Diablo

Diablo


Capítulo 2

Página 4 de 48

C

a

p

í

t

u

l

o

2

—POR todos los nombres del demonio, ¿qué haces aquí, mujer?

Después de una serie de imaginativas maldiciones, esa pregunta, formulada con la fuerza suficiente para detener la tormenta, hizo volver a Honoria a la realidad. Miró al impresionante jinete montado en el semental y luego, con altiva dignidad, retrocedió un paso y señaló el cuerpo de la cuneta.

—Lo he encontrado hace unos minutos. Ha recibido un disparo y no puedo detener la hemorragia.

Los ojos del jinete se posaron en la figura inmóvil. Honoria se volvió y se acercó al herido, pero el jinete no se movió. Ella lo miró y vio que el amplio pecho dentro de lo que parecía una chaqueta de montar oscura no cesaba de expandirse mientras el hombre respiraba hondo.

—Aprieta más la compresa. Más —le dijo, mirándola.

Y desmontó del caballo con un gesto de poder contenido tan elocuente que Honoria se sintió aturdida de nuevo.

—Eso es precisamente lo que estaba haciendo —murmuró, arrodillándose al lado de su paciente.

—Apóyate en él, utiliza todo tu peso —dijo el jinete mientras ataba las riendas del semental a un árbol.

Honoria arrugó la frente e hizo lo que le decía el jinete. En su voz profunda había un timbre imperativo. Como esperaba que la ayudara con el herido, decidió que no era el momento de ofenderse. Lo oyó acercarse con pasos firmes al principio, luego más lentos y titubeantes hasta detenerse por completo. Iba a levantar la cabeza pero él empezó a caminar otra vez.

Se puso al otro lado del herido evitando el gran charco de sangre. Agachándose, observó al joven.

Honoria lo miró con disimulo.

De cerca, el efecto de su rostro no disminuía ni un ápice, antes bien, la impresión que causaban sus rasgos angulosos —una nariz decididamente patricia y unos labios largos, finos y provocadoramente móviles— se veía realzada. Su cabello era negro como la noche, tan abundante y ondulado que formaba gruesos mechones. Sus ojos, clavados en el herido, quedaban ocultos bajo sus párpados. Honoria prefirió no seguir mirándolo porque necesitaba toda su claridad mental para ayudar al joven.

—A ver, muéstrame el orificio de la bala.

¿Fue un temblor lo que Honoria captó en esa voz sombría, un temblor tan profundo que resonó en todo su interior? Miró al hombre y vio que no demostraba ni un asomo de emoción. No, ese temblor lo había imaginado.

Levantó la empapada compresa y él se inclinó sobre la herida, dejando que la escasa luz llegara hasta ella. Soltó un gruñido, asintió y se balanceó sobre sus talones mientras ella cambiaba la compresa.

Al levantar la mirada, Honoria vio que el hombre tenía el entrecejo fruncido. Entonces él alzó sus gruesos párpados y sus ojos se encontraron. Honoria quedó de nuevo sorprendida por aquellos ojos que parecían omniscientes.

Sonó un trueno y a continuación un relámpago rasgó el cielo.

Honoria sintió miedo pero se esforzó en controlar la respiración. Volvió a mirar a su salvador, que no había apartado los ojos de ella. Gotas de lluvia golpeaban las hojas y caían en el polvo del camino.

—Tendremos que ponernos a cubierto —dijo, alzando los ojos—. La tormenta ya está aquí.

Se puso en pie estirando lentamente sus largas piernas. Todavía arrodillada, Honoria se sintió obligada a dejar que sus ojos ascendieran por las botas, los largos y musculosos muslos, más arriba de las caderas y de la estrecha cintura hasta la enormidad de su pecho para llegar a su rostro. Era alto, grande, delgado, de extremidades bien musculadas; tenía un cuerpo extraordinariamente poderoso.

De repente, advirtió que tenía la boca seca y que su estado de ánimo se alteraba.

—¿Y dónde? Estamos a millas de cualquier sitio. —Su salvador posó los ojos en su rostro y le dedicó una inquietante mirada. Sus fuerzas flaquearon—. ¿No es así?

—Cerca de aquí hay una cabaña de leñador —respondió él, mirando hacia los árboles—. Un sendero lleva hasta allí.

Así que el hombre era de la zona… Honoria suspiró aliviada.

—¿Y cómo lo llevaremos?

—Yo lo llevaré. —No dijo «por supuesto» pero Honoria lo oyó. Luego hizo una mueca—. Pero tenemos que vendarle la herida antes de moverlo.

Acto seguido, se quitó la chaqueta, la dejó sobre una rama cercana y se dispuso a quitarse la camisa. Honoria dejó de mirarlo para volver a concentrarse en el herido. Al cabo de unos segundos vio una fina camisa de algodón colgando delante de su cara, sostenida por unos dedos largos y bronceados.

—Dóblala y utiliza las mangas para atársela alrededor del cuerpo.

Honoria frunció el entrecejo. Alzó una mano para cogerla y luego levantó la mirada hasta su rostro, sin fijarse en su amplio pecho bronceado y el vello negro y rizado que lo adornaba.

—Si me releva en su cuidado, me quitaré la enagua. Necesitamos más tela para taponar el orificio.

Él arqueó las cejas, luego asintió y se agachó, poniendo dos dedos largos y fuertes sobre la almohadilla. Honoria retiró la mano y se puso en pie.

Deprisa, sin pensar demasiado en lo que hacía, cruzó al otro lado del camino. Se puso de cara a los árboles, se levantó la parte delantera del vestido y tiró de las cintas de sujeción de su enagua.

—Supongo que no eres aficionada a los calzoncillos…

Honoria contuvo una exclamación y miró por encima del hombro pero su salvador todavía miraba en dirección opuesta. Como ella no respondía, él añadió:

—Podríamos hacer apósitos más grandes.

—No, no lo soy —refunfuñó Honoria al tiempo que sus enaguas se deslizaban piernas abajo. Las recogió y regresó.

La visión que las palabras de él habían evocado era ridícula. Honoria recuperó la compostura y, mientras se arrodillaba junto al herido, le lanzó una mirada que le habría levantado ampollas, pero él tenía los ojos clavados en el joven tendido en el suelo. Maldiciendo para sí, atribuyó su comentario lascivo a una costumbre bien arraigada.

Tras doblar las enaguas, las colocó debajo de la camisa de él, que quitó la mano para que ella pusiera el nuevo apósito improvisado.

—Deja las mangas colgando. Yo lo incorporaré y entonces tú se las atas a la espalda.

Honoria se preguntó cómo se las apañaría para cargar el peso del joven que, además, estaba inconsciente. Maravillosamente bien, fue la respuesta. Alzó el cuerpo y lo irguió con un solo movimiento rápido. Ella se puso en pie y él sostuvo al herido contra su pecho. Con una manga en la mano, Honoria se agachó y buscó a tientas la otra. Sus dedos rozaron la piel caliente y los músculos se contrajeron en señal de respuesta. Fingió no haberlo notado y tras localizar la otra manga, tiró de ella y ató los extremos de ambas con un fuerte nudo.

El hombre soltó un largo suspiro entre dientes. Por un instante, sus extraños ojos brillaron.

—Vamos. Tú tendrás que llevar a

Suleimán. —Con la cabeza, señaló el monstruo negro que comía hierba junto al camino.

Suleimán era un turco traicionero —dijo Honoria, mirando el semental.

—Así es.

—No hablará en serio, ¿verdad? —dijo volviéndose al hombre.

—No podemos dejarlo aquí. Si se suelta y la tormenta lo asusta, podría dañar algo o a alguien.

Poco convencida, Honoria agarró la chaqueta de él que colgaba de una rama y estudió al semental.

—¿Está seguro de que no morderá? —Como no obtuvo respuesta, se volvió a mirar, boquiabierta, a su salvador—. ¿Espera que yo…?

—Sólo tienes que coger las riendas y se comportará como es debido.

En su tono había tal carga de impaciencia e irritación masculinas que ella obedeció a regañadientes. Miró el caballo y, negándose a dejarse intimidar, metió la chaqueta bajo la silla y soltó las riendas. Las sujetó con fuerza y dio un par de pasos, pero el caballo no se movió.

—Vamos,

Suleimán.

El caballo obedeció y avanzó. Honoria caminó deprisa, intentando ponerse fuera del alcance de los dientes de aquel monstruo. Su salvador la miró comprensivamente y también se puso en marcha.

Se encontraban en la parte más densa del bosque y las ramas de los árboles se entretejían sobre su cabeza formando un palio de hojas. Como si flexionara los músculos, el viento sopló en rachas que movieron las hojas y precipitaron una ducha de gotas de lluvia sobre ellos.

Honoria vio que su salvador avanzaba con aquella difícil carga por una curva cerrada. Cuando se enderezó, los músculos de la espalda se movieron, ondulándose suavemente bajo su tensa piel. Una gota de lluvia solitaria cayó temblorosa y brilló sobre su bronceado hombro y luego se deslizó despacio espalda abajo. Honoria siguió todo su descenso y, cuando la vio desaparecer bajo su cinturón, tragó saliva.

No entendía por qué aquella visión la había afectado tanto. Estaba acostumbrada a ver torsos masculinos desde la infancia, en los campos y en las forjas, y nunca la habían dejado sin aliento. De todas formas, no recordaba haber visto nunca un torso como aquel.

—¿Qué hacías caminando sola por estos parajes? —preguntó él mirando hacia atrás. Se detuvo, se cambió al herido de hombro y siguió andando.

—No caminaba, exactamente —explicó Honoria—. Volvía del pueblo con la calesa, vi que se acercaba una tormenta y se me ocurrió tomar un atajo.

—¿Qué calesa?

—Cuando vi el cuerpo tendido, bajé y me acerqué. Pero un trueno asustó al caballo, que huyó.

—Ya.

Honoria entrecerró los ojos. No lo había visto poner los ojos en blanco pero supo que lo había hecho.

—La rama a la que había atado las riendas se rompió, no es que se soltase el nudo.

Él se volvió hacia ella con rostro inexpresivo, pero los labios no estaban completamente cerrados.

—Comprendo —dijo.

La palabra más evasiva que jamás hubiera oído. Honoria hizo una mueca a su irritante espalda y siguió avanzando en silencio. Pese a la carga, él caminaba ligero. Con unos botines de ante que no eran para caminos pedregosos, Honoria resbalaba y trastabillaba, intentando no quedarse rezagada. Por desgracia, no podía seguirle el paso y la tormenta era cada vez más intensa.

Aquel pensamiento molesto la hizo reaccionar. Desde el mismo momento en que se habían encontrado, se había sentido irritada y desazonada. Él se había mostrado brusco, claramente arrogante, imposible, en una manera difícil de definir. Sin embargo, hacía lo que debía hacerse, deprisa y con eficiencia. Honoria tenía que estar agradecida.

Tras evitar una maraña de raíces que sobresalían del suelo, decidió que era su capacidad de mando lo que más destacaba en él, como si se atribuyese el derecho incuestionable de dirigir, dar órdenes y ser obedecido. Y siendo Honoria quien era, acostumbrada también a que la obedeciesen, aquella actitud no le sentó bien.

Al descubrirse de nuevo con la mirada clavada en su espalda, hechizada por los sugerentes movimientos de sus músculos, volvió a invadirle la irritación y se aferró a ella por la seguridad que le proporcionaba. Ese hombre era imposible, en todos los sentidos.

Él volvió la vista y se encontró con su expresión ceñuda. Arqueó las cejas y sus ojos se encontraron. Luego volvió la vista al frente.

—Ya casi hemos llegado —dijo.

Honoria soltó el aire que se le había quedado atascado en la garganta y se permitió una mueca de disgusto. ¿Quién demonios era aquel hombre?

Un caballero, eso seguro. El caballo, la ropa y los modales lo atestiguaban. Aparte de eso, a saber. Pasó revista a las impresiones que le había causado y no descubrió intranquilidad. Estaba segura de que con aquel hombre se encontraba a salvo. Su trabajo de institutriz durante seis años le había aguzado el sentido de la intuición y siempre se dejaba guiar por ella. Cuando llegaran al refugio, se presentarían. Como dama de buena cuna, no tenía que preguntarle el nombre y sí hacerle saber quién era ella.

La penumbra bajo los árboles disminuyó y al cabo de diez pasos llegaron a un gran claro donde se alzaba una cabaña de madera con el tejado en buen estado. Honoria vio que el camino se bifurcaba, a derecha e izquierda. Él apretó el paso y se dirigió hacia la puerta de la cabaña.

—Ahí al lado hay una especie de establo. Ata a

Suleimán en él. Átalo a algo que no se rompa —añadió, volviendo fugazmente la cabeza.

La mirada airada de Honoria chocó contra sus anchas espaldas. Aceleró el paso, empujada por el creciente ulular del viento. Las hojas caídas se arremolinaban como derviches y se sujetó la falda. El monstruo negro iba a su lado. El establo era poco más que una choza, construido contra una pared de la cabaña.

Honoria contempló los maderos en busca de un lugar en que atar el caballo.

—Supongo que no estás acostumbrado a estos establos —le informó al animal—, pero tendrás que conformarte con lo que hay.

Pasó las riendas por el madero y tiró con fuerza para apretar el nudo. Agarró la chaqueta y estaba a punto de alejarse cuando la enorme cabeza negra se volvió, y la miró con un gran ojo abierto que parecía extrañamente vulnerable.

—Tranquilo —le dijo Honoria, dándole unas palmadas en el hocico.

Con ese sabio consejo, se recogió la falda y corrió hacia la cabaña. La tormenta eligió ese preciso momento para rasgar el cielo. Los relámpagos chasquearon, los truenos retumbaron y el viento aulló, empujándola hacia el interior. Al entrar, cerró la puerta y apoyó la espalda contra ella, con los ojos cerrados y sosteniendo la chaqueta con fuerza contra el pecho. La lluvia tamborileaba en el tejado y en la puerta. El viento sacudió los postigos y las vigas crujieron. El corazón le latió con fuerza: en el interior de sus párpados vio la luz blanca que sabía que presagiaba la muerte.

Hipó para recuperar el aliento y luego se obligó a abrir los ojos. Vio a su salvador junto al joven tendido en el jergón de una burda cama. La casa estaba a oscuras, iluminada por los tenues restos de luz del crepúsculo que se colaban entre las tablillas de los postigos.

—Enciende la vela y luego ven y prepara las mantas.

Esa simple orden puso a Honoria en acción. Se dirigió hacia la mesa que dominaba aquel habitáculo de una sola habitación. La vela se hallaba en una palmatoria y a su lado había una yesca. Dejó la chaqueta en un extremo y luego encendió una chispa y acercó la vela para que prendiera. Un suave resplandor iluminó la habitación. Satisfecha, se encaminó hacia el camastro. La pequeña vivienda estaba llena de muebles diversos. Junto a la chimenea de piedra había un viejo sillón de orejas y, frente a él, una gran silla de madera labrada con la tapicería raída. Las sillas, la cama y la mesa ocupaban casi todo el espacio disponible y junto a las paredes había un arcón y dos rústicas cómodas. El cabezal de la cama estaba apoyado contra la pared y Honoria encontró las mantas pulcramente dobladas a los pies.

—¿Quién vive aquí? —quiso saber.

—Un guardabosques pero, como estamos en agosto, debe de hallarse en los bosques de Earith. Sólo viene en invierno. —Honoria se apresuró a tapar al herido—. ¡Espera! Estará más cómodo si le quitamos la chaqueta. —La miró con aquellos ojos ultraterrenos y después se concentró en el joven—. A ver si puedes quitarle la manga.

Cuando le había aplicado el improvisado vendaje había procurado que la chaqueta quedase libre. Honoria tiró de la manga con suavidad y esta empezó a salir centímetro a centímetro.

—Este pobre idiota probablemente tardó una hora en ponérsela —se burló su salvador.

Honoria alzó los ojos, segura de que la voz de él había vibrado al pronunciar «idiota». Lo miró y la invadió un terrible presentimiento.

—Tira con más fuerza —dijo el hombre—. Ahora mismo no siente nada.

Ella lo hizo y entre ambos consiguieron sacar un brazo. Con un suspiro de alivio, él acabó de quitarle por completo la chaqueta. Ambos se quedaron mirando el pálido y demacrado rostro del herido que sobresalía bajo una raída manta.

Un relámpago rasgó el cielo. Honoria miró a su salvador.

—¿No tendríamos que llamar a un médico? —preguntó.

Un trueno retumbó y, cuando su eco se apagó, el hombre volvió la cabeza hacia ella, sus gruesos párpados se abrieron y sus miradas se encontraron. Honoria leyó la respuesta en el verde pálido de sus ojos, atemporales, infinitos, llenos de una triste desolación.

—No sobrevivirá, ¿verdad?

Él desvió su apremiante mirada y sacudió la cabeza.

—¿Está seguro? —preguntó Honoria aunque se temía que su salvador estaba en lo cierto.

—La muerte y yo somos viejos conocidos —respondió, torciendo sus finos labios. La frase quedó suspendida en el gélido aire y Honoria agradeció que siguiera—: Estuve en Waterloo. Una gran victoria, nos dijeron después. Para los que la vivimos, fue como el infierno en la tierra. En un solo día vi morir más hombres de los que nadie ve morir en toda su vida. Me temo que… —Un trueno ahogó sus palabras—. Me temo que no llegará a mañana.

Tras estas palabras se produjo el silencio. Honoria lo creyó. La desolación del hombre dejaba poco espacio a la duda.

—Ya has visto la herida. La bala le ha rozado el corazón o una de las grandes arterias cercanas. Es por eso que la hemorragia no se detiene. —Miró la mancha que se había formado en el jergón—. Cada vez que su corazón late, está más cerca de la muerte.

Honoria contempló el rostro inocente del joven y respiró hondo. Luego miró a su salvador y no supo si su expresión impasible era verdadera o fingida. Él recogió la chaqueta del muchacho y frunció el entrecejo.

—¿Qué ocurre? —preguntó Honoria al verlo tan interesado en la prenda.

—El botón ha desviado la bala, ¿ves? —Acercó el botón a la vela para que Honoria viese la hendidura y la tela quemada a su alrededor—. De no haber sido por el botón, la bala le habría alcanzado de lleno el corazón.

—Pues es una pena —dijo Honoria con una mueca. Él la miró con unos ojos verdes extrañamente vacíos y ella alzó las manos en un gesto de impotencia—. En estas circunstancias, quiero decir, una muerte lenta en vez de una muerte rápida…

Él no dijo nada y continuó examinando el botón. Honoria apretó los labios para intentar controlar el impulso de preguntar pero no lo consiguió.

—¿Y bien?

—Bien… —Dudó un instante y prosiguió—: Un disparo limpio al corazón con una pistola de cañón largo y calibre pequeño, a una distancia razonable. No era un fusil ni una pistola de arzón, y de más cerca habría quemado más la ropa. Un tiro como este requiere una gran puntería.

—Y mucha sangre fría, supongo.

—También.

La lluvia golpeaba contra las paredes y los postigos. Honoria se incorporó.

—Si enciende el fuego, calentaré un poco de agua y lo lavaré para quitarle la sangre. —Esa sugerencia le valió una mirada de sorpresa, a la que ella respondió con serena resolución—: Si va a morir, al menos que muera limpio.

Por un instante Honoria pensó que lo había dejado perplejo, ya que su mirada no se movió. Pero él asintió como dándole permiso, dejando claro que consideraba que el joven herido estaba a su cuidado.

Ella fue hacia el hogar y él la siguió con paso silencioso, tratándose de un hombre tan corpulento. Ella se detuvo ante la chimenea, miró por encima del hombro y dio un respingo al verlo a su lado.

Era grande, más grande de lo que había creído. A ella a menudo la llamaban «la Larga», pero aquel hombre le sacaba un par de palmos y le tapaba la luz de la vela, con su expresivo rostro en la penumbra y el cabello negro como una corona azabache alrededor de la cabeza. Era el Príncipe de las Tinieblas personificado y, por primera vez en su vida, Honoria se sintió pequeña, frágil y muy vulnerable.

—Hay un pozo junto al establo. —Se acercó a la chimenea y la vela brilló en los curvos contornos de su brazo al tiempo que agarraba una cacerola colgada de un gancho—. Será mejor que también vaya a ver a

Suleimán, pero primero encenderé el fuego.

Con la respiración entrecortada, Honoria se hizo a un lado y él dispuso los troncos bajo la trébede. A tan poca distancia, su voz reverberaba en su interior, lo que le producía una sensación inquietante.

Cuando el fuego hubo prendido, Honoria revolvió en las cómodas hasta encontrar paños limpios y una lata de té. Le oyó pasar junto a ella y agarrar un cubo colgado de un gancho. Luego oyó el chasquido del pestillo de la puerta y miró alrededor. El hombre se hallaba en el umbral, desnudo de cintura para arriba, y su silueta se recortaba contra un hiriente destello de luz: una figura primaria en un mundo primario. El viento entró arremolinado y de repente se detuvo. La puerta se había cerrado y él se había marchado.

Estallaron varios truenos antes de que regresara. Cuando finalmente lo hizo y la puerta se cerró a sus espaldas, la tensión que sentía Honoria se relajó. Entonces notó que estaba totalmente empapado.

—Tenga —le dijo, tendiéndole uno de los trapos más grandes que había encontrado.

Luego agarró la cacerola con agua y, agachada junto al hogar, la puso a hervir, segura de que no quería mirarlo mientras se secaba aquel torso impresionante. Cuando el agua hirvió, cogió un tazón.

Él esperaba junto a la cama y Honoria estuvo tentada de decirle que se secara junto al fuego, pero no lo hizo. El hombre tenía la mirada clavada en el rostro del joven.

Tras dejar el recipiente en la arqueta que había junto a la cama, mojó un paño, lo escurrió y lo pasó por la cara del herido para quitarle el polvo y la tierra del camino. La limpieza le realzó la inocencia y puso de relieve lo absurdo de su muerte. Honoria apretó los labios y siguió con su tarea hasta que llegó a la camisa ensangrentada.

—Déjame a mí —dijo el hombre que la había salvado.

Ella retrocedió y, con dos buenos tirones, rasgó el tejido y le quitó el lado izquierdo de la camisa.

—Dame un paño.

Honoria mojó y escurrió uno y se lo tendió. Trabajaron codo con codo bajo la temblorosa luz y ella se maravilló de que unas manos tan grandes pudieran ser tan dulces y de lo bien que trataba con la muerte alguien tan poderosamente vivo.

Cuando hubieron terminado, tapó al herido con otra manta, recogió los paños empapados y los puso en la jofaina. Él la precedió hasta el hogar y, mientras Honoria dejaba la jofaina sobre la mesa, le pareció oír un susurro.

—¿Diablo?

Fue un murmullo tan débil que sólo lo escuchó ella. Se volvió y fue hasta la cama. Los párpados del joven se movían.

—Diablo, tengo… tengo que…

—Tranquilo —susurró ella, poniéndole una mano en la frente—. Aquí no hay ningún diablo, no permitiremos que te lleve.

—No… Tengo que verlo. —El joven frunció el ceño y movió la cabeza contra su mano—. Tengo que verlo…

Unas manos firmes se cerraron sobre los hombros de Honoria, que soltó una exclamación al notar que la apartaban a un lado. Libre de su mano, el joven abrió unos ojos vidriosos y se debatió para incorporarse.

—Túmbate, Tolly. Estoy aquí.

Honoria contempló, boquiabierta, cómo su salvador acostaba de nuevo al joven. Su voz y su tacto calmaron al agonizante, que se tumbó visiblemente relajado y los ojos clavados en el hombre.

—Bien —dijo con un hilo de voz—. Te he encontrado. —Una débil sonrisa cruzó su rostro. Luego intentó incorporarse de nuevo y dijo—: Tengo que contarte…

Sus apremiantes palabras se vieron interrumpidas por un acceso de tos que lo dejó aún más débil. El hombre lo estrechó entre sus brazos como si quisiera infundir fuerza a aquel cuerpo que languidecía. Cuando la tos remitió, Honoria cogió un paño limpio y se lo tendió. Él tendió al muchacho y le secó la sangre de los labios.

—¿Tolly?

No hubo respuesta. El herido estaba inconsciente de nuevo.

—Estáis emparentados. —No fue una pregunta, sino una afirmación. Ella lo había entendido desde que el joven abrió los ojos. El parecido no sólo estaba en la frente ancha sino en el arco de las cejas y la forma de los ojos.

—Somos primos. —Su rostro volvía a ser sombrío—. Primos carnales. Es uno de los más jóvenes, apenas tiene veinte años.

Su tono hizo que Honoria se preguntara cuántos años tendría él. Entre los treinta y los cuarenta, seguro, pero por su rostro era imposible saberlo. En cambio, su actitud era la de alguien muy sabio, con una sabiduría aprendida, como si la experiencia hubiese templado su carácter.

El hombre puso una mano en la frente de su primo y apartó un mechón de cabello de su macilenta cara.

El grave gemido del viento se convirtió en un canto fúnebre.

Ir a la siguiente página

Report Page