Diablo

Diablo


Capítulo 22

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Capítulo 22

HACIA las dos, Honoria empezó a pasearse, nerviosa, de un lado a otro de la sala. A las cuatro mandó llamar a Sligo.

—¿Has localizado a su alteza?

—Aún no. Tengo hombres en White’s, Waitier’s y Boodles. En el momento en que aparezca todos lo sabremos.

—¿Y Carter reconocería a esos rufianes?

—Dice que sí, que si los viera podría reconocerlos.

—¿Cuánto tiempo se quedan los barcos en el puerto?

—Dos o tres días.

—Que traigan ahora mismo el carruaje, el que no lleva distintivos —dijo Honoria tras respirar hondo.

—¿Señoría? —Sligo parpadeó asombrado.

—Supongo que Carter está lo bastante repuesto para ayudarnos.

—¿Ayudarnos?

—A identificar a los hombres que atacaron a su alteza, si es que están en El Ancla.

—¿El Ancla? —La sorpresa de Sligo se convirtió en horror—. Usted no puede ir a El Ancla.

—¿Por qué no?

—Porque… porque no puede. Es una taberna del puerto, un lugar en el que no se sentiría cómoda.

—En estos momentos, mi comodidad es lo de menos.

—El capitán no lo aprobaría.

—Sligo, tu capitán no está aquí. —Honoria lo traspasó con una mirada tan maléfica como las de su esposo—. Ha escapado de nuestra vigilancia y sólo Dios sabe dónde está. Si actuamos enseguida, podremos recabar información para identificar al asesino. Si esperamos hasta que tu capitán se digne a volver, nuestra oportunidad se habrá hecho a la mar con la marea de la noche. En ausencia de su alteza, nosotros, tú y yo, acompañaremos a Carter a esa taberna. Espero haberme explicado con claridad.

Sligo abrió la boca y volvió a cerrarla.

—Que preparen el carruaje —dijo—. Voy a cambiarme.

Al cabo de diez minutos, Honoria cruzó la galería vestida con un traje de paseo marrón oscuro. La señora Hull la esperaba en las escaleras.

—Perdone, señora, pero he sabido que tiene la intención de ir a esa taberna del puerto. Es un lugar terriblemente inapropiado. ¿No cree que tal vez sería mejor esperar a que su alteza volviera…?

—Señora Hull, no espere de mí que permita que el hombre que quiere matar a mi esposo continúe acechándolo por falta de coraje por mi parte. Le aseguro que sobreviviré.

—Yo haría lo mismo que usted, señora, pero a su alteza no le gustará —dijo la señora Hull.

Honoria empezó a bajar la escalera. Webster, que esperaba en el descansillo, echó a andar a su lado.

—Me gustaría sugerirle, señoría, que me permita ir en su lugar. Si descubrimos a los desvergonzados que atacaron a su alteza, Sligo y yo podemos persuadirlos de que vengan aquí y hablen con su alteza.

—¡Eso! —La señora Hull, que seguía a Honoria, asintió—. Es otra manera de solucionarlo.

Al llegar al último escalón, Honoria hizo una pausa. Sligo esperaba en el pie de la escalera.

—Webster, ni tú ni Sligo podéis ofrecer ningún incentivo a esos hombres. Eso fracasaría. Pero si los encontramos en El Ancla, yo les ofreceré una cuantiosa recompensa a cambio de que me digan el nombre del hombre que los contrató. De mí no temerán nada porque soy una mujer y sopesarán mi propuesta. Cuando la acepten, me pondré en contacto con el banco Child. El señor Child me ayudará en las negociaciones. —Hizo una pausa y miró sus caras de preocupación—. Si bien es improbable que su alteza apruebe que me involucre en el caso, yo no apruebo que haya alguien que quiera matarlo. Prefiero afrontar el disgusto de mi esposo que arriesgarme a perderlo. —Bajó el último peldaño y añadió—: Deposito mi confianza en vosotros porque sé la preocupación que sentís. Sin embargo, estoy decidida a llevar adelante mi plan.

Tras dudar una fracción de segundo, Webster la siguió.

—Por supuesto, señoría, pero tenga cuidado.

Honoria asintió con altivez, cruzó la puerta y bajó la escalera. Sligo tuvo que correr a abrirle la puerta del carruaje porque en ese momento no quedaba ni un criado ni un mozo de cuadras en la casa de St. Ives.

La dificultad del plan de Honoria se hizo evidente tan pronto llegaron a El Ancla, situado en una calleja estrecha y miserable de la zona portuaria. Una niebla sulfurosa, densa y espesa envolvía los bajos aleros de la taberna. Por la puerta abierta salía un retumbo de voces masculinas y algún grito femenino ocasional.

Sligo y Carter habían viajado en el pescante. Al apearse, Sligo miró alrededor y luego abrió la puerta del carruaje.

Honoria arqueó una ceja, con el rostro iluminado por una de las lámparas del vehículo.

—Hay un problema —dijo Sligo.

—¿Un problema? —Honoria contempló la taberna al otro lado de la calle—. ¿Qué problema?

—Esta zona no es segura. —Sligo miró en derredor—. Tendríamos que haber traído más hombres.

—¿Para qué? Yo me quedaré aquí mientras tú y Carter entráis. Si esos bribones están ahí, sacadlos y traedlos.

—¿Y quién la vigilará mientras estamos en la taberna?

—John, el cochero.

—Tendrá las manos ocupadas con las riendas. —Sligo sacudió la cabeza—. Si alguien quisiera secuestrarla, lo único que tendría que hacer es asustar los caballos. Y no quiero que Carter entre solo. Si esos hombres están ahí, tal vez no regresaría.

Honoria lo comprendió, pero aun así tenía que averiguar si los atacantes de Diablo estaban allí.

—Entraré con vosotros. No está muy bien iluminado… Si me pego a las paredes, nadie reparará en mí. —Acto seguido, se apeó del carruaje.

Sligo se quedó boquiabierto. Honoria lo miró con ceño y él llamó a Carter con una seña.

—Si entramos los tres juntos —dijo Sligo—, hombro con hombro, su señoría llamará menos la atención.

Honoria asintió lacónicamente. Cuando ambos hombres cruzaron el umbral de la taberna, los siguió muy de cerca.

Era un local de techos bajos, lleno de humo, y de pronto se hizo un silencio mortal. Todas las conversaciones se interrumpieron. Sligo y Carter se detuvieron y Honoria notó que intentaban ocultarla tras sus espaldas. Había hombres apoyados en un largo mostrador y otros sentados en burdos bancos alrededor de toscas mesas. Todas las cabezas se volvieron hacia ellos y los ojos acostumbrados a la penumbra no tuvieron ninguna dificultad en distinguirla. La miraron primero con sorpresa, luego con prudencia y algunos incluso con malevolencia. El peligro, palpable, se cernía en aquel ambiente lleno de humo. Honoria notó que se arrastraba por su piel.

El primero en reaccionar fue el tabernero, un hombre de aspecto enfurruñado.

—Os habéis equivocado de sitio —dijo con la intención de que se marcharan—. Aquí no tenemos lo que buscáis.

—Eh, eh. —Un brazo robusto lo detuvo y un hombre no menos robusto se levantó de uno de los bancos—. No te precipites, Willie. ¿Quién eres tú para decir que no tienes lo que busca ese bombón?

Las risas que siguieron a ese comentario convencieron a Honoria de que el tabernero tenía razón.

—Exacto. Si la señora entra es porque sabe lo que busca —dijo otro parroquiano, ancho como un armario, sonriendo. Se puso en pie—. Yo creo que algunos de los aquí presentes podemos ofrecerle lo que busca.

—Tiene mucha razón —replicó Honoria, mirándolo a los ojos—. La única manera de salir de allí era a base de ingenio. —Apartó a Carter a un lado y dio un paso al frente—. Es posible que pueda ayudarme. Sin embargo… —Recorrió las mesas con la mirada—. Sin embargo, tengo que advertirle que mi esposo y sus primos, la Hermandad de los Siniestros, están de camino hacia aquí. Los seis. —Examinó al parroquiano—. Y son todos más altos que usted. Supongo que imagina por qué tienen ese nombre —añadió Honoria dirigiéndose al tabernero—. Anoche, tres de sus clientes atacaron a uno de ellos. Vienen con ánimo de venganza, pero cuando lleguen no van a perder el tiempo en identificaciones.

Al tabernero y los parroquianos les costó asimilar sus palabras. Honoria suspiró para sus adentros.

—Me temo que van a destrozar este local y a todo el que encuentren aquí.

Los marineros y estibadores montaron en cólera y se oyeron comentarios despectivos.

—Si lo que buscan es camorra, la tendrán —anunció un tipo corpulento.

—Me quejaré al magistrado —dijo el tabernero.

—Son seis, todos muy grandes. —Honoria miró a los presentes tomándoles la medida—. Y… —se volvió hacia el tabernero— y ¿os he dicho que mi esposo es duque? —El hombre se quedó pasmado ella sonrió—. Se llama Diablo. Con él vendrán Lucifer y Demonio. —Miró hacia la puerta—. Y ahí fuera no hay ningún vigilante.

Los hombres intercambiaron miradas. Las historias de las riñas organizadas en la zona portuaria eran legendarias. Y los miembros de las clases inferiores siempre se llevaban la peor parte. Los parroquianos de El Ancla eran demasiado curtidos para hacerse partir innecesariamente la cabeza.

—Y entonces, ¿qué haces aquí? —le preguntó el hombre que había hablado primero en tono desafiante—. Siendo duquesa y todo eso.

—Supongo que sabe —replicó ella, mirándolo airada— que las duquesas hacemos actos benéficos. Mi acto benéfico de hoy es salvar El Ancla. —Hizo una pausa—. Siempre y cuando me digáis lo que quiero saber.

El hombre miró a sus compadres y muchos asintieron. Se volvió hacia ella y le preguntó con suspicacia:

—Y si te ayudamos ¿cómo sabremos que podrás frenar a ese Diablo antes de que lo destroce todo?

—No lo sabréis. Lo único que podéis hacer es esperar que no lo haga.

—¿Y qué quieres saber? —gritó alguien desde el fondo del local.

—Anoche se reunieron aquí tres marineros. Tengo que hablar con ellos. Carter, descríbeles cómo eran los dos a los que seguiste.

Carter lo hizo y unos cuantos los recordaron.

—Estuvieron aquí ayer por la noche. Habían desembarcado del Lucero del Alba.

—El Lucero del Alba levó anclas esta mañana con destino a Rotterdam.

—¿Estás seguro?

La confirmación llegó de varios rincones de la taberna.

De pronto se hizo un silencio tenso y frío que heló el aire. Sin tener que volverse, Honoria supo que Diablo había llegado.

Se volvió para encararse con él y tragó saliva. Era él pero no era el hombre que habitualmente veía. Aquel hombre llenaba el umbral con su amenazadora presencia. Rezumaba oleadas de agresividad apenas contenida. Su atuendo elegante no ocultaba su poderosa figura ni el hecho de que estuviera dispuesto a tumbar a cualquiera que le diese la menor excusa para hacerlo.

Sus ojos, fríos e inexpresivos, examinaron el local, no con desafío pero sí con una promesa, una intención que todos captaron. A su lado estaba Veleta y sólo ellos dos ya conseguían que la taberna se viera abarrotada.

Cuando los ojos de Diablo se posaron en el asustado tabernero, Honoria esbozó una sonrisa y aprovechó la ocasión.

—Habéis llegado, milord, pero me temo que los hombres a quienes buscáis no están aquí. Han zarpado esta mañana.

Diablo ni siquiera parpadeó. Su mirada se clavó en el rostro de Honoria y las llamas sustituyeron a los carámbanos en sus ojos, aunque seguían extrañamente inanimados.

—¿De veras? —preguntó arqueando la ceja una fracción de segundo.

Aquellas dos palabras, pronunciadas con su voz profunda, no daban ninguna indicación de lo que pensaba hacer. Durante un largo instante, toda la taberna contuvo el aliento. Luego, Diablo miró al tabernero y dijo:

—En ese caso, tendrán que excusarnos.

Acto seguido, tomó a Honoria del brazo, salieron a toda prisa y la ayudó a montar en el carruaje, cuya puerta Sligo había corrido a abrir.

Veleta salió del local tras ellos. Se acercó a Diablo, que tenía ya un pie en el escalón del carruaje, y dijo:

—Iré en el coche de alquiler. —Señaló con la cabeza un carruaje más pequeño que esperaba.

Diablo asintió con expresión sombría y subió al carruaje detrás de Honoria. Sligo cerró la puerta y John azuzó los caballos.

Pasaron tres tensos y silenciosos minutos hasta que el cochero consiguió salir de aquella estrecha calle y otra media hora igualmente silenciosa hasta que llegaron a Grosvenor Square. Diablo se apeó. Esperó a que Sligo bajara los escalones y luego tendió la mano. Honoria la aceptó y él la ayudó a apearse y a subir la escalinata de la casa.

Webster abrió la puerta, tan aliviado que hasta se le notaba en la cara. Pero al ver la cara de Diablo su expresión se volvió impasible. Honoria entró en el vestíbulo con la cabeza alta y los dedos apoyados en un brazo que parecía más de roca que de carne humana.

—Si me excusas, querida —dijo su marido—. Ahora tengo que hablar con Sligo. —Su tono era gélido, sombrío y no del todo firme; su helada superficie ondulada por la ira apenas contenida—. Te veré arriba, enseguida.

Por primera vez ese día, Honoria vio claramente su rostro iluminado por la lámpara del techo. Estaba más pálido e inanimado de lo habitual y parecía una máscara mortuoria cuyos ojos ardían extrañamente oscuros.

—Sligo actuó siguiendo mis órdenes —dijo Honoria mirando fijamente aquellos ojos desolados.

—¿De veras?

Honoria estudió sus ojos e inclinó la cabeza. Luego se volvió hacia las escaleras. Visto el estado de ánimo de Diablo, decir algo más habría complicado las cosas.

Con el cuerpo rígido, él contempló su ascenso. Cuando desapareció de la vista, miró a Sligo y dijo:

—Vamos a la biblioteca.

Sligo entró deprisa, seguido de Diablo. Un criado cerró la puerta. Sligo se quedó de pie a un lado del escritorio. Diablo dejó que el silencio se prolongara antes de acercarse.

En circunstancias normales, se habría sentado al escritorio. Ahora, la rabia que lo consumía no se lo permitió. Se detuvo ante las grandes ventanas que daban al jardín.

Las palabras llenaban su cabeza, se disputaban la carrera hasta la lengua, un desvarío desenfrenado de furia que clamaba por salir. Con la mandíbula encajada, luchó por contenerlo. Nunca en su vida había sentido aquella furia, tan aguda que le helaba hasta la médula, tan poderosa que casi no podía dominarla.

—Me encontré con un criado en St. James —dijo mirando a Sligo— y me contó que su alteza iba de camino a El Ancla. Antes de que pudiera encontrar un coche de alquiler, aparecieron otros tres criados con la misma noticia. Al parecer, la mitad de mis sirvientes estaban en la calle buscándome en vez de obedecer mis órdenes y proteger a mi esposa. ¿Cómo diablos se enteró de que existía siquiera esa taberna?

—Preguntó —respondió Sligo con un respingo—, y yo se lo dije.

—¿Y qué pretendías llevándola allí, maldita sea?

Justo en ese momento se abrió la puerta y apareció Webster. Diablo le lanzó una maléfica mirada y dijo:

—No quiero que me molesten.

—Por supuesto, su alteza. —Webster se apartó de la puerta, dejando pasar a la señora Hull y luego la cerró—. La señora Hull y yo queríamos asegurarnos de que no se está dejando llevar por una equivocación.

—Es extremamente difícil equivocarse si descubres a tu esposa en una taberna del muelle. —Las palabras sonaron cortantes como el acero.

Webster palideció pero perseveró.

—Pienso que queréis saber cómo ocurrió, milord. Sligo no actuó por decisión propia. Todos, la señora Hull, Sligo y yo estábamos al corriente de las intenciones de su alteza. Intentamos disuadirla pero, después de escuchar sus razones, no pudimos hacerla desistir.

—¿Qué razones? —repuso Diablo con los dientes apretados y la mandíbula tan encajada que le dolía.

Webster explicó el plan de Honoria y la señora Hull aclaró sus razones.

—En mi opinión —dijo—, son claramente comprensibles. Estaba preocupada, como lo estábamos nosotros. Nos pareció lo más sensato que podíamos hacer.

Diablo se tragó la diatriba que tenía en la lengua. Con el genio a punto de desbordarse, contenido por la delgada fachada de la conducta civilizada, los miró furibundo y exclamó:

—¡Fuera! ¡Marchaos todos!

Salieron y cerraron la puerta con cuidado. Diablo se volvió hacia una ventana y contempló el anochecer. A Sligo no le gustaban las aristócratas, Webster las toleraba y la señora Hull era ultraconservadora. Y sin embargo, todos habían sido seducidos por su esposa y por sus razones.

Desde su boda con Honoria Prudence Anstruther-Wetherby se había visto atosigado por las razones de ella. Y él también tenía razones, buenas, sensatas y sólidas, pero no necesitaba confiárselas a los criados. Después de llegar a aquella conclusión. Diablo giró sobre los talones y salió de la biblioteca.

Caminó a grandes pasos hacia los aposentos ducales pensando que Honoria había logrado proteger de su ira a sus tres cómplices sin estar presente siquiera. Si él descargaba en ellos una parte de la ira que se arremolinaba en su interior, ella no tendría que afrontarla toda.

Al llegar al final del pasillo, abrió la puerta, entró y la cerró de golpe a sus espaldas.

Honoria ni siquiera se sobresaltó. Estaba de pie, ante la chimenea, con una determinación inamovible en sus rasgos. El fuego doraba la falda de su traje de paseo de terciopelo marrón y los rizos castaños de su cabello. Tenía los brazos cruzados ante el pecho, el semblante pálido pero compuesto y sus ojos azules estaban muy abiertos, aunque no delataban ninguna ansiedad. Su barbilla Anstruther-Wetherby, perfectamente redondeada, estaba levantada.

Diablo se acercó y vio que Honoria elevaba aún más la barbilla sin quitarle los ojos de encima. Se detuvo ante ella y le dijo:

—Me diste tu palabra de que no intervendrías directamente en la búsqueda del asesino de Tolly.

—¿El asesino de Tolly? —Honoria arqueó las cejas despacio—. Yo no te prometí quedarme sin hacer nada mientras alguien intentaba matarte.

En los ojos de Diablo flamearon unas sombras. Inclinó la cabeza y dijo:

—Muy bien, pues puedes prometérmelo ahora.

—No puedo. —Honoria se irguió.

—¿No puedes o no quieres? —Diablo se acercó, con los ojos convertidos en pequeñas ranuras más negras que verdes.

—No puedo. —Se mantuvo firme y le sostuvo la mirada con la mandíbula encajada—. Y no quiero. ¿Cómo puedes esperar eso de mí?

—Hablo muy en serio —dijo él. Apoyó una mano en la repisa de la chimenea, acercándose a ella—. Las mujeres, las esposas, tienen que quedarse en casa, bordando, y no participar activamente en la persecución de los criminales. Tienen que estar en casa cuando llegan sus maridos en vez de estar cortejando el peligro en una taberna del puerto. —Cerró los ojos para reprimir el impulso de rugir. Luego los abrió y prosiguió—: Quiero que me prometas que no volverás a cometer una imprudencia como la de hoy, que te quedarás en casa y no volverás a involucrarte en la búsqueda del asesino de nadie. —Con la mirada clavada en la suya, arqueó una negra ceja—. ¿Y bien?

—Y bien ¿qué?

—¿Me lo prometes?

—¡Ni en broma! —Los ojos de Honoria centelleaban—. No me voy a quedar de brazos cruzados mientras alguien intenta separarte de mí para siempre. Soy tu duquesa, no una espectadora pasiva. No me quedaré en casa bordando y esperando noticias que tal vez sean las de tu muerte. Como esposa tuya que soy, tengo el deber de ayudarte, y si en este caso eso significa adentrarse en un camino peligroso, así será. —Alzó más la barbilla con gesto desafiante—. Soy una Anstruther-Wetherby, soy tan capaz de afrontar el peligro y la muerte como tú. Si querías una esposa dócil y complaciente, no deberías haberte casado conmigo.

Diablo la miró asombrado, más por su vehemencia que por sus palabras. Luego frunció el entrecejo y sacudió la cabeza.

—No —dijo.

—No ¿qué? —preguntó Honoria, enojada.

—No a todo lo que has dicho y, sobre todo, no tienes el deber de ayudarme en la captura de un asesino. Como esposa mía que eres, no tienes otros deberes que los que yo juzgue apropiados. A mis ojos no hay nada, ningún deber, ninguna razón que justifique el que corras peligro.

Sus rostros se encontraban a medio palmo de distancia. Si Honoria no había sentido la furia que emanaba de su cuerpo, no podía pasarle por alto el tono punzante de sus palabras.

—Entonces no lo acepto —dijo. No estaba dispuesta a someterse a su rabia.

—Lo aceptarás —replicó él esbozando una leve sonrisa. Su voz sonó grave y subyugante.

Le costó esfuerzo no temblar, no desviar sumisamente la mirada de la suya, tan apremiante que parecía una fuerza física. Por pura obstinación, Honoria le sostuvo aquella intimidante mirada.

—Te equivocas del todo. He perdido seres queridos a manos de fuerzas en las que yo no podía influir; no pude ayudarlos, no pude salvarlos. —Tensó la barbilla y apretó los dientes—. No voy a quedarme sentada esperando que te lleven de mi lado —añadió con voz trémula.

—¡Maldita sea! ¿Y tú crees que yo voy a permitir que me lleven de tu lado? —Unos destellos de plata iluminaron los ojos de Diablo.

—Recuerda que fui yo la que descubrió el veneno.

—Pero eso ocurrió aquí —replicó Diablo, quitando importancia al asunto. Le estudió la cara y los ojos—. Dentro de esta casa puedes vigilarme todo lo que quieras, pero te mantendrás alejada de todo peligro. Has hablado de deberes. Mi deber es protegerte, pero el tuyo no es protegerme a mí.

Honoria sacudió la cabeza. Diablo le puso un dedo debajo de la barbilla y la miró fijamente.

—Promete que me obedecerás.

Honoria inspiró lo más hondo que pudo y sacudió la cabeza.

—No. Dejando de lado los deberes, también hemos hablado de las razones, una razón que justifica que haga todo lo que esté en mis manos para salvarte la vida.

Mi razón se mantendrá firme ante cualquier objeción.

Las facciones de Diablo se endurecieron. Le soltó la barbilla y retrocedió. Honoria, con los ojos clavados en los suyos, se aferró al contacto pues no quería que él se ocultase por completo detrás de su máscara. Inspiró con fuerza y, soltando el aire, dijo:

—Te amo más de lo que nunca he amado a nadie. Te quiero tan profundamente que mi amor va más allá de la razón. Y nunca podría dejarte marchar, dejar que te arrebatasen de mi lado. Eso sería lo mismo que dejar que me quitaran la vida, porque tú eres vida para mí.

Diablo quedó paralizado. La miró a los ojos y lo que vio en ellos le conmovió. Desvió la mirada y se volvió. Anduvo hacia la puerta pero se detuvo. Con los puños apretados en los costados, el pecho que se le hinchaba, elevó la cabeza y miró al techo. Luego miró hacia abajo y exhaló. Sin volverse, dijo:

—Tu razón no es suficientemente válida.

—Para mí sí —replicó Honoria alzando la barbilla.

—¡Maldita seas, mujer! —Furioso, Diablo se volvió hacia ella—. Vive Dios, ¿cómo quieres que me sienta, sabiendo que en cualquier instante puedes ponerte en peligro para que yo esté a salvo? —Su voz fue un grito que casi hizo temblar la lámpara del techo. Gesticuló con vehemencia, caminando de un lado a otro como un gato montés enjaulado—. ¿Tienes idea de cómo me sentí cuando supe adónde habías ido? —Se detuvo delante de ella y la miró con ceño.

Honoria contuvo el aliento.

—¿Sabes qué habría podido ocurrir en un lugar como ese? —Había bajado la voz y su tono sonó gélido.

Ella no se movió.

—Podían haber matado a Sligo y a Carter, sin escrúpulo alguno. Y luego te habrían violado, uno detrás de otro. Y si hubieses sobrevivido, te habrían rebanado el cuello.

Diablo hablaba con una convicción total. Era verdad, una verdad que tenía que afrontar. Los músculos de sus hombros se ondularon. Se tensó, conteniendo la rabia y aferrándose a la realidad de la mujer que estaba ante él, erguida, sana y salva. Al cabo de un segundo sintió el impulso de abrazarla, pero se volvió y siguió paseándose por la estancia.

—¿Cómo crees que me hubiera sentido entonces? —Preguntó de espaldas a Honoria—. ¿Cómo crees que me habría sentido si te hubiese ocurrido algo? —Hizo una pausa y añadió—: No apruebo que te pongas en peligro por mí. Eso no puedes pedírmelo.

Se hizo el silencio.

Diablo se volvió hacia ella y le preguntó:

—¿Me das ahora tu palabra de que no te pondrás en peligro a sabiendas?

—No, no puedo dártela. —Honoria le sostuvo la mirada y sacudió la cabeza.

La furia de Diablo iba en aumento. Soltó una única y violenta imprecación.

—No puedo —repitió Honoria y alzó las manos en gesto de impotencia—. No se trata de que quiera ser obstinada, es que no puedo. —Un rugido medio ahogado amortiguó sus palabras. Diablo abrió la puerta. Honoria se puso tensa—. ¿Adónde vas?

—Abajo.

—No se te ocurra marcharte. —Si se marchaba tal vez no volvería—. Todavía no he terminado.

Con la mano en el picaporte. Diablo se volvió, atravesándola con su mirada verde pálida.

—Si no me marcho, tú no vas a poder sentarte durante una semana.

Y cerró dando un portazo. Honoria oyó sus pasos, desacostumbradamente pesados, y se quedó inmóvil ante el fuego, con la mirada clavada en la puerta.

Al llegar a la biblioteca, Diablo se dejó caer en un sillón. Al cabo de un instante se levantó como impulsado por un resorte y empezó a pasearse de un lado a otro. Nunca lo hacía; era un claro indicio de que había perdido el control. Si seguía así, dejaría un surco en la alfombra.

Emitió un gruñido largamente contenido y se detuvo. Con los ojos cerrados, echó la cabeza atrás y se concentró en la respiración, en dejar que su rabia impotente se calmara en el cenagal de emociones que se arremolinaban en su interior, todas ellas provocadas por la mujer a la que había tomado por esposa.

Con la mandíbula encajada y los puños apretados se obligó a relajarse. Uno a uno, los músculos se distendieron y al final se sintió más cómodo. Sin abrir los ojos, examinó sus reacciones para ver qué había debajo de ellas. Cuando vio lo que era, no se sorprendió.

Honoria estaba afrontando mucho mejor que él aquellos hechos inesperados, pero, claro, ella ya había pasado antes por un drama similar. Él nunca había experimentado nada parecido.

En realidad, Diablo nunca había conocido el miedo auténtico, ni siquiera en el campo de batalla. Era un Cynster. El destino cuidaba de los Cynster. Desgraciadamente, no era lo bastante optimista para suponer que la benevolencia del destino también se extendía a las esposas Cynster, lo cual le produjo un miedo cerval.

Exhaló despacio y abrió los ojos. Extendió los dedos y los estudió. Estaban casi firmes. Sus músculos, que habían estado tensos tanto rato, parecían helados. Miró la botella de brandy e hizo una mueca. Después, sus ojos se posaron en el fuego que danzaba alegremente en la chimenea y, deliberadamente, abrió la puerta de sus recuerdos y dejó que las palabras de Honoria le dieran calor.

Miró el fuego tanto rato que cuando, tras un hondo suspiro, se dirigió hacia la puerta, las llamas aún danzaban ante sus ojos.

Honoria tembló bajo las desconocidas mantas de su cama. Después de un largo debate mental, había vuelto a sus aposentos y se había acostado. No había cenado, pero no le importaba, había perdido el apetito. No sabía si lo recuperaría alguna vez pero, si tuviera que volver a vivir aquella escena con Diablo, no cambiaría ni una sola palabra de las que había dicho.

Su declaración había sido necesaria, aunque sabía que a él no le gustaría. No tenía ni idea de cómo había afectado a Diablo su obstinación. Se había separado de ella tan pronto había visto la confirmación de sus palabras en sus ojos.

Frunció el entrecejo y miró la oscuridad, intentando por enésima vez comprender la reacción de su marido. Por fuera, él se había comportado como el tirano que era, insistiendo sin ceder en que ella tenía que obedecer sus órdenes y recurriendo a la intimidación al ver su firmeza. Sin embargo, no todo lo que había dicho encajaba con aquella imagen. Sólo pensar que la había visto en peligro agitaba todo su ser más allá de lo indecible. Era casi como si…

Aquel nebuloso pensamiento le dio vueltas en la cabeza y finalmente se durmió.

Cuando despertó, había alguien a su lado.

—Maldita mujer obstinada, ¿qué demonios haces aquí?

Su tono dejó claro que la pregunta era retórica. Honoria contuvo la risa. Sonaba muy agraviado, algo impropio de uno de los hombres más poderosos de la región. Los ojos de Honoria se acostumbraron a la oscuridad y lo distinguió con las manos en jarras, sacudiendo la cabeza. Luego se inclinó hacia ella.

Apartó las mantas, se inclinó sobre el blando colchón y pasó las manos por debajo de Honoria, levantándola con facilidad. Ella se hizo la dormida.

—Con este maldito camisón. ¿Qué demonios te crees que haces?

La tomó en brazos y salió al corto pasillo. Al cabo de unos segundos la depositaba en su cama con ternura. Honoria decidió que tenía que murmurar algo y revolverse para que pareciera auténtico.

Lo oyó gruñir y luego escuchó los ruidos familiares que hacía al desvestirse, imaginando lo que sus ojos no veían.

El alivio que sintió cuando él se metió en la cama, se acurrucó alrededor de ella, con su cuerpo caliente, firme y tranquilizadoramente protector le encogió el corazón. Diablo le pasó un brazo por la cintura y la otra mano se cerró posesivamente alrededor de uno de sus pechos.

Honoria lo oyó emitir un largo y hondo suspiro. Se había librado de la última tensión que le quedaba.

Unos minutos más tarde, antes de que ella decidiese si fingía o no despertarse, su respiración se volvió más profunda. Honoria sonrió, se preguntó una vez más si debía despertarse y decidió que no.

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