Diablo

Diablo


Capítulo 14

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Capítulo 14

A medida que avanzó la velada, la animación aumentó. A la una la madrugada sirvieron un refrigerio. Sentada al lado de Diablo en una de las mesas más grandes, Honoria rio y charló. Con sonrisa serena, estudió a los primos de Diablo y a sus compañeras de cena y supo lo que sentían aquellas damas. Tenía los nervios a flor de piel, sentimientos sobrecargados por la misma expectación que ellas experimentaban. Riendo de una de las ocurrencias de Gabriel, miró a Diablo a los ojos y comprendió por qué aquellas damas de la nobleza jugaban con fuego deliberadamente.

Los músicos volvieron a llamarlos a la pista. Todos los demás se pusieron en pie. Honoria jugueteó con su chal y luego deshizo los lazos de su abanico. Había previsto informar a Diablo de su decisión mientras bailasen su primer vals, pero como se le había negado la oportunidad estaba segura de que si le sugería que tenía algo que decirle, él le procuraría una nueva ocasión.

Honoria lo vio de pie, a su lado, con expresión de paciencia y aburrimiento. Le tendió una mano y la ayudó a ponerse en pie. Ella miró alrededor, el comedor estaba vacío. Se volvió hacia Diablo y este la hizo girar aún más, alejándola de la sala de baile. Sobresaltada, lo miró.

—Confía en mí —le dijo con una sonrisa lobuna.

La llevó hacia una pared y abrió una puerta oculta por los paneles de madera y que daba a un pequeño pasillo que, en ese momento, estaba vacío. Diablo la dejó pasar y luego la siguió. Parpadeando, Honoria miró en derredor. El pasillo discurría paralelo a la sala de baile.

—¿Dónde…?

—Ven conmigo. —Diablo la tomó de la mano y avanzaron.

Como siempre, ella tuvo que apresurarse para no quedar rezagada. Antes de que se le ocurriera un comentario lo bastante agudo para aquellas circunstancias, llegaron a un rellano de escalera. Para su sorpresa. Diablo tomó un tramo descendente.

—¿Adónde vamos? —Honoria habló en voz baja sin saber bien por qué.

—Dentro de un minuto lo verás —respondió él en un susurro.

Las escaleras desembocaban en otro pasillo, paralelo al que había recorrido en el piso de arriba. Diablo se detuvo ante una puerta cerca del final. La abrió, entró, retrocedió un paso y la invitó a pasar.

Honoria hizo una pausa y parpadeó. Oyó el clic del cerrojo de la puerta a sus espaldas y luego él la llevó tres escalones más abajo, donde había una sala de suelo enlosado.

Miró alrededor con unos ojos como platos. El techo era de placas de cristal, lo mismo que una pared y la mitad de otras dos. La luz de la luna iluminaba unos pequeños naranjos perfectamente podados dispuestos en macetas formando dos semicírculos en el centro del recinto. Se soltó de la mano de Diablo y se acercó a ellos. A la luz de la luna, las hojas resplandecían. Honoria las tocó y el aroma del azahar impregnó sus dedos. En medio de aquel invernadero había un diván de hierro forjado, con cojines de seda encima y a su lado, en el suelo, una cesta de mimbre llena a rebosar de bordados y encajes.

—Es un invernadero de naranjos —dijo Diablo, una sombra plateada que la seguía—. Uno de los caprichos de mi tía.

Su tono hizo que Honoria se preguntara cuáles serían los caprichos de Diablo. La recorrió una oleada de expectación y en ese momento un violín rompió el silencio. Sorprendida, alzó la mirada.

—¿Estamos debajo del salón de baile?

—Es mi turno, creo —dijo tendiéndole la mano. Sus dientes centellaron en una sonrisa.

Cuando quiso darse cuenta de lo ocurrido, Honoria ya estaba bailando entre sus brazos. No se trataba de que fuera a discutírselo, pero un aviso previo la habría ayudado a asimilar mejor el repentino impacto de su proximidad. En cambio, allí estaba, rodeándola con unos brazos de hierro y sus largos muslos firmes como el roble separando los de ella. Honoria fue presa de un cúmulo de sensaciones, todas embriagadoras y placenteras. Él bailaba el vals como lo hacia casi todo, con maestría, con tanta habilidad que ella no tenía que hacer nada, sólo dejarse llevar, deslizarse y girar. Danzaron junto a los naranjos y luego giraron a su alrededor. Mientras evolucionaban en aquel círculo mágico, él la miró a los ojos y la atrajo hacia sí con determinación.

Honoria contuvo el aliento y su corazón se saltó un latido. La pálida seda que cubría sus pechos se movió contra la chaqueta de él. Notó un cosquilleo en los pezones. Las caderas de ambos se encontraron en las evoluciones del vals y la seda crujió suavemente, como una sirena en la noche. La dureza se encontraba con la tersura y luego se alejaba de ella para volver con más fuerza y precisión. El flujo y reflujo de la danza excitó los sentidos de Honoria, unos sentidos que se morían por él. Con los ojos muy abiertos, la mirada atrapada en el verde claro de los suyos, sintió el toque plateado de la luna y levantó la cabeza. Sus labios, separados, estaban extrañamente secos y palpitaban al tiempo que su corazón.

La invitación de Honoria no pudo ser más clara. Atrapado en el momento, Diablo ni siquiera pensó en rehusarla. Con facilidad y experiencia, inclinó la cabeza y la saboreó, confiando en su maestría para comprobar que era ella quién lo atraía al interior de sus labios. Maldijo para sus adentros, tiró de las riendas y recuperó el control, aceptando las caricias que ella le ofrecía al tiempo que encendía sutilmente su llama.

Bailaron el vals hasta que la música se detuvo, pero ellos siguieron girando. Sus pasos pararon gradualmente y se detuvieron junto al diván.

Honoria reprimió un estremecimiento de expectación. Sin interrumpir el beso, Diablo le soltó la mano y rodeó las curvas cubiertas de seda de sus caderas, que ardían a través del fino tejido. Despacio y con decisión, sus manos bajaron y se posaron sobre sus nalgas al tiempo que la atraía con fuerza hacia él. Honoria sintió el turgente deseo de Diablo, y la invadió una oleada de calor. Su aliento era el de él, atrapada en el beso; alzó las manos y las enlazó en su nuca, Se apretó contra su cuerpo, para calmar sus pechos ansiosos contra el muro de su tórax. El profundo estremecimiento que recorrió a Diablo la excitó.

Había ensayado un discurso de aceptación pero aquello era aún mejor. Al fin y al cabo, los actos dicen mucho más que las palabras. Con un suspiro de puro placer, se entregó todavía más a su abrazo, devolviéndole el beso con vehemencia.

Diablo fue presa de la excitación. La levantó en vilo y la depositó sobre el diván sin interrumpir el beso y se tumbó sobre ella. Honoria sabía que su cuerpo era firme, pero nunca lo había presionado contra el suyo de arriba abajo, miembro a miembro. Descubrirlo fue delicioso. Con el aliento entrecortado, apartó su chaqueta y puso las manos sobre su pecho.

Notó el repentino jadeo en su respiración, el fulminante impulso del deseo. Ella respondió tentándole la lengua con la suya, para desafiarla y danzar con ella. Apretó las piernas contra las de él y sus manos recorrieron su torso. No iba a ser una espectadora pasiva, quería sentir, experimentar, explorar, lo cual era mucho más de lo que Diablo podía soportar.

De pronto, él se echó atrás, le tomó las manos y se las inmovilizó detrás de la cabeza. Después, reconquistó sus labios con un deseo que crecía con desenfreno apenas contenido. Voraz, profundizó más en su boca en busca de satisfacción, al tiempo que se debatía por no perder el control.

Medio atrapada debajo de él, Honoria se arqueó, respondiendo a la intimidad, al calor cada vez más intenso. El deseo era algo palpable, que se acumulaba y crecía. Se revolvió y la seda se deslizó sensualmente entre ellos, luego gimió y quiso liberar las manos.

—No —dijo él, interrumpiendo el beso para pronunciar sólo aquella sílaba.

—Sólo quiero acariciarte. —Honoria torció la cabeza para eludir el beso.

—Olvídalo —gruñó él. Estaba peligrosamente excitado, impulsado por un deseo que él mismo había subestimado. Las manos de ella acariciando su cuerpo serían la gota que colmaría el vaso.

—¿Por qué no? —Honoria intentó soltarse, se revolvió y presionó provocativamente uno de sus tersos muslos contra esa parte de su cuerpo que él intentaba desesperadamente olvidar.

Diablo jadeó y ella presionó más. Diablo olvidó por qué no, olvidó todo excepto la necesidad de aplacar aquella fuerza impulsora que lo llenaba, el deseo cristalizado que se acumulaba en sus muslos tensaba cada uno de sus nervios, barriendo los últimos restos de precaución. La tomó por la barbilla y le dio un ardoroso beso. Luego atrapó las piernas de Honoria entre las suyas, utilizando la fuerza de su cuerpo para someterla, por más que ella no se resistiera.

Sus labios se entregaron a los de él, apasionados y seductores. Gimió de nuevo, en esta ocasión con abandono, y arqueó el cuerpo para acariciar el de Diablo, de manera tentadora e incitante.

La mano de Diablo resbaló desde la barbilla hasta un pecho y lo rodeó posesivamente. Luego acarició el firme montículo y pasó el dedo por el pezón.

Honoria contuvo el aliento. Su pecho vibraba y ansiaba que él la acariciase. Se retorció, gozando de la tensión de los músculos de Diablo que se movían en respuesta. El cuerpo de él estaba muy cerca y Honoria deseaba que aún lo estuviera más, mucho más. En cualquier punto en que él la acariciaba, se encendía la llama. Necesitaba de la dureza de Diablo para apagar aquel fuego, para satisfacer su sangre febril.

Honoria lo deseaba, lo necesitaba, no había ya ninguna razón para no poderlo tener. Desesperada, tiró de su mano. Diablo se apartó y antes de que ella pudiera protestar empezó a quitarle el corpiño. Su corazón se aceleró cuando sus pechos quedaron al descubierto.

Diablo levantó la cabeza. Honoria jadeó, temblorosa. Notó el frío aire de la estancia iluminada por la luna y el calor de la mirada de Diablo. Sus pezones se endurecieron más. Con unos párpados repentinamente pesados, alzó la mirada. El rostro de Diablo parecía tallado, con ángulos pronunciados y facciones marcadas. Los pechos de Honoria palpitaban ansiosos y Diablo se inclinó hacia ellos.

Los rozó con los labios y Honoria se puso rígida. Sus sentidos se arremolinaron. Diablo depositó cálidos besos alrededor de la aureola y luego la cubrió con la boca. Honoria se tensó. Le chupó el pecho y ella creyó morir. Las sensaciones la sacudían de pies a cabeza. Jadeante, se arqueó contra él y cerró sus manos, todavía cautivas, apretando los puños.

Diablo torturó aquella suave carne hasta que Honoria gritó. Luego se concentró en el otro pecho y no alzó la cabeza hasta que ella volvió a gritar, obnubilada por las sensaciones, sintiéndose como lava derretida. Vio que él bajaba la mano y acariciaba posesivamente la curva de su cadera hasta llegar al muslo. Cuando él pasó la mano por debajo del dobladillo y en un único y ágil movimiento le subió la falda hasta la cintura, Honoria tembló.

El aire frío le acariciaba la encendida piel. La mirada de Diablo, que quemaba como el sol, disolvió la frialdad y la recorrió de arriba abajo, explorando todo lo que anhelaba poseer. Volvió la cabeza y buscó sus ojos. Cerró la mano alrededor de la desnuda cadera y deslizó en una seductora caricia.

Honoria se estremeció, subyugada por su mirada. Diablo se inclinó y ella cerró los ojos. Sus labios se encontraron. Ella se entregó completamente, se rindió al beso, rodeada del dulce fuego fatuo que ardía entre ellos.

El alma conquistadora de Diablo se recreó en la victoria y siguió adelante, ansioso por ganar la última batalla. Las largas piernas de marfil de Honoria, con su piel suave y tersa, eran una poderosa atracción. Su abdomen se tensó bajo la mano que él deslizó hasta que los dedos encontraron la curva de sus nalgas.

Las recorrió y acarició, y luego jugueteó con el suave vello púbico, excitándola más. Honoria se movía sin parar. Diablo se apartó un momento y estudió su rostro, cegado por la pasión. Le susurró que abriera las piernas y ella lo hizo, conteniendo una exclamación cuando él la tocó. Tras esa primera oleada de excitación, él la acarició de verdad, separando los delicados pliegues hinchados para encontrar su botón del placer, ya erecto y palpitante. Describió círculos con los dedos a su alrededor y notó que ella ardía de pasión, que estaba mojada, y sondeó suavemente sus profundidades, estimulando la ola de deseo que se alzaba entre ambos.

Cuanto más alta era la ola, más embriagador montarla, más hondo el golpe final. Con años de experiencia a sus espaldas. Diablo alimentó la pasión de Honoria hasta que se convirtió en un furioso oleaje.

Arriba, en la cresta, Honoria no notaba otra cosa que creciente placer, centrada en el botón hinchado y palpitante que él tan diestramente acariciaba. Entonces, un largo dedo se deslizó más adentro. Ella contuvo un gemido y arqueó el cuerpo. Diablo la acarició y encendió su calor interior.

Una y otra vez la invadió sensualmente; con los ojos cerrados y los sentidos devastados, Honoria quería más. Él conocía aquella urgencia y sus labios volvieron a los de ella, poseyendo su boca con el mismo ritmo lánguido e hipnotizante del dedo que sondeaba su ardiente interior.

Con los pechos henchidos y pesados, Honoria se arqueó contra él, tratando de calmar aquel dolor. De repente, los labios de Diablo llegaron hasta uno de sus pezones.

Honoria soltó un grito ahogado, como si un rayo la hubiese atravesado y su fuego interior la devorase. La mano que inmovilizaba las suyas desapareció. Diablo la puso encima del otro pecho para calmar su anhelo mientras acariciaba el primero con los labios y la lengua. El dedo que exploraba su sexo se hundió más y más.

Con las manos libres, Honoria lo abrazó.

De repente, el excitante juego, se volvió más apremiante. Ella le quitó la corbata de lazo y se dispuso a desabrocharle la camisa. Frenética, se detuvo a medio camino y, retorciéndose y jadeando, se debatió con la chaqueta. Diablo intentó mantenerla quieta. Maldijo entre dientes y, de repente, se separó de ella y se quitó la chaqueta y el chaleco. Ella recibió el tórax desnudo de Diablo con los brazos abiertos, excitada hasta lo indecible. Los músculos de él se tensaron y ello los exploró con avidez. Jugueteó con el vello de su pecho. Bajo su mano, el cuerpo de Diablo quemaba.

Honoria le tiró de la camisa para sacarla del pantalón y rodeó su cuerpo para acariciarle la ancha espalda. Alzó la cabeza. Ella lo abrazó con más fuerza, con las cimas gemelas de sus pechos pegadas a su tórax desnudo y el calor de su sexo que lo abrasaba. Aquel abrazo desnudo lo dejó tembloroso, jadeante, debatiéndose por recuperar el control. Todos sus instintos lo instaban a continuar, a tomar todo lo que ella le ofrecía, a hundirse en su húmedo y resbaladizo calor y poseerla más allá de toda conciencia. La presión de aquel instinto era insufrible. Se llevó los dedos a los botones del pantalón para desabrocharlo, cuando de repente recordó el miedo de Honoria.

Las razones por las que no quería casarse.

Se detuvo y parpadeó. Oyó su respiración jadeante y dudó. Un deseo asolador le taladraba los sentidos. La pasión, desbocada, buscaba satisfacción. Pero… en ese demencial instante, el placer y la fuerza de voluntad chocaron. El estallido fue casi físico. El esfuerzo que tuvo que hacer para apartar las manos de ella y ponerse en pie lo dejó mareado.

Honoria tiró de él con un gemido, pero no pudo asir su cuerpo, sólo tirar de su camisa suelta, y Diablo no se movió. Tomó sus manos con dulzura y las apartó.

—No.

—¿No? —repitió ella en un lamento apagado. Incrédula, lo miró airada—. Eres un libertino, los libertinos nunca dicen que no.

—Esto no está bien —replicó él con una mueca.

Honoria respiró hondo, sus sentidos arremolinados clamando satisfacción.

—¡Llevas acostándote con mujeres desde Dios sabe cuándo y ahora dices que no!

—Lo que quiero decir es que esta no es la forma en que quiero llevarte a la cama. —Diablo le lanzó una mirada penetrante.

—¿Y eso importa? —Honoria lo miraba con los ojos muy abiertos.

—¡Sí! —Con expresión sombría, él sacudió la cabeza—. Esto no tenía que haber ocurrido todavía.

—Entonces ¿por qué me has traído aquí abajo? —Con las manos aún agarradas entre las suyas, Honoria lo miró asombrada.

—Lo creas o no, lo único que había imaginado había sido un vals en privado, no una seducción completa.

—¿Y qué estamos haciendo en este diván?

—Me he dejado llevar… por ti.

—Comprendo. —Honoria lo miró con ceño—. A ti te está permitido seducirme pero yo no puedo hacerlo.

—Exactamente. —Los ojos de Diablo no eran más que fragmentos de cristal verde—. La seducción es un arte que hay que dejar a los expertos.

—Pues está claro que soy una alumna aventajada. He tenido un maestro excelente… —Con las manos aún inmovilizadas, intentó que él volviera a tumbarse. Lo deseaba a su lado.

—¡No! —Diablo le soltó las manos y la miró con gesto torcido. No, ella no lo había seducido, eso lo había logrado algo que él mismo tenía en su interior. Fuera lo que fuese, no confiaba en ello, en esa fuerza que lo instaba a dejar de lado sus meditados planes y poseerla lascivamente—. Cuando vengas a mí como mi esposa, quiero que lo hagas por voluntad propia, porque hayas tomado la decisión de ser mi duquesa. Tú no has tomado todavía esa decisión.

—¿Y qué crees que es todo esto? —repuso Honoria, titubeante, con un gesto que señalaba su media desnudez.

—Curiosidad —respondió Diablo.

—¿Curio…? —Se quedó boquiabierta. Luego apretó los labios y se incorporó apoyándose en el codo.

—E incluso en caso de que no lo fuese —Diablo no la dejó hablar—, incluso en caso de que hubieses tomado una decisión con la cabeza fría, ¿cómo puedo saberlo si el ardor te consume?

Honoria lo miró a los ojos y pensó que le habría gustado tener una respuesta para eso.

—Estás ebria de pasión, no intentes negarlo.

Honoria no lo intentó, no podía. Sólo de incorporarse se había mareado. Le zumbaban los oídos, se sentía sofocada un instante y temblorosa al siguiente, y notaba un peculiar vacío de calor derretido que latía en sus entrañas. Su respiración era tan superficial que le costaba pensar.

La mirada de Diablo se volvió más intensa al observar que los pliegues del vestido dejaban al descubierto sus muslos. Volvió a mirarle el rostro. Ella vio que encajaba la mandíbula, vio los grilletes de hierro de su control.

—Para mí es importante saber que has tomado una decisión voluntaria —dijo con frustración en la voz—, que hayas decidido ser mi esposa, la madre de mis hijos, por tus propias razones, no porque yo te haya seducido, coaccionado o manipulado en modo alguno.

—He tomado mi propia decisión. —Honoria consiguió sentarse—. ¿Cómo puedo convencerte de ello?

—Necesito que lo digas y lo afirmes cuando hayas recobrado la serenidad. —Diablo le sostuvo la mirada—. Necesito oírte decir que quieres ser mi duquesa, que quieres engendrar hijos míos.

Entre la neblina de su pasión, Honoria divisó una luz inesperada. Entrecerró los ojos y preguntó:

—¿Para qué necesitas esa declaración?

—¿Acaso puedes negar que no querías casarte conmigo por temor a que tus hijos muriesen, como murieron tus hermanos? —La miró con ceño.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó ella, asombrada.

—Michael me habló de los pequeños. —Diablo apretó los labios—. Lo demás es obvio. Si evitas el matrimonio es porque no quieres tener hijos.

La precisión con que descubría su temor más secreto era exasperante. Honoria supo que tenía que reaccionar, hacer algo para dejarlo en su lugar. En cambio, el que hubiese hablado de niños evocó una respuesta más fuerte, un instinto, un deseo primario de ponerlo en su lugar aunque en un sentido muy diferente.

La discusión no había conseguido apaciguar el deseo que aún latía en sus venas. Ambos estaban semidesnudos, ambos tenían la respiración acelerada, la pasión seguía ardiendo en su interior. Diablo tenía los músculos tensos, cerrados contra esa apremiante necesidad. Ella no poseía esas defensas.

Cuando se dio cuenta, la recorrió un temblor.

—Yo… yo… —dijo buscando sus ojos y dejando caer los brazos, impotente—. No puedes dejarme así.

Diablo la miró a los ojos y para sus adentros se maldijo, la maldijo a ella y maldijo el vestido de Celestine, que realzaba todo el esplendor de sus muslos. Vio que la recorría un escalofrío, un temblor casi imperceptible que se ondulaba bajo su piel.

Honoria alargó la mano y lo agarró por la camisa. Diablo se acercó, reacio. La había excitado deliberadamente, la había empujado a aquel estado que bordeaba la locura.

—Por favor. —De sus labios febriles salió esa simple súplica que también brillaba en sus ojos.

¿Qué podía hacer un caballero? Con una última maldición mental, la abrazó y la besó en los labios.

Honoria los abrió para él, entregándose a su abrazo. Diablo le dio lo que ella quería, avivando gradualmente la pasión de Honoria pero manteniéndose a distancia. Sus demonios estaban de nuevo bajo control y ya no iba a soltar las riendas.

Honoria intuyó su decisión; los músculos que la rodeaban permanecieron tensos e insensibles. Aquella noche no sería su esposa pero ella ya no tenía voluntad para oponerse a su destino, todo su ser estaba concentrado en el fuego que la asolaba, llama a llama, dejándola vacía y anhelante, debilitada por el deseo. No sabía cómo Diablo saciaría su avidez pero se dejó llevar a la deriva por la oleada de placer que despertaron sus besos, rendida al infierno.

Cuando él se apartó, Honoria se sintió mareada y descubrió que nunca había estado tan excitada. Todo su cuerpo era un vacío caliente y anhelante. Con el aliento entrecortado, se aferró a sus hombros.

—Confía en mí —dijo él.

Susurró las palabras junto a su cuello y luego le depositó sensuales besos en la garganta. Honoria echó la cabeza atrás y se estremeció. Al instante siguiente. Diablo la había levantado en brazos. Esperó que la tumbase sobre el diván; en cambio, él se volvió, y la puso de pie frente al gran espejo de la pared.

Honoria parpadeó. La luz de la luna iluminó su piel, que brilló tenuemente. Tras ella. Diablo parecía una densa sombra, con sus manos oscuras rodeándole el cuerpo. Ella se relamió los labios y preguntó:

—¿Qué vas a hacer?

—Satisfacerte, darte placer. —Inclinó la cabeza y le recorrió el lóbulo de la oreja con la lengua—. Quedarás saciada. —Sus ojos se encontraron en el espejo.

Su voz la hizo estremecer. Él deslizó las manos por su cuerpo hasta llegar a sus pechos y atrapó los dos, cerrando los dedos a su alrededor.

—Sólo tendrás que hacer lo que yo te diga. —Sus miradas se encontraron de nuevo en el espejo—. Mantén los ojos abiertos, mira mis manos y concéntrate en lo que sientes, en las sensaciones.

Sus palabras sonaban graves, hipnóticas. Honoria no pudo apartar los ojos de las manos que le acariciaban los pechos. Contempló aquellos dedos largos que le estrujaban los pezones, que giraban a su alrededor, que se los retorcían, y se sintió traspasada por afilados cuchillos. Jadeó y echó la cabeza atrás. Notó su tórax desnudo detrás, y el vello que le acariciaba la espalda.

Diablo llevó una mano a su cintura, atrayéndola hacia él. Con la otra, le bajó la parte superior del vestido hasta la cadera. Honoria comprendió sus intenciones y se puso rígida. Quiso protestar pero ninguna queja salió de sus labios. Él dejó que el vestido resbalase hasta el suelo. La exquisita prenda quedó alrededor de sus pies. Honoria estaba conmocionada y cautivada por la visión de aquellas manos morenas que se movían con toda libertad por su cuerpo.

Ella oyó un leve gemido y supo que era suyo. Arqueó la espalda, echó la cabeza atrás y la apoyó en el hombro de Diablo. Sus sentidos registraban cada roce y cada caricia. Contempló todos los movimientos eróticos con los ojos entrecerrados. Entonces, él la rodeó por la cintura y una de sus manos le sobó los pechos y la otra le acarició el estómago. Desde detrás, presionando con la rodilla para que abriera las piernas, rozó con los labios la delicada piel de su cuello.

—Sigue mirando.

Honoria obedeció y la mano de Diablo descendió hasta que sus dedos empezaron a juguetear con su vello púbico; luego siguieron bajando, presionando hacia dentro. La tocó con suavidad, encontró el calor de su lava fundida e intensificó las caricias. Jadeante y ansiosa, Honoria sintió que la mano llegaba a su sexo. Luego notó la lenta e inexorable invasión de un largo dedo.

Las sensaciones se sumaban unas a otras y la recorrían de pies a cabeza. La mano que acariciaba sus pechos extendió los dedos y estos se cerraron alrededor de un henchido pezón. Por voluntad propia, sus manos encontraron las de Diablo y sujetaron sus anchas muñecas. El vello de los antebrazos de él rozaba la delicada piel de los suyos. Bajo los dedos de Honoria se movían unos músculos duros y unos tendones de acero.

La mano que él tenía en su entrepierna se movió. Un dedo la penetraba y el pulgar presionaba, acariciaba.

En ella estallaban relámpagos, fuegos fatuos, puras vetas de sensaciones primarias. Su cuerpo se tensó y arqueó. Honoria jadeó. Las caricias de Diablo se prolongaron, cada vez más intensas, y las sensaciones de Honoria se arremolinaban y se elevaban en una vorágine de pasión.

—Sigue mirando.

Desnuda, ardiente, abrió los ojos y vio la mano de Diablo entre pliegues. En su interior estalló una estrella. Las sensaciones se cristalizaron, ascendieron y luego se fracturaron, convirtiéndose en una lluvia de astillas plateadas que recorrió su interior, derritiéndole los músculos tensados y haciéndole cosquillas bajo la piel.

La descarga.

La descarga la barrió llevándose toda su tensión, sustituyéndola por un placer tan profundo que pensó que iba a morir. Sintió los labios de Diablo en su sien y sus manos ablandarse en suaves e íntimas caricias. Un dulce olvido la venció.

Cuando su cerebro volvió a la realidad, Honoria se descubrió del todo vestida, apoyada contra el respaldo del diván. Ante ella, Diablo se miraba en el espejo, poniéndose la corbata. Vio cómo sus diestros dedos hacían el nudo y sonrió.

Sus ojos se encontraron en el espejo y su sonrisa se ensanchó. Él arqueó una ceja.

—Acabo de comprender —dijo Honoria, recostándose más en el diván— porque no tienes criado personal. Como eres un lujurioso no puedes confiar en los servicios de un criado que pueda ponerte en un aprieto.

—Precisamente por eso. —Se compuso los extremos de la corbata de lazo y le lanzó una mirada displicente—. Y si ya has vuelto al mundo de los vivos, lo mejor será que vayamos a la sala de baile.

Se agachó y recogió su chaqueta del suelo. Honoria se dispuso a informarle de que ya había tomado su decisión, pero cambió de idea. Llevaban tanto rato fuera de la sala de baile que ya no había tiempo. Se lo diría a la mañana siguiente.

Se sentía como flotando, extrañamente alejada de la realidad. Mientras Diablo se ponía la camisa, algo llamó la atención de Honoria. Se volvió y miró entre los naranjos.

—¿Qué ocurre? —preguntó él, siguiendo su mirada.

—Me ha parecido ver a alguien, pero ha debido de ser una sombra.

—Vamos. —La tomó de la mano—. Sin necesidad de complicar más las cosas, los chismosos ya habrán hablado bastante.

Cruzaron el invernadero y al cabo de un momento salieron. La luna continuaba proyectando anchas franjas de luz en el suelo de baldosas de la estancia.

Una sombra alteró su trazado.

La silueta de un hombre, distorsionada hasta proporciones amenazadoras, cruzó el espacio iluminado del invernadero y desapareció en una esquina del recinto.

La luna bañaba la escena con una suave luz blanca e iluminaba los árboles, el cesto de mimbre y el diván con sus arrugados cojines.

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