Diablo

Diablo


Capítulo 5

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Capítulo 5

TRAS una hora de sutil interrogatorio, Honoria pudo escapar de la duquesa madre, contenta de que, si bien le había contado la historia de su vida, había conseguido evitar cualquier alusión a la muerte de Tolly.

Fue conducida a una elegante habitación donde se lavó y se cambió de ropa. Con renovada confianza en sí misma, se dirigió a lo que tal vez sería su encuentro con la justicia.

El magistrado ya había llegado y, mientras Diablo hablaba con él, Veleta había comunicado la triste noticia a la duquesa madre. Cuando Honoria entró en el vestíbulo, vio que la duquesa era presa de un ataque histriónico. Si bien era cierto que estaba apenada, el sentimiento principal era de furia e indignación.

—No tienes que disculparte por no habérmelo contado antes —le dijo a Honoria—. Sé lo que ha ocurrido. Como buen Cynster, ese hijo mío tan caballeroso ha querido mantenerme apartada del asunto. Ahora quiero que tú me cuentes los detalles. —Le indicó con un gesto que se sentara.

Honoria lo hizo y, apenas había terminado su relato, un sonido de ruedas en la gravilla indicó que el magistrado se marchaba.

Cuando Diablo regresó. Veleta se dirigió a él:

—¿Cuál es el veredicto?

—Muerte por disparo realizado por una persona desconocida —respondió Diablo mirándolo a los ojos—. Un salteador de caminos, probablemente.

—¿Un salteador de caminos? —repitió Honoria, mirándolo.

—O eso o un cazador furtivo —respondió Diablo, encogiéndose de hombros. Se volvió hacia su madre y añadió—: He mandado llamar a Arthur y Louise.

Lord Arthur Cynster y su esposa Louise eran los padres de Tolly.

A continuación, se produjo una detallada discusión acerca de quién tenía que ser avisado de la muerte del muchacho, las ceremonias a preparar y cómo acomodar a las personas que asistirían, casi todas de la nobleza.

Diablo se encargaría de las dos primeras cuestiones y la duquesa organizaría las habitaciones y las comidas.

Pese a su firme intención de mantenerse al margen de la familia de Diablo, Honoria no pudo permitir que ese peso recayese en los frágiles hombros de la duquesa madre, sobre todo porque su especial preparación le permitiría aligerarle estupendamente bien la carga.

Debido a que era una Anstruther-Wetherby que había presenciado la muerte de Tolly, sería invitada al funeral y tendría que asistir a él por poco que le apeteciese, por lo cual no podría marcharse de La Finca hasta que este se hubiera celebrado. Así las cosas, no había ninguna razón para no ofrecer su ayuda. Además, permanecer sentada en su habitación mientras todos en la casa trajinaban de un lado a otro no era propio de ella.

Al cabo de unos minutos ya estaba inmersa entre las listas: listas principales, listas derivadas y al final listas de comprobación. El mediodía y la tarde transcurrieron con una intensa actividad.

Webster y el ama de llaves, una mujer de aspecto venerable llamada señora Hull, coordinaron la ejecución de las órdenes de la duquesa.

Una legión de sirvientas y criados abrió y limpió habitaciones largo tiempo no utilizadas y en las granjas cercanas fueron contratados ayudantes para que trabajaran en las cocinas y los establos. No obstante, todo aquel frenesí era callado y sombrío. No se oyó una sola risa ni se vio ninguna sonrisa.

La noche cayó inquieta y agitada.

Al día siguiente, Honoria despertó a un día gris. Sobre La Finca había caído un manto fúnebre que se hizo más denso con la llegada del primer carruaje.

La duquesa salió a recibirlo y llevó a su acongojada hermana política a sus aposentos.

Honoria se escabulló, con la intención de refugiarse en la glorieta que había junto al jardín delantero. Al llegar a la mitad de él, vio a Diablo caminando entre los árboles. Estaba con el capellán Merryweather y un grupo de hombres intentando elegir la ubicación de la tumba. Diablo la vio y ella se detuvo.

Salió de entre los árboles con grandes zancadas; llevaba pantalones de ante y brillantes botas altas, una fina camisa blanca de mangas ondulantes abierta en el cuello y un chaleco de cuero. Pese a una vestimenta que distaba mucho de ser convencional, con sus vistosos colores, se le veía impresionante. Parecía un pirata.

Sus ojos la recorrieron despacio, deteniéndose en la falda gris lavanda, un color muy apropiado para el medio luto. Su expresión era dura e impasible y, sin embargo, Honoria notó que aprobaba el vestido.

—Han llegado sus tíos —le dijo ella.

Diablo no se detuvo y arqueó una ceja.

—Buenos días, Honoria Prudence. —Le tomó la mano, la puso en su brazo y, diestramente, la volvió en dirección a la casa—. Espero que hayas dormido bien.

—Perfectamente, gracias. —Como no tenía opción, Honoria caminó con paso rápido a su lado. Contuvo el impulso de rebelarse.

—Supongo que mamá se ha hecho cargo de mi tía.

Honoria asintió, mirándolo a los ojos.

—En ese caso —añadió él mirando al frente—, necesitaré tu ayuda. —Otro carruaje con crespones negros se dirigía hacia la entrada—. Esos deben de ser los hermanos pequeños de Tolly.

Miró a Honoria, que respiró hondo e inclinó la cabeza. Con paso cada vez más apresurado, llegaron a la calzada en el instante en que el carruaje se detenía.

Se apeó un muchacho. Con ojos como platos, miró aturdidamente hacia la casa. Entonces oyó los pasos y se volvió. Delgado, esbelto y temblando de emoción, miró a Diablo con un rostro carente de color y los labios apretados. Sus desconsolados ojos brillaron un instante y estuvo tentado de lanzarse a sus brazos. Honoria lo vio reprimir el impulso y recuperar la compostura tragando saliva.

Diablo se acercó al chico y le puso una mano en el hombro, apretándoselo para darle consuelo. Luego miró al interior del carruaje y llamó al resto de ocupantes.

—Venid —dijo.

Primero ayudó a bajar a una muchacha que sollozaba en silencio y luego a la otra. Ambas tenían abundantes rizos castaños y tez delicada. Cuatro enormes ojos azules se llenaron de lágrimas y sus esbeltas figuras temblaron con los sollozos. Tendrían unos dieciséis años, calculó Honoria, y eran gemelas. Sin el menor asomo de timidez o miedo, se agarraron a Diablo, pasándole los brazos por la cintura.

Diablo les rodeó los hombros y se volvió hacia Honoria.

—Esta es Honoria Prudence, para vosotras la señorita Anstruther-Wetherby. Ella cuidará de ambas. Sabe muy bien lo que se siente cuando se pierde a un ser querido.

Las dos muchachas estaban demasiado compungidas para saludar como era debido. Honoria lo comprendió y, cuando Diablo se apartó de las chicas, ella ocupó su lugar. Les rodeó los hombros y las llevó hacia la casa.

—Vamos —les dijo—. Os enseñaré vuestra habitación. Vuestros padres ya están dentro.

Permitieron que las acompañara escalinata arriba y Honoria advirtió que la miraban con curiosidad.

En el porche, ambas hicieron una pausa y se secaron las lágrimas. Honoria lanzó una rápida mirada a sus espaldas y vio que Diablo, vuelto hacia el jardín, con un brazo en los esbeltos hombros del joven, hablaba con él. Se acercó a las chicas, que estaban temblando y las instó a seguir. Ambas se resistieron.

—¿Tendremos que…? Quiero decir… —Una de ellas la miró.

—¿Tendremos que verlo? —dijo la otra—. ¿Tiene la cara muy desfigurada?

A Honoria se le encogió el corazón y sintió compasión por ellas, una empatía largo tiempo enterrada en su interior.

—Si no queréis, no será necesario —dijo en voz baja y tono tranquilizador—. Pero su aspecto es muy calmado, como fue siempre, supongo. Guapo, relajado y sereno.

Las dos muchachas la miraron con esperanza.

—Yo estaba con él cuando murió —se sintió obligada a añadir Honoria.

—¿Sí? —En el tono de las muchachas había cierto escepticismo juvenil.

—Vuestro primo también estaba.

—Oh. —Ambas volvieron la cabeza para mirar a Diablo y luego asintieron.

—Y ahora, será mejor que os instaléis. —Honoria miró hacia el carruaje y vio que unas doncellas se habían acercado a él y unos mozos desataban el equipaje del techo—. Seguro que os apetece lavaros la cara y cambiaros de ropa antes de que llegue el resto de la familia.

Con sonrisas desvaídas dedicadas a Webster, al que encontraron en el vestíbulo, subieron al piso de arriba.

La estancia asignada a las muchachas estaba al final de un ala. Honoria prometió que pasaría a recogerlas al cabo de un rato, las dejó al cuidado de una doncella y volvió a la planta baja, justo a tiempo de recibir a otros recién llegados.

El resto del día transcurrió volando. Los carruajes llegaron uno tras otro, con damas, caballeros de rígido cuello y numerosos caballeretes sin rango.

Diablo y Veleta estaban en todas partes a la vez. Recibían a los invitados y respondían a sus preguntas. Charles también estaba presente, con rostro inexpresivo y actitud formal.

Honoria se situó junto a la escalinata y ayudó a la duquesa madre a recibir a los familiares y amigos íntimos que iban a alojarse en la gran mansión. Sin moverse del lado de su anfitriona, comprobó esta, la presentaba de un modo ligeramente vago.

—Y esta es la señorita Anstruther-Wetherby, que me hace compañía.

La prima Cynster a quien iban dirigidas esas palabras intercambió saludos con Honoria, intrigada. La especulación brilló en sus ojos.

—¿De veras? —Sonrió con gazmoñería y elegancia—. Es un placer conocerla, querida.

Honoria respondió con un murmullo cortés y evasivo. Cuando había ofrecido su ayuda a la duquesa, no había previsto la situación en que eso la pondría, pero ahora no podía volverse atrás. Con una sonrisa en los labios, decidió hacer caso omiso de los tejemanejes de su anfitriona, no sin advertir que era todavía más obstinada que su hijo.

La familia rindió honores al muerto por la tarde. Honoria fue a buscar a las hermanas de Tolly a la habitación distante que les habían asignado.

Estaban esperando, pálidas pero sosegadas, juvenilmente vulnerables en sus trajes de muselina negra. Honoria las estudió con ojos expertos y luego asintió.

—No estáis mal —dijo. Las chicas se acercaron a ella, vacilantes. Era obvio que temían lo que estaba por llegar. Honoria sonrió para darles ánimos—. Vuestro primo no me ha dicho vuestros nombres.

—Yo soy Amelia, señorita Anstruther-Wetherby —dijo la más cercana a ella, haciéndole una reverencia.

—Y yo Amanda —añadió la otra, igualmente elegante, haciendo lo mismo que su hermana.

—Supongo que si os llamo «Amy», responderéis las dos. —Honoria arqueó las cejas.

—Pues sí —reconoció Amelia.

Aquella simple ocurrencia las hizo sonreír.

—¿Es cierto lo que ha dicho Diablo? —Preguntó Amanda, poniéndose seria de nuevo—. ¿Sabe lo que es perder a un ser querido?

—Sí —respondió Honoria, mirando sus ojos ingenuos—. Perdí a mis padres. Sufrieron un accidente de carruaje cuando yo tenía dieciséis años.

—¿Murieron los dos? —Amelia parecía pasmada—. Debió de ser terrible, peor que perder un hermano.

Con una cierta rigidez, Honoria inclinó la cabeza.

—Perder a cualquier miembro de la familia siempre es duro, pero cuando nos dejan, tenemos que seguir adelante. Es una deuda que tenemos con ellos, con su recuerdo, y con nosotros mismos.

Aquel comentario profundo dejó sorprendidas a las dos chicas, y Honoria las condujo hacia las escaleras camino de la capilla privada situada junto a la galería.

Las gemelas hicieron un alto en la puerta y observaron los negros atavíos de sus tíos y tías y de sus primos más mayores, todos callados y cabizbajos.

Las dos reaccionaron como Honoria esperaba: sus espaldas se pusieron tensas, respiraron hondo, irguieron los hombros y entraron despacio en la silenciosa sala. Tomadas de la mano, se acercaron al ataúd, colocado sobre unos caballetes ante el altar.

Amparada por las sombras de la puerta, Honoria contempló lo que, en esencia, era una escena de su pasado. La sombría paz de la capilla la atrajo e iba a sentarse en el último banco cuando Diablo la vio. Vestido con chaqueta y pantalones negros, camisa blanca y corbata negra, parecía exactamente lo que era: un hombre diabólico y muy guapo y el jefe de su clan. Situado junto al ataúd, arqueó una ceja con una expresión mezcla sutil de invitación y desafío.

Tolly no estaba emparentado con Honoria, pero ella había presenciado su muerte. Dudó un instante y luego siguió a las hermanas de Tolly por el pasillo.

Las gemelas avanzaron, la una pegada a la otra, y se sentaron en el banco contiguo al de su llorosa madre. Honoria se detuvo y miró la inocencia que ni siquiera la muerte podía borrar. Como había dicho a las chicas, el rostro de Tolly estaba relajado y sereno, sin señales de la herida que tenía en el pecho. Sólo la terrible palidez de su piel atestiguaba que no volvería a despertar.

Honoria había visto la muerte otras veces pero nunca como entonces. A los muertos anteriores se los había llevado Dios y, aparte de dolerse por ellos, no había nada que hacer. A Tolly se lo había llevado un hombre y las consecuencias serían por completo diferentes. Frunció el entrecejo.

—¿Qué ocurre? —La voz de Diablo sonó a sus espaldas, grave.

Honoria se volvió y, con ceño, buscó sus ojos. Diablo lo sabía, ¿cómo no iba a saberlo? ¿Por qué, pues…? Un escalofrío recorrió su alma. Tembló y desvió la mirada.

—Ven. —Diablo la tomó por el brazo. Honoria permitió que la llevara hasta un banco. Él se sentó a su lado y ella notó que la miraba pero mantuvo la cabeza gacha.

Entonces la madre de Tolly se puso en pie y, apoyándose en su marido, se acercó al ataúd y depositó una rosa blanca sobre él. La ceremonia había terminado. Mientras salían detrás de la duquesa madre y de los padres de Tolly hacia el salón, nadie dijo nada.

En el vestíbulo principal. Diablo hizo un aparte con Honoria a la sombra de las escaleras. Cuando hubieron pasado los últimos rezagados, dijo en voz baja:

—Lo siento, no tendría que haber insistido. No me di cuenta de que te recordaría a tus padres.

Honoria lo miró a los ojos. No eran buenos para ocultar emociones ya que sus claras profundidades eran demasiado transparentes. En esos momentos, se veían contritos.

—No ha sido eso. Lo que realmente me impresionó… —Honoria hizo otra pausa, buscando sus ojos— fue lo injusto de su muerte. ¿Estás de acuerdo con el veredicto del magistrado? —preguntó, tuteándolo impulsivamente.

—Por completo. —Su rostro se había endurecido y parecía la máscara de un guerrero. Entrecerró los párpados, ocultando aquellos ojos que todo lo sabían con unas pestañas que eran un aturdidor velo. Con un gesto lánguido, señaló hacia el salón—. Sugiero que nos reunamos con los demás.

Aquella repentina indicación final hizo titubear a Honoria. Con su aplomo habitual, dejó que fuese él quien abriera el camino y luego, cuando vio que tantas miradas se volvían hacia ellos, soltó una maldición para sus adentros.

El que hubiesen entrado juntos, después de los otros invitados, apoyaba la imagen que Diablo y la duquesa madre querían proyectar de ella como prometida del duque. Aquellos matices sutiles eran el pan de cada día entre los nobles. Honoria lo sabía y estaba acostumbrada a utilizar ese tipo de señales para beneficio propio. En aquella ocasión, sin embargo, se encontró enfrentándose a un maestro o, mejor dicho, a dos maestros a la vez. La duquesa no era ninguna principiante en ese juego.

El salón estaba lleno a rebosar de familiares próximos, parientes lejanos y amigos íntimos. Pese a las voces amortiguadas, el rumor era considerable. La duquesa madre estaba sentada en la chaise junto a la madre de Tolly. Diablo llevó a Honoria con Amelia y Amanda, que conversaban, nerviosas, con una dama muy anciana.

—Si necesitas ayuda con los nombres o parentescos, pregunta a las gemelas. Eso las hará sentir útiles.

—Por más que quiera distraerlas —replicó Honoria inclinando la cabeza con frialdad—, eso no será necesario. A fin de cuentas, es muy improbable que vuelva a coincidir otra vez con algún miembro de tu familia. —Majestuosa y distante, alzó la cabeza y se encontró con la mirada tenebrosa y ceñuda que Diablo le dedicó con una calma inexorable.

Amanda y Amelia se volvieron hacia ellos con idéntica mirada suplicante en los ojos.

—Oh, Sylvester —la anciana extendió una arrugada mano y agarró a Diablo por la manga—, qué pena que nos veamos de nuevo, en una ocasión tan triste…

—Sí, prima Clara. —Con elegancia. Diablo introdujo a Honoria en el círculo—. Creo —dijo— que ya os habéis conocido. —Un brillo indigno de confianza iluminó sus ojos. Honoria contuvo el aliento estupefacta y vio que él sonreía maliciosamente a su prima Clara—. Es la señorita Anstruther-Wetherby —añadió.

Honoria suspiró aliviada y dedicó una serena aunque un tanto tensa sonrisa a la anciana Clara.

—Oh, sí, por supuesto. —El rostro de la dama se iluminó—. ¡Es un placer conocerte, querida! Esperaba con ansia… —Clara miró con picardía a Diablo y luego dedicó una dulce sonrisa a Honoria—. Bueno —dio unas palmaditas a Honoria en la mano—, baste con decir que estamos todos encantados.

Honoria conocía a una persona que distaba mucho de estar en cantada pero, como Amanda y Amelia estaban mirando, se vio obligada a encajar la transparente suposición de Clara con una cortés sonrisa. Buscó los ojos de Diablo y le pareció ver en ellos un centelleo de satisfacción.

Él los desvió y tomó la mano de Clara, agachándose para que la anciana no tuviera que mirar tan arriba.

—¿Has hablado con Arthur?

—Todavía no. —Clara miró alrededor—. Con tanta gente, no he podido encontrarlo.

—Está allí, junto a la ventana. Ven. Te llevaré con él.

—Eres muy amable. —El rostro de Clara se había iluminado—. Claro que siempre fuiste un buen chico. —Saludó con la cabeza a las gemelas e hizo lo propio con Honoria, demorándose algo más en el gesto. Luego dejó que Diablo abriera el camino.

Honoria los vio marcharse. Diablo tan grande y poderoso, tan arrogante, sin preocuparse en absoluto por las arrugas que las garras como de pájaro de Clara le dejaban en la camisa. ¿Un buen chico? Honoria maldijo para sus adentros.

—Menos mal que has venido —dijo Amanda, tragando saliva—. Quería que habláramos de Tolly y no sabía… no sabíamos qué hacer.

—¿Para que callara? —Honoria les dedicó una tranquilizadora sonrisa—. No os preocupéis, sólo los muy viejos hacen preguntas. Y ahora… —Miró en derredor—. Decidme quiénes son los más jóvenes. Diablo me ha dicho sus nombres pero los he olvidado.

Era mentira pero serviría para distraer a las gemelas. Aparte de ellas, Simón y sus dos hermanas pequeñas, Henrietta y Mary, de diez y trece años respectivamente, tenían tres primas más pequeñas.

—Heather tiene catorce. Elizabeth, la llamamos Eliza, tiene trece y Angélica diez, igual que Henrietta.

—Son hijas del tío Martín y la tía Celia. Gabriel y Lucifer son sus hermanos mayores.

¿Gabriel y Lucifer? Honoria iba a abrir la boca para pedir una explicación pero en ese preciso instante vio que la duquesa madre la estaba mirando. En su expresión captó una tácita petición de ayuda. Su hermana política seguía agarrándole las manos con fuerza. La duquesa hizo una seña con los ojos hacia Webster, que se hallaba discretamente apostado junto a la puerta. La tensión en su seria figura indicaba que algo no iba bien.

Honoria miró de nuevo a la duquesa y supo que le pedía ayuda y que esa respuesta positiva sería interpretada como confirmación de otro acuerdo, un acuerdo de matrimonio entre Diablo y ella. Pero su petición de ayuda era muy real y, de todas las damas presentes, ella era sin duda la mejor preparada para afrontar cualquier desastre que hubiese ocurrido.

Honoria se sintió entre dos aguas y finalmente asintió. Camino de la puerta, se acordó de las gemelas, volvió la cabeza y las llamó.

—Venid conmigo.

Cruzó la sala majestuosamente. Webster abrió la puerta y se hizo a un lado para que entrase. El mayordomo esperó a que pasasen las muchachas, hizo lo propio y luego la cerró a sus espaldas. En el vestíbulo la aguardaba la señora Hull.

—¿Qué ha ocurrido?

La señora Hull lanzó una rápida mirada a Webster antes de mirar a Honoria. A esta no se le escapó el significado de esa mirada. Webster confirmaba que la duquesa madre había delegado en ella.

—Los pastelillos, señorita. Como aquí había tanto trabajo, los mandamos hacer en el pueblo. La señora Hobbs hace unos pasteles excelentes, hemos recurrido a ella en ocasiones similares.

—¿Y esta vez los pastelillos no están tan buenos como era de esperar?

—No es eso, señorita. —El rostro de la señora Hull se tensó—. He mandado a dos criados con la calesa, como hago siempre. La señora Hobbs tenía listos los pastelillos y los cargaron en unas bandejas. Ya casi estaban de vuelta… —una pausa para respirar hondo de manera ominosa— cuando ese demoníaco caballo de su alteza apareció encabritándose y lanzándose sobre la vieja yegua de la calesa. Los dulces salieron volando. —La señora Hull convirtió sus ojos en dos finas rendijas—. ¡Y ese caballo del diablo se los ha comido casi todos!

Honoria se llevó el índice a los labios y agachó la cabeza, pensativa. Luego miró a Webster. Su rostro era inexpresivo.

—Como su alteza hoy no tenía tiempo de cabalgar, el jefe de cuadras sacó el caballo para que corriera un rato. El camino que viene del pueblo pasa por la dehesa de los caballos.

—Comprendo. —Honoria tensó la mandíbula. A pesar de la solemnidad de la ocasión y la crisis inminente, la visión de Suleimán zampándose los pequeños y delicados pasteles era demasiado.

—Así que ya ve, señorita. No sé qué vamos a hacer, con todos esos invitados. Y ni siquiera hay galletas suficientes. —La señora Hull estaba muy seria.

—Claro. —Honoria irguió la cabeza y consideró las posibilidades—. Panecillos —decidió.

—¿Panecillos, señorita? —La señora Hull pareció sorprendida pero al punto su expresión se volvió calculadora.

—Sólo son las cuatro —dijo Honoria tras consultar el reloj de pared—. El té no tiene que servirse hasta dentro de media hora. Si pudiéramos ofrecerles algún entretenimiento… —Miró a Webster—. ¿A qué hora van a servir la cena?

—A las siete, señorita.

—Pues retrasa la cena hasta las ocho. Notifícalo a los criados de los invitados. Señora Hull, tiene una hora para hacer todos los panecillos que pueda. Disponga de todos los ayudantes que necesite. Tomaremos panecillos con mermelada. ¿Tiene mermelada de moras? Sería un toque adecuado.

—Por supuesto. —A la señora Hull le brillaban los ojos—. Tenemos nuestra propia mermelada de moras, la mejor de todas.

—Muy bien. También serviremos crema a quien le apetezca y haremos panecillos de queso y especias.

—Ahora mismo pongo manos a la obra, señorita. —Tras una leve reverencia, la señora Hull corrió hacia la cocina.

—¿Ha hablado usted de entretenimiento, señorita, para que la señora Hull tenga media hora más de tiempo?

—No es tarea fácil, dadas las circunstancias.

—Por supuesto.

—¿Podemos ayudar?

Honoria y Webster se volvieron hacia las gemelas.

—En lo del entretenimiento, quiero decir —explicó Amanda.

—A lo mejor… —Honoria arqueó las cejas y miró hacia el salón—. Venid conmigo.

Con Webster detrás, entraron en la sala de música que había junto al salón.

—¿Qué instrumentos tocáis? —preguntó Honoria, señalando los que había en hilera junto a la pared.

—Yo el pianoforte —respondió Amelia.

—Y yo el arpa —dijo Amanda.

Ante ellos había buenos ejemplos de ambos instrumentos. Webster se apresuró a ponerlos en el lugar adecuado.

—¿Tocáis juntas? —Las muchachas asintieron—. Bien, ¿y qué piezas tocáis? Pensad en piezas lentas, de duelo, réquiems o partes de estos.

Para su alivio, las gemelas estaban bien preparadas y tenían un buen repertorio. Cinco minutos después, descubrió que también poseían un talento considerable.

—Excelente. —Honoria intercambió miradas de alivio con Webster—. Que nadie os distraiga. Tendréis que tocar cuarenta minutos como mínimo. Si se os acaba el repertorio, repetid las piezas otra vez. Cuando veáis que llegan las bandejas del té, paráis.

Las gemelas asintieron y empezaron a tocar un tema litúrgico.

—¿Abro las puertas, señorita? —preguntó Webster.

—Sí, y las que dan a la terraza también.

Tanto el salón como la sala de música daban a una larga terraza. Webster abrió de par en par las dos puertas que flaqueaban la chimenea y que unían ambas estancias. Cuando los acordes envolvieron las conversaciones, las cabezas se volvieron hacia la sala de música.

Poco a poco, atraídos por la música, las damas y los caballeros fueron pasando a la estancia contigua.

Las gemelas, acostumbradas a tocar ante su familia, no fallaron. Había sillas suficientes y los caballeros las situaron para las damas, que se sentaron formando pequeños grupos, mientras los hombres permanecían en pie.

Desde su posición junto a la puerta de la terraza, Honoria vio cumplido su objetivo de entretenerlos. De repente, notó una presencia familiar a sus espaldas.

Se volvió y se encontró con los inquisitivos ojos verdes de Diablo.

—Eso ha estado muy inspirado. ¿Qué ha ocurrido?

—Tu diabólico caballo se comió los pastelillos para el té. La señora Hull no está impresionada. Creo que tiene la intención de hacer carne picada con tu semental.

—No lo hará. —Diablo estaba muy cerca de ella, con el hombro apoyado contra el marco de la puerta.

Honoria sintió que su pecho temblaba con una carcajada contenida.

—Tú menciona a tu caballo y verás cómo tu madre corre a coger la cuchilla.

—No me digas que tú no tocas ningún instrumento —dijo él tras una pausa en la que miró alrededor.

—Toco el clavicordio pero no soy hermana de Tolly. —Tuvo que hacer un esfuerzo para contener su enojo—. Y de paso —prosiguió con el mismo tono amable—, te advierto de que por más que conspiréis tu madre y tú, no me casaré contigo.

—¿Quieres apostar algo?

Honoria sintió su mirada en su rostro y sus palabras le provocaron un escalofrío.

—¿Con un depravado como tú? —Alzó la barbilla y con un gesto despectivo de la mano añadió—: Eres un tahúr.

—De los que casi nunca pierden.

La voz profunda de Diablo resonó en su interior y ella se obligó a encogerse de hombros, altiva.

Diablo no se movió. Recorrió el rostro de Honoria con los ojos pero no dijo nada más.

Para su alivio, la estratagema de Honoria funcionó. Cuando llegó el té, con los panecillos recién horneados con mermelada, todo estuvo perfecto. Las gemelas se retiraron entre discretos y sinceros aplausos. Sólo con mirarlas a la cara, se veía lo mucho que significaba para ellas haber podido contribuir de algún modo.

—Mañana las haremos tocar otra vez —le dijo Diablo al oído.

—¿Mañana? —Honoria tuvo que luchar para contener un temblor.

—Después del entierro. —Diablo la miró a los ojos—. Se sentirán mejor si pueden ser útiles otra vez.

La dejó meditabunda y volvió con una taza de té para ella. Honoria la aceptó y entonces advirtió lo mucho que la necesitaba. Además de comprenderla muy bien, Diablo se comportó como un caballero y la presentó a los amigos de la familia. Honoria no tuvo que recurrir a la imaginación para saber cómo la veían esas personas: su deferencia hacia ella era muy especial. Los acontecimientos de la tarde, orquestados por Diablo y la duquesa madre y en los que había participado aquel demoníaco caballo, le habían transmitido un mensaje: que iba a ser la esposa del duque.

La velada transcurrió deprisa. La cena, a la que asistieron todos los invitados, fue sobria. Nadie tenía ganas de distracción y la mayoría se acostó temprano. Sobre la casa cayó un manto de tristeza y melancolía, como si el edificio también estuviera de luto.

En su habitación, tumbada en la cama, Honoria dio unos puñetazos en la almohada y se ordenó dormir. Al cabo de cinco minutos de moverse inquieta, se puso boca arriba y miró el dosel.

Era culpa de Diablo. De Diablo y su madre. Honoria había intentado no comportarse como la futura duquesa pero no lo había conseguido. Y aún peor, superficialmente era perfecta para esa posición, algo evidente a todos los que se paraban a pensar en ello. Empezaba a creer que estaba luchando contra el destino.

Honoria se puso de lado. Ella, Honoria Prudence Anstruther-Wetherby, no sería obligada a hacer algo que no quisiera hacer. Era obvio que tanto la duquesa como Diablo harían todo lo posible por tentarla, por convencerla de que aceptara su propuesta, una propuesta que él no había formulado correctamente. Honoria nunca olvidaría esto último: Diablo se había limitado a dar por sentado que se casaría con él.

Desde el principio había sabido que él era un hombre imposible, incluso cuando creía que sólo era un escudero de la zona. Como duque era doblemente imposible. Aparte de todo lo demás, como su pecho, por ejemplo, era un tirano de primera clase. Las mujeres sensatas no se casaban con tiranos.

Se aferró a su sentido común y extrajo fuerza de su lógica incuestionable. Mantener en la mente la imagen de Diablo la ayudaba bastante. Una mirada a su rostro, a todo lo demás, era todo lo que necesitaba para reforzar su conclusión.

Y esa imagen también le permitía reconocer el origen de una inquietud más honda. Pese a toda la fuerza de carácter de Diablo, a todos los sentimientos familiares que aparentaba, pese incluso a lo que creyera la prima Clara, Diablo estaba dando la espalda a su primo muerto. Escondía su muerte bajo la proverbial alfombra para que no interfiriese en su búsqueda hedonista del placer.

Honoria no quería creerlo, pero ella misma lo había oído. Diablo había declarado que a Tolly lo había matado un bandolero o un cazador furtivo. Todo el mundo lo había creído, el magistrado incluido. Era el cabeza de familia, casi un déspota. Para ellos, lo que declarase Diablo Cynster, duque de St. Ives, era la verdad. La única inclinada a cuestionar esa declaración era ella. A Tolly no lo había matado un bandolero o un cazador furtivo.

¿Por qué un bandido iba a matar a un joven desarmado? Los bandoleros quitaban a sus víctimas todo lo que llevaran de valor. Y Tolly conservaba una pesada bolsa, ella la había notado en su bolsillo. ¿Y si Tolly había intentado, con la impetuosidad de la juventud, defenderse? Honoria no había visto armas. Parecía difícil que la hubiese lanzado lejos mientras caía de su caballo. Era muy poco probable que lo hubiera matado un bandolero.

En cuanto a los cazadores furtivos, el propio Diablo lo había desmentido. No lo habían matado con un fusil ni con una escopeta, había dicho, sino con una pistola. Y los cazadores furtivos no utilizaban pistolas.

A Tolly lo habían asesinado.

Honoria no supo cuándo llegó a esa conclusión, pero era tan inevitable como el amanecer que se acercaba.

Se sentó y ahuecó la almohada, luego se recostó y contempló la noche. ¿Por qué se sentía tan implicada en lo ocurrido? Era como si pensase que sobre ella había caído la responsabilidad de que se hiciese justicia.

Pero aquella no era la causa de su insomnio.

Había oído la voz de Tolly en la cabaña, notado cuán aliviado se había sentido al descubrir que había encontrado a Diablo. Había pensado que estaba a salvo, con alguien que lo protegería. Honoria había visto a Diablo cuidar de él muy afectado, pero su conducta negando la evidencia de su asesinato se contradecía con esos cuidados.

Si de verdad le importase, ¿no estaría buscando al asesino, haciendo todo lo posible por encontrarlo? ¿O sus cuidados y su preocupación no eran más que una actitud superficial? Detrás de esa falda de fortaleza, ¿era débil y pusilánime?

Honoria no podía creerlo. No quería creerlo.

Cerró los ojos y trató de dormir.

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