Diablo

Diablo


Capítulo 23

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Capítulo 23

A la mañana siguiente, Honoria despertó tarde y sola. Hacía mucho rato que Diablo se había marchado. Su infatigable energía le pareció injusta ya que los acontecimientos de la noche anterior la habían dejado agotada. Su mirada se posó en la prenda de seda color marfil caída sobre la alfombra. Era su camisón.

A medianoche habían forcejeado. Medio dormida, a ella no le había apetecido desprenderse del calor del camisón. Él había insistido y al final la había recompensado debidamente. Honoria todavía se sentía radiante, por dentro y por fuera. Sonrió y se arrebujó en las mantas, deleitándose con aquella persistente sensación de satisfacción y calidez.

No sabía quién había dado el primer paso y no le importaba. Se habían vuelto el uno hacia el otro y permitido que sus cuerpos hallaran el tácito compromiso de que, pese a todas las diferencias, seguían siendo marido y mujer, con una alianza sólida como la roca, duradera como La Finca.

La puerta del dormitorio se abrió. Cassie asomó la cabeza.

—Buenos días, señora. —Entró y recogió el camisón—. Son casi las once.

—¿Las once? —Honoria la miró con los ojos muy abiertos.

—Webster dice que si quiere algo de desayuno. Como anoche no cenó…

—Comimos a última hora —dijo Honoria, sentándose. Una hora después de que su camisón cayera al suelo, a Diablo le había apetecido comer. Ella volvió a dormirse y él había ido a la cocina. Al volver, la había despertado y había insistido en que comiera un poco de pollo, jamón y queso, regado todo ello con vino blanco.

—Hay pescado ahumado, huevos hervidos y salchichas.

—No, gracias. Voy a tomar un baño —dijo Honoria, arrugando la nariz.

Tomó un baño acorde con su estado de ánimo, con lasitud y sin prisa. Miró a través del vapor y recordó los acontecimientos de la noche anterior. Y mentalmente oyó, en lo más profundo de la noche, que su esposo, saciado y ahíto, le decía: «No puedes temer perderme la mitad de lo que yo temo perderte a ti». Había sido una confesión a regañadientes. Diablo pensaba que ella ya estaba dormida.

¿Por qué temería más perderla de lo que ella temía perderlo a él?

Los minutos pasaron y el agua se enfrió, pero siguió sin encontrar respuesta a esa pregunta. Cuando salió del baño, dedicó la media hora siguiente a aleccionarse sobre la inconveniencia de sacar conclusiones apresuradas, sobre todo conclusiones como aquella.

Fue a la sala matutina pero le resultó imposible serenarse, paseándose entre la ventana y la chimenea, consumida por el anhelo de ver de nuevo a su esposo, de mirarle a la cara y ver sus ojos transparentes. La señora Hull le llevó una tetera con una infusión. Ella aceptó una taza, agradecida, pero se le enfrió mientras su mirada vagaba por la pared.

Louise y las gemelas le proporcionaron distracción. Fueron a almorzar y las chicas le describieron sus nuevos trajes. Honoria jugueteó con una porción de pescado hervido y las escuchó sin prestar atención. Había cancelado todos sus compromisos, aunque la noticia de que la nueva duquesa de St. Ives estaba indispuesta desataría, a buen seguro, todo tipo de especulaciones.

Y la principal especulación sería acertada. Dudó en dejar que se formase ese pensamiento en su mente, pero era incuestionable. Su lasitud matinal y su falta de apetito sólo podían significar una cosa.

Esperaba un hijo de Diablo.

Sólo de pensarlo, se sintió mareada de felicidad, con una expectación sólo teñida por una comprensible aprensión. El miedo verdadero no tenía posibilidades de entrometerse porque Diablo y su familia la protegían constantemente.

Y para poner de relieve aquello, antes de salir de la casa Louise la miró con cariño y le dijo:

—Tienes buen aspecto, pero si te surge alguna duda, estoy yo, y Horaria y Celia… Todas hemos pasado por esto antes que tú…

—Bueno, si es que… —Honoria se ruborizó. No se lo había dicho a Diablo, ¿cómo iba a decírselo primero a sus tías?—. Es que si… —Hizo un gesto vago.

—No si, querida, cuándo… —Louise sonrió y le dio unos golpecitos en el brazo. Luego se marchó, seguida por las gemelas.

Al subir la escalera, Honoria pensó en cómo iba a darle a Diablo la noticia. Cada vez que se imaginaba haciéndolo, el espectro del asesino se inmiscuía aunque ya estaban más cerca de apresarlo. Esa mañana, antes de marcharse. Diablo le había dicho que Veleta y él estaban buscando una prueba, aunque no había mencionado cuál. Lo que menos necesitaban ahora era una conmoción, y anunciar el nacimiento inminente de su heredero crearía un buen alboroto, despertando el rabioso interés que la nobleza sentía por ellos.

Entró en la sala matutina y sacudió la cabeza para sus adentros. Informaría a Diablo de su inminente paternidad una vez hubiesen capturado al presunto asesino. Hasta entonces, lo que preocupaba a Honoria era la seguridad de Diablo, ni siquiera su hijo significaba más que eso. Además, quería que fuese un acontecimiento feliz, un momento memorable que no se viera ensombrecido por un asesino.

Mientras se sentaba en la chaise, Webster llamó a la puerta y entró.

—Un mensaje, señoría. —Le ofreció una bandeja de plata.

Honoria cogió la hoja doblada, escrita con una caligrafía negra, conservadora, precisa, que nada tenía que ver con la letra extravagante de su esposo.

—Gracias, Webster.

Rompió el lacre, devolvió el abrecartas a la bandeja y, con un asentimiento, le indicó a Webster que se retirase. Este lo hizo y Honoria abrió el pliego.

Para su alteza, la duquesa de St. Ives.

Si deseáis saber más sobre quién intenta matar a vuestro esposo, venid de inmediato al número 17 de Green Street. Venid sola y no le digáis la dirección a nadie, o todo será inútil. Destruid esta nota para que nadie pueda leerla y os siga, asustando al pajarito que os susurrará al oído.

Uno que la quiere bien.

Honoria miró la nota durante un largo instante y luego la releyó. Respiró hondo y se recostó de nuevo en la chaise.

Diablo no le permitiría ir, pero ¿qué pasaría si no iba?

Estaba claro que ahí podía haber un peligro, pero enseguida desechó esa idea. Lo realmente importante era cómo reaccionaría Diablo. No se trataba, desde luego, que esa consideración fuera a influir en su estado de ánimo ya que sus temores eran más apremiantes que todo eso.

Miró la caligrafía negra y gruesa de la nota e hizo una mueca. Lo que Diablo le había dicho por la noche resonaba en su mente. Si lo había entendido correctamente, el miedo de él era una imagen en el espejo del que ella sentía. Sólo existía una emoción capaz de suscitar ese temor. Esa emoción, si él la sentía, exigía la consideración y el cuidado de Honoria, pero era la misma emoción que la impulsaba a ir a Green Street. ¿Cómo conjugar las dos emociones?

Pasados cinco minutos, se sentó a su escritorio y, al cabo de un cuarto de hora, pasó el secante a su carta, la dobló y la selló con el timbre que Diablo le había dado: el rampante ciervo de los Cynster dominando a los cheurones de los Anstruther-Wetherby. Se puso en pie y tiró del cordón de la campanilla para llamar al servicio.

—¿Sí, señora? —Fue Sligo quien se presentó.

—¿Dónde está su alteza en este momento? —preguntó mientras consultaba la hora en el reloj de la repisa de la chimenea.

—En el White’s, con el señor Veleta. —Sligo casi sonrió—. Hoy no ha intentado escabullirse de los hombres que envié a seguirlo.

—Bien. —Honoria le tendió la carta—. Quiero que le sea entregado esto a la mayor brevedad posible.

—Ahora mismo, señora. —Sligo cogió la nota y se volvió hacia la puerta.

—Y que Webster llame a un coche de alquiler para mí.

—¿Un coche de alquiler, señora? —Sligo se volvió y en su expresión había cautela—. John, el cochero, puede tener listo el birlocho en un instante.

—No —dijo Honoria con cierto tono autoritario—. Necesito un coche de alquiler. Voy a ir muy cerca, por lo que no será necesario sacar el birlocho. —Con un altivo asentimiento, despidió a Sligo—. Dile a Webster que deseo salir dentro de diez minutos.

Sligo se marchó y Honoria cogió la carta anónima. La leyó de nuevo y luego subió a sus aposentos.

Al cabo de diez minutos, Honoria se acomodó en el asiento del coche. Llevaba una pelliza dorada y agarraba con fuerza un ridículo de cuentas de marfil. El criado le hizo una reverencia y empezó a cerrar la puerta pero alguien se lo impidió. Era Sligo, que subió al carruaje y se sentó en el otro asiento.

—¿Has enviado mi carta?

—Está de camino. —Sligo la miraba como un pollo encerrado con una zorra—. Mandé a Daley con ella. Se la dará a su alteza, tal como la señora me ha pedido.

—Y tú, ¿qué haces aquí?

—¡Oh! —Sligo parpadeó—. No me ha parecido correcto que salga sola. Podría perderse, como no conoce Londres y…

—Sólo voy a unas calles de distancia, a visitar a un conocido —dijo Honoria, componiéndose la falda.

—Como quiera, señora, pero yo iré con usted, si no le importa —dijo Sligo, tragando saliva.

Ella estuvo a punto de decirle que sí le importaba, pero comprendió lo que ocurría.

—¿Su alteza te ha ordenado que permanezcas conmigo?

Sligo asintió.

—Muy bien —suspiró—, pero tendrás que esperar en el coche.

—¿Quieren que los lleve a algún sitio? —Preguntó el cochero, abriendo la trampilla del techo—. ¿O sólo van a utilizar el vehículo para charlar?

Honoria lo hizo callar con una mirada airada.

—Vamos a Green Street. Cuando lleguemos, conduce despacio y ya te indicaré dónde parar.

—Muy bien.

Green Street era la calle donde vivía su abuelo, en el número 13. El 17 estaba más cerca del parque. El cochero se apeó y tiró del caballo. Honoria inspeccionó las fachadas. El número 17 era una elegante residencia, la mansión de algún caballero. Esperó hasta que pasaron ante dos casas más y dijo:

—Dile al cochero que pare. Y espérame aquí.

Sligo transmitió sus órdenes. El cochero se detuvo y Sligo se apeó para ayudarla a descender.

—Espérame aquí —repitió ella con tono de mando—. Dentro del coche.

—¿No debería acompañarla hasta la puerta? —insistió Sligo.

—Esto es Green Street y no el barrio portuario. Esperarás dentro del coche.

Sligo asintió con una mueca. Honoria esperó que ocupase de nuevo el asiento y giró sobre los talones para recorrer una corta distancia y cruzar la calle. Con briosa determinación, subió los escalones del número 17. Cuando fue a coger la aldaba, su mano se detuvo a medio camino. La aldaba de bronce era una sílfide, una sílfide desnuda. Honoria frunció el entrecejo e hizo sonar la indiscreta figura.

Aguardó, sosteniendo con fuerza el ridículo, e intentó no pensar en las imprecaciones que su marido soltaría cuando leyera la carta. Esperaba que los socios del White’s lo comprendieran. Oyó pasos al otro lado de la puerta. No eran los pasos comedidos de un mayordomo con experiencia sino pasos lentos y conocidos. Antes de que se abriera la puerta ya supo que no la recibiría el mayordomo.

Cuando vio a la persona que la abrió, Honoria se quedó boquiabierta. Y el conde de Chillingworth también.

Ambos se quedaron desconcertados un instante, mirándose. Honoria vaciló y las posibilidades y las conjeturas se arremolinaron en su mente.

—Por el amor de Dios, no se quede ahí. Alguien podría verla —dijo Chillingworth con ceño.

Ella parpadeó, pasmada, y no se movió ni un centímetro. Chillingworth la cogió por el brazo y tiró de ella hacia dentro. Cerró la puerta y luego la miró a la cara.

Aunque no era tan alto como Diablo, no podía decirse que Chillingworth fuese un hombre pequeño. Honoria se dio cuenta de ello en aquel estrecho vestíbulo. Se irguió y sin la menor indicación sobre lo que estaba ocurriendo, lo fulminó con una imperiosa mirada.

—¿Dónde está su mayordomo?

—Ha salido. —La mirada que le devolvió era absolutamente insondable—. Lo mismo que el resto de mis criados. —Honoria puso unos ojos como platos y Chillingworth sacudió tristemente la cabeza—. No puedo creer que lo haga en serio. —La miró a los ojos.

—Por supuesto que lo hago en serio. —Honoria levantó la barbilla en gesto desafiante.

La expresión de Chillingworth denotaba una mezcla de incredulidad y desengaño, pero al punto se endureció y se convirtió en una máscara muy parecida a la de su principal rival. Se encogió de hombros con elegancia y dijo:

—Si insiste. —E inclinó la cabeza como para besarla.

Ella soltó un grito ahogado, se echó hacia atrás y le dio un sopapo.

Justo antes de las dos, Diablo subió, distraído, la escalera del White’s y se tropezó literalmente con Veleta, que estaba en la puerta.

—¡Vaya! —exclamó Veleta, retrocediendo—. ¿Dónde demonios te habías metido? Te he buscado en todas partes.

—Pues me sorprende que no me hayas encontrado —replicó su primo con una sonrisa—, porque he estado en todas partes.

Veleta frunció el entrecejo y abrió la boca para decir algo, pero Diablo le preguntó:

—¿Has comido?

Veleta asintió sin dejar de fruncir el entrecejo. Diablo tendió su bastón al portero y su primo hizo lo propio.

—Te lo contaré mientras comes.

El comedor estaba lleno de caballeros que ya tomaban el brandy.

Sirvieron a Diablo casi enseguida, empezó a comer el lenguado y arqueó una ceja.

—Ya te lo diré después —decidió Veleta, lanzando una torva mirada a los que tenían sentados cerca.

Diablo asintió y se concentró en la comida, encantado de tener una excusa para no hablar. No le apetecía explicar por qué había pasado la mañana dando vueltas por la ciudad, fatigando a los dos criados que Sligo había enviado a que lo siguieran. Pensó que nunca le apetecería ya que su aflicción no mejoraba con el paso del tiempo. Y tampoco podía decirle a Veleta que esquivaba a su esposa, porque esta le había dicho que lo amaba.

Lo había declarado en términos muy claros, con absoluta convicción.

Diablo bebió media copa de vino de un trago.

Le resultaba muy duro asimilar que su esposa albergaba esos sentimientos, saber que afrontaría el peligro sin pestañear, que nunca retrocedería aunque se viera ante una intimidación que haría huir hasta a un sargento de caballería, sólo porque lo amaba.

Sólo había un obstáculo, una dificultad en el camino.

Bebió otro sorbo de vino y siguió comiendo el lenguado. El dilema que lo había atosigado toda la mañana volvió a agobiarlo. Si le decía a Honoria cómo se sentía al saber que ella lo amaba, si mencionaba siquiera esa declaración, estaría reconociendo a la vez la validez de su justificación para correr peligro, lo cual era algo que no estaba dispuesto a hacer.

Por lo que él sabía, en tiempos aciagos, todas las esposas de sus antepasados Cynster habían permanecido a salvo en casa mientras sus esposos salían al campo de batalla. Al parecer, la visión de Honoria era por completo distinta: quería estar a su lado en primera línea.

Diablo comprendía esa actitud, pero no podía aceptarla.

Explicar todo aquello no iba a resultar fácil, y mucho menos después de hacer una confesión que consideraba ineludible por una cuestión de honor.

Sentirse vulnerable era terrible, pero reconocer la vulnerabilidad, en voz alta, con palabras, era mucho peor. Y una vez pronunciadas, las palabras no podían volverse atrás. Todo ello significaría que le daba a Honoria una carta blanca como nunca le había dado a nadie. Y en vista de cómo había reaccionado al saberlo en peligro, a Diablo no le parecía prudente dársela.

No sabía si Honoria intuía su estado de ánimo, lo que sí sabía era que no podría permanecer mucho tiempo más en la ignorancia. No, su Honoria Prudence lo sabría, lo cual significaba que lo único que podía hacer para apartarla del peligro era suprimirlo. Tenía que colgar al asesino de Tolly por los pies.

—¿Qué has averiguado? —le preguntó a Veleta, apartando a un lado el plato.

—Vayamos a la sala de fumar —respondió su primo con una mueca.

Encontraron un rincón vacío y se sentaron. Veleta empezó sin preámbulos.

—En líneas generales tenía razón. Mi contacto ha comprobado todos los…

—Excusad, alteza. —Ambos alzaron la mirada. Era uno de los sirvientes del club, con una bandeja en la mano—. Ha llegado hace un momento. El hombre que la trajo insistió en que se la entregáramos de inmediato.

—Gracias. —Diablo tomó la nota, rompió el lacre y con un gesto distraído despidió al hombre. Cuando la abrió y la leyó. Veleta vio que sus rasgos se endurecían. Los ojos de Diablo subieron de nuevo al encabezamiento de la carta y, con una expresión insondable, volvió a leerla entera.

—¿Y bien? —preguntó Veleta al cabo.

—Ha ocurrido algo. —Diablo arqueó las cejas—. Algo inesperado. —Dobló la nota y se puso en pie—. Tendrás que disculparme. Mandaré que vengan a buscarte en cuanto termine.

Y acto seguido, se volvió y, guardándose la carta en el bolsillo, se dirigió hacia la puerta.

Veleta lo miró sorprendido y su rostro se tensó. «Honoria Prudence, ¿en qué lío te has metido?», pensó.

—¡No! ¡Espere! No puede marcharse así.

—¿Y por qué no? —Honoria se volvió hacia él.

Chillingworth la siguió hasta el recibidor con una compresa fría bajo un ojo.

—Porque no tiene sentido correr riesgos innecesarios. A su esposo las cosas, tal como ya están, no le gustarán. Es absurdo querer complicarlas más. —Dejó la compresa en la mesita del recibidor y la miró de arriba abajo—. Lleva el sombrero torcido.

Honoria se volvió hacia el espejo con los labios apretados. Mientras se arreglaba el sombrero estudió el reflejo de Chillingworth. Estaba todavía muy pálido. No sabía si era prudente dejarlo, ya que sus criados todavía no habían regresado. Por otro lado, comprendía por qué él quería que se marchase rápidamente.

—Ya está. —Se volvió hacia él—. ¿Le parece bien así?

—Pasable. —Chillingworth la miró airado y sus ojos se encontraron—. Y no se olvide de enseñar esa nota a Diablo tan pronto lo vea. No espere a que él haga preguntas.

Honoria alzó la barbilla.

—Gracias a Dios que es esposa de Diablo y no mía. —Chillingworth la miró con franca desaprobación—. Espere aquí, que voy a mirar si fuera hay alguien que la conozca, como su abuelo o el mayordomo de este.

Honoria esperó a que abriera y mirara a uno y otro lado de la calle desde el primer escalón.

—Bien —dijo Chillingworth, sosteniéndole la puerta—. Aparte del coche de alquiler, no hay nadie.

Honoria salió con la cabeza muy alta, se detuvo y miró hacia atrás.

—No se olvide de tumbarse con los pies más altos que la cabeza —le dijo—. Y por el amor de Dios, vuelva a colocarse esa compresa o el ojo se le pondrá peor.

Chillingworth se quedó boquiabierto por segunda vez en poco rato. Luego reaccionó y le gritó:

—¡Buen Dios, qué mujer! Pero váyase de una vez…

—Bien, sí, cuídese —parpadeó Honoria, y bajó deprisa los peldaños.

Al llegar a la calle, vio el coche que la esperaba. Miró hacia el otro lado y vio un carruaje negro que doblaba por la esquina de Green Street. Oyó cerrarse la puerta de Chillingworth a su espalda. Eran más de las cuatro y empezaba a oscurecer. Tal como Chillingworth había dicho, en la calle no había nadie. Honoria suspiró aliviada y se dirigió a su coche.

No vio la figura oscura, embozada de negro, que surgió de la entrada de carruajes de la casa de Chillingworth. Cuando la silueta se acercó, no sospechó nada ni presintió peligro alguno. Oyó el tintineo de unos arneses y ruido de cascos y vio que el carruaje negro se detenía junto a ella y le bloqueaba el paso hacia el coche de alquiler. Sobre ella cayó un manto negro que la envolvió en sus pliegues impenetrables. Contuvo una exclamación y se agarró a la tela, que la envolvía cada más con más fuerza. Abrió la boca para gritar pero una mano se la cubrió. Honoria se quedó paralizada. Un fuerte brazo la tomó por la cintura y la levantó en el aire. No se resistió. Sabía que era Diablo. Esperó a que la dejara en el suelo pero, en cambio, la depositó sobre el asiento del carruaje. El vehículo dio una sacudida y se movió.

—¡Espera! —Envuelta todavía en lo que creía la capa de Diablo, Honoria se debatió para soltarse—. ¿Y Sligo?

Silencio.

—¿Sligo? —Diablo no dio crédito a sus oídos.

—Le ordenaste que me vigilara, ¿recuerdas? —Honoria luchó con la capa. Al cabo de un instante, se liberó. Soltó un resoplido y descubrió que su esposo la miraba con una expresión indescifrable—. Está en el coche de alquiler, esperándome.

—Espera aquí —dijo Diablo, tras mirarla con ceño y sacudir la cabeza.

Dio unos golpes en la trampilla del techo para indicarle a John que se detuviera y se apeó de un salto. Honoria oyó sus pasos en la calzada. No veía nada, las cortinas estaban bajadas.

Al cabo de dos minutos, el carruaje se meció. Sligo había subido junto al cochero.

—¡Ve a dar vueltas por el parque hasta que yo diga otra cosa! —gritó Diablo, antes de subir y sentarse al lado de Honoria.

El coche se puso en marcha y Diablo miró los ojos de su esposa, abiertos de par en par y suspiró, intentando disimular la tensión de que era presa.

—Será mejor que me digas qué está ocurriendo.

Había cometido un terrible error, no había querido que ella adivinase lo que había pensado y sentido al ver salir a Chillingworth en mangas de camisa y luego a ella, que se volvió a dedicarle incluso unas palabras antes de marcharse.

Desde donde estaba no había oído sus palabras, pero la imaginación le había suministrado bastantes, lo mismo que acciones para acompañarlas. La traición de Honoria lo había dejado helado. La idea de que su declaración de amor hubiese sido vana, meras palabras huecas, le había destrozado el corazón. Lo consumía una rabia negra, no sólo un arranque de cólera. Apenas recordaba el momento en que la había seguido. Sí recordaba el instante en que la había mantenido atrapada en su capa y había pensado en cuán fácil que sería dar por acabado el tormento antes de que comenzara. Aquel recuerdo lo dejó helado, por más que empezase a sentir alivio. El sentimiento de culpa por su desconfianza se le clavaba en las entrañas.

Honoria lo miraba con ceño. Diablo se aclaró la garganta.

—Sligo ha dicho que recibiste una nota —dijo para que ella empezara a explicarse.

En cambio, Honoria lo miró más torvamente todavía.

—Ya te hablé de esa nota en mi carta.

—¿Qué carta? —Diablo parpadeó, asombrado.

Tras buscar en su ridículo, Honoria sacó la nota y se la tendió.

—He recibido esto.

Diablo la leyó y luego la miró acusadoramente.

—Pone que debía venir de inmediato —Honoria levantó la barbilla—, por eso te escribí una carta explicándotelo y le pedí a Sligo que te la hiciese llegar. Sabía que estabas en el White’s. Yo no sabía que le habías ordenado que no se moviera de mi lado, por lo que envió a Daley para que te la entregara.

—No he recibido tu carta. —Diablo frunció el entrecejo y miró la nota—. Tal vez me marché de allí antes de que Daley llegase —reconoció.

—Entonces —Honoria lo miraba enfurruñada—, si no has recibido mi carta, ¿por qué estás aquí?

Diablo calló y al final alzó la cabeza despacio para encontrarse con la mirada expectante de Honoria.

—Vine porque recibí esto. —Se obligó a sacar la nota doblada del bolsillo. No quería dársela, pero su sinceridad, su claridad, el amor que Honoria sentía por él no le daban opción. Se la tendió con pesar.

Honoria la abrió y la leyó. Cuando llegó al final hizo una pausa y respiró con dificultad. Sintió una presión en el pecho y el corazón le palpitaba. Sin alzar la cabeza, leyó la nota de nuevo.

Mientras imaginaba cómo podía haber ocurrido, las manos le temblaron. Ella intentó serenarse y miró a Diablo, cuyos ojos parecían verlo todo aunque en ocasiones la rabia los cegaba. El tiempo se dilató y siguió mirándolo con ojos incrédulos y suplicantes.

—No es cierto. Yo nunca haría una cosa así. Ya lo sabes. —En un susurro tierno y doloroso, añadió—: Te amo.

—Lo sé —replicó Diablo, cerrando los ojos. Con la mandíbula encajada, en su interior se arremolinaba una fiera rabia contra el asesino que había atacado justo en el lugar más vulnerable de su armadura y había hecho daño a Honoria. Respiró hondo y la miró ceñudo—. No he pensado, sólo he reaccionado. Cuando recibí la nota, no podía pensar. Después te vi salir de la casa de Chillingworth… —Se interrumpió y, con la mandíbula aún más tensa, se obligó a no desviar la mirada—. Me preocupo demasiado por ti —añadió en voz muy baja.

Honoria oyó sus palabras y lo que vio en sus ojos disipó todo su dolor. La opresión que sentía en el pecho desapareció y respiró hondo.

—Es justo —dijo, abrazándolo y apoyando la cabeza en su pecho—, porque yo también te quiero tanto que duele en el pecho.

Tal vez Diablo no habría podido decir esas palabras, pero Honoria las hubiese dicho por él. La verdad estaba allí, brillaba en sus ojos. La estrechó con fuerza y luego apoyó la mejilla en sus rizos. Estaba tan tenso que sus músculos temblaban.

Honoria notó los latidos de su corazón en la mejilla. Diablo respiró hondo y soltó el aire despacio, al tiempo que le alzó la barbilla.

Sus ojos se encontraron en una larga mirada. Luego, él inclinó la cabeza y ella cerró los ojos mientras se daban un dulcísimo beso.

—Supongo que no querrás contarme qué ha ocurrido —dijo Diablo al cabo.

No era una orden ni una exigencia, sólo una petición suave. Honoria no pudo contener una sonrisa.

—En realidad, Chillingworth insistió mucho en que te lo contara todo cuanto antes.

—Muy bien, pues empieza por el principio. Cuando llamaste a su puerta, ¿crees que te esperaba?

—No exactamente. —Honoria se incorporó—. Él también había recibido una nota, me la enseñó. Escrita con la misma caligrafía que la que tú y yo recibimos. —Colocó la nota junto a la de Diablo—. ¿Ves? No se puede saber si es de un hombre o de una mujer.

—Hum… ¿Así que sabía que ibas a verlo?

—No —dijo Honoria con firmeza, atenta a las instrucciones de Chillingworth y al talante de su esposo—. Su nota era de una misteriosa dama sin nombre que le preparaba una cita con una prostituta para esta tarde. Era… era muy excitante.

—¿Y eso quiere decir que Chillingworth estaba deseoso de…? —preguntó Diablo con expresión airada—. ¿Qué dijo cuando abrió la puerta?

—Creo que él estaba más sorprendido que yo. —Honoria le lanzó una mirada malévola.

—¿Y? —preguntó él arqueando las cejas, escéptico.

—Intentó besarme y yo le di un buen sopapo —respondió Honoria, sosteniéndole la mirada.

—¿Lo golpeaste? —Diablo parpadeó varias veces.

—Michael me enseñó a hacerlo antes de que empezara a trabajar como institutriz —asintió Honoria—. Supongo que tenía que haber utilizado la rodilla, pero en ese momento no lo pensé.

—Creo que Chillingworth estará muy agradecido de que le hayas pegado tú y no yo. —Diablo apenas podía contener la risa. Honoria era muy alta y Chillingworth era más bajo—. Tendré que informarle de qué poco ha faltado para que llegara yo.

—Sí —Honoria frunció el entrecejo—, pero eso no es lo peor. Cuando lo golpeé, empezó a sangrarle la nariz.

Diablo ya no pudo contenerse y estalló en sonoras carcajadas.

—Oh, Dios mío. Pobre Chillingworth.

—Eso pensaba él también. Se le manchó todo el chaleco.

—Le has dado con la izquierda, ¿no? —dijo Diablo.

—¿Cómo lo sabes?

—Yo también le di un puñetazo de izquierda en Eton —explicó Diablo con una sonrisa que era puro placer diabólico—, y ocurrió lo mismo. Sangró como un cerdo.

—Precisamente por eso —suspiró Honoria—. Me temo que se siente maltratado por nosotros.

—Supongo. —El tono de Diablo se endureció de repente y Honoria lo miró inquisitivamente—. Eso lo tendremos que arreglar él y yo.

—¿Qué quieres decir?

—Que tendremos que hablar y ponernos de acuerdo en lo que ha ocurrido antes de que empiecen a correr rumores. —Abrazó a Honoria de nuevo y la atrajo hacia sí—. No te preocupes, no voy a retar a duelo a un hombre porque mi esposa le haya atizado en la nariz.

—Claro, pero es probable que él te rete a ti porque yo le golpeé la nariz —replicó Honoria con ceño.

—No creo —dijo Diablo. Luego sonrió y movió la cabeza de Honoria hacia arriba—. Eres una mujer de muchos recursos, ¿sabes?

—Claro, soy una Anstruther-Wetherby. —Honoria parpadeó.

—Pues ahora eres una Cynster —dijo Diablo antes de empezar a besarla.

El carruaje siguió avanzando en el atardecer, bajo las sombras inmóviles de los árboles.

Al cabo de unos momentos sin poder respirar, Honoria comprobó que él también tenía muchos recursos.

—¡Cielo santo! —Dijo entre jadeos—. ¿No podemos…? —Sujetando las muñecas de Diablo, echó la cabeza atrás para recuperar el aliento—. ¿Dónde estamos?

—En el parque. —Concentrado en lo que estaba haciendo. Diablo ni siquiera levantó la cabeza—. Si miras hacia fuera, verás unos cuantos carruajes recorriendo el mismo circuito.

—No puedo creerlo. —Una oleada de placer le arrancó aquel pensamiento de la mente. Se debatió para contener un gemido y el pensamiento fue sustituido por otro que la hizo parpadear—. ¿Y John y Sligo? ¿No se darán cuenta?

—No, no notarán nada, te lo aseguro. —La sonrisa de su esposo sólo podía calificarse de diabólica.

Los criados no notarían nada, pero ella y él sí notaron todo.

Pareció que habían pasado horas, un número infinito de minutos jadeantes y de exclamaciones contenidas, cuando por fin, se recostaba contra el pecho de Diablo.

Honoria se incorporó con el entrecejo fruncido y examinó los botones de su abrigo.

—Qué cosa horrible… Se me clavan por todas partes. —Hizo girar los botones de madreperla—. No son tan grandes como los de Tolly pero…

—¿Qué? —Diablo, que tenía los ojos cerrados en una agradecida paz, los abrió de repente.

—Estos botones… Son demasiado grandes.

—No. ¿Qué más has dicho?

—Que se parecen a los de la chaqueta de Tolly. —Honoria frunció más el entrecejo.

Él dejó que sus ojos vagaran en la distancia y luego los cerró.

—Exacto. Eso es —dijo, atrayendo a Honoria hacia sí—. Eso es lo que intentaba recordar de la muerte de Tolly.

—¿El botón que desvió la bala? ¿Y eso nos ayudará?

—Sí, nos ayudará. —Con la barbilla apoyada en su cabeza. Diablo asintió—. Será el último clavo que cierre el ataúd de nuestro asesino.

—¿Sabes seguro quién es?

Honoria intentó mirarlo a la cara pero él la abrazaba con fuerza.

—Sí, sin ninguna duda. —Suspiró.

Tres minutos después, con la ropa correctamente puesta, el duque y la duquesa de St. Ives emprendieron el regreso a Grosvenor Square.

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