Dictator

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Segunda parte. Redux 47-43 a. C. » Capítulo XVI

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Las noticias relativas al texto no tardaron en difundirse. Al día siguiente de que Antonio abandonara la ciudad, fue expuesto en el foro. Todos querían leerlo, entre otras cosas porque recogía una plétora de rumores envenenados, como, por ejemplo, que durante su juventud Antonio se había prostituido con hombres, que con frecuencia se caía de lo borracho que iba, y que incluso había tenido una actriz nudista como amante. Pero yo le atribuyo su extraordinaria popularidad sobre todo porque entraba en detalles que nadie se había atrevido a revelar hasta ahora: que Antonio había robado setecientos millones de sestercios del templo de Ops, dinero que empleó en parte para saldar sus deudas personales, que ascendían a cuarenta millones; que Fulvia y él habían falsificado los decretos de César a fin de extorsionar al rey de Galacia y obtener diez millones de sestercios; que se habían apropiado de joyas, muebles, casas, granjas y dinero, y se lo habían repartido todo entre ellos dos y su séquito de actores, gladiadores, adivinos y curanderos.

Llegada la novena jornada de diciembre, Cicerón volvió por fin a Roma. Su regreso me cogió por sorpresa. Oí ladrar al perro guardián y me asomé a la entrada, donde vi al señor de la casa conversando con Ático. Había estado ausente casi dos meses e irradiaba una lozanía y un ánimo desacostumbrados. Sin siquiera quitarse la capa ni el gorro, me tendió una misiva de Octaviano que le había llegado el día anterior.

He leído tu nueva filípica y me parece un escrito magnífico, digno del mismísimo Demóstenes. Ojalá pudiera verle la cara al actual Filipo cuando la lea él. Me han comentado que ha decidido no atacarme aquí, sin duda temeroso de que sus hombres se nieguen a entrar en liza contra el hijo de César; en lugar de eso, marcha aprisa con su ejército hacia la Galia Citerior con la intención de arrebatarle la provincia a tu amigo Décimo.

Mi estimado Cicerón, convendrás en que mi posición es más fuerte de lo que nos atrevíamos a soñar cuando nos reuníamos en tu casa de Puteoli. Ahora me encuentro en Etruria en busca de más reclutas. Acuden a mí en masa. Y aun así, ahora más que nunca, necesito con apremio tus sabios consejos. ¿Sería posible que organizásemos un encuentro? No hay nadie en este mundo con quien me urja más hablar.

—Bien —dijo Cicerón con una sonrisa—, ¿qué te parece?

—Es muy gratificante —juzgué.

—¿Gratificante? ¡Por favor, usa la imaginación! ¡Es más que eso! No he dejado de darle vueltas desde que la recibí.

Después de que un esclavo terminara de ayudarlo a quitarse la ropa de abrigo, nos hizo una seña a Ático y a mí para que lo siguiéramos hasta su estudio, y cuando entramos me pidió que cerrase la puerta.

—Esta es la situación tal como yo la veo. De no ser por Octaviano, Antonio se habría apoderado de Roma y nuestra causa sería historia en estos momentos. Pero el miedo que le tiene al heredero de César ha obligado al lobo a dejar caer la presa en el último momento, por lo que ahora se escabulle hacia el norte para saciarse en su lugar con la Galia Citerior. Si derrota a Décimo este invierno y conquista la provincia, lo que me parece muy probable, contará con los fondos y las tropas necesarios para regresar a Roma en primavera y rematarnos. El único que puede librarnos de ese final es Octaviano.

—¿De verdad crees que Octaviano ha formado un ejército para defender lo que queda de la República? —le preguntó Ático con escepticismo.

—No, pero, del mismo modo, ¿le conviene permitir que Antonio tome el control de Roma? Por supuesto que no. Antonio, en estos momentos, es su verdadero enemigo, quien le ha arrebatado su herencia y desoye sus exigencias. Si consigo persuadir a Octaviano para que se dé cuenta de ello, tal vez aún podamos salvarnos del desastre.

—Tal vez, pero solo para librar a la República de las garras de un tirano y dejarla en las de otro, que además se hace llamar César.

—Ah, no estoy seguro de que el muchacho sea un tirano. Creo que podría utilizar mi influencia para que no abandone la senda de la virtud, al menos hasta que nos deshagamos de Antonio.

—Desde luego, por lo que dice en su carta, parece que está dispuesto a escucharte —observé.

—Exacto. Créeme, Ático, si me pusiera a buscarlas, podría enseñarte otras treinta cartas similares que me lleva mandando desde abril. ¿Por qué le urge tanto que le dé mi consejo? Lo cierto es que el joven carece de una figura paterna. Su verdadero padre murió hace tiempo; su padrastro es un cretino; y su padre adoptivo le legó la herencia más valiosa que se pueda imaginar, pero sin darle ninguna indicación sobre cómo hacerse con ella. De alguna manera, yo he pasado a desempeñar esa función, lo que es una bendición, no tanto para mí como para la República.

—Y ¿qué piensas hacer? —preguntó Ático.

—Iré a verlo.

—¿A Etruria, en pleno invierno, a tu edad? Está a cien millas de aquí. Has perdido el juicio.

—Tampoco podemos esperar que Octaviano venga a Roma —dije.

Cicerón hizo un gesto con la mano como quitándole importancia a nuestras objeciones.

—Pues nos encontraremos en un punto intermedio. Ático, la villa que has comprado hace poco junto al lago de Volsinii nos vendría de maravilla. ¿Está ocupada?

—No, pero no te garantizo que sea el lugar más cómodo.

—Eso no importa. Tiro, redacta una carta en mi nombre para Octaviano para proponerle un encuentro en Volsinii tan pronto como le sea posible.

—Pero ¿qué hay del Senado? —le recordó Ático—. ¿Qué hay de los cónsules designados? Tú ya no tienes autoridad para negociar en nombre de la República con nadie, y menos aún con alguien que encabeza un ejército rebelde.

—En esta República ya nadie tiene autoridad. Ese es el problema. El poder está tirado en medio del fango esperando a que alguien se atreva a rescatarlo. ¿Por qué no voy a ser yo?

Puesto que Ático no supo darle una respuesta, la invitación del orador le fue enviada a Octaviano en menos de una hora. Al cabo de tres días de ansiosa espera, Cicerón recibió la contestación:

Nada me complacería más que volver a verte. Nos encontraremos en Volsinii el decimosexto día, como propones, a menos que se me avise de que ha surgido algún impedimento. Sugiero que mantengamos esta reunión en secreto.

Para cerciorarse de que nadie descubriera sus planes, Cicerón insistió en que partiésemos cuando aún faltaba mucho para el amanecer, de noche, en la madrugada del decimocuarto día de diciembre. Tuve que sobornar a los centinelas a fin de que abriesen la puerta Fontinalia solo para nosotros.

Sabíamos que nos adentrábamos en un territorio sin ley, infestado de bandas de forajidos armados, por lo que viajábamos en un carruaje cerrado e íbamos escoltados por un numeroso séquito de guardias y asistentes. Una vez que atravesamos el puente Mulvio, continuamos hacia la izquierda y bordeamos la orilla del Tíber hasta tomar la vía Cassia, una carretera que yo nunca había pisado. Llegado el mediodía entramos en un terreno escarpado. Ático me había prometido que disfrutaríamos de unas vistas espectaculares. No obstante, el clima desapacible que se había asentado en Italia desde el asesinato de César siguió castigándonos, y las cimas lejanas de las montañas alfombradas de pinos aparecieron envueltas por la niebla. Durante los dos días que pasamos viajando el velo no pareció disiparse un ápice.

Poco quedaba del entusiasmo inicial de Cicerón. Se había sumido en un mutismo desacostumbrado, consciente sin duda de que el futuro de la República podría depender de esa reunión. Llegada la tarde de la segunda jornada, cuando arribamos a la orilla del inmenso lago y nuestro destino apareció en lontananza, empezó a quejarse del frío que hacía. Tiritaba y se soplaba en las manos, pero cuando fui a taparle las piernas con una manta, se la quitó de encima de un manotazo como un niño malcriado y dijo que aunque fuese un anciano no era ningún inválido.

Ático había comprado esta finca a modo de inversión, pero solo la había visitado una vez. No obstante, en asuntos de dinero tenía muy buena memoria, así que enseguida recordó su ubicación. Amplia y medio en ruinas (algunas partes databan de la época etrusca), la villa quedaba frente a las murallas de la ciudad de Volsinii, junto a la orilla del lago. La verja de hierro estaba abierta. En el húmedo patio se amontonaban las hojas secas y podridas; el liquen negro y el musgo cubrían los tejados de terracota. Solo el leve remolino de humo que brotaba de la chimenea sugería que la vivienda estaba habitada. Supusimos, al no ver a nadie en los terrenos circundantes, que Octaviano aún no había llegado. Pero cuando nos apeamos del carruaje, el mayordomo nos instó a pasar y anunció que un joven nos esperaba dentro.

Estaba sentado en el

tablinum con su amigo Agripa y se levantó al vernos entrar. Intenté determinar si el increíble cambio de su suerte se reflejaba de modo alguno en su ademán o su carácter, pero lo vi igual que siempre: comedido, modesto, atento, con el mismo corte de pelo convencional y el mismo acné juvenil. Había venido sin escolta, dijo, aparte de dos conductores de carros, que se habían llevado los tiros para darles de comer y beber en la ciudad. («Nadie sabe cómo soy, por lo que prefiero no llamar la atención; es mejor pasar desapercibido, ¿no crees?»). Cicerón y él se dieron un cálido apretón de manos. Una vez terminadas las presentaciones, el orador dijo:

—Había pensado que Tiro podría tomar nota de los acuerdos a los que lleguemos, así los dos podríamos conservar una copia después.

—Entonces ¿dispones de autoridad para negociar? —infirió Octaviano.

—No, pero estaría bien tener algo que mostrarles a los dirigentes del Senado.

—Personalmente, si no te importa, preferiría que no quedase ningún registro escrito de este encuentro. Así podríamos hablar con más libertad.

No existe, por ende, ningún informe textual de sus conversaciones, aunque sí elaboré un resumen inmediatamente después para uso personal de Cicerón. Primero Octaviano le expuso la situación militar tal como él la veía. Tenía, o no tardaría en tener, cuatro legiones a su disposición: los veteranos de Campania, los reclutas que estaba captando en Etruria, la de Marte y la Cuarta. Antonio contaba con tres legiones, incluida las Alondras, pero también otra que no tenía ninguna experiencia; iba tras Décimo, quien, según sus informadores, se había retirado a la ciudad de Mutina, donde estaba sacrificando los rebaños y salando la carne con el propósito de abastecerse de cara a un largo asedio. Cicerón dijo que el Senado disponía de once legiones en la Galia Ulterior, siete de ellas al mando de Lépido y cuatro al de Planco.

A esto, Octaviano le respondió:

—Sí, pero se encuentran en el lado equivocado de los Alpes, y son necesarias para mantener la Galia. Además, los dos sabemos que ninguno de los comandantes es precisamente de fiar, sobre todo Lépido.

—No te lo discutiré —aceptó Cicerón—. La situación se resumiría de la siguiente manera: tú cuentas con soldados pero careces de legitimidad; nosotros tenemos legitimidad pero nos faltan soldados. Lo que sí tenemos los dos, no obstante, es un enemigo común: Antonio. Y algo me dice que bajo esa mezcla de condiciones se esconde la base de un acuerdo.

—Un acuerdo —intervino Agripa— que, según has dicho tú mismo, no estás autorizado a negociar.

—Joven, hazme caso, si queréis hacer un trato con el Senado, soy vuestra mejor opción. Y permitidme que os diga algo más: convencerlo no será tarea fácil, ni siquiera para mí. Habrá muchos que dirán: «No nos deshicimos de un César para aliarnos con otro».

—Sí —admitió Agripa—, pero también habrá muchos de los nuestros que dirán: «¿Por qué deberíamos luchar para proteger a los que asesinaron a César? Solo quieren comprarnos hasta que tengan la fuerza suficiente para aniquilarnos».

Cicerón descargó las palmas de las manos contra los reposabrazos de su silla.

—Si eso es lo que opináis, entonces este viaje ha sido en balde.

Hizo ademán de levantarse, pero Octaviano se inclinó hacia delante y le puso la mano en el hombro para que se mantuviera en su asiento.

—No tan rápido, mi querido amigo. No hay por qué ofenderse. Estoy de acuerdo con tu análisis. Mi único objetivo es derrotar a Antonio, algo que sin ninguna duda preferiría conseguir con la autoridad legal del Senado.

—Hablemos claro —dijo Cicerón—: ¿lo que prefieres, aunque para ello tengas que acudir al rescate de Décimo, y de hecho es lo que tendrás que hacer, el mismo que engañó a tu padre adoptivo y lo condujo a la muerte?

Octaviano lo atenazó con sus fríos ojos grises.

—Eso no supondría ningún problema para mí.

En ese momento supe con certeza que Cicerón y Octaviano llegarían a un acuerdo. Incluso Agripa pareció relajarse un poco. Convinieron que Cicerón propondría en el Senado que a Octaviano, a pesar de su edad, se le confiriese

imperium y autoridad legal necesaria para declararle la guerra a Antonio. A cambio, Octaviano se pondría a las órdenes de los cónsules. Lo que pudiera ocurrir a largo plazo, tras la derrota de Antonio, no llegó a detallarse. No se recogió nada por escrito.

Cicerón dijo:

—Podrás saber si he cumplido con mi parte del trato cuando leas mis discursos, los cuales me ocuparé de enviarte, y cuando conozcas las resoluciones que el Senado anuncie. Y yo sabré por los movimientos de tus legiones si tú estás cumpliendo con la tuya.

—Por eso no debes preocuparte —le confirmó Octaviano.

Ático salió a buscar al mayordomo y regresó con una jarra de vino toscano y cinco copas de plata que procedió a llenar y repartir. Cicerón estimó que era un buen momento para pronunciar unas palabras.

—En el día de hoy la juventud y la experiencia, las armas y la toga, han unido sus fuerzas en un pacto solemne para acudir al rescate del bien común. Abandonemos este lugar y regresemos a donde nos corresponde, decididos a desempeñar nuestro respectivo deber por la República.

—Por la República —dijo Octaviano alzando su copa.

—¡Por la República! —repetimos los demás antes de beber.

Octaviano y Agripa declinaron cortésmente la invitación de pernoctar en la casa; adujeron que debían llegar al campamento cercano antes de que anocheciera, ya que al día siguiente se celebraban las saturnales y se esperaba que Octaviano repartiese presentes entre sus hombres. Tras un profuso intercambio de halagos y declaraciones de afecto imperecedero, Cicerón y Octaviano se dijeron adiós. Todavía recuerdo la expresión que el muchacho utilizó al despedirse: «Tus discursos y mis espadas engendrarán una alianza imbatible». Cuando se hubieron marchado, el orador salió a la terraza y se puso a dar vueltas bajo la lluvia para tranquilizarse mientras yo, por pura costumbre, retiraba las copas de vino. Reparé en que Octaviano no había probado ni gota.

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