Diablo

Diablo


Capítulo 1

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Somersham, Cambridgeshire, agosto de 1818.

—LA duquesa es tan… tan… bueno, en realidad es de lo más encantadora, tan… —Con una sonrisa angelical, el señor Postiethwaite, vicario de Somersham, gesticuló vivazmente— tan del Continente… Ya sabe a qué me refiero.

A Honoria Wetherby le habría gustado saberlo, pero no lo sabía. Se encontraba a la puerta de la vicaría y esperaba que llegase la calesa. Después de ocupar un cargo nuevo, una de las primeras cosas que siempre hacía era sonsacar información al vicario local. Por desgracia, en aquella ocasión en que su necesidad de información era más acuciante que nunca, los comentarios del señor Postiethwaite eran vagos y no le servirían de mucha ayuda. Asintió para animarlo a hablar y se aferró a lo único que podía significar algo.

—¿La duquesa ha nacido en el extranjero? —preguntó.

—La duquesa madre —dijo el señor Postiethwaite—. Ahora le gusta que la llamen así, pero ¿extranjera? —Con la cabeza ladeada, consideró la cuestión—. Es posible que algunos la llamen así porque nació y se crio en Francia, pero lleva tanto tiempo entre nosotros que ya forma parte de este paisaje. En realidad —sus ojos se iluminaron—, es una especie de rasgo peculiar en nuestro limitado y monótono horizonte.

Eso Honoria ya lo había averiguado y por esa razón quería saber más.

—¿La duquesa madre se reúne con la congregación de fíeles? No veo armas ducales.

Con la mirada puesta en la iglesia de piedra pulida que se alzaba detrás de la vicaria, Honoria recordó las numerosas inscripciones conmemorativas que honraban a los difuntos de varias casas señoriales, entre ellas algunas ramas de los Claypole, la familia a cuya casa había llegado el sábado, pero en ningún lugar vio placas ducales con el nombre y los títulos inscritos.

—A veces —respondió el señor Postiethwaite—. Pero en la mansión hay una iglesia privada, estupendamente dirigida. El capellán es Merryweather. La devoción de la duquesa es cabal. —Sacudió la cabeza con tristeza—. Lo cual no es un rasgo habitual en esa familia.

Honoria contuvo el impulso de apretar los dientes. ¿Qué familia? Llevaba tres días detrás de esa información. Dado que su nueva ama, lady Claypole, parecía convencida de que su hija Melissa, de quien Honoria se iba a encargar, estaba destinada a ser la próxima duquesa, lo más inteligente sería averiguar todo lo que pudiera del duque y su familia. El apellido ayudaría.

Por decisión personal había pasado poco tiempo con la nobleza pero, gracias a las largas cartas de su hermano Michael, estaba muy bien informada de las familias que formaban ese círculo dorado, un círculo en el que ella había nacido. Si se enteraba del nombre o del título principal, podría averiguar mucho más.

No obstante, pese a pasarse una hora del domingo explicando con exasperante detalle por qué Melissa estaba destinada a ser duquesa, lady Claypole no había mencionado el título del afortunado duque. Como supuso que lo descubriría enseguida, Honoria no se lo había preguntado directamente a la dama. Acababa de conocerla y poner de manifiesto su ignorancia le pareció innecesario. Después de hacerse cargo de Melissa y su hermana pequeña Annabel, se prohibió hacerles preguntas. Demostrar una ignorancia tan grande era una invitación a los problemas. La misma razón le había impedido hacer averiguaciones sobre el personal de la mansión de los Claypole. Segura de que se enteraría de todo lo que quisiera cuando las damas de la caridad le dieran la bienvenida, decidió tomarse la tarde libre para asistir a la reunión más provechosa del pueblo.

Había olvidado que, en esa región, al duque y la duquesa madre se los mencionaba siempre en términos genéricos. Todos los vecinos sabían a quiénes se referían; ella todavía no. Lamentablemente, el evidente desdén con que las otras damas veían las aspiraciones ducales de lady Claypole dificultaba formular esa simple pregunta. Impertérrita, Honoria había soportado una larga reunión en la que se había planificado una recogida de fondos para cambiar el antiguo tejado de la iglesia. Luego había explorado todo el templo y leído todas las placas que había encontrado sin averiguar nada.

Respiró hondo, dispuesta a admitir su ignorancia.

—¿A quién…?

—¡Oh, Ralph, estabas aquí! —La señora Postiethwaite llegó corriendo por el sendero—. Siento interrumpirla, querida —dijo, dedicando una sonrisa a Honoria antes de mirar a su esposo—. Ha venido un chico de la casa de la anciana señora Mickieham. Quiere verte cuando antes.

—Aquí tiene, señorita.

Honoria se volvió y vio que el jardinero del vicario sujetaba al malhumorado caballo que el mozo de cuadras de los Claypole había enganchado a la calesa. Con los labios apretados, saludó a la señora Postiethwaite con la cabeza y luego salió por la puerta que el vicario sostenía abierta. Tomó las riendas con una tensa sonrisa y permitió que el jardinero la ayudara a sentarse.

—Espero verla el domingo próximo, señorita Wetherby.

—Nada me impedirá venir, señor Postiethwaite. —Honoria asintió con altivez. Y mientras ponía el caballo en marcha, pensó que si a la semana siguiente todavía no había descubierto quién era ese afortunado duque, no soltaría al vicario hasta que se lo dijera.

Con la mente llena de sombríos pensamientos, cruzó el pueblo y cuando dejaba atrás las últimas casas advirtió la pesadez del aire. Alzó la vista y vio que se acercaban nubes de tormenta por el oeste.

Se puso tensa y respiró con dificultad. Miró hacia adelante, hacia el cruce al que estaba a punto de llegar. La carretera que llevaba a Chatteris seguía recto, luego doblaba hacia el norte, en dirección a la tormenta y, al cabo de tres millas, desembocaba en la carretera que llevaba a Claypole.

Una ráfaga de viento la sacudió, silbando burlonamente. Honoria se sobresaltó; el caballo se movió inquieto. Obligándolo a detenerse, Honoria se arrepintió de haber estado tanto tiempo fuera. El nombre de un duque no tenía mucha importancia. En cambio, la tormenta que se aproximaba sí.

Posó la mirada en el camino que salía de la carretera junto al indicador. Se alejaba, serpenteante, entre campos de rastrojos y luego atravesaba un denso bosque que cubría una pequeña elevación. Le habían dicho que era un atajo que llevaba a Claypole Hall, a pocos metros de la entrada principal de la mansión. Era la única posibilidad de llegar antes de que empezase la tormenta.

Contempló las nubes oscuras que crecían como un oleaje celestial y tomó una decisión. Se irguió en la calesa, dio un golpe a las riendas y dirigió al caballo. Ansioso, el animal se puso en marcha y la llevó por los campos dorados cada vez más oscuros a medida que las nubes se hacían más densas.

Un chasquido apagado atravesó la pesada quietud. Honoria miró al frente, contemplando los árboles que se acercaban deprisa. ¿Cazadores furtivos? Pero si la caza había corrido a refugiarse de la tormenta… Seguía pensando en el extraño sonido cuando llegó al bosque. Con el caballo al trote, los árboles los envolvieron.

Para hacer caso omiso de la tormenta y de la inquietud de que era presa, Honoria pensó en la familia que la había contratado y, medio en broma, a dudar de que esas personas fueran merecedoras de su talento. Los pobres no pueden elegir, habría dicho cualquier otra institutriz. Por fortuna, ella no era sólo una institutriz. Era rica y podía vivir sin trabajar. Por voluntad propia y por su carácter excéntrico, había dejado atrás una vida llena de comodidades. Quería vivir una vida que le permitiera utilizar sus habilidades, lo cual significaba que podía elegir a quiénes la contrataban y, por lo general, siempre acertaba en la elección. En cambio, en esta ocasión, una intervención del destino la había enviado a casa de los Claypole y estos no la habían impresionado.

El viento se alzó con un grito fantasmal y luego se apagó en un gimiente sollozo. Las ramas se movieron y oscilaron y las plantas se doblaron.

Honoria encogió los hombros y volvió a concentrarse en los Claypole, sobre todo en Melissa, la hija mayor, futura duquesa. Honoria hizo una mueca. Melissa era delgada, estaba poco desarrollada para su edad y tenía la piel muy clara, por no decir descolorida. En cuanto a su carácter, había grabado en su corazón la máxima «oír y callar» y nunca decía más de dos palabras seguidas. Dos palabras inteligentes, eso sí. La única gracia que hasta entonces Honoria le había descubierto era el porte, que era elegante, aunque ella no fuese consciente de eso. En todo lo demás, tendría que trabajar duro para que Melissa alcanzara el nivel de duquesa, nada menos.

Esos pensamientos la irritaron pero a la vez la distrajeron de la inquietud que le producía no poder ver el cielo a través de la bóveda que formaba el tupido bosque. Dejando de lado la molesta cuestión de la identidad del duque, se dedicó a reflexionar en las cualidades que lady Claypole había atribuido al fantasma.

Era una persona considerada, un terrateniente excelente, maduro pero no viejo, atento, le había dicho lady Claypole, con ganas de echar raíces y llenar el cuarto de los niños. El retrato que había hecho la dama mostraba a un hombre sobrio, serio, reservado, casi un recluso. Esto último lo había añadido Honoria. Era incapaz de imaginar cómo un duque que no fuera una persona retirada desearía pedir la mano de Melissa, tal como lady Claypole afirmaba que había hecho ese duque.

El caballo tiraba y Honoria mantenía tensas las riendas. Habían pasado ante la entrada de dos senderos que se perdían, ondulantes, entre unos árboles tan densos que no se veía nada a los pocos metros. Su camino dobló hacia la izquierda, en una curva sin visibilidad. El caballo ladeó la cabeza y siguió adelante a paso más lento.

El lado ascendente de la curva terminó y el caballo, liberado del esfuerzo, aceleró el paso. A Honoria le resbalaron las riendas de la mano. Soltó una maldición y las recuperó con firmeza. Se echó hacia atrás y luchó con la bestia.

El caballo tiró. Honoria gritó y por una vez no tuvo piedad de la boca del animal. Los latidos se le aceleraron y obligó al caballo a detenerse. El animal se quedó inmóvil, tembloroso y con la piel titilante. Honoria frunció el entrecejo. Todavía no había oído ningún trueno, miró al frente y vio un cuerpo tendido en el camino, junto a la cuneta.

El tiempo se detuvo, hasta el viento se aquietó.

—¡Dios santo! —exclamó Honoria.

Ante su susurro, las hojas suspiraron. El tono metálico de la sangre recién derramada dejaba una estela en el camino. El caballo se movió de lado y Honoria lo estabilizó, aprovechando el momento para tragarse, conmocionada, el nudo que se le había formado en la garganta. No tuvo que mirar otra vez para ver el charco brillante que se acumulaba junto al cuerpo. Acababan de dispararle, tal vez aún estuviese vivo.

Se apeó de la calesa. El caballo se quedó quieto, con la cabeza gacha. Acercándose a la cuneta, ató las riendas en una rama con un nudo fuerte. Luego se quitó los guantes y se los metió en el bolsillo. Después se volvió y, respirando hondo, avanzó hacia el camino.

El hombre todavía estaba vivo, lo supo en el momento en que se arrodilló en la hierba a su lado. Respiraba con dificultad. Estaba tendido de costado, con los brazos hacia delante. Honoria tiró del hombro derecho y lo puso boca arriba. Su respiración mejoró pero ella apenas lo notó porque tenía la vista clavada en el orificio que le desgarraba el costado izquierdo de la chaqueta. Cada vez que respiraba, manaba sangre de la herida.

Tenía que cortar la hemorragia. Honoria cogió un pañuelo pero tras echar otro vistazo a la herida decidió que no le serviría para nada. Se quitó el chal de seda color topacio que llevaba encima del vestido marrón e improvisó una almohadilla. Apartó la empapada chaqueta y, sin tocar la camisa destrozada, puso la improvisada compresa en el orificio de la herida. Entonces le miró la cara.

Era joven, demasiado joven para morir. Tenía el semblante pálido y sus rasgos eran firmes y atractivos, con la tersura de la juventud. Unos mechones de abundante cabello castaño le caían sobre la frente y sobre sus ojos cerrados se arqueaban unas pobladas cejas oscuras.

Honoria notó un calor pegajoso en los dedos. Ni el pañuelo ni el chal podían detener el flujo de sangre. Posó la mirada en el corbatín del joven. Abrió la presilla con que se sujetaba, se lo quitó, formó otro apósito con él y lo presionó sobre la herida. De pronto se oyó un trueno.

Un profundo retumbo llenó el aire. El caballo se asustó y echó a correr camino adelante haciendo resonar sus cascos. Consternada e impotente, Honoria vio cómo la calesa pasaba ante ella y las ramas donde había atado las riendas botando detrás.

Entonces un relámpago rasgó el cielo. El destello quedó medio oculto por la bóveda de árboles pero iluminó un poco el camino con una blanca luz espectral. Honoria cerró los ojos y se esforzó en ahuyentar los recuerdos.

Oyó un leve gemido. Abrió los ojos y miró al herido, pero este seguía inconsciente.

—¡Estupendo! —Miró alrededor: la verdad era ineludible. Estaba sola en el bosque, bajo los árboles, el lugar más próximo donde refugiarse a millas de distancia, sin medio de transporte en un sitio que había visto por primera vez hacía cuatro días, con una tormenta que arrancaba las hojas de los árboles y, a su lado, un hombre malherido. ¿Cómo demonios iba a ayudarlo?

Su mente era un vacío de inquietud, que de repente se llenó con ruido de cascos. Primero pensó que estaba soñando, pero el ruido sonaba cada vez más fuerte y cercano. Tambaleante, y sin dejar de presionar el apósito, se incorporó. Los cascos estaban cada vez más cerca. En el último minuto, se puso en pie y, con audacia, se situó en medio del camino.

El suelo tembló, el trueno la envolvió. Alzando la cabeza, contempló a la muerte.

Un gran semental negro relinchó y se encabritó ante ella, con sus cascos de hierro en el aire a pocos centímetros de su cabeza. A lomos de la bestia iba montado un hombre vestido de negro, de anchas espaldas que ocultaban la escasa luz del crepúsculo, oscura y salvaje melena y rasgos duros y satánicos.

El semental posó las patas en el suelo y no la alcanzó por un palmo y medio. Furioso, el animal tiró de las riendas e intentó golpearla con la cabeza. Al no conseguirlo, intentó encabritarse de nuevo. Los brazos del jinete se tensaron y el hombre presionó sus largos muslos en los flancos del caballo. Durante un minuto que pareció eterno, el hombre y la bestia lucharon, hasta que el animal reconoció la superioridad del jinete con un resoplido tembloroso y se calmó.

Con el corazón en un puño, Honoria alzó la mirada hacia el rostro del jinete y sus ojos se encontraron. Incluso en aquella penumbra, su color no pudo pasarle por alto. Eran de un verde pálido y transparente, parecían ancianos, unos ojos que todo lo ven. Grandes, hundidos bajo dos cejas morenas muy arqueadas, eran el rasgo dominante de una cara excepcional. Su mirada era penetrante, hipnótica, irreal. En ese instante, Honoria supo que se trataba del diablo que se había presentado a por uno de los suyos. Y también a por ella.

Entonces, el aire que la rodeaba se volvió azul.

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