Dictator

Dictator


Segunda parte. Redux 47-43 a. C. » Capítulo XIII

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El funeral se celebró en Roma. Solo hubo algo bueno en todo aquello; Quinto, el hermano de Cicerón, de quien este no sabía nada desde la espantosa discusión que tuvieron en Patras, vino a ofrecerle sus condolencias en cuanto llegamos. Así, se sentaron los dos junto al ataúd, en silencio, cogidos de la mano. Como prueba de su reconciliación, Cicerón le pidió que recitara el panegírico; él no se veía capaz de hacerlo.

Por lo demás, fue una de los momentos más tristes que he presenciado nunca; la larga procesión hacia el campo Esquilino bajo el frígido crepúsculo invernal; las endechas luctuosas de los músicos, quebradas por los graznidos de los cuervos que volaban sobre la arboleda sagrada de Libitina; el cuerpo menudo y amortajado tendido sobre las andas; el rostro demacrado de Terencia, quien como Níobe parecía petrificada por el dolor; Ático sosteniendo a Cicerón mientras este acercaba la antorcha a la pira; y, por último, la inmensa cortina de fuego que se levantó de súbito y nos alumbró a todos bajo su abrasador resplandor rojizo, rígidos nuestros gestos como máscaras de una tragedia griega.

Al día siguiente Publilia se presentó en la puerta junto con su madre y su tío, disgustada por que no la hubieran invitado al funeral y decidida a volver a la casa. Pronunció un breve discurso que obviamente alguien le había escrito y que ella se había limitado a memorizar:

—Esposo, sé que a tu hija no le agradaba mi presencia, pero ahora que ya no existe este impedimento, espero que podamos reanudar nuestra vida en pareja y que me permitas ayudarte a olvidar tu pena.

Pero Cicerón no quería olvidar su pena. Quería hundirse, consumirse en ella. Sin decirle a Publilia adónde iba, se marchó de la casa aquel mismo día con la urna que contenía las cenizas de Tulia. Se dirigió a la casa que Ático tenía en el Quirinal, donde pasó varios días encerrado en la biblioteca, sin ver a nadie y confeccionando una guía en la que recogió con minuciosidad todo lo que los filósofos y los poetas habían dicho a lo largo de la historia acerca de cómo sobrellevar el dolor y sobre la muerte. La tituló

Consuelo. Me comentó que, mientras trabajaba, oía a la hija de Ático, de cinco años, jugar en el cuarto contiguo, igual que hacía Tulia cuando él era un joven abogado. «Su risa me perforaba el corazón como una aguja candente; y eso mismo me sirvió para concentrarme en mi tarea».

Cuando Publilia averiguó dónde estaba, insistió a Ático para que la dejase entrar en su casa, de modo que Cicerón tuvo que huir de nuevo, a la más reciente y aislada de todas sus propiedades, una villa ubicada en la pequeña isla de Astura. Se encontraba en la desembocadura de un río, a solo unos cien pasos de la orilla de la bahía de Anzio. La ínsula estaba desierta y alfombrada de sotos y arboledas, atravesados por paseos sombríos. Este lugar solitario le sirvió para alejarse de todo contacto con otras personas. Por las mañanas se ocultaba en la foresta densa y espinosa, sin nada que interrumpiese su meditación salvo el trino de los pájaros, y no la abandonaba hasta bien entrada la tarde. «¿Qué es el alma? —inquiere en su

Consuelo—. No es una materia húmeda, ni aérea, ni ígnea, ni se compone de tierra. No hay nada en estos elementos que explique las potencias de la memoria, la mente y el pensamiento, que recuerde el pasado, prevea el futuro ni comprenda el presente. Más bien, ha de concebirse como un quinto elemento, divino y, por ende, eterno».

Durante aquellos días yo me quedé en Roma y me encargué de sus asuntos (financieros, domésticos, literarios e incluso conyugales, puesto que ahora me correspondía a mí evitar a la desventurada Publilia y a sus familiares fingiendo que no tenía ni idea del paradero de su esposo). Conforme transcurrían las semanas, me resultaba más difícil justificar su ausencia, no solo ante su mujer sino también ante sus clientes y amigos, y me constaba que su reputación comenzaba a resentirse, ya que se consideraba impropio de un hombre sucumbir a la tristeza de un modo tan absoluto. Llegaron muchas cartas de pésame, entre ellas una que César le remitió desde Hispania. Se las envié a Cicerón.

Al final Publilia descubrió su escondite y le escribió para anunciarle su intención de ir a visitarlo con su madre. Con el propósito de evitar un encuentro tan tenso, abandonó la isla, con las cenizas de su hija entre los brazos, y por fin se armó de valor para enviarle una carta a su esposa en la que le expresaba su voluntad de divorciarse. Sin lugar a dudas, era una cobardía no hacerlo en persona. Sin embargo, a su modo de ver, la falta de empatía que Publilia había demostrado ante la muerte de Tulia convertía su desacertado matrimonio en algo por completo insostenible. Dejó que Ático se ocupase de los detalles financieros, que implicaban la venta de una de sus casas, y me invitó a que me uniese a él en Túsculo, pues decía que tenía un proyecto del que le gustaría hablar conmigo.

Llegué a mediados de mayo. Hacía más de tres meses que no lo veía. Estaba leyendo sentado en la Academia cuando al oír que me acercaba se giró para mirarme con una triste sonrisa. Su aspecto me conmocionó. Lo encontré mucho más delgado, sobre todo el cuello. Tenía el cabello más canoso, largo y desgreñado. Aun así, el principal cambio se había operado bajo la superficie. Se intuía en él una suerte de resignación. Se apreciaba en la parsimonia con la que se movía y en la delicadeza de su ademán, era como si lo hubieran despedazado y recompuesto después.

Durante la cena le pregunté si le había resultado doloroso regresar a un lugar en el que pasó tanto tiempo con Tulia.

—Me aterraba la idea de venir, desde luego —respondió—, pero cuando llegué no lo pasé tan mal. Ahora tengo la convicción de que es posible lidiar con el duelo, o bien no pensando en él, o bien no quitándotelo de la cabeza. Yo me decanté por esta segunda opción, y al menos aquí me siento rodeado por los recuerdos de mi hija, y sus cenizas están enterradas en el jardín. Los amigos han sido muy amables, en especial los que han sufrido pérdidas similares. ¿Has visto la carta que me envió Sulpicio?

Me la tendió por encima de la mesa.

Me gustaría contarte algo que me reconfortó en buena medida, con la esperanza de que a ti también te ayude a aliviar tu aflicción. Cuando regresaba de Asia, durante la travesía desde Egina hasta Mégara, me puse a contemplar el paisaje que me rodeaba. A mis espaldas quedaba Egina; frente a mí, Mégara; a la derecha, Pireo; y a la izquierda, Corinto; antaño ciudades prósperas, y en la actualidad reducidas a un montón de escombros. Me pregunté: «¡Ah! ¿Cómo podemos los seres humanos, simples marionetas, indignarnos si uno de nosotros fallece o es asesinado, criaturas efímeras como somos, cuando solo en una pequeña región se cuentan tantos cadáveres de ciudades abandonadas? Sosiégate, Servio, y recuerda que naciste mortal». Te aseguro que esa reflexión fortaleció mi ánimo de forma considerable. ¿De verdad puede desolarte tanto la pérdida del espíritu etéreo de una pobre muchacha? De no haber llegado su final hoy, habría fenecido del mismo modo dentro de unos pocos años, puesto que era mortal.

—No sabía que Sulpicio fuese tan elocuente —observé.

—Ni yo. ¿Te has fijado en que todos somos vulgares criaturas que se esfuerzan por encontrarle un sentido a la muerte, incluso los juristas curtidos como él? Esto me ha dado una idea. ¿Y si escribiéramos una obra de filosofía que ayudara a los hombres a desprenderse del miedo a la muerte?

—Sería todo un logro.

—El

Consuelo pretende que nos reconciliemos con la muerte de nuestros seres queridos. Ahora debemos intentar reconciliarnos con la nuestra. Si lo consiguiéramos, en fin, dime, ¿qué podría aportarle un mayor alivio a la humanidad?

No tenía una respuesta para eso. La propuesta me pareció irresistible. Sentía curiosidad por ver cómo lo enfocaría. Y así nacieron los llamados

Debates en Túsculo, en los que comenzamos a trabajar al día siguiente. Cicerón concibió la obra en cinco libros:

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Una vez más retomamos nuestra antigua rutina de trabajo. Al igual que su héroe, Demóstenes, quien odiaba que los trabajadores más diligentes madrugasen más que él, Cicerón se levantaba antes del amanecer y leía en su biblioteca a la luz de un farol hasta que despuntaba el alba; por la mañana me explicaba lo que tenía en mente y yo ponía a prueba sus razonamientos formulándole preguntas; por la tarde, mientras él dormía la siesta, yo pasaba mis anotaciones taquigráficas a un borrador, que después Cicerón corregía. Por la noche, durante la cena, discutíamos sobre lo que habíamos hecho a lo largo de la jornada y lo revisábamos; y por último, antes de retirarnos a descansar, hablábamos de los temas que trataríamos a la mañana siguiente.

Los días de verano eran largos y nuestro progreso, ágil, sobre todo porque el orador concibió la obra como un diálogo entre un filósofo y un discípulo. Por lo general, yo interpretaba al alumno y él, al maestro, aunque a veces intercambiábamos los papeles. Los

Debates aún se pueden encontrar en muchos lugares hoy en día, de modo que es innecesario, o así lo estimo, describirlos en detalle. Conforman la recapitulación de cuanto Cicerón había llegado a creer tras las convulsiones de los últimos años, a saber: que el alma se rige por una animación divina distinta a la del cuerpo, por lo cual es eterna; que aun en el caso de que esta también llegara a extinguirse y ante nosotros no existiese más que el olvido, no debemos temer este estado, puesto que no experimentaremos sensación alguna y, por lo tanto, no padeceremos dolor ni pesadumbre («los muertos no sufren desdichas, los vivos sí»); que deberíamos reflexionar acerca de la muerte a diario a fin de aclimatarnos a su llegada inevitable («la vida del filósofo es en su totalidad, como dijo Sócrates, una preparación para la muerte»); y que, si cobramos la suficiente entereza, aprenderemos a despreciar tanto la muerte como el dolor, al igual que hacen los luchadores profesionales.

¿Qué gladiador que se precie ha articulado alguna vez un gruñido o contraído su expresión? ¿Cuál ha renunciado a su honor, una vez derribado, al contraer el cuello cuando se le ha ordenado sufrir el golpe final? Tal es la fuerza del adiestramiento, de la práctica y de la costumbre. ¿El gladiador será capaz de esto y sin embargo el hombre de célebre cuna demostrará poseer un alma tan débil que no podrá fortalecerla mediante una preparación sistemática?

En el quinto libro, Cicerón exponía sus prescripciones prácticas. El ser humano solo puede prepararse para la muerte si lleva una vida acorde con la moral; es decir, cuando no desea nada en exceso; cuando se conforma con lo que tiene; cuando le basta consigo mismo para hallar su independencia, de tal forma que cuando pierda algo, seguirá siendo capaz de llevar su vida adelante; cuando no perjudica al prójimo; cuando comprende que es preferible sufrir un daño a infligirlo; cuando acepta que la vida es un préstamo que la diosa Naturaleza nos concede sin fecha de vencimiento, y que el pago se puede cobrar en cualquier momento; cuando asume que el personaje más trágico del mundo es un tirano que se ha saltado todos estos preceptos.

Estas eran las lecciones que Cicerón había aprendido y que deseaba transmitirle al mundo en el sexagésimo segundo verano de su vida.

Un mes después de que empezáramos a trabajar en los

Debates, a mediados de junio, Dolabela nos hizo una visita. Iba de camino a Roma a su regreso de Hispania, donde de nuevo había estado luchando junto a César. El dictador había vencido; los supervivientes de las tropas de Pompeyo fueron aplastados. Aun así, Dolabela resultó herido en la batalla de Munda. Lucía un tajo desde la oreja hasta la clavícula y cojeaba; habían matado a su caballo con una jabalina mientras cabalgaba, esto hizo que lo tirase al suelo y rodara sobre él. Destilaba, empero, más vitalidad que nunca. Deseaba sobre todo ver a su hijo, que en ese momento vivía con Cicerón, y presentar sus respetos en el lugar donde estaban enterrados los restos de Tulia.

El pequeño Léntulo, de cuatro meses, era una criatura rechoncha y sonrosada que parecía tan robusto como frágil su madre. Daba la impresión de que le hubiera succionado la vida, y estoy convencido de que ese era el motivo por el que nunca vi a su abuelo cogerlo en brazos ni prestarle mucha atención; no era capaz de perdonarlo por estar vivo cuando su madre estaba muerta. Dolabela tomó al bebé de brazos de la niñera y empezó a darle vueltas mientras lo examinaba como si fuese un jarrón, antes de anunciar que le gustaría llevárselo con él a Roma. Cicerón no se opuso.

—Lo he incluido en mi testamento. Si quieres hablar de su educación, ven a verme cuando quieras.

Dieron un paseo hasta el lugar donde reposaban las cenizas de Tulia, junto a su fuente preferida, ubicada en un rincón soleado de la Academia. Cicerón me contó después que Dolabela se arrodilló y puso un ramo de flores sobre la tumba, ante la que lloró.

—Cuando vi sus lágrimas, dejé de estar enfadado con él. Tulia decía que sabía con qué clase de hombre se casaba. Y si su primer marido era más bien como un compañero de aula para ella, y el segundo nada más que una forma de alejarse de su madre, al menos el tercero era alguien a quien había amado con pasión, y me alegro de que experimentase algo así antes de morir.

Durante la cena, Dolabela, que no pudo recostarse por culpa de la herida y tuvo que comer sentado en una silla como un bárbaro, nos relató la campaña de Hispania y nos confesó que estuvo a punto de acabar en desastre; en un momento dado, la formación del ejército se rompió y el propio César se vio obligado a desmontar, tomar un escudo y reunir a los legionarios, que habían emprendido la retirada.

—Cuando todo acabó, nos dijo: «Hoy, por primera vez, he luchado por mi vida». Matamos a treinta mil hombres del ejército enemigo; no tomamos prisioneros. César ordenó clavar la cabeza de Cneo Pompeyo en un palo y exhibirla públicamente. Fue un trabajo macabro, te lo aseguro, y me temo que, a su regreso, tú y tus amigos os encontraréis con un hombre menos razonable.

—Mientras me deje tranquilo y pueda seguir escribiendo mis libros, yo no le causaré ningún problema.

—Mi apreciado Cicerón, tú eres precisamente quien menos motivos tiene para preocuparse. César te adora. Siempre dice que tú y él sois los únicos que quedáis.

A finales de verano César regresó a Italia, y todos los hombres ambiciosos de Roma acudieron en tropel para darle la bienvenida. Cicerón y yo permanecimos en el campo, trabajando. Una vez que completamos los

Debates, él se los envió a Ático para que su equipo de esclavos los copiasen y distribuyesen (en concreto, solicitó que le hicieran llegar una copia a César), y a continuación empezó a componer dos nuevos tratados:

De la naturaleza de los dioses y

De la adivinación. En ocasiones las espinas de la tristeza seguían pinchándolo, y en esos momentos se retiraba durante horas a algún rincón apartado de la casa. Pese a todo, cada vez se le veía más satisfecho.

—¡Cuántos quebraderos de cabeza se ahorra uno cuando evita todo contacto con el vulgo! No tener que entregarte a ningún oficio y poder dedicarte por entero a la literatura es la mejor manera de disfrutar de esta vida.

Incluso allí, tuvimos conocimiento, como si de una tormenta lejana se tratara, del regreso del dictador. Dolabela lo había explicado muy bien. El César que volvió de Hispania no era el mismo que el que se marchó. No se trataba tan solo de que no tolerase que lo contradijeran, sino también de que su afianzamiento en la realidad, antaño de una firmeza aterradora, empezaba a debilitarse. En primer lugar, puso en circulación una réplica al panegírico que Cicerón escribió sobre Catón, a la que puso por título

Anticatón, repleta de mofas soeces con las que lo tachaba de beodo y excéntrico. Dado que casi todos los romanos le profesaban un respeto renuente a Catón y que la mayoría lo veneraba, la mezquindad del libelo dañó mucho más la reputación del dictador que la de Catón. («¿Hasta dónde no llegará su afán por dominar a todo el mundo? —se preguntó Cicerón en voz alta cuando lo leyó—. Necesita pisotear hasta el polvo que dejaron los muertos»). Después estaba su decisión de organizar otro triunfo, esta vez para celebrar la victoria en Hispania; la mayoría de los romanos pensaba que la aniquilación de miles de conciudadanos, incluido el hijo de Pompeyo, no era algo de lo que jactarse. También llamaba la atención que se encaprichara de Cleopatra; si ya a muchos les molestaba que la hubiese instalado en una suntuosa casa con jardín junto al Tíber, para colmo erigió una estatua de oro de su amante extranjera en el templo de Venus. Con esto ofendió tanto a los devotos como a los patriotas. Incluso se deificó a sí mismo («el Divino Julio») y se adjudicó un sacerdocio, su propio templo y sus propias imágenes. Y como dios que era, comenzó a intervenir en todos los aspectos de la vida cotidiana: limitó a los senadores la posibilidad de viajar al extranjero y prohibió los platos muy elaborados y los bienes lujosos; hasta el punto de llegar a tener espías en los mercados, que irrumpían en las casas de los ciudadanos a la hora de la cena para inspeccionar, confiscar y detener.

Por último, como si su ambición no hubiera provocado suficiente derramamiento de sangre durante los últimos años, anunció que llegada la primavera iría de nuevo a la guerra a la cabeza de un ejército descomunal compuesto de treinta y seis legiones. Quería someter a Partia, como venganza por la muerte de Craso, y, tras esto, rodearía la orilla lejana del mar Negro en una gran cacería de conquistas que abarcaría Hircania, el mar Caspio y el Cáucaso, Escitia, los países limítrofes con Germania y, por último, la propia Germania, para finalmente regresar a Italia a través de la Galia. Pasaría tres años fuera. El Senado no tenía ninguna opinión que manifestar al respecto. Igual que los obreros que construyeron las pirámides para los faraones, no eran más que esclavos sometidos a los planes de su amo.

En diciembre, Cicerón propuso que nos desplazásemos a una región más cálida para proseguir con nuestro trabajo. Un acaudalado cliente suyo que residía en la bahía de Nápoles, Marco Cluvio, había fallecido recientemente y le había legado una propiedad de gran valor ubicada en Puteoli. Y allí fue a donde nos dirigimos; nos llevó una semana de viaje. Llegamos la víspera de las saturnales. La villa, grande y lujosa, se encontraba a la orilla del mar y era aún más bonita que la casa que Cicerón tenía en la vecina Cumas. La finca se acompañaba de un catálogo considerable de propiedades comerciales ubicadas en la ciudad, así como de una granja que quedaba en las afueras. Cicerón estaba emocionado como un niño con su nueva posesión, y apenas hubimos llegado, se descalzó, se recogió la toga y bajó a la playa para meter los pies en el agua.

A la mañana siguiente, después de entregarle un obsequio a cada esclavo por las festividades, me pidió que fuese a su estudio, donde me hizo entrega de una preciosa caja de sándalo. Di por hecho que la caja era mi regalo, pero cuando le di las gracias, me indicó que la abriera. Dentro encontré las escrituras de la granja de las inmediaciones de Puteoli. La había puesto a mi nombre. Aquel gesto me dejó igual de perplejo que cuando me concedió la libertad.

—Mi querido y viejo amigo, me gustaría poder darte más y desearía haber podido regalártela antes. Pero aquí está al fin, la granja con la que siempre has soñado, la cual deseo que te aporte tanta alegría y tanto consuelo como tú me has proporcionado a mí a lo largo de los años.

Pese a que era un día festivo, Cicerón trabajó. Ya no tenía una familia con la que celebrarlo (la muerte, el divorcio y la distancia los separaban ahora), y supongo que escribir aliviaba su soledad. No podía decirse que estuviera melancólico. Había comenzado un nuevo libro, un ensayo filosófico sobre la senectud con el que estaba disfrutando mucho («Ay, infeliz es sin duda el anciano que no ha aprendido en el curso de su larga vida que a la muerte no se le debería dar importancia»). Aun así, insistió en que al menos yo me tomara un día de descanso, de modo que bajé a dar un paseo por la playa, pensando en el extraordinario hecho de que tenía una propiedad, de que ahora era nada menos que granjero. Sentía que una parte de mi vida terminaba y otra comenzaba, un presagio de que mi trabajo con Cicerón tocaba a su fin y de que pronto nos separaríamos.

En ese tramo de la costa se levantaban muchas villas de gran tamaño orientadas hacia el oeste. Desde ellas se alcanzaba a ver el promontorio de Miseno, al otro lado de la bahía. La propiedad contigua a la de Cicerón era de Lucio Marcio Filipo, un excónsul un poco más joven que el orador, quien se vio en una situación complicada durante la guerra civil, ya que era el suegro de Catón pero estaba casado con el pariente más cercano que le quedaba a César, su sobrina Atia. Ambas partes lo autorizaron a que se mantuviera al margen del conflicto, hasta cuyo fin residió ahí, como prudente medida neutral que le iba bien a su temperamento nervioso.

Ahora, según me acercaba a los límites de su finca, vi que el acceso a la playa estaba cortado por una unidad de soldados que impedían el paso de los transeúntes por delante de la casa. Por un momento, me pregunté qué ocurría, y cuando al fin lo deduje, giré sobre mis talones y corrí a avisar a Cicerón, pero este ya había recibido un mensaje:

Del dictador César para Marco Cicerón.

Saludos.

Me encuentro en Campania para pasar revista a mis veteranos y durante una parte de las saturnales me alojaré con mi sobrina Atia en la villa de Lucio Filipo. Si lo estimas oportuno, podría hacerte una visita con mi tropa llegada la tercera jornada de las festividades. Por favor, házselo saber a mi oficial.

—¿Qué respuesta le diste? —inquirí.

—La única que se le puede dar a un dios. Le dije que sí, claro.

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