerta de inmediato. Subió derecho a los antiguos aposentos de Terencia, donde las doncellas ya habían deshecho el equipaje de Publilia a fin de disponerlo todo para la noche de bodas. Cicerón intentó convencerme para que lo acompañase un rato más y tomase una copa de vino con él, pero me declaré exhausto y lo dejé a solas.

El matrimonio fue un desastre desde el principio. Cicerón no tenía la menor idea de cómo tratar a su joven cónyuge. Daba la impresión de que tuviera alojada en casa a la hija de algún amigo. A veces desempeñaba el papel de tío amable y se deleitaba con las piezas que ella tocaba con la lira o la felicitaba por sus bordados. Otras, actuaba como un tutor impaciente, atónito ante sus pobres conocimientos sobre historia y literatura. Pero en general procuraba evitarla. En un momento dado, me confesó que la única manera de sostener su relación era abandonarse a la lujuria, fogosidad que él no sentía. Pobre Publilia; mientras más la ignoraba su célebre marido, más atraída se sentía por él y más enojo le causaba.

Al final Cicerón fue a ver a Tulia para suplicarle que se trasladara de nuevo a su residencia. Podría tener al bebé en su casa, le dijo (el nacimiento era inminente), y sacaría a Publilia de allí o, más bien, le pediría a Ático que lo hiciera, pues la situación le resultaba demasiado incómoda. Tulia, angustiada por ver a su padre en semejante estado, aceptó, y el sufrido Ático, como se convino, tuvo que presentarse ante la madre y el tío de Publilia para explicarles por qué la joven había de volver a casa cuando aún no había pasado un mes de la boda. Les ofreció la esperanza de que, una vez que naciera el bebé, la pareja reanudase su relación, pero por el momento los deseos de Tulia tenían prioridad. No les quedó más remedio que aceptar.

Corría el mes de enero cuando Tulia regresó con su padre. La trajeron en litera hasta la puerta y tuvieron que ayudarla a entrar. Recuerdo que era un gélido día de invierno, bañado por una luz clara, intensa y nítida. Caminaba con dificultad. Cicerón no dejaba de dar vueltas a su alrededor, indicándole al porteador que cerrase la puerta y pidiendo más leña para la chimenea, temeroso de que su hija se resfriase. Tulia dijo que le gustaría ir a su habitación para tumbarse. Cicerón mandó a buscar un médico para que la examinase. Este llegó enseguida e informó que estaba de parto. Hicieron venir a Terencia, junto con una comadrona y sus respectivas ayudantes, y todas desaparecieron en el aposento de Tulia.

Los gritos de dolor que resonaron por toda la casa no parecían de Tulia ni, hecho, de ningún ser humano. Eran guturales, primitivos erradicaban toda traza de su personalidad ahogada por el dolor. Me pregunté cómo encajarían en los esquemas filosóficos de Cicerón. ¿Podía la felicidad estar asociada en modo alguno con semejante agonía? En principio, sí. No obstante, se veía incapaz de soportar los alaridos y los aullidos, por lo que prefirió salir al jardín, donde se puso a dar vueltas y vueltas, durante horas y horas, ajeno al frío. Al cabo se produjo un silencio y entró de nuevo. Me miró. Esperamos. Pareció transcurrir una eternidad, hasta que se oyeron unos pasos y apareció Terencia. Estaba ojerosa y pálida, pero su voz sonó triunfal.

—Es un niño —anunció—, un niño sano, y la madre se encuentra bien.

Se encontraba bien. Eso era todo lo que le importaba a Cicerón. El niño era fuerte y le pusieron Publio Léntulo, conforme al patronímico de adopción de su padre. Sin embargo, como la madre no podía amamantar a la criatura, se le encomendó esta tarea a una nodriza. Pasados unos días, Tulia todavía no se había recuperado del parto. Aquel fue un invierno de un frío inusitado en Roma, en el aire había demasiado humo y el estrépito del foro a menudo la desvelaba, de manera que se decidió que Cicerón y ella regresarían a Túsculo, lugar donde habían pasado un año feliz y donde ella podría recuperarse gracias a la tranquilidad de las colinas de Frascati mientras su padre y yo continuábamos con los escritos filosóficos. Llevamos un médico con nosotros. El bebé viajó con la nodriza, además de todo un séquito de esclavos que lo atenderían.

Tulia acusó el traslado. Respiraba con dificultad y tenía las mejillas encendidas por la fiebre, aunque mantenía la mirada atenta y serena y decía que se sentía a gusto y que no estaba enferma, solo cansada. Cuando llegamos a la villa, el médico insistió en que se acostase de inmediato. Después me llevó aparte y me dijo que Tulia estaba tan débil que no creía que pudiera sobrevivir más de una noche; ¿debería comunicárselo a su padre o prefería que lo hiciese yo?

Le dije que me encargaría yo. Una vez que me serené, fui a buscar a Cicerón a la biblioteca. Había bajado algunos libros pero sin molestarse en desenrollarlos. Estaba sentado, con la mirada perdida ante sí. Ni siquiera se giró para mirarme. Me dijo:

—Se está muriendo, ¿verdad?

—Me temo que sí.

—¿Lo sabe ella?

—El médico no se lo ha dicho, pero es lo bastante inteligente como para deducirlo por sí misma, ¿no crees?

Asintió.

—Por eso le hacía tanta ilusión venir aquí. Sus recuerdos más felices son de este lugar. Es aquí donde desea morir. —Se frotó los ojos—. Voy a sentarme a su lado.

Aguardé en el Liceo y vi ponerse el sol tras las colinas de Roma. Pasadas unas horas, cuando ya había oscurecido del todo, una de las doncellas vino a buscarme y a la luz de una vela me condujo hasta la habitación de Tulia. Estaba inconsciente, tumbada en la cama con el cabello suelto sobre la almohada. Cicerón seguía junto a ella, agarrándole la mano. Al otro lado, el bebé dormía. Tulia respiraba débil y aceleradamente. Había más personas en el aposento (las doncellas, la nodriza, el médico), pero se mantenían entre las sombras y no recuerdo sus rostros.

Cuando Cicerón me vio, me hizo una seña para que me acercase. Me incliné sobre ella, la besé en la frente húmeda y me retiré a la penumbra con los demás. Poco después, Tulia empezó a respirar más despacio. Los intervalos entre cada respiración se tornaron más largos; tras cada una, yo suponía que habría fallecido, pero un momento después daba otra boqueada. El final, cuando llegó, fue distinto e inconfundible: un largo suspiro, acompañado de un leve temblor que se extendió por todo su cuerpo; y tras esto, una inmovilidad absoluta en el momento en que entró en la eternidad.

Ir a la siguiente página

Report Page