Diablo

Diablo


Capítulo 24

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Capítulo 24

CUANDO Honoria y Diablo entraron. Veleta los esperaba en la biblioteca. Estudió sus rostros y se tranquilizó.

—Estamos cerca del final.

Diablo condujo a Honoria hasta la chaise y tomó asiento a su lado. Su primo lo hizo en el sillón.

—¿Qué ha sucedido?

Diablo le hizo un resumen, saltándose detalles, y sólo le mostró la nota que había recibido Honoria.

—La que me llegó a mí fue escrita por la misma mano. —Veleta estudió la nota y frunció el entrecejo—. Fíjate en la caligrafía, no en la redacción —le indicó Diablo.

La cara de su primo se iluminó.

—¡La pluma! ¡El autor emplea siempre una pluma de punta ancha para que su escritura parezca más grandilocuente! ¡Lo tenemos!

—Sí y no. Todo lo que hemos descubierto es circunstancial. Después de lo que he recordado hoy…

—Y de mis noticias, que todavía no te he contado —le interrumpió Veleta.

—Si lo juntamos todo, la identidad del asesino es evidente —continuó Diablo—. Pero que sea evidente no significa que tengamos pruebas.

Veleta torció el gesto; Diablo mantuvo la expresión sombría. Honoria los miró a ambos. Al ver que no reaccionaban, estuvo a punto de hacer rechinar los dientes.

—Pero ¿quién es? Todavía no me lo habéis dicho. Diablo puso cara de perplejidad:

—¡Pero si fuiste tú quien me lo dijo a mí! Fuiste la primera que pronunció su nombre.

—Yo pensaba que era Richard, ¿recuerdas? Pero los dos me dijisteis que me equivocaba.

—Y así es —intervino Veleta—. No fue Richard.

—Dijiste que el asesino era mi heredero —dijo Diablo, y esperó a que Honoria lo mirase—. Y, efectivamente, es él.

Honoria abrió los ojos de par en par. Miró a Veleta y volvió a fijarlos en Diablo.

—Pero… ¿quieres decir que George…?

—¿George? —Los dos hombres la miraron.

—¿Por qué George? —Preguntó Diablo—. Ese no es mi heredero…

—¿Seguro que no? —Esta vez le correspondió a Honoria mirarlo con perplejidad—. Pues Horatia me dijo que es un año más joven que tu difunto padre.

—Es cierto —confirmó Veleta.

—¡Cielo santo! —Honoria no podía abrir más los ojos—. ¿Cuántos esqueletos Cynster hay en el armario? ¿George es otro Cynster como Richard?

—Has olvidado un detalle crucial: George y Arthur son gemelos. —Diablo miró a Honoria—. Arthur es el mayor… y no, tampoco es él.

—¿Charles, pues? ¿Cómo…? —Honoria vaciló un instante. Durante un largo minuto, fue incapaz de articular palabra; finalmente, con un brillo en los ojos, buscó los de Diablo—. ¡Qué cobarde! ¡Matar a su hermano pequeño!

—Hermanastro —le corrigió Diablo—, como él mismo se apresura siempre en señalar. Y ahora ha intentado matarme a mí.

—Y varias veces. Apuntó veleta.

—También ha intentado matarte a ti… —Diablo tomó de la mano a Honoria.

—Y ahora parece que ha matado a su anterior secuaz, Holthorpe —continúo Veleta.

Diablo y Honoria lo miraron con sorpresa.

—¿Qué has averiguado? —pregunto él.

—Siguen siendo pruebas circunstanciales, pero he comprobado todas las listas de embarque y no consta que ningún Holthorpe haya salido hacia América… ni hace ninguna otra parte. Holthorpe no ha dejado nunca Inglaterra.

Diablo frunció el entrecejo.

—Empecemos por el principio. Tolly dejo Mount Street la tarde antes de morir. Por lo que sabemos, se dirigió a su casa a pie. Vivía en Wigmore Street, de modo que tuvo que pasar por aquí. Según Sligo, se presento en la puerta y se entero de que me había marchado a La Finca. Luego siguió su camino de buen humor.

—Y se detuvo a ver a George —dijo Veleta— en la esquina de Druke Street.

—En vista de la desaparición de Holthorpe, parece razonable pensar que así fuera. —La expresión de Diablo se ensombreció aún más—. Probablemente Tolly se enteró de algo sin proponérselo; quizá escuchó algo que le reveló que Charles se proponía matarme. Imaginemos que así fue; ¿qué haría Tolly en tal circunstancia?

—Hablar con Charles para hacerlo desistir —respondió Veleta—. Tolly no se detendría a pensar en el riesgo que corría al hacerlo, era demasiado abierto, sincero y cándido para imaginar que otros lo fueran menos.

—Supongamos que Charles no quiso escucharle y que Tolly se marcho.

—Pero antes, probablemente, dijo lo suficiente para sellar el destino de Holthorpe —apuntó Veleta con tono abatido—. Y la mañana siguiente partió hacia La Finca.

—Sin embargo, Charles tomó la ruta más rápida. Sabemos que así fue. No hemos encontrado testigos que puedan situar a Charles en las cercanías del camino donde Tolly recibió el disparo, pero hemos comprobado exhaustivamente que no había nadie más en la zona. Ningún caballero llegó de Londres aquel día.

—Tienes razón, de modo que Charles disparó a Tolly.

—Hay un detalle que había olvidado… —dijo Diablo mirando a su primo—. El botón de la chaqueta de Tolly.

—¿A qué te refieres? —Veleta puso cara de desconcierto.

Diablo suspiró.

—El disparo que mató a Tolly fue prácticamente perfecto. Lo único que evitó que muriese en el acto con un agujero en pleno corazón fue que la bala se desvió en uno de los botones de la chaqueta. Un botón como estos —señaló los de la suya— pero más grande. Charles posee un auténtico talento. —Miró fijamente a Veleta y luego a Honoria—. Es un tirador extraordinario.

—Sobre todo con una pistola de cañón largo —asintió Veleta—. Muy bien. Así pues, tenemos a Tolly muerto; Charles llega a La Finca y, al día siguiente, se muestra como el hermano desconsolado.

—En una actuación muy convincente… —Diablo endureció la expresión.

—Menuda sorpresa debió de llevarse cuando se enteró de que Tolly había vivido lo suficiente para hablar contigo.

—Sí, pero guardo silencio y asistió al funeral, como si tal cosa.

—Y luego llegó la noticia más sorprendente. —Veleta miró a ambos—. Charles se enteró de que ibas a casarte con Honoria.

Ella frunció el entrecejo.

—Pero yo me desembaracé de él —dijo. Al ver la mirada de interrogación de Diablo, hizo una mueca y continuó—. Vino a verme al cenador después del duelo. Me propuso que me casará con él, en lugar de contigo, aludiendo a que de esa manera protegería mi buen nombre.

—¿Eso hizo? —Diablo la miró fijamente.

Honoria se encogió de hombros.

—Le respondí que no tenía intención de casarme, ni contigo ni con nadie.

—Y él te creyó —intervino Veleta—. Más tarde, en el baile de mamá, se quedó asombrado cuando Gabriel y yo sugerimos que habías cambiado de idea.

—No es de extrañar. —Diablo miró de reojo a Honoria—. Acababa de hablar con nosotros en el parque y le aseguraste rotundamente que te marchabas a África en pocas semanas.

Ella volvió a encogerse de hombros.

—Y fue entonces cuando empezaron los atentados contra ti —dijo Veleta.

—El accidente del faetón… —Honoria palideció.

—Un primer intento impulsivo. —Diablo le apretó la mano—. Después del incidente estuve muy ocupado, y enseguida llegó la boda.

—Acabo de recordar que… —Honoria se estremeció—. El día de nuestra boda Charles me advirtió que no debería haberme casado contigo.

Diablo la atrajo hacia sí.

—Mientras estuvimos en La Finca no intentó nada.

—Era demasiado peligroso —apuntó Veleta—. Allí corría un gran riesgo de que lo pillaran.

—Pero tan pronto regresamos a la ciudad, empezó a maquinar planes. Primero intentó convencerme de que te enviara de vuelta a La Finca. —Diablo miró a Honoria y torció los labios—. Me temo que le conté el lugar que ocupas en mi corazón, y desde entonces tú también te convertiste en objetivo; no podía arriesgarse a que apareciera un heredero póstumo. —Vuelto hacia Veleta, Diablo no advirtió la expresión sobresaltada de Honoria—. Luego vino el episodio del brandy, y después el de los tres agresores que conocían mi ruta de vuelta a casa. Charles tuvo ocasión de preparar ambos.

—Ese brandy habría acabado con los dos —murmuró Veleta, mirándolo fijamente.

Diablo se percató del estremecimiento de Honoria y fulminó a su primo con la mirada.

—Pero no fue así, de modo que insistió. La de los marineros, sospecho, fue una oportunidad que no podía dejar pasar; Charles ha vuelto de White’s a casa conmigo bastantes veces.

—¿Y qué hay de ese asunto de los «palacios»? ¿Dónde encaja? —Veleta frunció el ceño.

—Quizá me equivoque, pero apuesto a que resultará ser cosa de Charles. En cualquier caso, esta noche lo sabré. —Diablo hizo una mueca.

—¿Esta noche? —Veleta parpadeó—. Es cierto; con tantas cosas, lo había olvidado. ¿Cuál es el plan?

Diablo miró a Honoria; abstraída en sus pensamientos, ella notó al fin su mirada. Alzó la vista y sonrió.

—Estaba acordándome de algo que mencionó lady Herring —declaró.

—¿Lady Herring? —repitió Diablo.

—Sí. Me dijo que Charles le había hecho proposiciones, murmurando algo acerca de reemplazar a su último amante. Ella lo rechazó, por lo que contó, con manifiesto desagrado.

—Hum… —Diablo se quedó pensativo.

—Charles no debió de encajar muy bien su negativa. —Veleta acompañó su comentario con un movimiento de la cabeza—. Siempre se ha tomado a mal tus éxitos; también en este aspecto, al parecer. —Diablo le dirigió una severa mirada de censura, pero su primo se limitó a arquear las cejas y continuó—: Quizás esto explique por qué empezó a frecuentar los palacios. Lo hizo por esa época, más o menos. Un Cynster no podría visitar estos lugares mucho tiempo sin que nos enterásemos, y tuvimos noticia de ello poco después del funeral de Tolly.

—Sí —intervino Diablo—, pero voy a asegurarme definitivamente.

—¿Cuándo es el encuentro?

—A medianoche.

Veleta miró el reloj.

—Conduciré yo —dijo—. Sligo puede viajar detrás. Lucifer montará guardia en la calle y Escándalo estará en la esquina. —Diablo le miró; Veleta arqueó las cejas—. No imaginarías que íbamos a dejarte entrar allí sin apoyo…

Honoria apretó los labios con fuerza para reprimir una exclamación que su marido seguramente no apreciaría; sin duda, él no compartiría su: «¡Bendita sea la hermandad Cynster!».

Diablo frunció el ceño.

—¿Qué más habéis organizado?

—Nada. —Veleta se mostró apaciguador—. Pero ni se te pase por la cabeza que vamos a permitir que Charles te tienda otra encerrona. Si mueres, él quedará como jefe de la familia… y ninguno de nosotros lo soportaría.

Diablo miró a Honoria; como no decía nada, volvió a mirar a Veleta.

—Está bien, pero que no vaya a cargar la caballería antes de que suene la corneta; necesitamos que Charles intente llevar a cabo su plan maestro, y hemos de darle suficiente cuerda para que se cuelgue solo.

—Su plan maestro… —Veleta dirigió una mirada a la nota que tenía en las manos—. ¿Es este?

—Encaja —asintió Diablo—. Me preocupaba que todos los atentados eran demasiado simples, demasiado espontáneos; no me parecían propios de Charles. Ya sabes cómo es. Todos sus planes son retorcidos y complicados. También es muy conservador, muy estricto. En cambio, este último intento lleva estampado su sello. Complejo, cargado de intriga y rígidamente basado en la consideración social de Honoria, de Chillingworth y mía.

—¿Chillingworth? —Veleta torció el gesto—. ¿Por qué él?

—Porque parece el acicate perfecto.

—¿Para qué?

—Para mi mal genio.

Veleta parpadeó, recordando la nota que había recibido Diablo, la que no le había enseñado.

—¡Ya! —relajó la expresión.

—Esta vez Charles se ha superado; era un plan excelente, sí. Podría haber resultado. —Miró a Honoria y añadió—: Si las cosas hubieran sido de otra manera.

Ella estudió sus ojos y levantó una ceja:

—Yo no conozco tanto los procesos mentales de Charles. ¿Podrías explicarme a mí ese plan maestro?

Diablo le tomó la mano y le depositó un leve beso en los nudillos.

—Charles tiene que matarme, y ahora a ti también, para hacerse con el título. De momento ha evitado la actuación directa: no hay modo de relacionarlo con el faetón, el brandy o los marineros. Pero estos intentos no han tenido éxito. Así pues, reflexiona: necesita que nuestra muerte no levante sospechas. Después de la muerte de Tolly, que alguno de los dos tuviera un accidente de caza hubiese causado un gran revuelo.

—Nadie se lo habría tragado —asintió Veleta—. ¡Dos veces! ¡Y seguro que sabe que los demás no permitiríamos que tu muerte en circunstancias sospechosas quedase sin aclarar!

—Por eso se ha centrado en la única clase de muerte que la sociedad admitiría y, aún más importante, que la familia no sólo aceptaría, sino que colaboraría en ocultar.

—No me gusta lo que estoy pensando —dijo Veleta con la mandíbula encajada—, pero si es así cómo lo ha preparado, nos la ha jugado muy bien.

—Es astuto —asintió Diablo—. Hábil no, pero astuto sí.

—Sigo sin entenderlo —intervino Honoria—. ¿Cuál es, exactamente, esa muerte que Charles ha planeado para nosotros?

Diablo la miró con expresión sombría.

—Charles me conoce de toda la vida. Conoce mi mal genio y el alcance de mi rabia, y tiene una idea bastante acertada de cómo desatarla. Con sus tres notas, perfectamente calculadas, preparó el modo de que te descubriese saliendo de casa de Chillingworth.

—Hasta aquí, no me cuentas nada que no sepa.

—Y espera que, a partir de esto, mi furia prepare el escenario. Cuenta con que representaré el papel de marido loco de celos hasta el final y que así podrá matarnos a los dos y echar la culpa a mi temperamento, suficientemente conocido.

—¿Quiere que parezca que me has matado en un ataque de celos y que luego tú mismo te has quitado la vida? —Honoria le miró fijamente.

Diablo asintió. Ella entrecerró los ojos un momento y volvió a abrirlos de golpe. Levantó la barbilla y declaró, mirándolo a la cara:

—Charles no es un Cynster, está claro. ¿Cómo piensas atraparlo?

—De la única manera posible: dejando que muestre sus cartas.

—¿Y cuál será nuestro próximo movimiento? —preguntó Veleta, y devolvió la nota a Diablo.

—Estudiar nuestro plan, que debe consistir en hacer lo adecuado para convencer a Charles de que el suyo está dando resultado. En toda buena obra de teatro, el villano sólo se descubre en la última escena; Charles no lo hará a menos que nosotros, las presuntas víctimas, interpretemos bien las anteriores. —Observó a su primo, que permanecía muy atento, y contempló a Honoria, que esperaba con tranquila expectación a su lado. Sonrió burlonamente y añadió—: Ya hemos completado la primera escena de nuestro melodrama. Para la próxima…

A las seis de la mañana siguiente, envueltos en la niebla, dos hombres altos empuñando sendas pistolas se detuvieron frente a frente en Paddington Green. Los padrinos se retiraron a un lado y un pañuelo blanco dio la señal. Sonaron dos disparos. Uno de los duelistas se derrumbó en el suelo; el otro, vestido de negro, esperó a que el doctor se precipitara sobre el caído. Luego entregó la pistola al padrino y se dio media vuelta ceremoniosamente.

El hombre y su padrino montaron en un carruaje negro, sin distintivos, y se alejaron del lugar.

La tercera escena se desarrolló al cabo de un rato, aquella misma mañana.

Las mujeres que daban su paseo matinal por Grosvenor Square —nodrizas con sus niños, institutrices y señoritas, jóvenes y mayores por igual— fueron testigos de la inesperada presencia del carruaje de viaje del duque. Cuando se detuvo ante la casa de St. Ives, los criados bajaron a encargarse de una montaña de equipaje.

Muchas miradas observaron el trajín, divertidas. Entonces se abrió la puerta y apareció su alteza, el duque de St. Ives, con gesto duro, acompañado de una dama cubierta con un tupido velo. Casi todos los presentes reconocieron enseguida a la duquesa, por su estatura. Su rigidez y su modo de erguir la cabeza condujeron a muchos a preguntarse si se habría producido algún distanciamiento, alguna desavenencia, posiblemente escandalosa, en la que hasta entonces había parecido una relación notablemente feliz.

Ante un puñado de miradas atentas, el duque ayudó a la duquesa a subir al carruaje y luego hizo lo propio. Un lacayo cerró la puerta y el cochero azuzó los caballos.

La noticia corría ya, en susurros musitados con ojos de sorpresa, en confidencias cuchicheadas tras unas manos de elegantes guantes, mucho antes de que el carruaje abandonara el distinguido barrio. Los St. Ives habían abandonado Londres inesperadamente, justo cuando empezaba la temporada. ¿Qué iba a pensar la nobleza?

Como era de esperar, la nobleza pensó —y dijo— exactamente lo que habían previsto.

Cuatro poderosos corceles negros arrastraron a toda velocidad el carruaje de St. Ives a Cambridgeshire. Apoyada en el hombro de Diablo, Honoria contemplaba el paisaje que pasaba velozmente.

—He estado pensando…

—¡Oh! —Diablo apenas entreabrió los ojos lo suficiente para mirarla.

—Tenemos que ofrecer un baile de gala tan pronto volvamos a la ciudad. Para despejar la impresión errónea que nos hemos preocupado en trasmitir.

Él torció el gesto.

—Tendrás que invitar a Chillingworth, por supuesto.

—Supongo que es inevitable —respondió ella, y le dirigió una mirada de advertencia.

—Claro —Diablo estudió sus facciones, iluminadas por un débil sol—. Por cierto, debo advertirte que, aunque ya era tarde, puede que anoche alguien me viera en el burdel.

El misterioso Cynster había resultado ser Charles; la explicación de la madame había sido absolutamente convincente.

Honoria se encogió de hombros, altanera.

—Si a alguien se le ocurre mencionarme tu presencia allí, te aseguro que encontrará una acogida muy fría.

Diablo observó el gesto altivo de su esposa, con la barbilla levantada, y llegó a la conclusión de que ni el cotilla más descarado se atrevería a comentarle tal rumor; Honoria estaba convirtiéndose rápidamente en una matriarca tan intimidante como la duquesa madre.

—¿Sospechas que esta mañana había alguien vigilando en Paddington Green? —preguntó ella.

—Gabriel vio a un tipo que se parecía a Smiggs, el nuevo secuaz de Charles.

—Entonces ¿hemos de considerar que Charles está al corriente de tu encuentro con Chillingworth?

—Parece razonable suponerlo. Ahora procura descansar. —Diablo la acomodó mejor contra su cuerpo. Al ver su mirada de desconcierto, añadió—: Mañana será un día agotador.

Honoria frunció el entrecejo ligeramente.

—No tengo sueño.

Apartó la mirada para no ver la mueca de exasperación de su marido. Al cabo de un momento, este aventuró:

—Estaba pensando…

—¿Cuándo crees que aparecerá Charles?

Diablo suspiró para sí.

—O lo hace esta noche —dijo—, y si es así acudirá a la casa y anunciará su presencia, o mañana, en algún momento, en cuyo caso quizá no se anuncie. —¿Cuándo iba Honoria a decírselo?—. Enviaré un par de criados a Cambridge para que nos avisen en el momento en que se presente.

—¿Crees que tomará su camino de costumbre?

—No hay motivo para que tome otro. —Diablo estudió su silueta y se detuvo en su barbilla, firme y resuelta—. A propósito: suceda lo que suceda, deberás tener presente una cosa, por encima de todo.

—¿Qué? —Honoria ladeó la cabeza y lo miró con un parpadeo.

—Obedecer mis órdenes sin rechistar. Y si yo no estoy, debes prometerme que harás lo que te diga Veleta sin causarle dolores de cabeza a cada indicación.

Ella estudió sus ojos y volvió la mirada al frente.

—Está bien. Seguiré tus órdenes. Y las de Veleta, en tu ausencia.

—Gracias. —Diablo la atrajo hacia sí y rozó su cabello con los labios. Bajo su semblante confiado, se sentía profundamente inquieto. La necesidad de dejar que Charles actuara y, con ello, se delatara, de tener que seguirle la corriente y enfrentarse a él sin ningún plan establecido, ya era suficiente riesgo, pero que se viera comprometida la integridad de Honoria empeoraba cien veces las cosas. La abrazó más fuerte y apoyó la mejilla en su cabeza—. Si queremos frustrar los designios de Charles, tendremos que colaborar, que confiar mutuamente y en Veleta.

Honoria posó las manos sobre las de él, que rodeaban su talle, y murmuró:

—Confío en ti; colaboraré en todo.

Diablo cerró los ojos y rogó al cielo que ella no sufriera ningún mal. Para alivio suyo, Honoria no tardó en adormilarse, acunada por el balanceo del carruaje bajo el débil sol que bañaba la campiña.

Despertó cuando el carruaje se detuvo ante la escalinata de La Finca. Con un bostezo medio contenido, dejó que Diablo la depositara en el suelo.

Webster salió a recibirlos.

—¿Ha tenido algún problema, su alteza?

—Ninguno. ¿Dónde está Veleta? —preguntó. Su primo había partido hacia Cambridgeshire a la vez que ellos abandonaban Paddington Creen; Webster y la señora Hull habían dejado Grosvenor Square con las primeras luces.

—Hay algún problema en el molino de Trotter’s Field —respondió el mayordomo mientras ordenaba a los lacayos que se ocuparan del equipaje—. Su señoría. Veleta, estaba aquí cuando Kirby se presentó a informar de ello y ha ido a echar un vistazo.

Diablo intercambió una mirada con Honoria.

—Debería ir a ver. Está a unos campos de aquí, apenas. No tardaré.

—Ve y suéltale las riendas a ese demonio negro que tienes por caballo. Probablemente, ya habrá olfateado tu regreso y estará piafando de impaciencia.

Diablo soltó una risilla, le cogió la mano y depositó un beso en su muñeca.

—Volveré en menos de una hora.

Honoria lo vio alejarse a grandes pasos y, con un suspiro contenido, subió los peldaños de la casa. Una casa que ya era su hogar; lo notó tan pronto entró. Se despojó del sombrero y sonrió a la señora Hull, que pasaba con un jarrón de lirios en dirección al salón. Suspiró otra vez, profundamente, y notó que la invadía una fuerza tranquila, la energía de generaciones de mujeres Cynster.

Tomó el té en la salita trasera y luego, inquieta, recorrió las estancias de la planta baja, familiarizándose de nuevo con las vistas. Regresó al vestíbulo e hizo una pausa. Era demasiado temprano para cambiarse para la cena.

Dos minutos después subía los peldaños de acceso a la glorieta. Instalada en el canapé de mimbre, contempló la imponente fachada que tanto la había impresionado la primera vez. Con una sonrisa, recordó cómo la había transportado Diablo en aquella ocasión. Pensar en su esposo aumentó su inquietud; llevaba fuera casi una hora.

Abandonó la glorieta y se encaminó a los establos. Cuando entró en el patio no vio a nadie, pero los establos nunca estaban desiertos. Los mozos de cuadra estarían fuera, pastoreando el preciado ganado del duque; los hombres maduros habrían ido, seguramente, a echar una mano en el molino estropeado. Melton, sin embargo, andaría escondido por algún rincón; si lo llamaba, acudiría, pero si no lo hacía, no se dejaría ver.

Honoria entró en la cuadra principal, pero no encontró allí a Diablo ni a Suleimán. Sin nadie que la interrumpiera, dedicó los cinco minutos siguientes a conversar con su yegua. Por fin, oyó ruido de cascos y levantó la cabeza. Un caballo entró en el patio. Con una sonrisa, dio de comer la última manzana seca a la yegua y, limpiándose las manos en la falda, desanduvo sus pasos hasta el portón de la cuadra y salió al patio.

Y se topó con un hombre.

Honoria retrocedió un paso, con los ojos desorbitados y un grito helado en la garganta.

—Perdona, querida mía. No pretendía sobresaltarte.

Con una breve y humilde sonrisa. Charles dio un paso atrás, también.

—¡Oh…! —Honoria, con una mano sobre su corazón palpitante, no supo qué decir. ¿Dónde estaba Diablo? ¿Y Veleta? ¿Dónde estaban los que debían explicarle el plan?—. Yo… hum…

Charles frunció el entrecejo.

—Te he asustado. Lo siento. Sin embargo, me temo que traigo graves noticias.

Honoria palideció como la cera.

—¿Qué noticias?

—Me temo que… —Con los labios apretados. Charles estudió su expresión—. Ha habido un accidente —dijo por fin—. Sylvester está herido… Pide que vayas.

Honoria estudió el rostro de Charles con ojos desorbitados. ¿Era verdad lo que decía, o sólo el primer paso de su plan final? Si Diablo estaba herido, sobraban las preguntas; correría a su lado en cualquier caso.

Pero ¿y si Charles mentía? Controló la respiración e intentó calmar su corazón desbocado.

—¿Dónde? ¿Dónde está?

—En la cabaña del bosque.

—¿Donde murió Tolly? —Honoria parpadeó.

—Sí, ¡ay! —respondió Charles con expresión seria—. Un lugar desdichado.

En efecto; pero el molino estaba en la dirección contraria. Honoria trató de mantener la cabeza fría pero se descubrió retorciendo las manos, algo que no había hecho en su vida. En ausencia de Diablo y de Veleta, tendría que escribir la escena ella sola. Lo primero era emplear tácticas dilatorias.

—Me siento mareada…

Charles frunció el entrecejo.

—¡No hay tiempo para eso! —Cuando vio que ella se tambaleaba de costado hasta golpearse contra la pared del establo, su expresión se hizo aún más ceñuda—. No creía que fueras de las que se desmayan a todas horas.

Ella mantuvo una expresión de desconcierto, de aturdimiento.

—¿Qué… qué le ha pasado?

—Le han disparado. —Charles mantuvo la expresión grave, como se suponía que debía mostrarse un buen primo en aquellas circunstancias—. Está claro que algún canalla rencoroso con la familia utiliza el bosque como guarida.

Honoria tuvo que hacer un esfuerzo para reprimir su reacción.

¡Tenía delante al tal canalla!

—¿Está malherido?

—De gravedad. —Charles extendió la mano—. Debes venir enseguida… Dios sabe cuánto durará.

La agarró por el codo y Honoria contuvo el impulso de soltarse, pero notó la firmeza de su mano. Charles, casi a rastras, la condujo al interior de los establos.

—Tenemos que apresurarnos. ¿Cuál es tu caballo?

Honoria movió la cabeza:

—No sé montar.

—¿Qué significa eso? —Charles la miró, perplejo.

Las mujeres embarazadas no debían cabalgar y, hasta donde Honoria recordaba. Charles nunca la había visto a caballo.

—Los caballos me ponen nerviosa. Y los de Diablo son imposibles. —Consiguió desasirse—. Tendremos que ir en la calesa.

—¿La calesa? ¡No hay tiempo de prepararla!

—Pero… ¡pero entonces no podré ir!

Honoria lo miró con impotencia; en medio de la cuadra ofrecía un aspecto patético. Él la miró y ella retorció las manos.

—¡Oh, está bien! —Charles salió a toda prisa del establo en dirección al granero.

Honoria salió al patio. Cuando él desapareció en el granero, se puso a buscar. Investigó las dependencias y penetró en la oscuridad de los establos del otro lado. ¿Dónde estaba Melton? Enseguida oyó ruido de ruedas.

Volvió donde estaba a toda prisa. Su papel estaba claro: debía continuar adelante con el plan de Charles y hacer que se incriminase a sí mismo. El pánico atenazaba sus nervios y le producía un hormigueo en la columna; mentalmente, la enderezó. Charles era una espada que pendía sobre sus cabezas: la suya, la de Diablo y la del hijo que esperaban. Tenían que atraparlo. Pero ¿cómo iba a rescatarla Diablo si no sabía dónde buscarla? Le flojearon las piernas y se golpeó contra la pared del establo.

Y entonces vio a Melton en las sombras del establo, directamente delante de ella.

Contuvo una exclamación de alegría y se apresuró a cambiar de expresión cuando Charles salió del granero tirando de una calesa ligera.

—Ven a sostener las varas del enganche mientras voy a buscar un caballo —le dijo con voz áspera.

Honoria relajó el gesto, ocultó cualquier asomo de resolución y obedeció, trastabillando. Charles entró en la cuadra; Honoria miró hacia el establo del otro lado. Por la puerta abierta se adivinaba apenas la gorra de Melton. El viejo se refugiaba en las sombras a un lado de la entrada.

Charles regresó con un potente tordo.

—Levanta las varas.

Honoria las dejó caer una vez; después, con disimulo, azuzó al caballo para que se las quitara de encima otra vez. Con gesto adusto, Charles se afanó en sujetar los arneses, visiblemente nervioso por el tiempo que perdía. Honoria esperaba haber calculado bien al escoger aquel carruaje… y que Diablo no hubiera decidido dar un paseo más largo.

Charles apretó bien la última cincha y retrocedió un paso para estudiar el enganche. Por un segundo, descuidó su expresión y Honoria hubiera querido ahorrarse la visión de la sonrisa que cruzaba sus labios, emanando expectación. En ese segundo vio al asesino tras la máscara.

Melton quizá fuera viejo, pero tenía un oído muy agudo y por eso siempre conseguía evitar a Diablo. Honoria lanzó su mirada más desvalida a Charles.

—¿Keenan está con él? Has dicho que estaba en la cabaña de Keenan, ¿verdad? —mantuvo su expresión vaga, perturbada.

—Sí, pero Keenan no está.

Charles preparó las riendas. Honoria, con los ojos desorbitados, se detuvo.

—¿Está solo, entonces? ¿Está muriéndose en la cabaña, solo?

—¡Sí! —La agarró del brazo y la subió a la calesa prácticamente en volandas. Le puso las riendas en la mano y añadió—: ¡Está muriéndose allí mientras tú te pones histérica aquí! Debemos darnos prisa.

Honoria esperó a que Charles montara en su caballo bayo y se volviera hacia la entrada de los establos. Entonces preguntó:

—¿Tú vuelves allí directamente?

—¿Directamente? —Charles se giró, perplejo.

—Bueno… —Honoria señaló la calesa con gesto de frustración—, esto no pasa por el arco de la puerta; tendré que salir por la puerta principal y tomar el camino hasta la cabaña.

Charles hizo rechinar los dientes.

—Será mejor que te acompañe —masculló—. No vayas a perderte.

Honoria asintió atolondradamente. Tomó las riendas y, mansamente, puso en marcha la calesa. Había hecho todo lo posible por retrasar la marcha. El resto era cosa de Diablo.

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