Diablo

Diablo


Capítulo 12

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Capítulo 12

—¡NO lo creo! —Sentada ante su escritorio, Honoria miró el pergamino que tenía en la mano. Por tercera vez, leyó el escueto mensaje; luego, tensando la mandíbula malhumoradamente, se puso en pie y se dirigió a la biblioteca con la carta en la mano.

Entró sin llamar y avanzó hacia Diablo, que estaba sentado en su lugar habitual. Al verla, él arqueó las cejas.

—Parece que hay algún problema —dijo.

—Pues sí. —Los ojos de Honoria brillaban—. ¡Esto! —Con un ademán ceremonioso, dejó la carta sobre el escritorio—. Explícame esto, si puedes.

Diablo cogió la carta y la leyó, apretando los labios al enterarse de su contenido. Luego se recostó en el asiento y examinó a Honoria, que seguía ante él con los brazos cruzados y los ojos que echaban chispas, la mismísima imagen de una violenta arpía.

—No pensaba que fueras a pedirla.

—¿No pensabas que fuera a pedirla? —La mirada que le lanzó destilaba escarnio e incredulidad—. Si me gasto una pequeña fortuna en la modista, espero que me mande la factura. Claro que la pedí.

—Pues parece que ya has recibido la respuesta —replicó Diablo, mirando la carta.

—No era una respuesta lo que esperaba. —Con un susurro de la falda, Honoria empezó a caminar de un lado a otro con los dientes apretados, haciendo una pausa lo bastante larga para decirle—: Como ya debes de saber, es totalmente inaceptable que pagues mis vestidos.

—¿Por qué?

Atónita, se detuvo y lo miró enfadada.

—Su alteza ha tratado demasiado tiempo con damitas débiles. Aunque sea de rigor despilfarrar el dinero comprándoles los mejores modelos de Celestine, no es práctica aceptada que los caballeros paguen el guardarropa de las damas con carácter.

—Si bien dudo en contradecirte, Honoria Prudence, estás equivocada en ambas cosas. —Con absoluta sangre fría, Diablo cogió la pluma y pasó a la siguiente carta—. Es perfectamente aceptable que los caballeros paguen los guardarropas de sus futuras esposas. Pregunta a cualquier amiga de maman; estoy seguro de que corroborarán lo que digo.

Honoria abrió la boca, pero él continuó antes de que pudiera hablar.

—Y en cuanto a lo otro, no lo he hecho.

—¿Qué es lo que no has hecho? —preguntó Honoria con el ceño fruncido.

—No he despilfarrado comprando los mejores trajes de Celestine a ninguna de mis damitas.

Honoria lo miró inexpresiva y él enarcó una ceja y añadió:

—Era eso lo que querías decir, ¿verdad?

—Eso es irrelevante. Lo que es relevante es el hecho de que no soy tu esposa.

—Una incoherencia de poca importancia que el tiempo corregirá. —Diablo bajó la mirada y firmó la carta con trazos resueltos.

Honoria respiró hondo y cruzó las manos delante de la cintura.

—Me temo, alteza, que no puedo aceptarlo —le dijo con la barbilla alzada y sin mirarlo—. Es totalmente inapropiado. —Vio que él cogía otra carta—. Cualquier persona razonable lo vería de inmediato. —Sin alterarse lo más mínimo. Diablo mojó la pluma en el tintero y Honoria apretó los dientes—. Debo pediros que me digáis el importe de la factura y me permitáis abonároslo.

Diablo firmó, pasó el secante por encima de la carta y alzó la mirada.

—No.

Honoria estudió sus ojos, aquella mirada verde transparente como una gema, dura e inexorable. Respiró hondo y sus pechos se hincharon. Luego apretó los labios y asintió con la cabeza.

—Muy bien, pues devolveré todos los trajes. —Giró sobre los talones y se dirigió hacia la puerta.

Diablo se tragó un juramento y se puso en pie. Rodeó el escrito siguió a Honoria. La alcanzó cuando iba a abrir la puerta y, sin decir palabra, la levantó en vilo.

—¿Qué demonios…? ¡Déjame en el suelo, idiota arrogante!

Honoria golpeó las manos que la sujetaban por la cintura.

Diablo obedeció, pero la volvió de cara hacia él y la siguió sujetando por la cintura, manteniéndola a cierta distancia por su propia seguridad. La reacción que Honoria provocaba en él cuando se ponía altiva era ya suficientemente intensa. Altiva y enfadada, lo excitaba todavía más. Si lo tocaba sin querer. Diablo no podría contenerse y ella se sorprendería.

—Deja de moverte. Tranquilízate. —El consejo fue recibido con una furiosa mirada y Diablo suspiró—. Sabes que no puedes devolver los modelos a Celestine porque yo los he pagado. Lo que haría la modista sería volverlos a enviar. Lo único que conseguirías es que Celestine, sus empleados y los míos supieran que has tenido una rabieta.

—¡Yo no tengo ninguna rabieta! —Le espetó Honoria—. Me estoy comportando con una delicadeza ejemplar. Si quisiera airear mis sentimientos, estaría gritando.

—Estás gritando —replicó Diablo, sujetándola con más fuerza.

—No, no grito. Puedo gritar mucho más fuerte. —Su mirada se volvió furibunda.

Diablo tensó los músculos de los brazos. Más adelante pondría a prueba aquella afirmación. Atrapó la furiosa mirada de Honoria en la suya y dijo:

—No voy a decirte una cifra que no necesitas saber y tú no vas a devolver los trajes a Celestine.

—Mi señor, sois el déspota más arrogante, tiránico, dictatorial e insoportable que he tenido la desgracia de conocer —espetó Honoria con la mirada acerada.

—Has olvidado autócrata. —Diablo arqueó una ceja, notando que la frustración se acumulaba en ella cada vez más, como un volcán a punto de entrar en erupción.

—¡Eres imposible! —Las palabras sonaron como un silbido de vapor—. Yo he comprado esos vestidos y tengo el derecho y la obligación de pagarlos.

—Te equivocas. Tu esposo tiene el derecho y la obligación de pagarlos.

—Sólo si yo te pido que lo hagas, y no te lo he pedido. Y aun en el caso de que necesitase ayuda, no te la pediría porque… —respiró hondo— porque no estamos casados —añadió, pronunciando esas palabras con toda claridad.

—Todavía no.

—Si crees que no tengo dinero para pagar esa suma, estás equivocado. —Sus ojos destilaban furia—. Estoy dispuesta a presentarte a Robert Child, del banco Child, que es quien administra mi patrimonio. Estoy segura de que le encantará informarte de que no soy una indigente.

Dio un empujón a Diablo y este la soltó.

—No he pagado porque pensase que tú no podías —dijo él.

Honoria lo miró y sus ojos le confirmaron que decía la verdad.

—Bien —replicó, algo más tranquila—, si esa no es la razón, ¿cuál es?

—Ya te la he dicho —respondió Diablo, encajando la mandíbula.

Ella intentó recordar, sus facciones se endurecieron y sacudió la cabeza.

—¡No, no y no! Aun en el caso de que estuviéramos casados, no tienes derecho a pagar unas facturas que son mías, a menos que te lo pida. En realidad, no comprendo por qué Celestine te ha enviado la factura. —Lo miró a los ojos entrecerrando los suyos—. ¿Fuiste tú, verdad, quién le mandó aquella nota?

—Era sólo una nota de presentación —respondió Diablo con el entrecejo fruncido.

—¿De presentación? ¿Me presentabas como tu esposa? —Al ver que no contestaba, Honoria apretó los dientes—. ¿Qué demonios tengo que hacer contigo?

—Ser mi esposa. —Sus rasgos se endurecieron; su voz, un gruñido de frustración—. Lo demás llegará por sí solo.

—Te estás comportando de una manera deliberadamente obtusa —Honoria alzó la barbilla—. ¿Puedes darme la factura de Celestine, por favor?

—No —respondió él con el entrecejo fruncido y los ojos sombríos. Siglos de indisputable poder respaldaban su lacónica réplica.

Honoria le sostuvo la mirada y sintió que su ira e indignación remitían. Con los ojos clavados en los de él, percibió sus voluntades opuestas como entidades tangibles que no estaban dispuestas a ceder ni un milímetro. Entrecerró los ojos despacio y preguntó con fingidamente calmada:

—¿Cómo crees que me sienta saber que has pagado todas y cada una de las puntadas de mis vestidos?

Al instante comprendió su error; lo vio en los ojos de Diablo, el sutil cambio que se produjo en su color verde y en la determinación que brillaba en sus profundidades.

—No lo sé —respondió él, acercándose. Su voz se había convertido en un grave ronroneo y su mirada era cada vez más intensa y subyugante—. Cuéntamelo.

Maldiciendo para sus adentros, Honoria vio que se disipaba cualquier oportunidad de conseguir la factura de Celestine.

—Creo, su alteza, que no tenemos nada más que discutir. Si me disculpáis… —Oyó sus propias palabras como frías y distantes.

La mirada de Diablo se endureció y su expresión se hizo tan controlada como la de ella. La miró a los ojos y luego, con rigidez y formalidad, inclinó la cabeza y se hizo a un lado para dejarla pasar.

Honoria respiró hondo, inclinó la cabeza a modo de saludo y, caminando muy erguida, se dirigió a la salida. La mirada ardiente de Diablo la siguió, fija en su espalda, hasta que la puerta se cerró.

El tiempo, imitando la atmósfera en la casa de los St. Ives, empeoró y se volvió frío. Tres noches después, sentada en el carruaje de la familia, Honoria contempló el oscuro y melancólico paisaje barrido por el viento y una lluvia incesante. Iban camino de Richmond, al baile organizado por la duquesa de Richmond. Toda la nobleza asistiría a él, incluidos los Cynster. Ningún miembro de la familia bailaría pero su presencia era obligada.

No era, sin embargo, la perspectiva de su primer baile lo que la ponía nerviosa. La tensión que se había adueñado de ella se debía a la impresionante presencia de Diablo, vestido de negro de pies a cabeza, sentado ante ella, cuya tensión interna, que irradiaba en la oscuridad, podía compararse con la suya. El Señor de los Infiernos atraía toda su atención.

Honoria tensó la mandíbula y notó que su obstinación aumentaba. Con la mirada clavada en el monótono paisaje, evocó la imagen de la Esfinge, su destino. Había empezado a titubear, a preguntarse si tal vez… hasta que él le había demostrado que un tirano nunca cambia. Honoria advirtió que una profunda decepción llenaba aquel extraño vacío interior, como si le hubiesen ofrecido una golosina y luego se la hubieran quitado.

La mansión de los Richmond, resplandeciente de luces, brillaba en la oscuridad. El carruaje se detuvo en la larga cola de vehículos que se dirigían al porche. Después de parar y arrancar varias veces, el carruaje se detuvo por fin y la puerta se abrió. Diablo se apeó y acompañó a la duquesa madre hasta la puerta de la casa. Luego regresó y Honoria, eludiendo su mirada, apoyó la mano en sus dedos y permitió que la ayudara a bajar y la acompañara hasta la casa.

Subir la escalinata resultó una prueba inesperada. Los cuerpos que se agolpaban ante la puerta los obligaron a estar muy juntos, tanto que Honoria sintió que el calor corporal de Diablo la alcanzaba y que su fuerza la envolvía. La finura de su vestido color lavanda incrementaba su susceptibilidad y, cuando llegaron a lo alto de la escalinata, abrió el abanico.

La duquesa de Richmond se mostró encantada de recibirlos.

—Horatia está cerca del invernadero. —La duquesa rozó la mejilla de la duquesa madre con la suya, perfumada, y luego tendió una mano a Honoria—. Sí —dijo, estudiándola con aire crítico mientras esta le hacía una reverencia. Luego esbozó una sonrisa radiante—. Es un placer conocerte, querida. —Miró a Diablo y preguntó—: ¿Y tú, St. Ives? ¿Cómo es la vida de un hombre a punto de prometerse?

—Muy dura —respondió Diablo, estrechándole la mano con decisión imperturbable.

—Ya me gustaría saber por qué. —Miró de soslayo a Honoria y con un gesto, les indicó que pasaran—. St. Ives, te confío el entretenimiento de la señorita Anstruther-Wetherby.

Con una corrección pasmosa. Diablo le ofreció el brazo y Honoria con la misma actitud, apoyó la mano y permitió que la escoltara hasta el interior, detrás de la duquesa madre. Con la cabeza alta estudió a la multitud en busca de caras conocidas.

Muchas lo eran. Deseó poder apartar la mano de la manga de Diablo y poner algo de distancia entre ambos, pero la nobleza se había acostumbrado tanto a la idea de que ella era la futura duquesa, de que pertenecía a Cynster, que cualquier asomo de discordia haría que los mirasen y eso sería aún peor.

Con una máscara de serenidad firmemente puesta, tuvo que aguantar los nervios y sufrir su proximidad.

Diablo la alejó de la chaise en que estaban sentadas la duquesa madre y Horatia Cynster, rodeadas de un grupo de damas más mayores. Al cabo de unos minutos, ellos también se encontraron rodeados de amigos, parientes y los inevitables Cynster.

El grupo creció y menguó, y luego creció y menguó de nuevo. Después, entre la gente, apareció un caballero elegante que le hizo una graciosa reverencia.

—Soy Chillingworth, mi querida señorita Anstruther-Wetherby. —Se enderezó y sonrió con galantería—. No hemos sido presentados pero conozco a su hermano.

—¿A Michael? —Honoria le tendió la mano. Había oído hablar del Conde de Chillingworth, que tenía una fama similar a la de Diablo—. ¿Lo ha visto hace poco?

—Oh, no. —Chillingworth se volvió para saludar a lady Wally. La señorita Mott. Lord Hill y el señor Pringle se unieron al grupo y requirieron la atención de las dos damas. Chillingworth se volvió hacia Honoria—. Michael y yo tenemos palcos vecinos en el teatro.

—¿De veras? —Ella pensó que su hermano y Chillingworth no tenían demasiado en común—. ¿Y ha visto la obra que representan ahora?

Lady Waltham se había emocionado mucho hablando de ella pero Honoria no recordaba el título.

—Un exquisito tour de force —añadió el conde, arqueando las cejas. Miró a Diablo, que hablaba con lady Malmsbury—. Si St. Ives no puede acompañarla, tal vez pueda organizar un grupo para que la acompañe, un grupo que por supuesto cuente con su beneplácito.

Apuesto a la manera clásica, de buena planta y muy alto, Chillingworth era el sueño de toda damisela y la pesadilla de las madres prudentes. Honoria lo miró con los ojos muy abiertos.

—Pero si usted ya ha visto la obra, señor.

—Mi objetivo no sería ver la obra, querida.

—Pero el mío sí, lo cual tal vez lo decepcione —sonrió Honoria—. Me temo, señorita Anstruther-Wetherby, que usted no me resultaría decepcionante en absoluto.

Un centelleo de aprobación brilló en sus ojos. Honoria arqueó una ceja y notó que algo se movía a su lado.

Chillingworth alzó la mirada y saludó a Diablo.

—St. Ives —dijo.

—Chillingworth. —El saludo grave y pausado de Diablo contenía una sutil amenaza—. ¿Qué jugarreta del destino lo ha traído hasta aquí?

—Ha sido pura casualidad —sonrió el conde—. He venido a presentar mis respetos a la señorita Anstruther-Wetherby. Pero, hablando de jugarretas, hace tiempo que no lo veo en las casas de juego. ¿Hay otros asuntos que lo mantienen ocupado?

—Exacto —respondió Diablo—. Pero me sorprende que no haya ido al norte, para la temporada de caza. Me han dicho que lord Ormeskirk y su dama ya se han marchado.

—En efecto, pero uno no debe tentar la suerte, como usted ya sabe.

—Eso suponiendo que todavía tenga suerte. —Diablo arqueó una ceja.

Honoria contuvo el impulso de poner los ojos en blanco. Los cinco minutos siguientes fueron toda una revelación. Diablo y Chillingworth intercambiaron sarcasmos afilados como sables, dejando clara su rivalidad. Luego, como si ya hubiesen cumplido con un ritual previamente establecido, la conversación derivó hacia los caballos y adquirió un talante más amistoso. Cuando el tema se agotó, Chillingworth habló de política y quiso incluir a Honoria en la conversación. Ella se preguntó por qué.

Un chirrido agudo fue la primera advertencia de las dificultades que estaban por llegar. Todo el mundo miró hacia la tarima del fondo de la sala, y un acorde seguido de un punteo de notas musicales confirmaron la suposición general. La orquesta llamaba a las parejas al primer vals.

Honoria miró a Chillingworth y vio que sonreía.

—¿Puedo invitarla a salir a la pista, señorita Anstruther-Wetherby?

Con esa sencilla pregunta, la dejó del todo abochornada, sin posibilidad de reacción. Mientras estudiaba los intrigantes ojos castaños de Chillingworth, su mente se aceleró pero no tuvo que pensar cuál era la opinión de Diablo. El brazo en el que tenía puesto los dedos estaba rígido y, aunque aparentaba apatía y aburrimiento, todos sus músculos se habían tensado.

Honoria quería bailar, tenía pensado bailar, había esperado con anhelo su primer vais en la capital. Y sabía que Diablo, que todavía la llevaba el brazal negro, no la sacaría a la pista. Hasta la reunión en casa de Celia, había decidido que bailaría con otros para dejar claro que vivía su vida, tomaba sus propias decisiones y que era dueña de sí misma. Aquel vals iba a ser la corroboración de todo eso, ¿y qué mejor compañero que Chillingworth para demostrarlo?

Él esperaba con aire galante y la miraba como un halcón. Los músicos todavía afinaban sus instrumentos. Diablo también la miraba, Tal vez era hedonista e imprevisible pero allí, en la sala de baile de la duquesa de Richmond, él no podía impedir que ella hiciera lo que quisiera. ¿Y qué era lo que quería?

Honoria contestó despacio y dijo:

—Gracias, señor. —En los ojos de Chillingworth brilló la satisfacción. Honoria arqueó una ceja—. Pero esta noche no bailaré.

Para ser justos con él, habría que decir que el brillo de sus ojos no se apagó aunque su expresión de triunfo se borró. Sostuvo la mirada de Honoria un instante y luego observó a las otras damas del grupo.

Luego volvió a mirar a Honoria y, resignado, arqueó una ceja.

—Qué terriblemente cruel por su parte, querida.

Lo dijo en voz tan baja que nadie, excepto Honoria y Diablo, lo oyeron. Chillingworth frunció el entrecejo un instante, mirando a Diablo, y con un último saludo a Honoria con la cabeza, se volvió, elegante, y pidió el baile a la señorita Mott.

Diablo esperó que terminase el primer vals para mirar a su madre. Esta esbozó una sonrisa pero, cuando vio que él seguía mirándola, cedió a desgana. Diablo posó su mano sobre la de Honoria, todavía apoyada en su brazo, y le indicó que volvían a la chaise. Honoria lo miró con sorpresa.

Maman desea marcharse.

Después de recoger a la duquesa madre, se despidieron de la anfitriona. Un criado sostuvo la capa de Honoria y Diablo se la echó sobre los hombros, conteniendo el impulso de posar las manos, aunque fuera por un breve instante, en aquellos contornos suavemente redondeados. Su madre llamó al mayordomo de los Richmond para que los acompañara hasta el carruaje.

Una vez instalados y amparados en la oscuridad, los arneses cascabelearon y partieron en dirección a casa. Honoria pensó que Diablo no había perdido la cordura, de momento.

Acomodado en su rincón, él intentó relajarse. Camino de la mansión de los Richmond había estado tenso, y en la fiesta también. Incluso en aquel momento seguía tenso y no sabía exactamente por qué.

Sin embargo, si Honoria hubiera aceptado la invitación de Chillingworth, habría perdido el control. El hecho de que hubiese rechazado la invitación para ahorrarle un mal momento le resultaba casi tan inaceptable como el alivio que había sentido al ver que lo hacía.

Se daba cuenta de que el sentimiento de protección y posesión formaban parte de su carácter, pero ¿qué demonios era lo que estaba experimentando en esos momentos, aquella compulsión que ella le hacía sentir? No sabía lo que era pero sabía que no le gustaba. En parte era una sensación de vulnerabilidad, y eso ningún Cynster lo aceptaría, lo cual daba paso a una pregunta: ¿qué era, pues?

El carruaje continuó avanzando y Diablo no dejó de mirar a Honoria mientras ponderaba lo imponderable.

Cuando el carruaje se detuvo ante la casa, aún no había llegado a ninguna conclusión. Los criados bajaron la escalinata y su madre fue la primera en apearse, seguida de Honoria. Diablo subió los peldaños detrás de ellas y los tres entraron en el vestíbulo.

—Me retiro a mi habitación ahora mismo. Nos veremos mañana queridos —dijo la duquesa madre con un majestuoso gesto.

Cassie ayudó a Honoria a quitarse la pesada capa y Webster hizo lo propio con Diablo.

—El señor Alasdair lo espera en la biblioteca, su alteza —anunció el mayordomo.

Webster transmitió el mensaje en voz baja pero, cuando Diablo se volvió para mirarlo, vio que Honoria lo observaba con la expresión cautivada.

—Gracias, Webster. —Diablo se compuso las mangas, se volvió hacia Honoria y le dijo—: Que pases una buena noche, Honoria Prudence.

Ella dudó y sus ojos se detuvieron brevemente en los de él. Luego inclinó la cabeza.

—Yo también os deseo buenas noches, su alteza.

Con frialdad y altanería, se volvió y subió la escalera. Diablo observó su ascenso. Las caderas se contoneaban suavemente y, cuando desapareció de su vista, respiró hondo, exhaló despacio y se dirigió a la biblioteca.

Sin duda habría sido más fácil extraer sangre a una piedra, pero Honoria no estaba dispuesta a permitir que Diablo la privara de conocer las últimas noticias. No iba a casarse con él, se lo había advertido repetidas veces, pero seguía empeñada en ayudarlo a encontrar al asesino de Tolly. Le había contado lo que había descubierto y él debía hacer lo mismo con ella.

Oyó el pestillo de la puerta de la sala matinal y se volvió. Era Diablo, que cerró la puerta a sus espaldas. Su mirada la recorrió de arriba abajo. Con su habitual porte lánguido, se acercó a ella.

—Me han dicho que deseabas verme.

Su tono y el arqueo de una ceja indicaban aburrimiento.

Honoria asintió con altivez y le sostuvo la mirada. Todo él, su expresión distante, sus movimientos tan suaves y controlados, todos los elementos de su físico estaban pensados para poner de relieve su autoridad.

A otros, esta combinación tal vez les resultara intimidante. Para Honoria era aturdidora.

—Pues sí. Quiero saber las últimas novedades sobre el crimen. ¿Qué ha averiguado Lucifer?

Honoria alzó la barbilla y le dirigió una mirada tan incisiva como insulsa era la de él.

Diablo se detuvo delante de ella.

—Nada importante —respondió y arqueó más las cejas.

—¿Te ha esperado hasta la una de la madrugada y no quería nada importante? —Entrecerró los ojos, enfadada.

Él asintió.

—¡Mientes!

—Lucifer no ha averiguado nada que pueda llevarnos al asesino de Tolly —replicó Diablo tras maldecir para sus adentros.

—Eso tampoco es verdad —dijo ella mirándolo a los ojos.

—Honoria… —Diablo cerró los suyos.

—¡No te creo! Yo te he ayudado. Fui yo quien descubrió que Tolly estaba muy tranquilo antes de marcharse de casa de sus padres.

Diablo abrió los ojos y vio que ella alzaba la barbilla. Antes de que empezara con sus habituales recriminaciones, aflojó ambas manos en la repisa de la chimenea, una a cada lado de ella, atrapándola en medio. Honoria lo miró furibunda.

—Te estoy agradecido por la ayuda, créeme —dijo mirándola a los ojos—. Los otros se están dedicando a descubrir dónde fue Tolly al salir de la casa de Mount Street. Lo que vino a decirme Lucifer no tiene nada que ver con el asunto. —Hizo una pausa para elegir sus palabras—. Tal vez no sea nada; desde luego, no es nada en lo que tú puedas colaborar.

Honoria estudió sus ojos en busca de la verdad. Seguían siendo trasparentes como el cristal. Cuando mentía, se empañaban.

—Muy bien —asintió—. Pues yo continuaré con mis investigaciones, a mi manera.

—Honoria, estamos hablando de encontrar a un cruel asesino. —Se apoyó con fuerza en la repisa—. No se trata de descubrir quién robó los pastelillos de la reina de corazones.

—Eso ya lo sé, su alteza. —Alzó más la barbilla—. Pero antes de partir hacia África quiero ver a ese criminal ante la justicia.

—Tú no irás a África —replicó él tensando la mandíbula—. Y te mantendrás alejada de ese asesino.

—Eres un maestro dando órdenes. —Levantó aún más la barbilla y sus ojos centellearon de rabia—. Pero has olvidado un detalle importante: yo no estoy sometida a tu autoridad y nunca lo estaré.

Las últimas palabras lo sacaron de quicio. Rápido como una centella, se enderezó, la tomó entre sus brazos y la besó en los labios. En aquellas circunstancias, era una locura intentar coaccionarla, intentar imponer su voluntad.

Una locura completa y absoluta.

Una locura que devastó a Honoria, abofeteando sus sentidos, arrancándola de la realidad. Sólo su furia y una visión intuitiva de su ira le permitieron resistir. Los labios de Diablo eran duros, urgentes, y buscaban algo que ella anhelaba darle. Sin embargo, apretó los labios bajo los de él.

Diablo la tenía abrazada con una fuerza acerada, sus brazos aprisionaban la suavidad de sus tiernas carnes con la masculina dureza de las suyas. Las sensaciones la inundaron y notó un excitante cosquilleo en la piel. Sin embargo, amparándose en su ira, mantuvo la firmeza y la utilizó como coraza.

Sus labios se movieron sobre los de ella con una poderosa y primaria llamada a sus sentidos. Honoria se aferró a la lucidez, segura sólo de una cosa: él la besaba para someterla y lo estaba consiguiendo.

Poco a poco, perdió el control de su furia y un calor familiar la invadió. Sintió que se ablandaba, que sus labios perdían firmeza y que toda su resistencia se derretía. Entonces fue presa de la desesperación. Rendirse era demasiado vejatorio.

Así las cosas, su única alternativa era el ataque. Sus manos estaban atrapadas contra su pecho; las deslizó hacia arriba, hasta las duras planicies de su rostro. Diablo se quedó inmóvil al notar sus manos y, antes de que pudiese reaccionar, ella lo había tomado por la mandíbula y lo había besado.

Tenía los labios separados y Honoria deslizó la lengua entre ellos para encontrar, desafiante, la de él. Diablo sabía a poder, a una fuerza primaria y masculina, y Honoria sintió un remolino en la mente. Él no se movió e, instintivamente, ella adentró más la lengua en su boca.

Pasión.

Una pasión que estalló en su interior, en sus sentidos, como una marea ardiente. Surgía de lo más hondo de ella, de lo más hondo de ambos, y la bañaba como una cascada de sensaciones exquisitas, de emociones profundas y arremolinadas, de pulsiones que le robaban el alma.

Honoria llevó la iniciativa unos instantes más, luego lo hizo él, con unos labios duros y un cuerpo como una jaula de acero que la aprisionaba, una jaula de la que ella ya no quería escapar. Se rindió, complaciente y dichosa; él, voraz, le robó el aliento. Con los pechos turgentes y el corazón latiéndole enloquecido, Honoria se lo robó a él.

El deseo que se encendió entre ellos ardió y estalló, con unas llamas que lamían con avidez y devoraban toda reticencia. Honoria se entregó al placer, a la excitación, al impulso que la derretía como lava volcánica.

Se restregó contra él, abiertamente seductora, moviendo las caderas a un ritmo inconscientemente implorante. Al pasar los dedos entre su abundante cabello, disfrutó de la avidez que el abrazo despertaba entre ellos, una avidez desnuda y primaria.

Sus labios se abrieron un breve instante y no se supo quién de los dos inició el beso siguiente. Se habían perdido juntos; atrapados en la vorágine, habían perdido el control y dejado atrás la cordura. El deseo se acumuló y rebosó. La premura aumentó, inexorable y compulsiva.

Un fuerte ruido los devolvió a la realidad.

Diablo alzó la cabeza, abrazándola de manera protectora al tiempo que miraba hacia la puerta. Jadeando, casi mareada, Honoria se aferró a él y, aturdida, siguió su mirada.

Del otro lado de la puerta llegaban sonidos de calamidad. Dos criadas intercambiaron recriminaciones y gemidos hasta que intervino la voz grave de Webster y las quejas cesaron. A continuación se oyó ruido de cristales rotos.

Honoria apenas podía distinguir los sonidos a causa del zumbido que notaba en los oídos. El corazón le palpitaba con fuerza y no había recuperado todavía el aliento. Con los ojos como platos, miró a Diablo y vio en su expresión, en su mirada centelleante, el mismo deseo visceral, el mismo anhelo delirante que la aprisionaba a ella. Unas llamas iluminaban la profundidad acristalada de sus ojos y encendían chispas de pasión.

Su respiración era tan jadeante como la de ella. Todos los músculos de su cuerpo estaban tensos como un resorte a punto de romperse.

—No te muevas —masculló con los ojos encendidos.

Mareada, casi incapaz de respirar, a Honoria no se le ocurrió desobedecerlo. Nunca había visto tanta dureza en las facciones de Diablo, cuya mirada no se apartaba de sus ojos. Mientras luchaba contra la pasión que ella había desatado, una fuerza que amenazaba con consumirlos, Honoria no se atrevió siquiera a parpadear.

Gradualmente, muy despacio, la tensión que había crecido entre ellos remitió. Diablo entrecerró los ojos y unas largas pestañas ocultaron la tormenta que se calmaba. Luego sus músculos se destensaron y Honoria recuperó el aliento.

—La próxima vez que me hagas esto, terminarás tumbada boca arriba. —En sus palabras no había amenaza, era la constatación de un hecho.

Hedonista, imprevisible, a Honoria se le había olvidado lo desenfrenado que era. Una peculiar emoción la invadió para ser enterrada enseguida por el sentimiento de culpabilidad. Había visto el esfuerzo que le había costado a Diablo aquella ingenua táctica suya. En ambos quedaban aún rescoldos de la pasión, unos rescoldos que lamían las terminaciones nerviosas y les hacían cosquillas en la piel. Él abrió los ojos despacio y ella le sostuvo la mirada intrépidamente.

—Yo no sabía que… —dijo Honoria, acariciándole la mejilla.

Él se apartó de repente.

—No digas nada. —Los rasgos de Diablo se endurecieron y la traspasó con la mirada—. Ahora vete.

Honoria lo miró a los ojos y obedeció. Se separó de entre sus brazos, que la soltaron pero sin prisa. Con una última y vacilante mirada, se volvió y, temblorosa de pies a cabeza, lo dejó.

Los tres días siguientes fueron muy difíciles para Honoria. Aturdida, con los nervios siempre a flor de piel y un nudo en el estómago, intentó encontrar una salida a la encrucijada en que se hallaba. Disimular su estado anímico ante la duquesa madre la dejaba agotada, pero quedarse sola tampoco arreglaba las cosas ya que, en esos ratos, su mente volvía una y otra vez a lo que había visto, sentido y aprendido en la sala matutina, lo cual no hacía otra cosa que reforzar su aturdimiento.

Su único consuelo era notar que Diablo estaba tan aturdido como ella. Se miraban a los ojos pero brevemente. Cada roce, cuando él le tomaba la mano o ella se la ponía en el brazo, los hacía temblar.

Desde el principio, Diablo le había dicho que la deseaba pero ella no había entendido a qué se refería. Pero ahora ya lo sabía y, en vez de estar asustada o conmocionada, le intrigaba la profundidad física de aquel deseo. Se deleitaba en él y, en un plano absolutamente visceral, su corazón cantaba alborozado.

Todo ello la llevaba a comportarse con una cautela extrema. Mientras reflexionaba ante la ventana de su salita, alguien llamó a la puerta.

—Adelante —dijo, sobresaltada.

La puerta se abrió y Diablo apareció en el umbral, mirándola con una ceja arqueada.

Honoria arqueó una de las suyas.

Diablo entró apretando los labios y cerró la puerta a sus espaldas. Su expresión era insondable.

—He venido a pedir disculpas.

Honoria lo miró a los ojos, segura de que la palabra «disculpas» rara vez salía de sus labios. Sus sentimientos se desbocaron para contenerse un segundo después. Notó un vacío en el estómago y, en el corazón palpitando, preguntó:

—¿Por qué?

Diablo frunció el entrecejo y endureció la expresión.

—Por haberme apropiado de la factura de Celestine. —Con eso dejaba muy claro que si ella esperaba disculpas por lo ocurrido la sala matutina, nunca las tendría.

El corazón alborotado de Honoria se entristeció. Se esforzó por esbozar una sonrisa tonta e innecesaria.

—¿O sea que me darás esa factura?

—No —dijo él con labios apretados tras estudiarle los ojos.

—¿Y por qué me pides disculpas si no vas a darme la factura?

Diablo la miró un largo instante con frustración en el rostro.

—No pido disculpas por haber pagado la factura de Celestine, sino por haber interferido en tu independencia, no era esa mi intención. Como tan correctamente has señalado, la única razón de que la cuenta hubiese llegado a mi despacho sería que fueses mi esposa y me la hubieras entregado. No pude resistirme…

Honoria se quedó boquiabierta.

—¿La firmaste imaginando que eras mi marido? —Tuvo que hacer auténticos esfuerzos para no reír.

—No, no lo imaginaba, practicaba para serlo —dijo con expresión compungida.

—Pues, por mi parte, te diré que no sirve de nada que practiques esa actividad concreta. —Se puso seria—. Mis facturas las pagaré yo, me case con vos o no.

Su vivaz «o no» quedó flotando entre ambos. Diablo se irguió e inclinó la cabeza.

—Como quieras —dijo con la mirada perdida en el paisaje del cuadro colgado en la repisa de la chimenea.

—Todavía no nos hemos puesto de acuerdo, su alteza, respecto a esa factura que pagasteis inadvertidamente.

La seriedad de Honoria y su paso al trato honorífico lo sacaron de sus casillas. Apoyó el brazo en la repisa y atrapó la mirada de Honoria.

—No creerás que voy a aceptar de ti una compensación económica, ¿verdad? Eso es pedir demasiado, ya lo sabes.

—No veo por qué —replicó Honoria arqueando las cejas—. Si hubiese sido para un amigo vuestro, una suma insignificante, le permitiríais que os lo devolviera sin problemas.

—No se trata de una suma insignificante ni eres uno de mis amigos y, por si no lo has advertido, no soy el tipo de hombre al que una mujer pueda decir que le avergüenza deber todas las puntadas que lleva en la ropa y encima pensar que le permitirá reintegrarle lo gastado en ello.

Honoria sintió que su camisa de seda se calentaba. Cruzó los brazos y alzó la barbilla. La cara de su conquistador, la dureza de sus rasgos y su férrea determinación le advertían que no hiciera concesiones en ese frente. Buscó sus ojos, sintió un picor en la piel y frunció el entrecejo.

—Eres… eres un demonio.

Diablo apretó los labios.

Honoria se alejó dos pasos, pero dio media vuelta y regresó.

—Esta situación es absolutamente impropia, ¡es abusiva!

—Las damas que juegan a dados conmigo descubren que estas situaciones suelen terminar de este modo —dijo Diablo, al tiempo que se apartaba de la chimenea y arqueaba una ceja con arrogancia.

—Yo —afirmó Honoria mirándolo a los ojos— sé lo bastante para no jugar contigo. Tenemos que llegar a un acuerdo sobre esa factura.

Diablo le sostuvo la mirada y maldijo para sus adentros. Cada vez que vislumbraba alguna salida al dilema al que había llegado por culpa de aquel desenfreno insólito y caprichoso, Honoria le cortaba el paso. Y le exigía que negociara. ¿No se daba cuenta de que ella era la asediada y él el asediador? Al parecer, no.

Desde el preciso instante en que anunció sus intenciones de casarse con ella, Honoria no había dejado de ponerle obstáculos inesperados en el camino. Él los superó todos y la había hecho huir a refugiarse en su castillo, al que de inmediato había puesto asedio. Se lanzó al asalto con tal ímpetu que ella, en una muestra de debilidad, había empezado a sopesar la posibilidad de abrirle las puertas y acogerlo… Pero Honoria le descubrió entonces aquel punto débil y había convertido su hallazgo en un arma afilada. Un arma que en aquel momento empuñaba con la obstinación propia de los Anstruther-Wetherby.

—¿Y no podemos olvidarlo? —Propuso Diablo—. Sólo lo sabemos tú y yo.

—Y Celestine.

—No va a arriesgarse a perder un valioso cliente.

—Aun en el caso de…

—¿Puedo sugerir —la interrumpió— que, dadas las circunstancias que existen entre tú y yo, dejes convenientemente de lado el asunto de esta factura y que lo decidamos cuando hayan pasado los tres meses? Cuando seas mi duquesa, podrás olvidarlo convenientemente.

—No he aceptado casarme contigo.

—Aceptarás.

Honoria notó el tono de decreto que había en su voz. Miró el rostro pétreo de Diablo y arqueó una ceja.

—No puedo aceptar una proposición de la que apenas hemos hablado.

Los conquistadores no pedían las cosas con cortesía, su instinto era adueñarse de lo que deseaban, y cuanto más importante fuese lo que deseaban más poderoso era su ataque. Diablo la miró a los ojos, calmado y a la espera, y descifró el sutil desafío que brillaba en ellos, su terquedad habitual en la inclinación de la barbilla. Oh, cuánto deseaba aquel trofeo…

Respiró hondo y luego se acercó y le tomó una mano. Con los ojos clavados en los suyos, le rozó los labios con la punta de los dedos.

—Mi querida Honoria Prudence, ¿quieres hacerme el honor de convertirte en mi esposa, en mi duquesa? —Hizo una pausa, y luego, premeditadamente, añadió—: ¿En la madre de mis hijos?

Ella desvió la mirada. Diablo puso un dedo debajo de su barbilla y la obligó a volverse hacia él.

—Todavía no lo he decidido —respondió Honoria tras un breve titubeo. Quizás él no fuera capaz de mentir, pero ella sí; sin embargo, Diablo era una fuerza demasiado potente para rendirse sin estar absolutamente segura de querer hacerlo. Necesitaba unos días más para sopesar aquel enlace.

Él le sostuvo la mirada y entre ellos vibró la pasión.

—No tardes mucho.

Esas palabras, pronunciadas en voz baja, podían ser una advertencia o una súplica. Retiró el dedo de la barbilla de Honoria y ella, al sentirse libre, la levantó.

—Si me caso contigo, quiero asegurarme de que no vaya a ocurrir un incidente similar al actual contratiempo.

—Ya te he dicho que no soy tonto. —Los ojos de Diablo brillaban—. Y no me gusta torturarme.

Despiadada, Honoria reprimió una sonrisa.

La expresión de Diablo cambió y le tomó una mano.

—Ven, salgamos a pasear en el birlocho.

Ella se mantuvo firme. Se topó con sus exasperados ojos y trató de no notar la calidez, la fuerza seductora de sus dedos y la palma de la mano que agarraban la suya.

—Una cosa más. La muerte de Tolly…

—No permitiré que te involucres en la búsqueda de ese asesino —dijo Diablo, con firmeza.

—Yo no intervendría directamente en la búsqueda de pistas si tú y tus primos me contarais lo que vais descubriendo. —Lo miró a los ojos y sintió aturdimiento, aunque sin calor. Había agotado todos los caminos que se le habían abierto. Para seguir adelante necesitaba que él colaborase.

Diablo frunció el entrecejo y desvió la mirada. Ella empezaba a preguntarse en qué estaría pensando cuando él anunció:

—Aceptaré pero con una condición.

Honoria arqueó las cejas.

—Que me prometas que nunca, bajo ningún concepto, irás personalmente en busca del asesino de Tolly.

Ella se apresuró a asentir. Sus posibilidades de toparse con un delincuente se veían muy limitadas por el código social. Su contribución a la investigación tendría que ser principalmente deductiva.

—¿Y qué ha descubierto, pues, Lucifer?

—No puedo decírtelo. —Diablo apretó los labios. Honoria se puso rígida—. He dicho que no puedo decírtelo, no que no quiera decírtelo.

—¿Por qué no puedes? —repuso ella, enojada.

Él estudió su rostro y luego miró sus manos entrelazadas.

—Porque lo que Lucifer ha descubierto arroja una sombra más que sospechosa sobre un miembro de la familia; probablemente, el propio Tolly. De momento, la información de Lucifer sólo es un rumor, no hemos podido comprobarlo todavía. —Diablo estudió aquellos delgados dedos entrelazados con los suyos, le apretó la mano con fuerza y alzó la mirada—. Sin embargo, si Tolly estuvo implicado, eso apuntaría a que alguien, capaz de ese acto o de ordenarlo, deseaba su muerte.

—Es algo deshonroso, ¿verdad? —Honoria vio una expresión de fastidio en su rostro y pensó en Louise Cynster.

—Terriblemente deshonroso —asintió Diablo, despacio.

Ella respiró hondo y notó que Diablo la conducía hacia la puerta.

—Vamos, necesitas que te dé el aire —ordenó. Le lanzó una mirada y luego, entre dientes, reconoció—: Y yo también.

Honoria sonrió y se dejó llevar. Su falda era demasiado fina pero en el vestíbulo se pondría la pelliza. Había conseguido que Diablo le hiciera ciertas concesiones y podía permitirse ser magnánima. Hacía buen día y sentía el corazón ligero. Su conquistador había llegado al límite de sus fuerzas.

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