Dictadores

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Prefacio

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Prefacio

Hitler y Stalin han formado parte de mi vida durante demasiado tiempo. Empezaron a interesarme cuando era un colegial precoz y he trabajado en las dos dictaduras y en temas afines durante buena parte de los últimos treinta años. Fui estudiante cuando imperaba la vieja escuela totalitaria, que explicaba el gobierno dictatorial diciendo que consistía en la dominación mediante el miedo, ejercida por unos tiranos psicópatas. En aquel tiempo todavía se trataba de manera diferente a los dos dictadores: Hitler era sencillamente un monstruo, mientras que Stalin era un hombre al que la necesidad había obligado a preservar la Revolución de 1917, empleando medios salvajes que estaban justificados por los nobles fines que el comunismo soviético pretendía representar. «¿Traicionó Stalin la Revolución?» era el título del trabajo que me asignaron y una pregunta que inducía a pensar que la respuesta dependía de cómo se interpretara. Nadie habría preguntado «¿Traicionó Hitler al pueblo alemán?». Hitler era un hombre aparte, y punto.

Transcurridos treinta años, los dos hombres se enmarcan en un contexto muy diferente. Esto no se debe a que se les haya perdonado las cosas terribles que sus sistemas hicieron a sus propios pueblos y a otros, sino a que los sistemas no eran sencillamente cosa de un solo hombre. Hace ya mucho tiempo que es posible, y muy necesario, escribir la historia de estos dos dictadores con perspectivas en las cuales los dos interpreten sólo un papel pequeño y con frecuencia distante. Alemania y la Unión Soviética eran sociedades grandes y complejas cuyos valores, comportamiento, aspiraciones y desarrollo debían algo a la personalidad desmesurada que ocupaba el centro, pero obviamente se componían de muchos elementos, cada uno con su propia trayectoria, su propia y detallada historia social y política, sus propios perpetradores, espectadores y víctimas. Cuanto más sabemos sobre la periferia, más claro está que el centro triunfó sólo en la medida en que gran parte de la población aceptó los dos sistemas y colaboró con ellos, u organizó su vida de forma que evitase, dentro de lo posible, el contacto directo con los peligrosos poderes del Estado, o aprobó los propósitos morales de las dictaduras y aplaudió sus logros. Hoy día una biografía de Hitler y Stalin tiene que ser una historia de su vida y su tiempo o, mejor aún, una historia que los sitúe en las sociedades que les dieron origen y examine la dinámica que mantuvo unida la dictadura en vez de limitarse a la imagen simplista del déspota omnipotente.

Los estudios efectuados en los últimos veinte años han transformado nuestra interpretación tanto de la Alemania de Hitler como de la Unión Soviética de Stalin, porque se han centrado en gran parte en los numerosos aspectos del Estado, la sociedad, la cultura, la ciencia y las ideas que constituyen la historia de esa época, así como de cualquier otra. Ha sido un proceso reciente, por varias razones. La apertura de los archivos de la antigua Unión Soviética ha proporcionado gran cantidad de información rusa y occidental que es interesante, original y fidedigna y que era imposible obtener de las fuentes racionadas del periodo soviético. Los archivos alemanes del Tercer Reich estaban, en general, abiertos, pero hubo poca disposición a ocuparse de gran parte del material que contenían durante el largo periodo que necesitaron los alemanes para asumir a Hitler. Muchas de las mejores obras sobre ese periodo fueron escritas por historiadores que no eran alemanes, pero, desde hace algo más de diez años, ha habido una verdadera explosión de estudios nuevos y notables de todos los aspectos de la sociedad alemana —desde antes de Hitler hasta después de él— a cargo de autores alemanes que ya no titubean en afrontar las verdades históricas. Mi análisis de los dos sistemas no habría sido posible sin esta profusión de obras. Incluso un aspecto tan fundamental de los dos sistemas como es la historia de los campos de concentración no se ha examinado de forma apropiada hasta los últimos años, con resultados a menudo sorprendentes. Me gustaría dejar constancia de la gran deuda que he contraído con todos los autores cuyas obras me han proporcionado las numerosas piezas que faltaban para componer el rompecabezas que rodea las figuras de los dos dictadores. Leer todas esas obras estimulantes e innovadoras ha sido uno de los placeres proporcionados por la redacción de este libro.

Tengo muchas otras deudas que reconocer. Numerosas personas han escuchado con gran interés y entusiasmo los argumentos que presento aquí, entre ellas los alumnos de mi curso de Dictaduras Comparadas en el King’s College de Londres. Enseñar a estas personas ha sido una experiencia estimulante y, en muchos casos, he modificado mis puntos de vista como resultado directo de lo que han escrito o dicho en clase. Muchos de mis colegas han compartido sus propias perspectivas conmigo y a veces se han mostrado de acuerdo con lo que digo, pero, a menudo y afortunadamente, también han discrepado. Quisiera dar las gracias en particular a Albert Axell, Claudia Baldoli, David Cesarani, Patricia Clavin, Gill Coleridge, Ulrike Ehret, Richard Evans, Isabel Heinemann, Geoffrey Hosking, Serguéi Kudryashov, Stephen Lovell, Lucy Luck, Jeremy Noakes, Ingrid Rock, Robert Service, Lennart Samuelson, Jill Stephenson, Chris Szejnmann, Mikulas Teich, Alice Teichova, Nicholas Terry, Adam Tooze y Richard Vinen. Quiero hacer mención especial de Olga Kucherenko y Aglaya Snetkov, que han trabajado para mí con el material escrito en ruso. Finalmente, el equipo de Penguin, Simon Winder, Chloe Campbell, Charlotte Ridings y Richard Duguid, merece asimismo mi agradecimiento.

Richard Overy

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