Diablo

Diablo


Capítulo 16

Página 18 de 28

Capítulo 16

DOOOOONG.

Camino de las escaleras. Diablo pasó junto al reloj de pared sin dedicarle una mirada siquiera. Al cruzar la galería levantó la vela en despreocupado saludo al retrato de su padre y siguió hacia el largo pasillo que llevaba a sus aposentos.

Estaba seguro de que su padre aplaudiría su trabajo nocturno.

En el bolsillo llevaba tres pagarés con la inconfundible caligrafía de Bromley. Este le debía mucho dinero, aunque no sabía cuánto exactamente. En la última mano, la suerte había cambiado. Diablo sonrió. En menos de una semana lo tendría sometido por completo a su voluntad.

Pese al éxito, a medida que se acercaba a sus aposentos se fue poniendo tenso. La frustración que siempre mantenía controlada le pasaba factura. Sintió dolor en el vientre y los músculos cada vez pesaban más, como si estuviera luchando contra sí mismo. Si limitaba sus momentos con Honoria a los acontecimientos públicos especiales, podría resistirlo.

Le había dicho la verdad: era muy capaz de manipularla, coaccionarla o seducirla para que se casara con él. En realidad, era su naturaleza la que le impulsaba a hacerlo y por ello se sentía como una bestia enjaulada. Era un conquistador nato; apoderarse de lo que quería le salía de forma natural. Las sutilidades, la sensibilidad, no contaban demasiado.

Al entrar en su habitación, su expresión se endureció. Cerró la puerta, se acercó a la cómoda y dejó la vela, junto al espejo. Luego se quitó el brazalete negro, se desabrochó el chaleco y desprendió la aguja de diamante de la corbata. Al ir a guardarla en el joyero, sus ojos divisaron algo más allá de su propio reflejo, algo blanco que brillaba en la penumbra a sus espaldas.

Volvió la cabeza de inmediato y se dirigió al sillón que había junto al fuego.

Incluso antes de tocar la bata de seda, supo a quién pertenecía. El fuego, un simple brillo de rescoldos, todavía calentaba lo suficiente para hacer que la esencia de Honoria ascendiese, impregnando la estancia para hechizarlo. Se detuvo y estuvo a punto de llevársela a la cara para oler aquella seductora fragancia. Contuvo una maldición y dejó caer la prenda como si quemase tanto como los rescoldos del fuego. Luego se dirigió a la cama despacio.

No dio crédito a sus ojos: desde la distancia vio el cabello de Honoria, unas ondas castañas derramadas sobre las almohadas. Ella dormía de costado, con el rostro hacia el centro de la cama. Aquella visión lo atrajo como un imán. Al cabo de un instante estaba junto a ella, contemplándola.

Ninguna mujer había dormido nunca en su cama. Su padre opinaba que la cama del duque estaba reservada a la duquesa. Él lo había aceptado y ninguna mujer había dormido entre sus sábanas de seda. Volver a su habitación, tarde por la noche, y descubrir que la mujer que deseaba le calentaba la cama, dormida plácidamente con sus largas piernas bajo el edredón, lo dejó aturdido.

Fue incapaz de pensar.

Se descubrió tembloroso, luchando contra el poderoso deseo de dejar de lado las explicaciones y reaccionar, actuar, hacer todo lo que le apeteciera a su alma de conquistador.

Pero tenía que pensar, estar seguro de que no se estaba dejando llevar por la nariz —no exactamente la nariz pero sí otra parte protuberante de su anatomía— para cometer un acto del que más tarde se arrepentiría. Había tomado una decisión y sabía que era la correcta, Pedirle a ella su compromiso, su corazón, su mente y su alma tal vez no fuera un requisito normal, pero tratándose de Honoria, tenía que obtenerlo.

Paseó la mirada por su rostro algo sonrojado y luego llegó a lo que la sábana ocultaba. Se tragó una fiera maldición y se alejó. Deambuló de un lado a otro con los pasos amortiguados por la alfombra. ¿Qué demonios hacía Honoria allí?

Le lanzó una rápida mirada y observó sus labios, algo separados. Oyó en su mente los gemidos apremiantes e intensamente femeninos que había emitido en el invernadero mientras se retorcía bajo sus caricias. Maldijo para sus adentros y caminó hacia el otro lado de la cama. Desde allí, la visión era menos torturadora.

Tres minutos después todavía no había conseguido refrenar sus pensamientos eróticos. Tras soltar una última imprecación, volvió a la cama. Sentarse en ella era demasiado peligroso porque las manos de Honoria tenían tendencia a agarrarse a él y no soltarlo. Se detuvo junto a la columna de madera tallada y, entre las mantas, le cogió el tobillo y se lo sacudió.

Ella murmuró algo e intentó soltarse. Diablo cerró la mano alrededor de su delgado tobillo y la sacudió de nuevo.

—Has vuelto —dijo ella al abrir los ojos.

—Pues sí, como puedes ver. —Diablo le soltó el tobillo y se enderezó. Se apoyó contra la columna de la cama—. ¿Puedes explicarme por qué, de entre todas las camas de esta casa, eliges la mía para dormir?

—Pensaba que eso estaba claro —replicó Honoria arqueando una ceja—. Te estaba esperando.

—¿Para qué? —Diablo dudó. Sus facultades seguían empañadas por la niebla de la lujuria.

—Tengo unas preguntas que hacerte.

—Es la una de la madrugada y estás en mi cama. No es momento ni lugar para hacer preguntas. —Encajó la mandíbula.

—Todo lo contrario. —Honoria empezó a sentarse—. Es el lugar ideal.

Las mantas se deslizaron, dejando al descubierto unos hombros perfectamente redondeados y, bajo la transparente seda, la firmeza y exuberancia de sus pechos.

—¡Quieta! No te muevas —ordenó con la mandíbula tensa.

—¿Por qué me evitas? —preguntó Honoria con el entrecejo fruncido, tapándose y metiendo las manos bajo las sábanas.

—Pensaba que eso estaba claro. —Diablo maldijo para sus adentros—. Tienes que tomar una decisión meditada y estos encuentros privados no van a ayudarte en nada. —Había pensado darle una semana de plazo pero los últimos tres días habían sido un infierno.

—Me has dicho que esa decisión es muy importante para ti —Honoria lo miró a los ojos—, pero no me has dicho por qué.

Él guardó silencio un instante interminable. Luego respiró hondo.

—Soy un Cynster. Me han enseñado a adquirir, defender y proteger. Mi familia es lo más importante de mi existencia. Sin una familia, sin unos hijos, no tengo nada que proteger o defender, ni motivación alguna para adquirir. Dado tu pasado, quiero oír de tu propia boca que me aceptas. Eres una Anstruther-Wetherby y, por lo que te conozco, sé que si tomas una decisión serás fiel a ella y que ninguna dificultad te hará cambiar de opinión.

—Dado lo que sabes de mí, ¿crees que soy la esposa adecuada para ti? —repuso Honoria sosteniéndole la mirada.

—Eres mía. —Su tono profundo transmitía seguridad.

El aire se crispó entre ellos. Honoria contuvo la excitación que Diablo le provocaba y arqueó una ceja.

—¿Convendrías que ahora mismo estoy a salvo de tu seductora influencia? ¿A salvo de toda coacción o manipulación?

Diablo la miraba a los ojos. Tras un momento de duda, asintió. Honoria avanzó entre las sábanas y antes de que Diablo se apartara, lo sujetó por la camisa y se puso de rodillas.

—En ese caso, ¡tengo una declaración que hacer! —Clavó sus ojos en los de él, tiró de la camisa con más fuerza y respiró hondo—. Quiero casarme contigo. Quiero ser tu esposa, tu duquesa, encarar el mundo a tu lado. Quiero engendrar hijos tuyos. —Puso toda la convicción de su alma en la última frase.

Diablo no se movió. Ella tiró de la camisa y se acercó hasta que chocó contra el borde de la cama. Él continuó de pie delante de Honoria, que seguía arrodillada y con las piernas separadas.

—Y lo más importante… —hizo una pausa para recuperar el aliento, sin apartar los ojos de los suyos, y extendió las manos sobre su pecho— es que te deseo. Ahora. —Por si él no lo había entendido, añadió—: Esta noche.

Diablo se vio asaltado por un deseo fulminante. Dolorosamente consciente de las manos de Honoria en su pecho, se obligó a preguntar:

—¿Estás segura? —Vio el brillo de excitación en los ojos de ella—. De lo de esta noche, quiero decir. —De lo demás estaba absolutamente seguro.

—¡Sí! —exclamó ella, y lo atrajo para besarlo.

Diablo consiguió no estrecharla entre sus brazos y mantuvo las riendas firmes mientras le rodeaba el cuello y se apretaba contra él, incitándolo a que la poseyera. La sujetó por la cintura y respondió a la invitación. Honoria se entregó a él, ofreciéndole sus labios trémulos, su boca, como una dulce caverna que llenar, explorar, conquistar…

Ella lo besó y lo retuvo, absorbió su aliento y luego se lo devolvió. Las manos de Diablo se deslizaron hacia sus caderas. El camino no era más que una finísima gasa de seda. Diablo bajó las manos hasta las rodillas y empezó a ascender despacio, notando cómo la bata resbalaba en la piel de satén mientras los pulgares describían círculos en la cara interna de sus muslos. Cada vez más arriba, centímetro a centímetro, sus manos subieron y las piernas de Honoria se tensaron y luego temblaron.

Diablo detuvo los pulgares justo debajo de los suaves rizos de su sexo. Interrumpió el beso, la miró y esperó que abriera los ojos. Cuando lo hizo, atrapó su mirada y describió dos círculos más. Honoria se estremeció.

—Una vez que te posea, no habrá vuelta atrás.

—¡Sea! —En los ojos azules de Honoria brilló la determinación.

Sus labios se encontraron de nuevo y Diablo se aflojó. Entre ellos se encendió el deseo, caliente y urgente, y luego la pasión.

Honoria notó el cambio producido en él, sintió que sus músculos se endurecían y que las manos que acariciaban sus muslos se cerraban alrededor de estos. Una mano se deslizó hasta sus nalgas y él sintió el calor febril de su piel. La acarició despacio, describiendo lentos y sensuales círculos. Honoria se sentía transportada entre los movimientos de la seda que susurraba entre la mano de Diablo y su piel desnuda.

Luego la mano se volvió firme y la agarró por las nalgas al tiempo que la otra se introducía en la entrepierna.

Su beso se volvió más exigente y la acarició a través de la finísima seda hasta que esta se pegó, como una segunda piel que disminuía la intensidad de las caricias y le subyugaba los sentidos. Un largo dedo empezó a penetrarla, primero explorando cuidadosamente y luego con más firmeza.

De repente, Honoria se quedó sin aliento. Se echó hacia atrás y él la sujetó por la cintura para tumbarla en la cama.

—Espera —le dijo.

Diablo se asomó a la puerta que llevaba a su vestidor, confirmó que Sligo no lo había esperado despierto y la cerró. Volvió al dormitorio y lo cruzó a grandes pasos. Allí, se quitó la chaqueta y la lanzó a una silla, se deshizo el complicado lazo de la corbata, se quitó el chaleco y lo arrojó también a la silla. Luego se quitó los gemelos y la camisa. La vela de la cómoda daba un tono dorado a su espalda. Se volvió y cogió la palmatoria.

Tumbada en la cama, jadeante, Honoria lo vio encender dos candelabros de cinco brazos que había sobre la repisa de la chimenea. Se fijó en cada uno de sus elegantes movimientos, en el juego de las llamas en su esculpido cuerpo, y controló sus pensamientos, demasiado escandalosos para ser traducidos a palabras. La expectación era presa de ella y la excitación palpitaba bajo su piel. Un pánico delicioso tensaba todos sus nervios.

Diablo dejó la palmatoria en la repisa y llevó un candelabro hasta la mesilla de noche, de modo que la luz de las velas cayera sobre la colcha. Honoria lo vio colocar el segundo candelabro en la otra mesilla. Al percatarse de que, con la luz, él la vería casi desnuda, frunció el entrecejo y preguntó:

—¿No es de noche? Oscuro, quiero decir.

—Has olvidado algo.

Honoria no sabía qué era pero tampoco le importaba. Miró el pecho de Diablo, bañado en luz dorada, que se acercaba a la cama, donde se sentó para quitarse las botas, Honoria se fijó en su espalda. Los cortes y arañazos se habían cerrado. Alargó la mano y acarició uno de ellos. La piel de Diablo palpitó bajo su tacto. Honoria sonrió y extendió los dedos. Él se puso en pie y le lanzó una última mirada antes de quitarse los pantalones. Se sentó para sacárselos y Honoria vio la larga y amplia musculatura de su espalda, terminada en dos pequeños hoyos bajo la cintura. Era una visión casi tan deliciosa como la de su pecho.

Desnudo por completo. Diablo se volvió y se dejó caer boca arriba en la cama. Sabía lo que ocurriría. Honoria, en cambio, no lo sabía. Con un grito apagado, ella se lanzó a sus brazos. Diablo la puso a horcajadas, con las piernas sobre las suyas y la melena abierta en abanico sobre su pecho desnudo.

Esperaba que quedase asombrada, que titubease. Aquella era la primera vez que Honoria tocaría a un hombre desnudo. Y, en efecto, en su expresión había asombro y titubeo, pero este duró sólo una fracción de segundo.

Un instante después, sus labios se habían unido y no podía saberse con certeza quién besaba a quién. Sintió las manos de ella en su pecho, explorándolo con ansiedad. Él la besó con avidez y sintió que sus dedos se hundían en sus músculos. Apoyó las manos en los firmes montículos de sus nalgas y la atrajo hacia él, calmando el ansia palpitante de su erección contra su terso vientre. Honoria se retorció, encendida y anhelante, y el delgado camisón dejó de ser una barrera para sus sentidos.

Algunas mujeres eran como gatas, engañosamente reticentes. Honoria era demasiado audaz para ser una gata. Era exigente y agresiva. No sólo le desgastaba las riendas sino que se las destrozaba, encendiendo su deseo, sus demonios, todo el afán posesivo que había en su alma, lo cual, dado que ella era virgen, podía calificarse de abyecta locura.

—Detente, por el amor de Dios —dijo él, jadeante.

—Tengo veinticuatro años, ya he perdido demasiado tiempo —replicó ella, sin alzar la mirada, concentrada en acariciarle un pezón.

—Pues si ya tienes veinticuatro años, tendrías que saber dónde te metes. —Diablo apretó los labios y ella serpenteó—. Al menos, tendrías que ir con más cuidado.

Deseosa como estaba de empalarse a su destino, no parecía preocuparle que él pudiera hacerle daño o que fuera mucho más fuerte que ella. Quería aprender y sus manos exploraron los rebordes de su pecho.

Diablo sintió que el placer estallaba, y que era demasiado intenso para que ella pudiese controlarlo. Le soltó las nalgas y le agarró los brazos. En el mismo instante, ella le atrapó el miembro. Ambos se quedaron inmóviles.

Lo miró a la cara. Tenía los ojos cerrados. Honoria apretó los dedos alrededor de su descubrimiento, fascinada de nuevo. ¿Cómo podía ser tan sedoso y suave algo tan duro, tan rígido, tan masculinamente primario? Tocó de nuevo el glande terso y redondeado y fue como tocar hierro caliente.

Diablo gimió. Bajó la mano y la cerró sobre la de ella, no para sacarla de allí sino para que apretara con más fuerza. Honoria siguió sus tácitas instrucciones.

Diablo dejó que lo acariciara hasta que creyó que su mandíbula iba a romperse. Entonces le apartó la mano. Ella se rebeló, restregándose con su suave, caliente y sedosa piel sobre su ya dolorosa erección.

Él soltó una maldición y con un rápido giro la puso debajo de él. Le retuvo las manos y le dio un beso cada vez más profundo, hasta que a Honoria no le quedaron fuerzas para desafiarlo.

Los dos se quedaron quietos. Ella estaba abierta para él, ardiente, con los muslos separados, suaves y receptivos, y sus caderas eran una cuna en la que él estaba encajado. Lo único que tenía que hacer era quitarle el camisón de seda, hundir su palpitante miembro en su suavidad y poseerla.

Muy sencillo.

Diablo apretó los dientes, le soltó las manos y se apartó. Con las rodillas separadas, se sentó sobre los tobillos en medio de la cama.

—Ven —le dijo.

Honoria lo miró con los ojos muy abiertos y luego volvió a mirar su miembro. Con la mandíbula encajada, Diablo sufrió su examen y vio que en sus ojos se formaba una pregunta tan antigua como la humanidad.

Mareada no sólo por la falta de aire, Honoria parpadeó despacio y luego volvió a posar sus ojos en los de él. Diablo parecía un dios, sentado a la luz de la vela, con toda su masculinidad flagrantemente enhiesta. La suave luz doraba sus brazos, su pecho y el resto de su cuerpo. Honoria respiró hondo y los latidos del corazón le resonaron en los oídos. Levantó un codo despacio, liberó las piernas de entre los pliegues del camisón y se arrodilló ante él.

Diablo tomó sus manos entre las suyas y la atrajo hacia sí; luego, la cogió por la cintura y la levantó. Cuando la sentó a horcajadas sobre sus muslos, Honoria frunció el entrecejo y dijo:

—Si ahora me dices que espere, grito.

—Gritarás de todos modos. —Sus facciones se veían más duras que el granito.

—Será un placer. —La idea era nueva para ella.

—Bésame —dijo Diablo.

No tuvo que pedirlo dos veces. Honoria entrelazó las manos en su nuca y lo hizo.

Con una mano en su espalda para mantenerla erguida, Diablo profundizó el beso al tiempo que deslizaba la otra mano hacia arriba, sobre su tenso vientre, antes de cerrarse alrededor de su pecho. La carne ya caliente se hinchó más. Él la acarició y la oyó gemir. Entonces interrumpió el beso y Honoria echó la cabeza atrás, mostrando la curva desnuda de su cuello en un ofrecimiento que él no pudo rechazar. Depositó suaves besos en la vena palpitante y ella se apretó más contra él, presionando el pecho contra la palma de su mano.

Diablo inclinó la cabeza y le lamió la seda que cubría su pezón.

Ella contuvo el aliento. Luego, sus labios rozaron el erecto pezón y notó que ella se derretía.

Él no recordaba la última vez que había hecho el amor con una virgen. Fuera quien fuese, no había sido una mujer de veinticuatro años capaz de un entusiasmo inesperado. No se hacía ilusiones sobre lo difícil que sería la media hora siguiente. Por primera vez en su larga experiencia, rezó pidiendo fuerza suficiente para controlar la pasión que Honoria desataba en él. Siguió torturando el erecto pezón y luego se centró en el otro.

Honoria se aferró a los brazos de Diablo, contuvo el aliento y se balanceó. Sus huesos se habían convertido en miel y se sentía desfalleciente. Lo único que la mantenía erguida era la mano de él en la espalda y los seductores tirones de su labios. Cálidos y húmedos, sus labios, su boca entera, se movieron sobre los pechos, excitándolos hasta el límite, hasta que los dos estuvieron henchidos y duros, Ella se moría de ganas de tocarlo, de explorar su cuerpo, pero no se atrevía. Él empezó a mordisquearle un pezón.

Ella fue presa de unas sensaciones avasalladoras que recorrieron su cuerpo. Emitió un grito apagado y los labios de Diablo volvieron a lamerla y chuparla con fuerza. En las entrañas de Honoria se encendieron ardorosas oleadas de deseo como respuesta a sus caricias, una necesidad primaria que crecía con más y más fuerza. Con un largo gemido, se balanceó hacia delante, siguiendo sus labios.

El placer se adueñó de ella mientras las manos de Diablo recorrían todas sus curvas. Cada centímetro de piel palpitaba y deseaba más. La espalda, los costados, el vientre, los muslos, los brazos, las nalgas… nada escapó a la atención de Diablo. Cuando este levantó el extremo del camisón, la entrepierna de Honoria estaba enrojecida y mojada.

El estremecimiento que la sacudió procedía de muy hondo. Era una despedida final a la virgen que había sido pero que ya no sería, Diablo interrumpió el beso y Honoria vio que le estaba quitando el camisón, ya por encima de la cintura. Respiró hondo para superar el mareo de que era presa, pero no lo consiguió. Alzó los brazos. El camisón la abandonó con un susurro, ocultó momentáneamente la luz de las velas y cayó más allá de la cama. Honoria siguió su caída, notando las manos de él en su piel desnuda.

Diablo la abrazó.

Se sintió rodeada de piel caliente, de músculos duros. El vello negro de su pecho rozó sus excitados pezones. Unos labios duros encontraron los suyos, exigiendo, ordenando, arrasándole los sentidos. Él la poseería sin pedirle que se rindiera, se adueñaría de su cuerpo, de su alma y de mucho más.

Honoria tembló entre sus brazos y se dispuso a afrontar la oleada de deseo, satisfaciendo las exigencias de Diablo con las suyas propias. La pasión creció, se extendió y se dilató. Honoria hundió los dedos en su pecho y notó que sus músculos se tensaban. Lo besó con un fervor similar al suyo, disfrutando del apremio que los compelía, deleitándose con aquella embriagadora fiebre, con la creciente vorágine del deseo.

La excitación la sacudió. Sus labios se fundieron, el aliento de cada uno en la boca del otro, las lenguas entrelazadas. Honoria se hundió en el calor de Diablo, bebió de él y dejó que inundase todo su cuerpo. Las manos de Diablo se movían con la misma exigencia y apremio que sus labios. Sus firmes palmas esculpieron las curvas de Honoria y las poseyeron. Todavía a horcajadas sobre los muslos de Diablo, con las caderas presionadas contra su vientre, notó que sus manos le aferraban sus nalgas. Una de ellas siguió allí mientras que la otra continuó deslizándose hacia abajo con dedos exploradores. Encontraron su calor y siguieron avanzando, presionando la hendidura y sondeando los cálidos y mojados pliegues de su húmedo sexo hasta penetrarla.

Un dedo llegó a lo más hondo de su ser y encendió el fuego.

La acometida desenfrenada de las llamas la abrasó. Honoria se retorció y ardió. La única respuesta de Diablo fue ahondar en el beso, tenerla cautiva mientras las llamas seguían ardiendo allá abajo. La acarició lenta y deliberadamente con sus dedos y las llamas se volvieron más intensas, para estallar finalmente en un frenético infierno alimentado por un apremiante deseo.

El infierno palpitaba al ritmo de los latidos de su corazón, el mismo ritmo que corría por sus venas, que retumbaba en sus oídos como el redoble de los tambores de la pasión.

De repente, Diablo interrumpió el beso. Retiró los dedos y la agarró por las nalgas con ambas manos.

—Deslízate hacia abajo.

Honoria no podía creer la fuerza del deseo incontenible del que había sido presa: necesitaba a Diablo dentro de ella mucho más que respirar. Pero aun así…

Sacudió la cabeza.

—No cabrás.

—Deslízate —repitió Diablo, apretándole las caderas.

Honoria obedeció y dejó que las manos de él la guiaran. Notó el primer contacto de su miembro, duro y caliente, y se detuvo. Él pasó los dedos entre sus muslos y abrió los pliegues. Ella sintió la primera intrusión íntima del cuerpo de Diablo en el suyo.

Contuvo una exclamación y se hundió más al tiempo que notaba cómo el hinchado glande entraba en sus entrañas.

Notaba su grosor, un grosor mayor del que esperaba. Jadeante y bajo la presión de sus manos, se hundió todavía más. Duro como el hierro forjado, caliente como el acero fundiéndose, el miembro viril la penetró.

—No podrás… —Honoria sacudió la cabeza de nuevo.

—Verás que sí. —Diablo parecía más tenso que ella—. Tendrás que ensancharte para recibirme. El cuerpo de las mujeres es así.

Él era el experto. Entre el torbellino de sensaciones que la asaltaban —la incertidumbre, el deseo, la necesidad, aderezados con unos restos lejanos de modestia y hundido todo ello bajo el anhelo más desesperado que nunca hubiera tenido—, Honoria se aferró a ese hecho. El incendio de su interior se expandía y ella se hundió más.

Y se detuvo.

—Húndete de nuevo —dijo Diablo separándole las nalgas—. Hazlo de nuevo. —Ella descendió hasta que la barrera de su virginidad cortó el avance. Sentada en sus manos repitió la maniobra una y otra vez.

Honoria estaba ardiendo, mojada y muy cerrada. Cuando empezó a moverse lentamente, él le rozó la sien con los labios y dijo:

—Bésame.

Ella alzó la cabeza con unos henchidos labios separados, pidiendo más. Él se apropió de su boca con voracidad, debatiéndose para controlar la pasión desenfrenada que lo impulsaba y para no dejarse llevar y hacerle a Honoria un daño innecesario. Ya le haría bastante daño aunque fuera con mucho cuidado.

Tras ese pensamiento, llegó la confirmación de los hechos. Una poderosa embestida hacia arriba coordinada con un movimiento descendente de Honoria, reforzada por la presión de las manos en sus caderas, y sucedió. Diablo abrió una brecha en ella, hundiéndose en lo más hondo de su cuerpo, y la llenó y la dilató.

Honoria gritó pero el beso la acalló. Ambos cuerpos se tensaron.

Él se concentró por completo en ella, esperando que se ablandara, la primera señal de aceptación que sabía llegaría, y reprimió por completo el instinto primario que lo empujaba a penetrarla sin contemplaciones para saciar su enloquecedor deseo.

Tenían los labios separados y jadeaban. Honoria se humedeció los labios con la lengua y dijo:

—¿Ese era el grito de que me hablabas?

—No. —Rozó los labios de Honoria con los suyos—. No, ya no habrá más dolor. A partir de ahora sólo gritarás de placer.

No habría más dolor. Con los sentidos a flor de piel y sobrecargados de sensaciones, Honoria confió en que fuese verdad. El recuerdo del agudo tormento que la había empalado era tan intenso que todavía lo notaba. Sin embargo, el calor de Diablo anestesiaba su dolor. Intentó moverse pero él la tenía firmemente sujeta.

—Espera —le dijo.

Honoria obedeció. Hasta ese momento no había advertido que estaba totalmente en sus manos. El duro y palpitante miembro que la llenaba por dentro le provocó un sentimiento de vulnerabilidad que la recorrió hasta el punto donde sus cuerpos se unían.

Oyó que Diablo gruñía y, parpadeando, alzó la mirada. Tenía los ojos cerrados y sus rasgos eran de piedra. Los músculos de sus hombros estaban tensos, trabados en una quimérica batalla. En su interior, el uniforme palpitar del miembro irradiaba calor y una sensación de apremio apenas controlado. El dolor había desaparecido la tensión se disolvió. Los últimos vestigios de resistencia se desplomaron. Con inseguridad y mirándolo a la cara, se liberó de sus manos bajo las nalgas y se incorporó despacio sobre las rodillas.

Musitó una única palabra cargada de emoción:

—Sí.

Diablo la detuvo un centímetro antes que se saliese. Honoria sintió su vehemencia, el mismo deseo compulsivo que se agolpaba en ella. No necesitó instrucciones para volver a hundirse despacio, cautivada por el tacto del duro y acerado sexo que se deslizaba, resbaladizo y caliente, hacia sus profundidades.

Lo hizo una y otra vez, echando la cabeza atrás mientras se deslizaba eróticamente hacia abajo y abría del todo sus sentidos para saborear cada segundo. Ya no necesitaba que Diablo la guiase y las manos de este recorrieron su cuerpo reclamando sus pechos, las curvas exuberantes de sus nalgas, la sensible cara posterior de sus muslos. Toda incomodidad y reticencia habían desaparecido. Honoria alzó la cabeza y lo abrazó por el cuello, buscando sus labios. El movimiento de sus cuerpos, que se unían en un ritmo tan viejo como la luna, era exquisito. Se besaron con ardor y ella se apretó más contra él, cegada por la promesa contenida en aquel cuerpo poderoso, que, insaciable, pedía más.

Diablo interrumpió el beso y, sin dejar de acariciarle las nalgas, le preguntó:

—¿Estás bien?

En la cima de su ascenso, Honoria se detuvo y le sostuvo la mirada y, concentrándose en la rígida dureza que la invadía, volvió a hundirse despacio.

Él se estremeció y tensó la mandíbula. Sus ojos destellaban. Con audacia, Honoria lamió la vena que palpitaba en la base de su garganta.

—En realidad esto me parece de lo más… —Se interrumpió porque le faltaba el aire.

—¿Sorprendente? —graznó Diablo.

Honoria cerró los ojos y jadeó, desesperada.

—Subyugante.

La risa de él fue tan honda que Honoria la notó en lo más profundo de su ser.

—Pues todavía queda mucho placer por venir, créeme. —Le mordisqueó el lóbulo de la oreja.

—Oh, sí —murmuró Honoria intentando, desesperada, aferrarse a la lucidez—. Ahora veo que es cierto que eres un maestro en este arte. —Respiró hondo y se alzó sobre él—. ¿Esto me convierte en tu amante?

—No. —Diablo contuvo el aliento mientras ella se empalaba con torturante lentitud—. Te convierte en mi alumna. —La convertiría en su esclava, pero no tenía intención de decírselo, y tampoco que, si ella se aplicaba lo suficiente, también lo haría su esclavo.

En su siguiente movimiento descendente, Honoria presionó más fuerte, y él la penetró más hondo. Instintivamente, se cerró en tomo a él. Diablo soltó un gruñido entre dientes.

Con los ojos muy abiertos, Honoria lo miró jadeante.

—Me resulta tan… tan raro… tenerte… tenerte dentro de mí. —Con los pechos que subían y bajaban rozando su tórax, se relamió los labios—. La verdad es que no pensaba que fueras a… a caber.

Diablo tensó todos sus músculos. Después de un instante de silencio cargado, consiguió decir:

—Al final cabré.

—¿Al final?

Honoria vaciló un momento y él aprovechó la oportunidad: le dio un beso ardoroso y al mismo tiempo la tumbó boca arriba en el colchón.

Diablo había elegido la postura anterior para que ella marcara hasta dónde su miembro podía penetrar, pero el momento de las delicadezas había quedado atrás. Su rápido cambio de postura la había dejado con las caderas de Diablo entre los muslos y el tieso miembro dentro de ella.

Al notar que estaba atrapada, Honoria se tensó. Diablo hundió las manos a cada lado del edredón. Cuando el beso se interrumpió, Honoria abrió los ojos.

Diablo atrapó su mirada y se retiró de ella despacio, con cuidado. Luego flexionó las caderas y, con un solo movimiento, volvió a penetrarla.

La poseyó inexorablemente, centímetro a centímetro. Caliente y resbaladizo, el cuerpo de Honoria lo acogió, dilatándose para recibirlo. Diablo vio que el gris azulado de sus ojos se convertía en plateado y luego se empañaba al tiempo que él profundizaba en sus embestidas. Se sintió envuelto en su suavidad y la penetró hasta el límite. Luego reposó, engastado en ella, que lo contuvo como un abrasador y sedoso guante.

Se miraron a los ojos, inmóviles.

Honoria apenas podía respirar; él la llenaba por completo y la firme pulsión de su miembro le llegaba hasta el ombligo. Vio que sus facciones estaban teñidas de pasión controlada. Con sus ojos verdes oscurecidos y orlados de plata, la miraba como un conquistador al que ella se había entregado. La inundó un sentimiento que le dejó el corazón henchido.

Diablo esperaba. ¿Qué esperaba? ¿Otra señal de rendición? Al pensarlo, la invadió una gloriosa confianza. Sonrió despacio. Tenía las manos apoyadas en sus antebrazos. Las alzó, le tomó el rostro y lo atrajo hacia sí. En el instante en que sus labios se encontraron, Diablo emitió un gruñido, se apoyó en los codos y le apartó un mechón del rostro.

El beso se volvió más profundo y los sentidos de Honoria se arremolinaron. El miembro de Diablo se movía dentro de ella y la llenaba de placer.

Se deslizaron juntos como las olas avanzando hacia la playa. Las sensaciones aumentaron como la marea, llegando el flujo cada vez más alto. Ella siguió el ritmo que marcaba él, dejando que su cuerpo lo acogiera, absorbiéndolo con fuerza durante un segundo para retirarse al siguiente. Una y otra vez formaron aquel abrazo íntimo. Cada embestida, cada acometida la llevaba más arriba, más lejos, hacia una orilla que la llamaba y que ella apenas distinguía. Sus pensamientos y sentimientos se fundieron y ascendieron, encerrados en un ímpetu aturdidor. Un calor y una luz corrieron por sus venas e irradiaron todos sus nervios. Enseguida, el calor se convirtió en fuego y la luz en esplendor incandescente.

Alimentada por sus cuerpos que se debatían, por cada respiración jadeante, por cada suave gemido, por cada gruñido gutural, la esfera ígnea de pasión aumentó y se volvió más brillante e intensa hasta que estalló en los dos al mismo tiempo.

Honoria se perdió en aquella energía primaria, todo fuego, luz y esplendor, que le encendía las entrañas. Cegada, no veía. Sorda, no oía. Lo único que podía hacer era sentir, sentirlo a él y saber que estaba allí, sentir la calidez que la llenaba y saber que era de él, sentir el sentimiento que los unía, que habían forjado en aquel estallido de estrellas, sabedora de que nada en el mundo podría cambiarlo.

El estallido se apagó y regresaron a la tierra, a los placeres terrenales de las sábanas de seda y las suaves almohadas, a los murmullos soñolientos y a los besos saciados. Y al bienestar de encontrarse uno en brazos del otro.

Cuando la última vela se fundió goteando, Diablo se movió. Antes incluso de alzar la cabeza, advirtió que debajo de él había una mujer, una mujer que dormía el sueño de los saciados. Ya antes incluso de mirarla, supo quién era aquella mujer.

La emoción que lo embargaba creció. Acarició su rostro, levente sonrosado, con la mirada. Tenía los labios henchidos y algo separados. Sus pechos desnudos subían y bajaban al compás de su respiración. Estaba profundamente dormida. Diablo saboreó la satisfacción del triunfo. Con una sonrisa que ella le habría recriminado de haberla visto, se levantó procurando no despertarla. Había intentado apartarse de Honoria hacía rato, antes de dormirse, pero ella había murmurado una queja y le había aferrado con tanta fuerza que él no se había atrevido a moverse. Pese al peso de su cuerpo, Honoria había querido prolongar la intimidad, algo a lo que él tampoco pudo oponerse con convicción.

Su intimidad había sido vibrante. Magnífica. Tan remarcable que hasta él se sorprendía.

Se tumbó boca abajo y notó el terso cuerpo de ella en el costado. La sensación tuvo el efecto inevitable pero decidió hacer caso omiso a él. Tenía todo el tiempo del mundo, toda la vida, en realidad, para explorar las posibilidades que ofrecía ella. La expectación había sustituido a la frustración. Desde el principio había notado en. Ella un conocimiento subyacente, una propensión sensual insólita en las mujeres de su clase. Ahora sabía que era real y se ocuparía de alimentarlo. A su cuidado, florecería. Entonces tendría tiempo suficiente para recoger los frutos de su control, de sus cuidados, de su experiencia, para saciar sus sentidos en ella, con ella, y para subyugarla.

Volvió la cabeza y observó su rostro. Le apartó un mechón de la mejilla. Ella se movió y se acurrucó de lado, pegándose a él, buscando con una mano hasta encontrar su espalda.

Diablo se quedó paralizado. La emoción que había despertado ese gesto era desconocida para él. Le quitó el aliento y lo dejó extrañamente sensibilizado, casi conmocionado. Frunció el entrecejo e intentó analizar esa emoción pero, para entonces, ya había pasado, No lo había abandonado sino que se había hundido de nuevo en él, en las profundidades de su ser.

Sacudió los hombros, vaciló unos instantes y pasó el brazo por la cintura de Honoria. Dormida, ella suspiró y se acurrucó más contra él. En los labios de Diablo se formó una sonrisa y sus ojos se cerraron.

Cuando volvió a despertar, estaba solo en la cama. Parpadeó, y miró el espacio vacío a su lado sin dar crédito a sus ojos. Entonces los cerró, hundió la cabeza en la almohada y gruñó.

Maldita fuera aquella mujer. ¿No sabía que…? Era evidente que no. Se trataba de una etiqueta conyugal sobre la que tendría que educarla. La esposa no debía dejar nunca la cama antes que el marido. Las cosas eran así. Serían así a partir de aquel momento.

Aquella mañana, sin embargo, tenía que hacer una larga excursión.

Ir a la siguiente página

Report Page