Diablo

Diablo


Capítulo 20

Página 22 de 28

Capítulo 20

LA mañana siguiente, tan pronto solventó sus asuntos más urgentes, Diablo subió a la salita matinal.

Cuando entró, Honoria le sonrió cálidamente.

—Pensaba que estarías ocupado varias horas.

—Hobden regresa a La Finca. —Diablo avanzó hasta la chaise y se sentó en el brazo, junto a ella. Apoyó una mano en el respaldo y tomó con la otra una de las listas que Honoria tenía en el regazo—. ¿Son los invitados?

—La de los parientes. Los amigos están en esta otra.

Diablo cogió las listas y las estudió brevemente. La noche anterior habían sopesado la idea de Honoria de organizar un baile improvisado y él se había mostrado de acuerdo rápidamente, pensando que los preparativos la distraerían de Bromley y de sus andanzas.

—Podrías añadir unos cuantos nombres más.

Honoria tomó el lápiz y escribió concienzudamente la breve relación de nombres que Diablo le dictó. Cuando oyó «Chillingworth» levantó la vista, sorprendida.

—Pensaba que el conde no era de tus favoritos…

—Al contrario, es uno de mis preferidos. —Diablo le dedicó una de sus sonrisas de príncipe de las tinieblas—. ¿De quién me burlaría si no tuviera a Chillingworth?

Ella se abstuvo de responder, pero mantuvo al conde en la lista. Chillingworth sabía cuidar de sí mismo.

—Me preguntaba si estarías libre para salir a dar un paseo —dijo Diablo mientras observaba su silueta.

Honoria levantó la vista y le rozó el muslo con el brazo. Señaló las cartas y los sobres de la mesilla y respondió:

—No puedo. Si el baile es el próximo viernes tengo que enviar las invitaciones hoy mismo.

Diablo no había escrito en su vida una invitación a un baile. Iba a sugerir que estaba dispuesto a aprender, pero Honoria continuó:

—Louise traerá a las gemelas para ayudar.

—En ese caso, te dejo con tus asuntos.

Con una breve sonrisa, Diablo descruzó sus largas piernas. Al ponerse en pie rozó con los dedos la mejilla de Honoria y, con una sonrisa, se dirigió a la puerta. Honoria lo siguió con la vista hasta que él la cerró a sus espaldas. Se quedó mirando la puerta con expresión pensativa. Luego hizo una mueca y volvió a concentrarse en las listas.

A la mañana siguiente, cuando se abrió la puerta de la salita, Honoria levantó la vista con una sonrisa anhelante, pero sólo vio a Veleta.

—Diablo me ha dicho que te encontraría aquí. —Entró en la estancia con su sonrisa encantadora—. Tengo que hacerte una petición.

El brillo de sus ojos revelaba de qué se trataba. Honoria lo miró con desaprobación matriarcal.

—¿Quién? —preguntó.

—Lady Canterton. Y Harry sugiere a lady Pinney.

Honoria le sostuvo la mirada durante un embarazoso momento y tomó el lápiz.

—Mandaré las invitaciones hoy mismo.

—Gracias.

—Con una condición —añadió ella, y levantó la cabeza a tiempo de observar un brillo de cautela en sus ojos.

—¿Qué condición?

Notó un tono acerado en la voz de Veleta, pero no hizo caso.

—Harry y tú sacaréis a bailar una vez a cada una de las gemelas.

—¿Las gemelas? ¿Cuántos años tienen?

—Diecisiete. Harán su presentación en sociedad esta temporada. El del viernes será su primer baile.

Veleta se estremeció. Honoria arqueó una ceja.

—¿Y bien?

Él la miró con resignación.

—Está bien. Un baile cada uno. Se lo diré a Harry.

—Hazlo —asintió Honoria.

Sus siguientes visitantes llegaron en rápida sucesión, todos con el mismo recado. Después de Veleta apareció Gabriel; más tarde, Lucifer. El último que se presentó fue Richard.

—Ya sé —dijo Honoria al verlo, y se dispuso a retocar una vez más la lista—. Lady Grey.

—¿Lady Grey? —Richard parpadeó—. ¿Por qué lady Grey?

Esta vez fue Honoria quien pestañeó, pues había visto a Richard escabullirse del baile de Horatia con aquella belleza de cabello oscuros y piel de alabastro.

—¿No es tu…? —Hizo un gesto vago.

—¡Oh, no! —La sonrisa de Richard le recordó la de Diablo en sus peores momentos—. Eso fue el año pasado. Quería pedir a lady Walton.

¡Pedir!, se escandalizó Honoria. Como si fuera un postre. Y sin duda sabía que lady Walton caería como tal, como fruta madura, en sus brazos. Pero era inútil censurarlo, así que añadió la joven dama a la lista.

—Y prometo sacar a bailar a Amanda y Amelia.

—Bien.

Ya en la puerta, Richard se volvió con una de sus típicas sonrisas Cynster.

—Muy buena idea, este baile tuyo. Todos buscábamos la manera de dar inicio a la temporada. No se me ocurre nada mejor que un baile improvisado.

Ella le dirigió una mirada de advertencia y Richard se marchó con una risilla.

Honoria volvió a sus preparativos e intentó no prestar atención a los pasos que oía al otro lado de la puerta, ni darle vueltas a si Diablo pasaría para enterarse de a quiénes habían seleccionado sus primos.

Diablo no se presentó.

La mañana siguiente, cuando entró en la sala de desayunos, Honoria comprobó con satisfacción que Diablo estaba allí, tomando café mientras hojeaba The Gazette. Ella se sentaba ahora en el otro extremo de la mesa, con la larga superficie de caoba entre los dos. Ocupó su silla y le dirigió una cálida sonrisa por encima del servicio de plata.

Diablo le devolvió el gesto, aunque la expresión resultó más visible en sus ojos que en los labios. Dobló el periódico y lo dejó a un lado.

—¿Cómo van tus preparativos?

Aunque había cenado en casa la noche anterior, Diablo había estado ocupado en sus negocios; había vuelto a la cama tarde, sin ganas de conversar. Entre sorbo de té y bocado de tostada, Honoria lo puso al corriente.

Él escuchó con atención, intercalando comentarios, y dijo para acabar:

—Estás marcando una nueva moda, ¿sabes? Ya he oído que dos damas piensan ofrecer fiestas improvisadas en fechas próximas.

Con una sonrisa radiante, Honoria se encogió de hombros.

—Cuando St. Ives marca la pauta, los demás la siguen.

Diablo sonrió.

—He hecho traer los caballos de La Finca. Hace buen tiempo… Me pregunto si te apetecería dar un paseo.

A Honoria le dio un vuelco el corazón. Echaba tanto de menos sus paseos.

—Yo…

—Perdón, su alteza…

Honoria se volvió. La señora Hull dirigió una reverencia a Diablo y a ella le dijo:

—Han llegado los proveedores, señora. Los he llevado al salón.

—¡Oh! Sí. —Por la mañana llegarían también los floristas, igual que los músicos. La felicidad de Honoria se desinfló como un globo—. Enseguida estoy con ellos.

La señora Hull se retiró. Honoria miró a Diablo.

—Lo había olvidado. Esta mañana no tengo tiempo de salir a pasear.

Diablo sonrió con gesto comprensivo.

—No te preocupes.

Honoria contuvo una mueca de preocupación. La sonrisa de Diablo no había llegado a sus ojos. No encontró nada adecuado que decir y siguió mirándolo con una sonrisa de disculpa.

—Con tu permiso…

Diablo inclinó la cabeza, sin abandonar su leve sonrisa. La vio salir, dejó la taza de café y se levantó. Poco a poco, una expresión ceñuda reemplazó la sonrisa. Se dirigió al vestíbulo; a su espalda, Webster daba órdenes de que se despejara el salón. Un momento después, el mayordomo le preguntó:

—¿Mando traer su caballo, su alteza?

Diablo reaccionó y descubrió que su mirada seguía fija en las escaleras por las que había desaparecido Honoria. Cuando salía a pasear en solitario, lo hacía temprano, cuando no había nadie. Endureció su expresión y se volvió hacia la biblioteca.

—No. Estaré ocupado el resto de la mañana.

El día del baile de la duquesa de St. Ives amaneció despejado y radiante. En el parque, unas hebras de niebla se enredaban entre los árboles; unos trinos estridentes resonaban en la quietud.

Diablo avanzaba a caballo por el desierto sendero de tierra con el retumbar de los cascos en los oídos. Cabalgaba con abandono, de prisa pero con absoluto control; él y su montura surcaban en fluido concierto el aire frío de la mañana. Al final del sendero, tiró de las riendas del corcel bayo, le hizo dar media vuelta y regresó por donde había venido, aún más deprisa.

Cuando se acercaba a la salida del sendero, aminoró la marcha y se detuvo delante de un robledal. El caballo, de pecho ancho y constitución resistente, resopló con fuerza y bajó la cabeza. Diablo aflojó las bridas y respiró profundamente.

No había nadie a la vista, nada más que árboles y cuidado césped, y le llegó el aroma de la hierba húmeda. El corcel tembló y se puso a pacer.

Diablo hizo otra profunda inspiración y el frío le llegó hasta el cerebro y, como solía sucederle en momentos de soledad, su inquietud, la agitación que lo corroía desde hacía días, cristalizó por fin. Se aclaró.

La visión no resultó estimulante. No le gustó la idea de que se sentía irritado porque su esposa estaba tan ocupada organizando el baile que no tenía tiempo para él, pero de nada servía negar sus celos, la espera, el ansia de estar con ella. En aquel mismo momento, incluso, sentía cómo la negra emoción se revolvía en su interior. Sin embargo, no tenía ningún motivo para ello. Era propio de las duquesas organizar bailes. Honoria se comportaba exactamente como debía hacerlo una esposa; no había hecho peticiones absurdas ni exigía una atención que él no deseara darle. Ni siquiera había aceptado las atenciones que él estaba más que dispuesto a ofrecerle.

Esto era lo que lo irritaba. Profundamente.

Frunció el entrecejo y se encogió de hombros. Su actitud era irrazonable: no tenía derecho a esperar que su esposa fuera distinta, que se comportara según un código diferente, un código que él era incapaz de definir, ni siquiera en aquel momento. Pero era precisamente eso lo que él quería, lo que deseaba en lo más hondo de su insatisfacción.

De pronto evocó el momento en que, en la cabaña del leñador, Honoria se había apoyado en él. La había mirado, había visto el calor y la comprensión en sus ojos y había notado su presencia, suave y femenina.

Y entonces comprendió todo lo que había conseguido y que Tolly jamás tendría ocasión de experimentar.

Respiró profundamente y el frío vigorizante recorrió sus venas. Deseaba a Honoria, la había deseado desde el primer instante, pero su deseo no era exactamente como él había previsto. El deseo físico, posesivo y protector, la necesidad de la lealtad de ella, de su compromiso… Todo aquello lo había sentido.

¿Qué quedaba?

Quedaba algo, sin duda. Algo lo bastante fuerte, suficientemente poderoso, para inquietarle y obsesionarle y debilitar su autocontrol, intocable normalmente. Algo distinto a cuanto conocía.

Con ceño, examinó aquella conclusión y la consideró acertada. Apretó los labios y cogió las riendas. No iba a gozar de paz verdadera hasta que viera cumplido también ese deseo.

Tanto el caballo como él se habían enfriado. Diablo se inclinó y acarició el cuello esbelto del animal antes de hincarle los tacones en los ijares. El caballo se puso al paso, obediente, y pasó con fluidez a un trote corto.

La corteza de un árbol cercano resonó repentinamente. Diablo oyó el ruido, se volvió y observó un orificio humeante en el tronco, a la altura de su pecho.

No se paró a investigar; no se detuvo hasta que llegó a la reja del parque, donde otros jinetes se disponían a dar su paseo matinal.

Diablo se detuvo allí para tranquilizar al caballo. En el parque no estaban permitidas las armas de fuego. Los guardianes estaban exentos de tal prohibición, pero ¿a qué iban a disparar, a las ardillas?

El caballo se calmó. Diablo, impertérrito, emprendió el regreso Grosvenor Square.

El baile ofrecido por la duquesa de St. Ives fue todo un éxito. La velada, que no se celebró en el gran salón de baile sino en la sala de música, rebosó de risas, danzas y de una relajada cordialidad que no podía darse en las rígidas veladas de la alta sociedad.

Por supuesto, muchos de los asistentes estaban emparentados; el resto eran viejos conocidos. El ambiente fue distendido desde el principio, cuando los duques condujeron al resto de bailarines por un vals vigoroso, capaz de dejar sin aliento. El centenar de invitados captó el mensaje y se dedicó a disfrutar de la atmósfera relajada, del champán que corría en abundancia, de la cena exquisita y de la compañía, igualmente excelente. Cinco horas después de que llegara el primero, los últimos invitados se despidieron, cansados pero sonrientes. Webster cerró la puerta principal y echó el cerrojo.

En el centro del vestíbulo, Diablo miró a Honoria, que se apoyaba en su brazo. Sus ojos todavía destellaban.

—Un éxito señalado, querida —le dijo con una sonrisa.

Ella se la devolvió y apoyó la cabeza en su brazo.

—Sí, creo que ha salido muy bien.

—En efecto.

Cubrió con su mano la que ella tenía posada en su brazo y se encaminaron a la biblioteca. Habían adquirido la costumbre de terminar allí sus veladas, tomando brandy mientras conversaban. Pero cuando llegaron al umbral comprobaron que los criados y las sirvientas estaban limpiando los cristales y los muebles. Diablo miró a Honoria.

—Esta noche quizá deberíamos terminar la velada arriba.

Ella asintió. Diablo recibió un candelabro encendido de manos de Webster y empezaron a subir por la escalera.

—Amelia y Amanda estaban agotadas.

—Por primera vez en su vida, seguramente.

Honoria sonrió con ternura.

—Han bailado todas las piezas menos los valses. Y también los habrían bailado si hubiesen podido.

Una ligera sombra de preocupación estropeó el hermoso semblante de su marido. Ella miró al frente y sonrió para sí. La presencia de las gemelas había provocado una interesante reacción en sus primos. Incluso hubo necesidad de reprender a alguno con la mirada. Honoria preveía alguna escena interesante cuando avanzara la temporada.

La reflexión le recordó otra de tales escenas interesantes en la que ella había participado.

—Por cierto, te advierto que no volveré a invitar a Chillingworth si os comportáis como esta noche,

—¿Yo? —La mirada de inocencia que le dedicó Diablo fue digna de un querubín—. No fui yo quien empezó.

Ella frunció el entrecejo.

—Los dos. Él no estuvo mejor.

—No podía tolerar que hiciera comentarios sobre mi capacidad para complacerte.

—¡No los hacía! Has sido tú quien se tomó sus palabras así.

—¡Sabía muy bien lo que decía!

—Aunque así fuera, no tenías por qué contarle que yo… —Se interrumpió. Se le encendieron las mejillas… otra vez. Captó el brillo de los ojos verdes de Diablo. Retiró la mano que él cubría con la suya y lo apartó de un empujón; él ni siquiera se tambaleó. Ella se recogió la falda y subió los últimos peldaños—. Eres incorregible. No se por qué insististe en invitarlo, si toda vuestra conversación ha sido una retahíla de insultos velados.

—¡Precisamente por eso! —Diablo volvió a tomarla del brazo cuando cruzaban la galería—. Chillingworth es la piedra en la que afino mi ingenio; tiene un pellejo más grueso que un rinoceronte.

—¡Hum! —Honoria mantuvo la barbilla levantada.

—No le he dejado bailar el vals contigo.

—Sólo porque te he puesto difícil que hicieras otra cosa. —Honoria había utilizado el vals para separar a los dos bribones enfrentados… sin éxito, según veía.

—Honoria, si yo no quiero que bailes el vals con un caballero en particular, no bailas.

Ella lo miró con una protesta en los labios, pero vio que sería mejor limitarse a poner otra mueca de desagrado.

Cuando apartó la mirada. Diablo sonrió. Había disfrutado sin reservas de la velada; ni siquiera la aparición de las gemelas como inesperadas afroditas en ciernes logró empañar su buen humor algo achispado. Mientras enfilaban el pasillo a los aposentos ducales, rodeo a Honoria por la cintura y la atrajo hacia él.

Ella le dejó hacer, disfrutando de su proximidad. Seguía desconcertada ante la relación de Diablo con Chillingworth. Mientras bailaba con Veleta, le había pedido su opinión. «Si no estuvieran tan ocupados en rivalizar serían buenos amigos», había respondido con una sonrisa. Aquella rivalidad, por lo que ella había podido ver tan de cerca, no tenía nada de jocosa, pero tampoco era grave. Sin embargo, desde una distancia un poco mayor, cualquiera los tomaría por adversarios mortales.

—¿Charles es siempre tan callado? —Lo había visto mirarla mientras bailaba con Chillingworth, con una expresión extrañamente vaga.

—¿Charles? Ahí tienes a uno que nunca aprobaría tu innovación; la alegría desbordante no es lo suyo.

—A tus otros primos les ha encantado. Y, desde luego, se han «desbordado» un poco.

Le dirigió una mirada mordaz. Todos los miembros del clan, con la sola excepción de Diablo, habían desaparecido de la fiesta en un momento u otro, para reaparecer más tarde con sonrisas satisfechas, como gatos que hubieran encontrado el tazón de leche.

Él sonrió.

—Gabriel te envía sus felicitaciones, con la firme esperanza de que conviertas tu fiesta improvisada en un acontecimiento mensual.

Honoria abrió los ojos como platos.

—¿De veras hay tantas damas complacientes entre la nobleza?

—Te sorprenderías. —Diablo abrió la puerta y le cedió el paso.

Ella le dirigió una mirada elocuente y cruzó el umbral con gesto altanero. Pero cuando penetró un par de pasos en la estancia, iluminada por un fuego que ardía alegremente en la chimenea, sonreía. Con el candelabro en alto para iluminarse. Diablo fue hasta la cómoda, donde lo depositó al lado de una bandeja en la que había una jarra de cristal y dos copas.

Sirvió brandy en ambas y ofreció una a Honoria. Ella calentó el cristal entre sus manos, se dirigió al sillón junto al fuego y se sentó en el brazo, ancho y mullido. Levantó la copa y aspiró el aroma del licor.

Y se quedó paralizada. Parpadeó. Se volvió y vio que Diablo se llevaba su copa a los labios.

—¡No!

El grito detuvo a Diablo, pero ya tenía el cristal junto a la boca. Iba a tomar su primer trago, como de costumbre.

Honoria soltó su copa y el líquido ámbar se derramó por la alfombra. Sin habla, se lanzó sobre Diablo y de un manotazo arrancó la copa de sus labios, que se hizo añicos contra la cómoda.

—¿Qué…? —Diablo la levantó del suelo para ponerla a salvo de la lluvia de fragmentos. Pálida, Honoria se aferró a él sin apartar la vista del líquido que resbalaba por el mueble—. ¿Qué demonios sucede?

La miró, pero ella no respondió. Miró a un lado y a otro. Por fin, la sujetó por los brazos y la miró a los ojos.

—El brandy… —balbuceó ella con voz temblorosa; suspiró otra vez—. ¡Almendras amargas!

Diablo se quedó paralizado. Una sensación gélida le subió desde los pies hasta dejarlo completamente helado. Las manos le cayeron a los costados mientras Honoria se apretaba contra él, abrazándolo con tanta fuerza que casi le impedía respirar. Incluso esto, respirar, se le hizo dificultoso. Por un instante dejó de hacerlo, cuando comprendió que le había servido a Honoria una copa de veneno. Se le hizo un nudo en el estómago. Cerró los ojos, apoyó la mejilla en sus rizos y cerró los brazos en torno a ella. Aspiró su perfume y estrechó el abrazo, sintiendo su cuerpo cálido y lleno de vida.

Bruscamente, Honoria levantó la mirada y a punto estuvo de darse en la cabeza con la barbilla de Diablo.

—¡Has estado a punto de que te mataran! —Era una acusación. Con expresión rebelde, lo agarró por el chaleco e intentó zarandearlo—. ¡Ya te lo había dicho! ¡Te había advertido! Es a ti a quien intentan matar.

Diablo no podía discutir tal conclusión.

—No lo han conseguido. Gracias a ti. —Intentó atraerla de nuevo a sus brazos, pero Honoria se resistió.

—Has estado a un sorbo de la muerte, he sido testigo… —murmuró con ojos febriles y mejillas enrojecidas.

Diablo contuvo una maldición; no contra ella, sino contra su frustrado asesino.

—¡Sigo vivo! —exclamó.

—¡Has estado a punto de morir! —Los ojos de Honoria despedían destellos de fuego azul—. ¿Cómo se atreven a…?

Diablo comprendió que su esposa se hallaba en estado de shock.

—Estamos vivos los dos…

Sus palabras tranquilizadoras encontraron oídos sordos; Honoria se debatió y echó a andar.

—¡No puedo creerlo! —Levantó una mano—. ¡Esto no puede ser! —Se encaminó a la cama y Diablo fue tras ella—. No lo consentiré. ¡Lo prohíbo! ¡Eres mío y no conseguirán arrebatarte de mi lado! —Se volvió, agitada, y lo agarró por las solapas. Sus ojos brillaban a causa de las lágrimas—: ¿Me oyes bien? No voy a perderte a ti también.

—Estoy aquí, no me perderás nunca. Confía en mí.

La rodeó con sus brazos y notó que temblaba de pura tensión. Ella buscó sus ojos. Las lágrimas centelleaban en sus pestañas.

—Abrázame —le ordenó él.

Honoria relajó lentamente los puños y lo rodeó con sus brazos, Apoyó la cabeza en su hombro pero siguió tensa y decidida.

Diablo la tomó por la barbilla y le levantó la cara. Contempló sus mejillas pálidas y sus ojos bañados en lágrimas y, bajando la cabeza, la besó en los labios.

—No me perderás nunca —le susurró—. Nunca te dejaré.

Un escalofrío recorrió a Honoria. Entrecerró sus húmedas pestañas, levantó la cara y le ofreció sus labios. Diablo la besó con ardor. El beso se prolongó y despertó su mutua pasión. Él la necesitaba tanto como ella a él. El beso era una afirmación de vida frente al espectro de la muerte.

Honoria le echó los brazos al cuello para aferrarse a él y a la vida vibrante encerrada en aquel beso. Notó los brazos que la ceñían, el pecho firme contra sus senos y el latido de aquel corazón resonando en su interior como un martilleo. Se apretó más contra él. Respondió a su beso y el deseo aumentó no en un frenesí apasionado, sino como una presencia creciente. El deseo surgía de ambos como sendos ríos desbordados que confluían en un torrente impetuoso que se llevaba todo pensamiento, toda voluntad consciente; un torrente que los arrastraba no con el ansia, sino con la necesidad de dar.

Ninguno de los dos se resistió a tal pasión, ni intentó contenerla. Era una fuerza lo bastante poderosa para borrar de su mente el peligro de muerte que acababan de correr. Rindiéndose a ella, entregados el uno al otro, se desnudaron sin apenas percatarse del reguero de prendas que iban dejando en el suelo de la estancia. El contacto de sus pieles cálidas, de sus manos sensuales, de sus labios y lenguas juguetonas, azuzó sus sentidos e intensificó el desbordante crescendo.

Desnudos y excitados, cayeron en la cama enredados el uno en el otro; cuando se separaron un momento, fue sólo para volver a entregarse a un nuevo abrazo íntimo. Los envolvió el suave murmullo del ronco ronroneo de Diablo y los jadeos sofocados de ella. El tiempo se detuvo; con los ojos abiertos y los sentidos agudizados, los dos se descubrieron mutuamente otra vez. Diablo repasó cada curva, cada centímetro de la piel de marfil de Honoria, cada punto de su trémulo ser, cada una de sus zonas erógenas. No menos arrobada, ella redescubrió el cuerpo firme de Diablo, su fuerza, su fina percepción, su infalible pericia. Su dedicación a complacerla… que sólo igualaba la suya.

El tiempo quedó en suspenso mientras se exploraban mutuamente, inundándose de placer, y sus murmullos dieron paso a suaves grititos y gemidos medio contenidos. Sólo cuando no les quedó más que dar, Diablo se tendió boca arriba y puso a Honoria sobre él. Encaramada a horcajadas, ella se arqueó y se abrió para él. Se hundió lentamente, saboreando cada segundo, hasta que lo tuvo completamente dentro.

El tiempo se quebró. Durante un cristalino momento pendió sobre ellos, trémulo, impregnado de sensaciones. Mirándose fijamente, permanecieron abrazados e inmóviles; por fin, ella cerró los párpados. Con el corazón desbocado, escuchó y sintió las palpitaciones de Diablo en lo más profundo de su ser y experimentó la fuerza que la había invadido, aceptando en silencio el poder que la había enredado en sus hilos. Diablo había cerrado los ojos, sacudido por la ternura que así lo aceptaba, que ya lo retenía con tal fuerza que nunca más podría desasirse.

Entonces, sus cuerpos se movieron en perfecta comunión y sus espíritus volaron más allá de la voluntad o el pensamiento. No se apresuraron; los dos eran expertos en saborear a fondo cada paso del largo camino que llevaba a las puertas del paraíso. Juntos, las cruzaron a la vez.

—Bajo ninguna circunstancia debe dejarse a solas a su alteza.

Diablo acompañó la orden con una penetrante mirada dirigida por igual a los tres sirvientes alineados delante de él en la biblioteca.

Los tres —Webster, tieso como un palo y con una expresión más impasible que nunca; la señora Hull, rígida también y con una mueca de preocupación, y Sligo, con la cara aún más pesarosa que antes— lo miraron sin entender.

A regañadientes. Diablo añadió:

—Excepto en nuestros aposentos.

Era allí donde Honoria se encontraba en aquel momento y donde, si había que guiarse por la experiencia, seguiría varias horas más. Dormía profundamente cuando él la había dejado, después de que ambos hubiesen saciado plenamente sus sentidos. Esa vez el amor le había dejado a Diablo una sensación de vulnerabilidad como no había experimentado nunca. Pero ella estaba a salvo en sus aposentos, custodiada por el corpulento criado apostado a su puerta.

—Cuando me ausente de la casa, Webster, no permitirás la entrada a nadie, excepto a mis tías y a Veleta. Si llega algún visitante, su alteza está indispuesta. No vamos a recibir a nadie en el futuro inmediato, hasta que este asunto quede resuelto.

—Así se hará, señoría.

—Tú y la señora Hull os aseguraréis de que nadie tenga oportunidad de manipular la comida o las demás provisiones. Y, por cierto —clavó la mirada en el mayordomo—, ¿has comprobado el resto del brandy?

—Sí, su alteza. El resto de la botella no estaba contaminado. —Webster se puso más tieso incluso—. Puedo asegurar a su alteza que no llené el frasco con licor envenenado.

Diablo mantuvo la mirada fija en el criado.

—Estoy seguro de ello. Supongo que no habremos contratado a nadie nuevo últimamente, ¿verdad?

Webster se relajó un poco.

—No, su alteza. Como de costumbre, trajimos a unos ayudantes más de nuestros conocidos de Somersham, gente que ya está familiarizada con los usos de esta casa. No había extraños entre el personal, milord. —Webster fijó la mirada en un punto por encima de la cabeza de Diablo y continuó—: En resumidas cuentas, ningún miembro del servicio estuvo ausente de su deber el tiempo suficiente para poder acceder a los aposentos ducales y volver sin que se notase. Creo que debemos sospechar, más bien, que el veneno lo introdujo algún invitado que conocía la ubicación de las habitaciones de su alteza.

—En efecto. —A Diablo ya se le había ocurrido pensarlo. Eso y mucho más. Dirigió la mirada a Sligo—. Tú acompañarás a su alteza allá donde vaya. Si decide dar un paseo en público, te colocas a su lado, no detrás de ella. Debes protegerla con tu propia vida —insistió mirándolo fijamente.

Sligo asintió; le debía varias veces la vida a Diablo y no vio nada extraño en su petición.

—Me aseguraré de que nadie se acerque a ella. Pero… —frunció entrecejo—, si yo estoy con la duquesa, ¿quién irá con vos?

—Me he enfrentado a la muerte otras veces, descuida.

—Si puedo sugeriros, su alteza… —intervino Webster—. Un lacayo, por lo menos…

—No. —El monosílabo cortó cualquier protesta. Diablo miró a sus sirvientes con severidad—. Soy más que capaz de protegerme. —Su tono los desafiaba a contradecirle; naturalmente, ninguno lo hizo. Con un gesto de la cabeza, los despachó.

Mientras salían por la puerta. Diablo se puso en pie. La señora Hull se rezagó un momento y se volvió para mirar a Diablo con gesto de preocupación. Él arqueó una ceja, resignado.

—Ya sabes que no eres realmente invencible…

Diablo torció los labios en una mueca irónica.

—Lo sé, Hully, lo sé. Pero, por el amor de Dios, no se lo digas a su alteza.

Un poco más tranquila al ver que aceptaba su trato familiar y la llamaba por el nombre que usaba cuando era niño, la señora Hull se sorbió la nariz.

—¡Como si tuviera intención de hacerlo! Tú ocúpate de descubrir quién ha podido tener tan malos sentimientos como para poner veneno en el brandy. Deja en nuestras manos el cuidado de su alteza.

Diablo la vio marcharse y se preguntó si alguno de los tres tenía idea de cuánto estaba confiándoles. Les había dicho la verdad: había plantado cara a la muerte en muchas ocasiones. Lo que no era capaz de afrontar era la perspectiva de que muriese Honoria.

—Deposito mi confianza en vosotros para prevenir que le suceda ningún daño a su alteza… —Sin dejar de pasearse por delante de las ventanas de la sala matinal, Honoria pasó revista a los tres sirvientes alineados—. Supongo que ya os ha hablado del incidente de anoche, ¿no?

Webster, la señora Hull y Sligo asintieron; el mayordomo actuó de portavoz:

—Su alteza nos ha dado instrucciones para que no se repita el incidente, señora.

—De eso estoy segura.

Diablo había dejado la casa antes de que ella despertara, momento que él se había ocupado de retrasar. La había tenido despierta hasta la madrugada. Nunca lo había visto tan insaciable. Cuando la había despertado al amanecer, Honoria se había aplicado con entusiasmo a complacer su deseo voraz mientras pensaba, con la escasa lucidez que era capaz de conservar en esos instantes, que la razón de que se mostrara tan ávido de vida era la toma de conciencia, largo tiempo aplazada, de su condición de mortal.

Había previsto hablar con él sobre el desconcertante incidente del veneno mientras desayunaban y, al final, se había perdido el desayuno.

—No tengo intención de contradecir ninguna de las órdenes de su alteza. Debe cumplirse lo que haya establecido. Sin embargo… —Hizo una pausa y estudió los tres rostros—. ¿Me equivoco si supongo que no ha dado órdenes para su propia protección?

—Se lo sugerimos, señora —respondió Webster con una mueca—; por desgracia, su alteza vetó la idea.

—En redondo —corroboró Sligo. Su tono dejaba claro lo que pensaba de tal decisión.

La señora Hull apretó los labios hasta convertirlos en una línea.

—Siempre ha sido extraordinariamente terco.

—Muy cierto. —Por el modo en que los tres la miraban, Honoria se dio cuenta de que sólo tenía que dar la orden. Sin embargo, la situación era algo delicada; en conciencia, no podía contradecir a su marido. Miró a Webster—. ¿Cuál fue la sugerencia que su alteza rechazó?

—Le sugerí que llevara un lacayo como protección, señora.

Honoria arqueó las cejas.

—Tenemos otros hombres a nuestro servicio; por qué no ellos, alguien que no fuese un lacayo.

Webster pestañeó una sola vez.

—Ciertamente, señora. Desde camareros a pinches de cocina.

—Y también están los mozos de cuadra —añadió Sligo.

Honoria asintió y los miró a los ojos, uno a uno.

—Muy bien. Para mi tranquilidad, aseguraos de estar siempre en situación de decirme dónde se encuentra su alteza en todo momento, cuando se halle ausente de la casa. Sin embargo, no debe hacerse nada contrario a sus deseos expresos. Confío en que ha quedado claro.

—Así es, señora. —Webster hizo una reverencia—. Estoy seguro de que su alteza esperará de nosotros que hagamos todo lo posible para aliviaros de cualquier zozobra.

—Precisamente. ¿Tenéis, pues, idea de dónde está ahora?

Webster y la señora Hull negaron con la cabeza. Sligo miró el techo, se balanceó ligeramente adelante y atrás y dijo:

—Creo que el capitán está con el señor Veleta. —Bajó la cabeza y miró a Honoria—. En su alojamiento de Jermyn Street, señora.

Cuando Honoria, como los otros dos, lo miró inquisitiva, Sligo abrió los ojos como platos.

—Un chico de los establos ha tenido que salir hacia allí con un mensaje, señora —explicó.

—Entiendo. —Por primera vez desde que oliera a almendras amargas, Honoria sintió una pizca de alivio. Tenía aliados—. ¿Crees que ese mozo andará todavía con el recado cuando su alteza se despida de su primo?

—Es muy probable, señora —asintió Sligo.

Honoria asintió también, resuelta y enérgica.

—Tenéis vuestras órdenes, tanto de su alteza como mías. Estoy segura de que las cumpliréis con diligencia.

Sligo asintió con la cabeza.

La señora Hull hizo una reverencia.

Webster se inclinó, ceremonioso.

—Su alteza puede confiar en nosotros.

Ir a la siguiente página

Report Page