Diablo

Diablo


Capítulo 11

Página 13 de 28

Capítulo 11

INVESTIGAR la muerte de Tolly sería más difícil de lo que creía. Los primos de Diablo tenían acceso al mundo masculino de Tolly, y ella no. Además, ellos conocían a Tolly, sus costumbres e intereses. Pero ella podía juzgar los acontecimientos de sus últimos días de manera imparcial, sin matizarlos con ideas preconcebidas. Las mujeres eran más observadoras que los hombres.

Celia, la tía más joven de Tolly, había sido elegida por el cónclave de las esposas Cynster para dar a conocer a la nobleza que la familia había puesto fin al luto riguroso. Incluso estuvo presente Louise, todavía vestida de negro, cuya compostura era una coraza protectora frente a los que le presentaban sus condolencias.

En la casa de los St. Ives de Londres, la aldaba había estado rodeada con un crespón negro hasta esa misma mañana, cuando la duquesa madre había ordenado quitarlo. La primera semana en la ciudad transcurrió muy deprisa y la familia eludió todos los compromisos sociales, pero ya habían pasado veintiún días desde la muerte de Tolly y las tías decretaron el final del luto riguroso. Con todo, seguían vistiendo de negro y así lo harían durante tres semanas más, tras las cuales cumplirían el medio luto seis semanas.

Honoria paseó entre los invitados de Celia fijándose en los que, por su inteligencia, podían resultarle útiles. Por desgracia, como era la primera vez que aparecía en sociedad, eran muchos los dispuestos a reclamar su atención.

—Honoria…

Se volvió. Era Celia, con una bandeja de dulces en la mano y la vista puesta en la chaise del otro lado del salón.

—Detesto tener que pedírtelo, pero sé que podrás hacerlo. —Con una sonrisa. Celia le tendió la bandeja—. Se trata de lady Osbaldestone. Es una pesada. Si voy, me atará a la silla y no me permitirá levantarme el resto de la velada, pero si ningún miembro de la familia se aviene a satisfacer su curiosidad, atacará a Louise. Dame tu taza, querida.

Honoria cambió la taza por la bandeja. Abrió la boca para decir que ella no era «de la familia», pero Celia ya había desaparecido entre la multitud. Tras un titubeo y con un suspiro de resignación, se encogió de hombros y se acercó a lady Osbaldestone.

—Ya era hora. —La dama la recibió con una mirada encendida y alargó una mano parecida a una garra para coger un dulce—. ¿Y bien, señorita? —Miró a Honoria y cuando vio que esta se limitaba a sostenerle la mirada, cortés y ausente, añadió—: Siéntate. Me estás provocando tortícolis. Me atrevería a decir que ese demonio de St. Ives te ha elegido por tu estatura, claro —añadió con tono malicioso.

Honoria no le pidió que se lo aclarase. Por el contrario, se sentó en el borde de la chaise, con la bandeja delante para que la dama pudiera alcanzarla.

Mientras comía el dulce, los ojos negros de la dama la estudiaron con atención.

—Este compromiso no se ha establecido como suelen hacerlo los Anstruther-Wetherby, ¿verdad? ¿Y qué tiene que decir tu abuelo de esta boda?

—No tengo ni idea —respondió Honoria con tranquilidad—, pero me temo que se confunde. No voy a casarme con nadie.

—¿Ni siquiera con St. Ives?

—Con él, menos aún. —Honoria decidió que ella también comería. Tomó un dulce y lo mordisqueó educadamente.

Lo que acababa de decir dejó pasmada a lady Osbaldestone. Durante más de un minuto, sus ojos negros la observaron. Luego, el rostro arrugado de la dama se dibujó una sonrisa.

—Ya verás como sí. Con esta figura tan encantadora, serás la esposa perfecta para Diablo Cynster.

—No siento ningún interés por su alteza —replicó Honoria, altiva.

—Jo, jo. —La dama le hincó un dedo en el brazo—. Pero ¿siente él interés por ti?

Con la mirada atrapada en los ojos negros de lady Osbaldestone. Honoria deseó poder mentir. La sonrisa de la dama se ensanchó.

—Sigue mi consejo, muchacha: que nunca pierda ese interés. No le hagas creer que estás a su disposición. La mejor manera de tratar a esa clase de hombres es hacerlos trabajar a cambio del placer que desean.

—¡Pero si no me voy a casar con él! ¡De veras! —Honoria adoptó una expresión de mártir.

Lady Osbaldestone se puso muy seria y la miró a los ojos.

—No tienes alternativa, muchacha. —Alzó un dedo esquelético y añadió—: No levantes esa barbilla tan Anstruther-Wetherby. No podrás huir de tu destino. Diablo Cynster ha declarado que te desea y suya serás. Y si esa barbilla indica algo, esa boda será una buena cosa. Y como tiene mucha experiencia insistiendo cuando los sentimientos no son recíprocos, será mejor que no se los niegues. Para ser inmune a esa tentación hay que estar muerta, y tú estas muy viva.

La dama cloqueó. Las mejillas de Honoria se sonrojaron y lady Osbaldestone asintió.

—Tu madre ha muerto y tu abuela también, así que te daré un buen consejo en su nombre: acepta los designios del destino, cásate con ese diablo y haz que la unión funcione. Es guapo y, en el fondo, buen hombre. Tú eres una mujer fuerte, como debe ser. Y pese a lo que pienses, el diablo, en este caso, tiene razón. Los Cynster te necesitan. Y por extraño que te parezca, los Anstruther-Wetherby necesitan que te conviertas en una Cynster. El destino te ha llevado al lugar donde tienes que estar. —Se inclinó y la miró con compasión—. Y además, si tú no lo aceptas, ¿quién lo hará? ¿Una chica melindrosa con más cabello que inteligencia? ¿Tanto lo odias que quieres condenarlo a un matrimonio sin pasión?

Honoria no podía respirar. Oyeron una carcajada y frufrú de seda. Una dama se acercaba.

—Hola, Josephine. ¿Qué haces?, ¿someter a interrogatorio a la señorita Anstruther-Wetherby?

Lady Osbaldestone miró a la recién llegada.

—Buenas tardes, Emily. Me limitaba a darle a la señorita Anstruther-Wetherby un consejo basado en la experiencia. —Con un gesto, indicó a Honoria que se levantara—. Puedes irte. Recuerda lo que te he dicho. Y llévate esos dulces, que engordan.

Con las facciones tensas, Honoria dedicó una reverencia a lady Emily Cowper y, con el mentón en alto, desapareció entre la multitud. Pero muchas damas la buscaban para interrogarla sobre su nueva relación.

—¿Te ha llevado ya St. Ives a Richmond? En esta época del año los árboles están gloriosos.

—¿Dónde tienes previsto pasar las fiestas, querida?

Eludir esas preguntas requería un tacto y una habilidad que le costaba emplear, después del discurso de lady Osbaldestone. Vio que Amanda y Amelia se ocultaban tras una planta y decidió reunirse con ellas. Al ver la bandeja de dulces, sus ojos se iluminaron. Honoria se la ofreció sin comentarios.

—Mamá ha dicho que teníamos que venir para ver cómo son estas recepciones —dijo Amanda, y probó un bollito de pasas.

—El año que viene haremos nuestra presentación en sociedad —añadió Amelia.

—¿Cómo estáis? —les preguntó Honoria, mientras comían. Las dos chicas la miraron. En su expresión no había dolor. Ambas torcieron el gesto, pensativas.

—Estamos bien, creo —respondió Amanda.

—Siempre esperamos que aparezca para la cena, como hacía siempre. —Amelia bajó la mirada y comió el último bocado.

—Para reír y jugar —asintió Amanda—. Como la última noche.

—¿La última noche? —repitió Honoria, con el entrecejo fruncido.

—La noche antes de su muerte.

—¿Tolly fue a casa a cenar la noche antes? —Honoria se quedó helada.

—Estaba de muy buen humor —asintió Amelia—. Como casi siempre. Jugó a los palillos chinos con los más pequeños y después de la cena todos jugamos a «la especulación». Fue muy divertido.

—Ya… —Honoria no salía de su asombro—. Me parece muy bien. Quiero decir que me parece muy bien que tengáis tan buenos recuerdos de él.

—Sí —corroboró Amanda—. Está muy bien. —Se quedó pensando unos instantes y preguntó—: ¿Cuándo te casarás con Diablo?

La pregunta fue como un puñetazo en el estómago. Miró a las gemelas a los ojos, cuatro luceros de inocente azul, y se aclaró la garganta.

—Todavía no lo hemos decidido.

—¡Oh! —exclamaron a coro con una sonrisa inocente.

Honoria se alejó de ellas y buscó refugio en una salita vacía, maldiciendo para sus adentros. Primero lady Osbaldestone, luego las hermanas de Tolly. ¿Quién más estaba dispuesto a poner en duda su decisión? Enseguida obtuvo una inesperada respuesta.

—¿Estás pensando en lo que significa ser absorbida por el clan?

Honoria se volvió y se encontró con los ojos todavía apenados de Louise Cynster. La madre de Tolly le sonrió.

—Cuesta un poco acostumbrarse, lo sé.

—No es eso —replicó la joven tras una leve vacilación. Luego, alentada por la expresión tranquila de Louise, explicó—: En realidad todavía no he aceptado casarme con Diablo, sólo he accedido a tener en cuenta su proposición. Me siento como si me hubieran engañado —añadió, con un gesto que abarcó toda la habitación.

Para su alivio, Louise no rio ni se tomó el comentario a la ligera. Por el contrario, tras estudiarla unos instantes, le puso la mano en el brazo.

—No estás segura, ¿verdad?

—No. —La voz de Honoria apenas fue un susurro. Y añadió—: Pensaba que lo estaba.

Era la verdad, pura y simplemente. Comprenderlo la dejó aturdida. ¿Qué le habían hecho Diablo y los Cynster? ¿Qué ocurriría con su viaje a África?

—Es normal que tengas dudas —Louise hablaba apaciblemente, sin condescendencia alguna—, sobre todo en tu caso, en que la decisión es sólo tuya. A mí me ocurrió lo mismo. Arthur estaba dispuesto a poner su corazón y todo lo demás a mis pies, y era yo la que tenía que decidir. —Esbozó una leve sonrisa, los ojos perdidos en los recuerdos—. Cuando nadie más está implicado es fácil tomar decisiones, pero cuando hay que tener en cuenta a otros es natural cuestionarse la sensatez de la decisión, en especial cuando el caballero es un Cynster… —Su sonrisa se ensanchó—. Y más aún cuando se trata de Diablo Cynster.

—Es un tirano.

—Eso no te lo discutiré. —Louise rio—. Todos los Cynster tienen tendencias dictatoriales, pero Diablo es quien dicta la conducta de todos los demás.

—Es inflexible y está demasiado acostumbrado a salirse con la suya —murmuró Honoria.

—Dile a Helena que algún día te hable de eso. Te contará unas historias que te pondrán los pelos de punta.

—Pensaba que me estabas dando ánimos —repuso Honoria con el entrecejo fruncido.

—Exacto —sonrió Louise—, pero eso no significa que no vea los defectos de Diablo. No obstante, no encontrarás a ninguna esposa Cynster que no tenga que hacer frente a los mismos, hay mucho que decir en favor de un hombre que siempre estará a tu lado para compartir los problemas y que se dedicará por completo a la familia. Diablo es el líder del clan Cynster, el que más se deja ver en la hermandad de Londres donde se reúnen los Cynster, pero dale un hijo o una hija y se quedará cada noche en Cambridgeshire jugando a los palillos chinos.

Las palabras de Louise evocaron en Honoria la imagen de un hombre corpulento, de cabello negro y facciones duras y masculinas, tumbado en una alfombra delante de un reconfortante fuego, con un niño gateándole encima. Experimentó un cálido sentimiento de orgullo y satisfacción. Oyó las risitas agudas del niño sobre una risa atronadora. Casi podía tocarlos a ambos. Honoria esperó a que se presentara el miedo que siempre alejaba esa imagen hacia el rincón de los sueños inalcanzables. Pero la imagen no desapareció.

El fuego del hogar relucía en ambas cabezas de rizos abundantes e indómitos. Iluminaba el rostro del niño y, en su imaginación, alargo la mano para tocar la familiar espalda del hombre, firme y estable como la roca. Fascinada, alargó la otra mano, vacilante, para tocar el rostro del niño, que se iluminó con una carcajada y se volvió. Los dedos de Honoria rozaron su cabello suave como la seda, terso como el ala de mariposa, y se sintió embargada por una emoción desconocida. Aturdida, sacudió la cabeza.

Parpadeó y volvió a la realidad con la respiración acelerada. Miró a Louise, que observaba a los invitados. ¿Qué había dicho?

—¿La hermandad de los Cynster? —preguntó.

—Sí. —Louise arqueó una ceja y miró alrededor. No había nadie cerca que pudiese oírla—. Piensan que no lo sabemos, pero es un chiste corriente entre los caballeros de la ciudad. Algún ingenioso acuñó el término cuando Richard y Harry siguieron a Diablo y Veleta a Londres, al parecer para cumplir con algún rito iniciático. Con Richard y Harry nunca hubo ninguna duda de que seguirían los pasos de Diablo y Veleta y se dedicarían a las actividades hábiles de los Cynster. —El énfasis de sus palabras y la expresión de ojos sus dejaron claro a qué actividades se refería—. Después, cuando Rupert y Alasdair también vinieron a la ciudad fue sólo cuestión de tiempo que les convocaran a la hermandad.

—¿Como los abogados, que se reúnen en la suya? —La mente de Honoria se centró en ese detalle.

—Exactamente. —La sonrisa de Louise se desdibujó—. Tolly habría sido el siguiente.

—Supongo que el nombre se deriva del término heráldico… Honoria puso una mano en el brazo de Louise para reconfortarla.

—¿La hermandad siniestra? —Louise se sacudió la tristeza y la miró a los ojos—. Entre tú, yo y las demás esposas Cynster, estoy segura de que muchos caballeros de la ciudad llaman a nuestros hijos «nobles bastardos». —Honoria puso unos ojos como platos y Louise sonrió—. Sin embargo, esto es algo que nadie, caballero o dama, se atrevería a reconocer en nuestra presencia.

—Por supuesto que no. —Honoria apretó los labios y frunció el entrecejo—. ¿Y Charles?

—¿Charles? Nunca ha formado parte de la hermandad.

Se acercaron dos damas para despedirse y cuando les hubieron estrechado la mano y volvieron a estar a solas, Louise añadió:

—Si alguna vez necesitas apoyo, no dudes en pedirlo a las que están en tu misma situación. Por norma, las esposas de los Cynster se ayudan mutuamente. Al fin y al cabo, somos las únicas que sabemos lo que es casarse con uno de ellos.

Honoria miró alrededor y vio que la multitud había disminuido. Se fijó en todos los miembros de la familia, no sólo en la duquesa madre, Horatia y Celia, sino también en los otros primos y parientes.

—Estáis muy unidos —dijo.

—Somos una familia, querida. —Louise le apretó el brazo por última vez—. Y esperamos de veras que entres a formar parte de ella.

—Por fin.

Honoria suspiró aliviada y apoyó la carta con la dirección de su hermano en la carpeta de su escritorio. Escribirle y contarle qué hacía sin que su agitación asomase en la narración le había costado un gran esfuerzo, casi tanto como afrontar que tal vez estaba equivocada y que ellos —Diablo, la duquesa madre y el propio Michael— tenían razón.

Se hallaba en la salita adyacente a su dormitorio. Las ventanas que se abrían a cada lado de la chimenea daban al patio. Apoyó el codo en el escritorio, la barbilla en la mano, y miró al exterior.

Hacía ocho años que había perdido a su familia y siete que había decidido que no podía correr el riesgo de perder a nadie más. Hasta hacía tres días, ni siquiera había revisado esa decisión, nunca había tenido motivos para hacerlo. Ningún hombre ni circunstancia habían tenido fuerza suficiente para una nueva evaluación.

Sin embargo, hacía tres días algo había cambiado. El sermón de lady Osbaldestone la había conmocionado y le había hecho pensar en cuáles serían las consecuencias de rechazar a Diablo.

Louise y las gemelas le habían creado inseguridad, pues le habían demostrado lo unida que estaba ya a la familia.

Pero la revelación más sorprendente había sido la imagen que le habían evocado las palabras de Louise, la imagen que desde entonces se recreaba en todos sus momentos libres, la imagen de Diablo y el hijo de ambos.

Su miedo a las pérdidas seguía ahí, muy real, muy profundo. Una nueva pérdida sería devastadora, eso lo sabía desde hacía ocho años, pero nunca había deseado de veras tener un hijo. Nunca había sentido aquella necesidad, aquel deseo que ahora la debilitaba, un deseo que hasta entonces había silenciado sin mayores problemas.

La fuerza de aquella necesidad la inquietaba de una manera implacable. ¿Era simplemente el instinto maternal que cobraba fuerza porque, como Diablo protegería a su progenie, el niño tendría todo lo que necesitara? ¿Era porque el niño y ella, por ser Cynster, estarían rodeados de una familia afectuosa que los apoyaría en todo? ¿O era porque sabía que ser la madre del hijo de Diablo le daría la posición que nadie más podría nunca tener?

Si le daba un hijo a Diablo, este estaría rendido a sus pies para siempre.

Tras respirar hondo, se puso en pie y se acercó a la ventana, mirando el sauce llorón cuyas ramas caían artísticamente sobre el patio. La razón de que quisiera un hijo de Diablo ¿era porque lo deseaba a él? ¿O se había hecho mayor y era mucho más mujer de lo que lo había sido a los diecisiete años? ¿O tal vez eran las dos cosas? No lo sabía. Su desconcierto interior la consumía. Se sentía como una adolescente despertando a la vida, pero la sensación era mucho peor.

Unos golpes en la puerta la sobresaltaron y se volvió.

—¡Adelante! —dijo.

La puerta se abrió y Diablo apareció en el umbral. Arqueando una de sus negras cejas y con su elegancia natural, entró en la habitación.

—¿Quieres que salgamos a dar un paseo en coche, Honoria Prudence?

—¿Por el parque? —Le sostuvo la mirada, rechazando cualquier otra distracción.

—¿Por dónde, si no?

Honoria miró la carta que había escrito, en la que había eludido hábilmente la verdad. Era demasiado pronto para hacer concesiones, no sabía siquiera en qué punto estaba.

—Tal vez podrías franquear esta carta mientras me cambio —le dijo mirándolo a los ojos.

Él asintió. Sin más palabras, Honoria se retiró a su dormitorio.

Al cabo de diez minutos, vestida con un traje de sarga color topacio, salió a la salita y lo encontró de pie junto a una ventana, con las manos a la espalda y la carta entre sus largos dedos. Diablo se volvió y la miró como siempre hacía cuando llevaba rato sin verla: de arriba abajo.

—Tu carta —le dijo, ofreciéndole el pergamino con una reverencia.

Honoria la cogió y se fijó en el membrete negro que decoraba una esquina. Habría jurado que era el mismo que adornaba la nota que tan oportunamente había recibido Celestine.

—Vamos. Webster la pondrá en el correo.

Mientras recorrían los largos pasillos, Honoria frunció el entrecejo. Celestine no le había enviado la factura y hacía casi una semana que habían llegado los vestidos.

Tras confiar la carta a Webster, salieron hacia el parque. Sligo, como era habitual, montaba detrás. Su paseo por aquella avenida que estaba tan de moda transcurrió sin incidentes, aparte los consabidos saludos y sonrisas. Su presencia en el birlocho de Diablo ya no causaba sensación.

Cuando se alejaron del grupo principal de carruajes, Honoria se volvió hacia él y lo miró con ceño.

—¿Y qué dirán cuando vean que no me caso contigo? —Era una pregunta que la inquietaba desde hacía tres días.

—Te casarás conmigo —respondió él, también ceñudo.

—Pero ¿y si no lo hago? —Clavó su obstinada mirada en un perfil igualmente obstinado—. Tendrías que empezar a pensar en ello.

La nobleza podía ser muy perversa. Hasta el discurso de lady Osbaldestone ella se había considerado un adversario confortablemente inmune a los comentarios críticos de la alta sociedad, pero las palabras de la dama habían cambiado su perspectiva. Honoria ya no se sentía inmune.

—Te lo he advertido repetidas veces, es muy improbable que cambie de opinión.

—Honoria Prudence, lo que digan los demás me importa un bledo. —Diablo soltó un suspiro de impaciencia—. Lo único que me interesa es lo que digas tú, y quiero que digas «sí». Y hay más probabilidades de que nos casemos que de que conozcas El Cairo, por no hablar de la Esfinge.

Su tono indicaba que no había más que discutir. Honoria alzó la barbilla y miró con arrogancia a un grupo de inocentes transeúntes.

Reinó un sombrío silencio hasta que, después de dar la vuelta, pesaron por la concurrida avenida. Honoria miró a Diablo de soslayo y recordó las palabras de lady Osbaldestone: haz que funcione. ¿Era posible? Dejó que su mirada se perdiera en la distancia y preguntó con vivacidad:

—¿Solía ocultar Tolly sus sentimientos?

Diablo la miró y Honoria notó aquellos ojos verdes y penetrantes, fijos en el rostro que, tozudamente, volvió hacia el lado contrario. Al cabo de un instante se acercaron a la acera y los caballos se detuvieron.

—Sujétalos —le dijo a Sligo—. Y espera aquí.

Con esa orden lacónica. Diablo le pasó las riendas, se puso en pie y se apeó. Con un rápido movimiento, se volvió y la ayudó a bajar de su asiento. Honoria contuvo una exclamación y él, fingiendo no haberlo notado, le puso la mano en el brazo y echó a andar por el césped.

—¿Adónde vamos? —preguntó Honoria, sujetándose el sombrero.

—A algún sitio en el que podamos hablar tranquilamente. —La miró enojado.

—Pensaba que habías dicho que Sligo era medio sordo.

—Lo es; pero los demás no. —Miró malhumorado a un grupo de transeúntes que pasaban—. De todos modos, Sligo está al corriente de lo Tolly y nuestra investigación.

Honoria entrecerró los ojos y luego los abrió por completo. Delante de ella se extendía el paseo de los rododendros.

—Creía que habías dicho que observaríamos las normas.

—Siempre que fuera posible —gruñó él, tirando de ella hacia el solitario paseo. Se detuvo y se volvió hacia Honoria, enmarcado por unas altas matas—.

Dime —Diablo atrapó su mirada en sus ojos—, ¿por qué demonios quieres saber si Tolly solía esconder sus sentimientos?

Con la barbilla levantada, Honoria le sostuvo la mirada intentando no fijarse en su corpulencia. Era tan alto y tan corpulento que la ocultaba casi por completo. Si pasaba alguien, sólo vería de ella un vestigio de la falda.

—¿Sí o no? —insistió ella alzando más la barbilla.

Los ojos que se clavaban en los suyos eran transparentes como el cristal y la mirada era tan afilada como un bisturí. Honoria vio que tensaba la mandíbula y, cuando habló, su voz sonó ronca como la de una fiera.

—Tolly no sabía ocultar sus sentimientos, nunca tuvo esa habilidad.

—¡Ah! —Honoria desvió la mirada hacia la vegetación.

—¿Por qué quieres saberlo?

—Porque… —Se encogió de hombros. Los ojos verdes de Diablo la habían mareado. Con el corazón en la garganta, tragó saliva y dijo—: Pensaba que sería de interés que supieras que, la noche antes de que lo mataran, estuvo jugando con sus hermanos pequeños, muy contento, al parecer. —Dejó que sus ojos vagaran por el brillante y verde follaje.

—¿De veras? —inquirió Diablo.

Honoria asintió. El silencio se prolongó. Con los ojos en los rododendros, esperó casi jadeante. Sentía en el rostro la mirada de Diablo, todavía intensa, y en el momento en que él la apartó, lo notó. Él, con un suspiro profundo y resignado que parecía proceder de sus botas, posó de nuevo la mano de Honoria sobre su brazo y se volvieron hacia el paseo.

—Dime, ¿de qué te has enterado? —inquirió.

No era la manera más cortés de pedirle que le confiase lo que sabía pero Honoria decidió hacerlo. Mientras paseaban por el solitario paraje, le explicó las impresiones de las chicas.

—El miércoles, cuando hablé con las gemelas, me contaron su última cena con Tolly. Me pareció que estaban muy unidas a Tolly y que si hubiese estado nervioso, ellas lo habrían notado.

—Seguro que sí, son muy intuitivas. —Diablo asintió—. Tío Arthur me contó que Tolly estuvo cenando con ellos. A él le pareció algo reservado, pero ya no recuerda las reacciones de los jóvenes delante de sus padres… Probablemente no fuera más que eso.

Guardó silencio mientras recorrían despacio el serpenteante camino. Honoria apretó los labios para dejarle que cavilase sobre sus descubrimientos. Aunque caminaba a su lado, se sentía rodeada de su fuerza. ¿Cómo lo había llamado Louise?, ¿protector inquebrantable?

Era, tenía que reconocerlo, un rasgo reconfortante.

Los rododendros se terminaron y el camino desembocó en una amplia extensión de césped.

—Tu información —dijo Diablo mientras dejaba atrás el paseo— todavía restringe más el campo de acción.

—Si Tolly se enteró de algo, algo que lo puso en camino hacia ti, tuvo que hacerlo después de haber cenado esa noche con la familia. ¿Qué pudo ser?

Honoria alzó la mirada y vio que Diablo hacía una mueca y la observaba con los labios apretados y los ojos pensativos.

—El criado de Tolly se marchó a Irlanda antes de que pudiéramos hablar con él. El sabrá si Tolly estaba alterado o no cuando volvió a casa. —Honoria abrió la boca—. Y sí, lo vamos a localizar. Demonio ha ido hacia allí.

Honoria miró a su alrededor y vio muchas doncellas e institutrices con los niños y las jóvenes a su cargo en el césped.

—¿Dónde estamos? —quiso saber.

—En el jardín de infancia. Los rododendros ocultan a las contentas madres y amortiguan sus voces. —Giró para regresar hacia el paseo cuando un fuerte grito rompió el silencio.

—¡Diablo!

Todas las cabezas se volvieron con expresión de desaprobación en el rostro, Diablo se volvió justo a tiempo de coger a Simón que se lanzaba contra su primo.

—¡Hola! No esperaba verte aquí —le dijo Diablo—. Saluda a Honoria Prudence.

Simón se apresuró a obedecerlo. Honoria sonrió y se fijó en las rosadas mejillas del chico y en sus brillantes ojos, maravillada de la elasticidad de los jóvenes. Entonces vio que dos mujeres, las gemelas, Henrietta y la pequeña Mary aparecían corriendo detrás de Simón. Diablo le presentó a la señorita Hawlings, que era la niñera de las pequeñas y a la señorita Pritchard, que era la institutriz de las gemelas.

—Tenemos que aprovechar mientras hace buen tiempo —explicó la señorita Hawlings—. Las lluvias y la niebla llegarán enseguida.

—Efectivamente —corroboró Honoria, mientras Diablo se llevaba aparte a Simón. Sólo podía imaginar el tema de la conversación. Tras verse dejada de lado con la niñera y la institutriz (¿o Diablo lo había hecho para distraerla?), se dedicó a intercambiar frases corteses con ellas con una facilidad que procedía de largos años de práctica. No se le escapó la expresión expectante en los ojos de las gemelas, que iban de ella a Diablo y de nuevo a ella, y agradeció que no hicieran preguntas.

El sol encontró una rendija entre las nubes y brilló. Las gemelas y Henrietta se sentaron a confeccionar collares de margaritas. La pequeña Mary, con unos dedos demasiado rollizos para coger los finos tallos, se sentó en la hierba junto a sus hermanas y con sus grandes ojos azules estudió primero a las tres mujeres que charlaban a su lado y luego a Diablo, que seguía hablando con Simón. Tras una larga y observadora mirada, cogió su muñeca, se puso en pie y se acercó a Honoria.

Esta no la vio hasta que sintió una manita que se deslizaba entre las suyas. Sobresaltada, miró hacia abajo y vio que Mary la observaba y sonreía, confiada y contenta. La niña le agarró la mano con fuerza y, mirando a sus hermanas, se apoyó en las piernas de Honoria.

Honoria necesitó todos sus años de práctica para no perder el aplomo, mirar de nuevo a las mujeres y continuar la conversación como si no hubiese ocurrido nada, como si no hubiese una mano blanda y tibia en la suya, como si no sintiese un leve peso apoyado en las piernas, una suave mejilla presionada contra su muslo. Por suerte, ni la institutriz ni la niñera la conocían por lo que no notaron que su rostro estaba extrañamente inexpresivo.

Entonces se acercó Diablo con una mano en el hombro de Simón. Vio a Mary y miró a Honoria, que permaneció impasible bajo sus interrogadores y penetrantes ojos verdes. Luego, él miró hacia abajo y tendió una mano a la niña, que soltó la de Honoria y agarró la suya. Diablo la tomó en brazos y la pequeña apoyó la cabeza en su hombro.

Honoria respiró hondo y miró a Mary. Las emociones que la invadieron, la necesidad y el deseo punzante que sintió y que ahogaron todo su miedo, le dejaron mareada.

Diablo dijo que tenían que marcharse, y se despidieron. Cuando la señorita Hawlings se volvió, llevando a Mary en brazos, la pequeña movió su regordeta manita para saludarlos.

Honoria sonrió y le devolvió el gesto.

—Vamos, seguro que a estas horas Sligo ya nos está buscando.

Honoria se volvió y Diablo le tomó la mano y la posó en su brazo dejando sus dedos cálidos y fuertes sobre los de ella. A Honoria, el contacto le resultó reconfortante y turbador a la vez y, frunciendo el ceño, intentó controlar sus emociones. Caminaban deprisa hacia la avenida principal, por donde pasaban los carruajes.

—Como institutriz, ¿has tenido alguna vez niños pequeños a tu cargo? —preguntó Diablo cuando ya llegaban al birlocho.

—Como institutriz siempre me he ocupado de muchachas que al cabo de un año serán presentadas en sociedad. Si en la casa había niños pequeños, tenían otra empleada que se ocupaba de ellos.

Diablo asintió y luego miró al frente.

Durante el camino de regreso a Grosvenor Square, Honoria tuvo tiempo de poner en orden sus pensamientos. Aquella salida había resultado inesperadamente productiva.

Había corroborado la teoría de lady Osbaldestone acerca de que la fuerza suficiente para influir en Diablo, incluso en algo que a él no le gustaba como era que se involucrase en la investigación de la muerte de Tolly. También confirmó que quería tener un hijo suyo. De todos los hombres, él tenía que ser el compañero más cualificado para una mujer que sufría un miedo como el de ella. Y sí, lo quería, por arrogante y tirano que fuese, rendido a sus pies.

Del discurso de lady Osbaldestone todavía le quedaba algo por verificar aunque él, desde el principio, le había dejado claro que se casaba con ella para llevársela a la cama. ¿Era eso pasión? ¿Era eso lo que había entre los dos?

Desde su interludio en la terraza de La Finca no le había vuelto a dar la oportunidad de atraerla hacia él y Honoria había hecho todo lo posible por olvidarse de las ganas de darle placer. Sin embargo, durante los últimos tres días, su interés había vuelto a avivarse.

Webster les abrió la puerta y Honoria entró:

—Si tenéis un momento, su alteza, hay algo que quiero comentar con vos.

Con la cabeza muy alta, Honoria se dirigió a la biblioteca. Un criado corrió a abrirle la puerta. Entraba en la guarida del diablo.

Diablo la vio alejarse con expresión insondable. Luego tendió los guantes a Webster y le dijo:

—Sospecho que no quiero ser molestado.

—Por supuesto, su alteza.

Con un gesto. Diablo indicó al criado que se marchara. Entró en la biblioteca y cerró la puerta a sus espaldas.

Honoria estaba junto al escritorio haciendo tamborilear los dedos en la madera. Oyó la puerta cerrarse y se volvió. Diablo se acercaba a ella muy despacio.

—Quiero que hablemos de la probable reacción de la nobleza cuando sepa que no voy a casarme contigo. —Aquel tema de conversación le pareció lo bastante incitador.

—¿De eso es de lo que quieres que hablemos? —Diablo enarcó las cejas.

—Sí. —Honoria frunció el ceño al ver que Diablo no había detenido su avance—. Es inútil cerrar los ojos al hecho de que ese resultado levantará una considerable polvareda. —Se volvió para pasear, tan despacio como él, a lo largo del escritorio—. Sabes perfectamente bien que eso no sólo te afectará a ti sino a toda tu familia. —Miró por encima del hombro y lo vio cerca de ella, siguiendo sus pasos. Continuó caminando y añadió—: No es sensato que dejemos que se cree tanta expectación.

—¿Y qué sugieres que hagamos?

Bordeando la mesa, Honoria siguió caminando a la chimenea.

—Podrías dar a entender que no hemos llegado a un acuerdo.

—¿Con respecto a qué?

—¿Cómo quieres que lo sepa? Pensaba que tenías imaginación suficiente para inventar algo —respondió, mirándolo por encima del hombro.

—¿Por qué? —Diablo la miró a los ojos.

—¿Por qué, qué?

—¿Por qué tendría que inventar algo?

—Porque… —Con un gesto vago, Honoria caminó hacia una esquina de la habitación, se detuvo y miró los libros que quedaban a la altura de sus ojos—. Porque es necesario. —Respiró hondo, cruzó mentalmente los dedos y se volvió—. Porque no quiero que nadie quede en ridículo por culpa de mi decisión.

Tal como esperaba. Diablo ya no estaba a dos metros de distancia. La miraba fijamente a pocos centímetros de su rostro.

—Yo soy el único que corre el riesgo de quedar en ridículo delante de la nobleza —dijo.

Honoria lo miró evidentemente enfadada, intentando olvidarse que estaba atrapada.

—Sin lugar a dudas, eres el hombre más arrogante, presumido y…

Diablo entrecerró los ojos y Honoria contuvo el aliento.

—¿Has terminado?

La pregunta fue formulada en un tono casual. Diablo levantó la vista y la miró a los ojos. Honoria asintió.

—Bien. —Diablo fijó la vista en sus labios y la tomó por la barbilla. Luego inclinó la cabeza.

Honoria cerró los ojos y, en el momento en que los labios de él se posaron sobre los suyos, se agarró con fuerza a las estanterías que tenía a su espalda, reprimiendo la sensación de triunfo. Lo había seducido y él ni siquiera se había dado cuenta de que había mordido el cebo.

La emoción de la victoria se mezcló con la emoción que el beso le produjo. Honoria abrió los labios, deseosa de experimentar de nuevo el placer que había descubierto en sus brazos. Diablo se movió y a ella le pareció que soltaba un gruñido. Por un instante, presionó su cuerpo contra el de ella al tiempo que, con sus labios, obligaba a los de Honoria a abrirse más y su lengua la saboreaba ávidamente. La repentina oleada de deseo la sorprendió. Él la frenó de inmediato, volviendo a un lento y uniforme expolio cuyo objetivo era acabar con cualquier resistencia de Honoria.

Aquel instante de sensaciones nuevas y primitivas estimularon a Honoria a conocerlas, a experimentarlas de nuevo. Quería aprender más. Apartó las manos de las estanterías y las deslizó bajo la chaqueta de Diablo. El chaleco le protegía el pecho y, por fortuna, los botones eran grandes. Con los dedos ocupados, ladeó la cabeza para recibir su beso. Sus labios se movieron y luego se cerraron. Después, primero de modo vacilante y luego con mayor confianza, le devolvió el beso. Había pasado mucho tiempo desde que Diablo la besara por última vez.

Diablo lo sabía y estaba tan ávido, tan atrapado en el sabor embriagador de Honoria, que tardó varios minutos en advertir que ella respondía. No lo hacía pasivamente, permitiendo sencillamente que él la besara; no sólo le ofrecía sus labios y su dulce boca: lo estaba besando. Lo besaba sin experiencia, tal vez, pero con la misma determinación y franqueza que caracterizaban todo lo que hacía.

Al advertirlo, Diablo se detuvo. Ella se acercó y su beso se volvió más profundo. Él lo notó, aceptó todo lo que ella le ofrecía e inclinó la cabeza codiciosamente esperando más. Entonces notó que las palmas de Honoria estaban sobre su pecho. Con las manos abiertas y los dedos separados, recorría los firmes músculos, y el fino algodón de la camisa no suponía ninguna barrera a sus caricias.

Honoria lo estaba encendiendo. De repente, Diablo se enderezó e interrumpió el beso. No sirvió de nada. Honoria posó las manos en sus hombros y lo atrajo hacia sí. No se supo quién inició el siguiente beso. Con un gemido. Diablo tomó todo lo que ella le ofrecía y la abrazó posesivamente. ¿Sabía Honoria lo que estaba haciendo?

Su vehemencia, la presteza con que se apretaba contra él, sugerían que había olvidado todas las normas de conducta propias de una doncella que hubiese aprendido. También sugerían que había llegado el momento de estrechar más el abrazo. Dejando de lado el control, Diablo la besó profundamente, con avidez y voracidad, dejándola deliberadamente sin aliento. Alzó la cabeza y la llevó hacia un sillón que había ante la chimenea. La tomó de la mano, se desabrochó los dos últimos botones del chaleco y se sentó. Luego la miró enarcando una ceja.

En medio de un torbellino de emociones y con su mano en la de él, Honoria leyó la pregunta en sus ojos. Ya se la había formulado antes, quería saber cuán mujer era. Al respirar hondo, los pechos de Honoria se hincharon. Luego se sentó en sus rodillas y puso las mano sobre su tórax, abriéndole el chaleco.

El tórax de Diablo se expandió bajo las caricias de aquellas manos y sus labios se encontraron con los suyos al acomodarla sobre su regazo. Un huidizo pensamiento llenó la mente de Honoria: ya había estado allí antes, de aquella manera. Lo desechó de inmediato porque le pareció absurdo. Nunca habría olvidado la sensación de ser rodeada por él, con sus muslos duros debajo de su cuerpo, sus brazos una jaula a su alrededor, su pecho un muro fascinante de músculos. Honoria presionó las manos contra ellos y los acarició. Las manos de Diablo en su espalda la instaban a acercarse más, y sus pechos rozaron su tórax. Luego él cambió el ángulo del beso y Honoria quedó tumbada sobre uno de sus brazos.

Las características del beso cambiaron de inmediato, y la lengua de Diablo se deslizó sensualmente sobre la de ella, invitándola a una caricia más profunda. Honoria respondió a aquel juego íntimo de tira y afloja, de sensaciones evocadoras y toscas, de un deseo que aumentaba cada vez más. Cuando la mano de Diablo se cerró sobre su pecho, ella arqueó la espalda. Los largos dedos encontraron el pezón y describieron provocadores círculos a su alrededor antes de tomarlo en una firme caricia que encendió aún más el deseo de ella.

Sin embargo, la mano la abandonó y, con los labios atrapados en los de él, Honoria estaba pensando en apartarse a modo de protesta cuando notó que su corpiño se abría. Al cabo de un instante. Diablo deslizó la mano bajo la sarga y la apoyó sobre su pecho.

El calor la abrasaba, y mientras los dedos de él se cerraban y la acariciaban, su pecho se hinchó. Honoria intentó interrumpir el beso para recuperar el aliento, pero él se negó a soltarla y en vez de eso intensificó la caricia y empezó a desatar las cintas de seda de su camisa. Mareada, con las emociones arremolinadas, Honoria sintió que las cintas se abrían, la seda se movía y la mano de Diablo acariciaba su piel desnuda, despacio y con voluptuosidad.

La invadió una dulce fiebre y todos sus sentidos parecieron concentrarse en el lugar que él acariciaba. Con cada recorrido explorador de sus dedos, Diablo sabía un poco más de ella.

Diablo interrumpió el beso embriagador para mover ligeramente la espalda y dedicar sus atenciones al otro pecho. Honoria respiró hondo, temblorosa, pero mantuvo los ojos cerrados y no protestó. Con los labios curvados, él le dio lo que quería. Su piel era suave como el raso, exuberante al tacto. Mientras la acariciaba, notó cosquillas en la punta de los dedos y la palma le ardió al tocarle el pecho. La estatura de Honoria falseaba su redondez; cada pecho llenaba las manos de Diablo produciéndole una intensa satisfacción erótica. Lo único que lamentaba era no poder ver lo que sus dedos tocaban, ya que el vestido de Honoria era demasiado rígido y entallado para poder apartar el corpiño.

Diablo volvió a concentrarse en el otro pecho. Bajo las pestañas, los ojos de Honoria brillaban.

—Te deseo, dulce Honoria —le dijo en tono anhelante, mirándola fijamente—. Quiero verte desnuda, extendida bajo mi cuerpo.

Honoria no pudo controlar el estremecimiento que la recorrió por completo. Con los ojos atrapados en los suyos, intentó recuperar el aliento y serenar su mareada cabeza. Los rasgos del rostro de Diablo eran penetrantes y en sus ojos centelleaba el deseo. Movió los dedos en torno al pezón y Honoria se sintió atravesada por un relámpago de puro placer que la hizo estremecer de nuevo.

—Puedo enseñarte muchas más cosas. Cásate conmigo y descubrirás todo el placer que puedo darte y todo el que tú puedes darme a mí.

Si Honoria necesitaba algún aviso de lo peligroso que Diablo podía ser, de lo empeñado que estaba en hacerla suya, ahí estaba, en última frase, cargada de matices posesivos. Cualquier placer que le diera, tendría que pagarlo. Pero poseerla, ¿sería para él un placer tan grande? Y, sabiendo todo lo que ya sabía, ¿debía temer que la poseyera? Con la respiración alterada, Honoria alzó una mano y la dejó resbalar sobre el pecho de Diablo. Los músculos se movieron y luego se tensaron. Aparte de un endurecimiento de sus facciones, su rostro no dio muestras de ninguna otra reacción.

Honoria sonrió intencionadamente y luego alzó la mano y le recorrió audazmente la mandíbula y el sensual contorno de los labios.

—No, creo que iré al piso de arriba.

Ambos se quedaron inmóviles, mirándose a los ojos. La voz de la duquesa llegaba desde la sala, dando instrucciones a Webster. Luego oyeron unas pisadas que pasaban ante la puerta de la biblioteca.

Con los ojos desorbitados, dolorosamente consciente de la mano posada firmemente en su pecho, Honoria tragó saliva.

—Creo que será mejor que suba —dijo. Se preguntó cuánto tiempo llevaban allí, retozando escandalosamente.

—Dentro de un minuto —contestó Diablo con una malévola sonrisa.

No fue un minuto, sino diez. Cuando Honoria subió por fin la escalera, se sentía como si flotara. Al llegar a la galería, frunció el ceño. Intuía que el placer de Diablo podía ser terriblemente adictivo y no albergaba ninguna duda sobre su sentido de la posesión. Pero ¿y la pasión? La pasión sería intensa, incontrolable, explosiva y poderosa. Hasta entonces, Diablo se había controlado. Honoria frunció más el ceño, sacudió la cabeza y se dirigió a la sala matinal.

Ir a la siguiente página

Report Page