Diablo

Diablo


Capítulo 3

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HONORIA se había quedado varada en una casita con un joven agonizante y un hombre a quien sus conocidos llamaban Diablo. Sentada en el sillón de orejas junto al hogar, bebió té de una taza y sopesó su situación. Era de noche y la tormenta no daba señales de remitir. Aunque marcharse era su deseo más acuciante, no podía hacerlo.

Miró a su salvador, que seguía sentado en el borde del jergón. Honoria hizo una mueca. Aunque aún no sabía su nombre, le había inspirado respeto y despertado apoyo moral.

Hacía media hora que el joven había hablado y Diablo —ella no sabía de qué otra manera llamarlo— no se había movido de la cama de su primo agonizante. Su rostro permanecía impasible, sin mostrar ni un atisbo de emoción. Sin embargo, detrás de la fachada había emoción, una emoción que ensombrecía el verde de sus ojos. Honoria conocía la conmoción y el dolor que causaban las muertes repentinas, conocía las esperas en silencio y los velatorios. Volvió a posar la mirada en las llamas y bebió un sorbo de té.

Al cabo de un rato oyó el crujido de la cama y unos pasos que se acercaban. Sin verlo, sintió que él se sentaba en la gran silla labrada y olía el polvo que se había levantado de la gastada tapicería. El agua puesta al fuego hirvió. Ella se inclinó y la vertió en el tazón que había preparado con té. Se lo tendió.

—Gracias —dijo él, con sus largos dedos rozando los de ella por un fugaz instante y acariciándole la cara con los ojos verdes.

Bebió en silencio, con la vista clavada en las llamas, y Honoria hizo lo propio.

Los minutos pasaron. Él recogió sus largas piernas y cruzó los tobillos. Honoria sintió su mirada en el rostro.

—¿Y qué te ha traído a Somersham, señorita…?

Era la frase que había estado esperando.

—Wetherby —respondió.

En vez de responder con el suyo —señor tal, lord cual—, él entrecerró los ojos e insistió:

—¿Tu nombre completo?

—Honoria Prudence Wetherby —respondió con cierta acritud.

El hombre arqueó las cejas y la inquietante mirada verde no titubeó.

—¿No Honoria Prudence Anstruther-Wetherby?

—¿Cómo lo sabe?

—Estoy emparentado con tu abuelo.

—Supongo que va a decirme que me parezco a él —replicó Honoria arrugando el entrecejo.

—Ahora que lo dices, tal vez haya cierto parecido. En la barbilla, ¿no? —Soltó una carcajada breve, suave y profunda que reverberó en lo más hondo de Honoria. Lo miró encendida—. Sí, se parece a la del viejo Magnus —comentó su torturador.

—¿Qué?

—Magnus Anstruther-Wetherby es un viejo caballero irascible y terriblemente obstinado.

—¿Lo conoce bien?

—No demasiado. Mi padre lo conocía mejor.

Sin saber si creérselo, Honoria lo miró beber un sorbo de té. Su nombre completo no era ningún secreto de estado aunque no se molestaba en utilizarlo para corroborar su parentesco con ese caballero de Londres irascible y obstinado.

—Había un segundo hijo, ¿verdad? —El hombre que la había salvado la estudiaba con aire pensativo—. Se pelearon… Sí, ya me acuerdo. Se casó contra la voluntad de Magnus con una de las chicas Montgomery. ¿Eres su hija?

Honoria se puso rígida y asintió con la cabeza.

—Lo cual nos lleva de vuelta a mi primera pregunta, señorita Anstruther-Wetherby. ¿Qué demonios estás haciendo aquí, honrando nuestra apartada región?

Honoria dudó. Había una inquietud en los largos miembros de él, un nerviosismo no causado por ella sino por el joven del jergón. El hombre necesitaba conversación.

—Soy institutriz, de las que proporcionan el acabado.

—¿El acabado?

—Sí —asintió ella—. Preparo a las chicas para salir del nido. Sólo estoy con sus familias el año anterior a que emprendan el vuelo.

—¿Y qué demonios piensa de eso el viejo Magnus? —La miró con incredulidad y fascinación.

—No tengo ni idea. Nunca le he pedido opinión.

Él volvió a reír, con el mismo sonido grave y sensual. Honoria contuvo el impulso de gritar.

—¿Qué ha sido de tu familia? —preguntó él, recuperando la seriedad.

Honoria titubeó. Pero contarle su vida no le perjudicaría y si la historia conseguía distraerlo, tanto mejor.

—Mis padres murieron en un accidente cuando yo tenía dieciséis años. Mi hermano tenía diecinueve. Vivíamos en Hampshire pero, después del accidente, fui a vivir a Leicestershire, con la hermana de mi madre.

—Me sorprende que Magnus no interviniera —comentó él, con ceño.

—Michael le informó de las muertes pero no asistió al funeral. —Honoria se encogió de hombros—. Tampoco lo esperábamos. Después de la desavenencia entre papá y él no volvió a haber contacto. —Apretó brevemente los labios—. Papá juró que nunca le pediría nada.

—Está claro que la terquedad es un rasgo de la familia.

—Tras un año en Leicestershire —prosiguió Honoria haciendo caso omiso del comentario—, quise hacerme institutriz. —Alzó la mirada y se encontró con aquellos ojos verdes tan perspicaces.

—¿Tu tía no te acogió bien?

—Sí, me acogió muy bien —respondió ella tras un suspiro—. Se casó con alguien socialmente inferior. No alguien de una clase algo inferior, de esos que han hecho enfadar tanto a los Anstruther-Wetherby, sino alguien totalmente fuera de su rango. —Hizo una pausa, recordando la casa de su tía, llena de niños y perros—. Ella se alegró y me acogió muy bien, pero… —Hizo una mueca y miró el rostro sombrío que tenía delante—. Aquello no era para mí.

—¿No estabas a gusto?

—No. Cuando pasó el período de luto, pensé en mis posibilidades. El dinero, por supuesto, nunca ha sido un problema. Michael quería que me comprase una casa en algún pueblo tranquilo y seguro pero…

—Pero eso no es para ti…

—No me imagino llevando una vida tan monótona. —Alzó la barbilla—. Me parece injusto que las mujeres se vean obligadas a llevar una vida tan aburrida y que sólo los caballeros puedan vivir aventuras excitantes.

—Personalmente, opino que lo mejor es compartir la excitación —replicó él arqueando las cejas.

Honoria abrió la boca para manifestar su acuerdo pero se encontró con su mirada. Parpadeó y lo miró de nuevo, pero el brillo lascivo había desaparecido.

—En mi caso, decidí hacerme cargo de mi propia vida y trabajar para llevar una existencia más excitante.

—¿Como institutriz? —Su fija mirada verde denotaba auténtico interés.

—No, eso es sólo una fase intermedia. Decidí que, con dieciocho años, era demasiado joven para recorrer África en busca de aventuras y opté por seguir los pasos de lady Stanhope.

—¡Dios bendito!

—Lo tengo todo planeado. —Honoria hizo caso omiso de su tono burlón—. Mi máxima ambición es ir en camello hasta la Esfinge. Hacer esa expedición siendo tan joven no me pareció recomendable, por lo que decidí que podía esperar unos años trabajando de institutriz y no quedándome más de un año con cada familia. Como sólo tengo que procurarme la ropa, mi capital aumenta mientras visito distintas regiones y vivo con familias selectas. Esto último tranquiliza a Michael.

—Ah, sí, tu hermano. ¿Y él qué hace, mientras tú esperas que pasen los años?

—Michael es el secretario de lord Carlisle. —Honoria miró a su interrogador comedidamente.

—A Carlisle sí lo conozco pero no a su secretario. ¿Debo entender que tu hermano tiene aspiraciones políticas?

—Lord Carlisle era amigo de papá y se avino a ser el padrino de Michael.

—¿Qué te llevó a ser institutriz como ocupación temporal? —preguntó tras arquear las cejas fugazmente y apurar el té.

—¿Qué otra cosa podía hacer? —Se encogió de hombros—. Me habían educado para ser presentada en sociedad. Papá estaba empeñado en que fuera presentada a la nobleza, con bombo y platillo, y que desfilara delante de mi abuelo. Esperaba que hiciese una buena boda para demostrarle al abuelo que ya nadie compartía sus anticuadas ideas.

—Pero tus padres murieron antes de que fueras presentada en sociedad, ¿no?

—Sí —asintió Honoria—. Lady Harweil, una vieja amiga de mamá, tenía una hija dos años menor que yo. Después de posponer mi puesta de largo le confié mi idea: había pensado que, con mi ascendencia y mi preparación, podía dedicarme a enseñar a otras chicas. Lady Harweil se avino a hacerme una prueba. Cuando terminé de preparar a Miranda, esta atrapó a un conde y, después de eso, ya nunca he ambicionado títulos.

—Las delicias de la mamá casamentera. —En su voz había un matiz de cinismo—. ¿Y a quién preparas aquí en Somersham?

—A Melissa Claypole. —Esa pregunta hizo que Honoria volviera de golpe a la realidad.

—¿Es la rubia o la morena? —preguntó él, con ceño.

—La rubia. —Honoria apoyó la barbilla en la mano y miró las llamas—. Una señorita insípida y carente de conversación. Sólo Dios sabe cuánto tendré que trabajar para volverla atractiva. Me había contratado lady Oxiey, pero su hija de seis años cogió la escarlatina y luego murió la propia lady. Cuando eso ocurrió yo ya había rechazado las demás ofertas, pero la carta de los Claypole llegó más tarde y yo no había contestado todavía, por lo que acepté sin hacer mis comprobaciones habituales.

—¿Comprobaciones?

—Yo no trabajo para cualquiera. —Honoria contuvo un bostezo y se hundió en el sillón—. Siempre me aseguro de que sea una familia de buen tono, bien relacionada, para que me lleguen las invitaciones adecuadas, y suficientemente previsora para que las facturas de la sombrerera no supongan un cataclismo.

—Por no hablar de las modistas…

—Exacto. Ninguna chica conseguirá pescar a un duque si viste como una criada.

—Indudablemente. ¿Tengo que entender que los Claypole no cumplían tus estrictos requisitos?

—Sólo llevo con ellos desde el domingo. —Honoria frunció el entrecejo—. Pero tengo una desagradable sospecha… —Dejó la frase inconclusa y se encogió de hombros—. Por fortuna, parece que Melissa ya está comprometida… Con un duque, nada menos.

—¿Un duque? —preguntó su salvador tras una pausa.

—Eso parece. Si vive por aquí, debe de conocerlo: sobrio y reservado, retirado, creo. Y si lady Claypole dice la verdad, ya se ha integrado en su círculo de relaciones. —Honoria se removió, inquieta, en el asiento—. ¿Lo conoce?

—No tengo el placer. —Sus ojos verde claro la miraron despacio, al tiempo que meneaba la cabeza.

—¡Uf! —Honoria volvió a hundirse en el sillón—. Empiezo a pensar que es un ermitaño. ¿Está seguro de que…?

Pero él ya no la escuchaba. Entonces ella también oyó la respiración fatigosa del joven herido. Diablo se levantó y se acercó a la cama. Se sentó en el borde y tomó las manos del joven entre las suyas. Desde el sillón, Honoria oyó que la respiración era cada vez más ronca y difícil.

Tras quince dolorosos minutos, el seco sonido cesó.

Un silencio ultraterrenal llenó la casa. Hasta la tormenta calló. Honoria cerró los ojos y rezó en silencio. Luego, el viento se alzó lleno de lamentos, como un canto fúnebre de la naturaleza.

Abrió los ojos y vio que Diablo había cruzado las manos de su primo sobre el pecho. Él seguía sentado en el borde del jergón, con los ojos clavados en aquellos rasgos pálidos que no volverían a moverse. Veía a su primo con vida, riendo, hablando. Honoria sabía cómo reaccionaba la mente ante la muerte. Tenía un nudo en el corazón pero no podía hacer nada al respecto. Se hundió en el sillón y lo dejó solo con sus recuerdos.

Debió de dormirse porque, cuando abrió los ojos. Diablo estaba agachado junto al hogar. La vela se había consumido y la única luz de la habitación era la del fuego. Medio dormida, vio que él ponía troncos en las llamas para que hubiese calor toda la noche.

Durante la conversación anterior, ella había mantenido los ojos clavados en su rostro o en las llamas. En esos momentos, con la luz del fuego que esculpía sus brazos y hombros, se sació de esa visión. En su bronceada piel había algo que la impulsaba a tocarla, a extender las manos sobre aquel cálido espacio, a curvarlas alrededor de los duros músculos.

Pero se resistió al deseo con los brazos cruzados y las manos agarrándose los codos, aunque no pudo controlar un estremecimiento.

Él se incorporó con un ágil movimiento. Se acercó a la mesa, cogió su suave chaqueta y se la tendió.

—Ten.

Honoria la miró, desafiando el deseo casi insoportable de fijarse en su torso en vez de hacerlo en la prenda. Tragó saliva, negó con la cabeza y luego lo miró directamente a la cara.

—No, no la necesito. Lo que ocurre es que acabo de despertar. No tengo frío. —Esto último era cierto, ya que el fuego calentaba toda la habitación.

Él arqueó despacio una ceja y sus ojos verdes no dejaron de mirarla; luego, la otra ceja se unió a la primera. Se encogió de hombros.

—Como quieras.

Volvió a ocupar su sitio en la vieja silla tallada y miró alrededor. Sus ojos se demoraron en la figura yacente cubierta con la manta. Después, recostándose en la silla, la miró y dijo:

—Sugiero que durmamos todo lo que podamos. Por la mañana, la tormenta habrá pasado.

Honoria asintió, aliviada al ver que se ponía la chaqueta sobre aquel inquietante pecho. Diablo apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos. Sus pestañas formaban crecientes de luna negros sobre sus pómulos prominentes. La luz centelleaba sobre las austeras planicies de su rostro, un rostro duro pero no insensible. El contorno sensual de sus labios contradecía la aspereza de su mandíbula y el arco elegante de sus cejas acentuaba su ancha frente. Unos mechones indómitos de cabello negro azabache enmarcaban el conjunto. Honoria sonrió y cerró los ojos. Ese hombre tenía que haber sido un pirata.

Como el cansancio le empañaba los pensamientos y el cuerpo se había relajado con el calor del fuego, no le resultó difícil regresar a los sueños.

Sylvester Sebastian Cynster, sexto duque de St. Ives, conocido como «ese diablo de Cynster» por un puñado selecto de servidores, como «Diablo Cynster» por las gentes de buen tono, y simplemente como «Diablo» por sus amigos íntimos, contemplaba a su futura esposa con los ojos entrecerrados. ¿Qué debía de saber su madre, la duquesa madre, de Honoria Prudence Anstruther-Wetherby?

Ese pensamiento casi lo hizo sonreír, pero el manto oscuro que colgaba sobre su mente no permitió que sus labios se curvaran. Para la muerte de Tolly sólo había una respuesta: se haría justicia, pero la venganza movería la espada. Ninguna otra cosa lo aplacaría ni a él ni a los demás hombres de su clan. Pese a su propensión a la imprudencia, los Cynster morían en la cama.

Sin embargo, vengar la muerte de Tolly significaría enterrar el pasado. Ese día había doblado un nuevo recodo en su camino; su compañera para el trecho siguiente se movía, inquieta, en el sillón de orejas que tenía delante.

Diablo vio que se tranquilizaba y se preguntó qué estaría turbando sus sueños. El mismo, seguramente. Ella lo turbaba a él y le era imposible conciliar el sueño.

Cuando salió de La Finca esa mañana, no sabía que andaba buscando una esposa. En cambio, el destino sí lo sabía. Había puesto a Honoria Prudence en su camino de tal forma que él no había podido limitarse a adelantarla y dejarla atrás. El desasosiego que lo invadió recientemente parecía de una sola pieza y formaba parte de los planes del destino. Hastiado de las porfías de su última conquista, había regresado a La Finca y mandado un mensaje a Veleta para que lo acompañara a una cacería. Veleta tenía que haberse reunido con él esa tarde. Con todo un día de caza por delante, había ensillado a

Suleimán y había salido a sus campos.

Sus extensas propiedades nunca le habían fallado a la hora de proporcionarle sosiego. En ellas podía concentrar la mente en quién era o qué era. Entonces estalló la tormenta y atajó por el bosque en dirección a la entrada trasera de La Finca. Eso lo puso en camino hacia Tolly… y hacia Honoria Prudence. El destino no había hecho otra cosa que tejer una bandera roja. Nadie había sugerido nunca que le costase entender las cosas. Se había hecho famoso por saber aprovechar las oportunidades y ya había tomado una decisión con respecto a Honoria Prudence.

Sería la esposa ideal.

Para empezar, era alta, de figura redondeada, ni esbelta ni gruesa, pero claramente femenina. Su cabello castaño claro brillaba exquisitamente, con unas finas hebras que se escapaban del moño que llevaba en lo alto de la cabeza. Su rostro, en forma de corazón, era cautivador, clásico y de huesos hermosos, de nariz recta y pequeña, cejas arqueadas y ancha frente. Tenía labios carnosos y rosados. Los ojos, su rasgo más hermoso, eran grandes, con largas pestañas y de color gris brumoso. Lo que había dicho de su barbilla era cierto: era el único rasgo que le recordaba a su abuelo, no en la forma sino en la determinación que transmitía.

Físicamente, era una proposición muy atractiva ya que había conseguido cautivar su veleidoso interés.

Y lo más importante: era insólitamente juiciosa, no parecía dada a arranques ni a crisis nerviosas. Eso había quedado claro desde el principio, cuando la encontró, alta y erguida, sin encogerse bajo el peso de los epítetos que él tan libremente le lanzó. Luego, ella lo había gratificado con una mirada que su madre no habría podido mejorar y lo había encaminado al problema.

Su valentía lo impresionó. En vez de ponerse histérica, algo que las damas de alta cuna solían hacer al encontrarse a un hombre desangrándose en el camino, Honoria había sido ingeniosa y práctica. A Diablo no se le escaparon sus esfuerzos por dominar el miedo que le producía la tormenta y él había hecho todo lo posible por distraerla. Las respuestas instantáneas a sus órdenes —casi había visto erizarse el vello de su nuca— habían hecho que distraerla fuese tarea fácil. Haberse quitado la camisa tampoco estuvo mal.

Sus labios se curvaron pero los apretó con firmeza. Eso, por supuesto, era otra buena razón para seguir los consejos del destino.

Durante los últimos diecisiete años, pese a todas las distracciones que las damas habían querido proporcionarle, su instinto básico había permanecido sujeto a su voluntad de una manera cabal y absoluta.

Sin embargo, Honoria Prudence parecía haber establecido un vínculo directo con esa parte de su mente que, como ocurría con todos los hombres del clan Cynster, andaba siempre en busca de posibles candidatas. Era el cazador que había en él. Normalmente, esa actividad no lo distraía de cualquier otra cosa que se llevase entre manos. Sólo permitía que su naturaleza cazadora se manifestase cuando realmente podía ocuparse de ella.

Ese día había tropezado más de una vez con sus apetitos lascivos.

Su pregunta sobre los calzoncillos era un ejemplo de ello y, si bien había distraído a Honoria quitándose la camisa, ese acto, a su vez, lo había distraído a él. Había notado su mirada, una sensación que no experimentaba desde hacía mucho tiempo. Con treinta y dos años, se creía inmune, endurecido, demasiado experimentado para caer víctima de sus propios deseos.

Era de esperar que, cuando hubiese poseído a Honoria unas cuantas veces, varias decenas tal vez, ese desasosiego pasase. El que fuera nieta de Magnus Anstruther-Wetherby, una nieta especialmente rebelde, sería la guinda que coronaría su pastel de bodas. Diablo saboreó aquel pensamiento.

No le había dicho, por supuesto, cómo se llamaba. De haberlo hecho, ella no se habría dormido. Había advertido casi al instante que Honoria no sabía quién era. No había ninguna razón para que debiera reconocerlo. En cambio, sí reconocería su nombre.

Su peculiar profesión le permitía estar al día de los cotillees de las buenas familias, no tenía duda sobre eso, por lo que, si le hubiera dicho su nombre, ella habría establecido el parentesco y reaccionado en consecuencia. Eso hubiese resultado exasperante para ambos.

Convencerla de que no había ninguna razón para preocuparse le habría costado un gran esfuerzo que, en esos momentos, no podía hacer. Todavía tenía que afrontar el asesinato de Tolly, y para ello necesitaba calma y compostura. La actitud directa de Honoria y su sentido práctico, casi digno de una esposa, le había resultado alentador y extrañamente reconfortante.

El fuego brilló iluminando el rostro de la muchacha. Diablo estudió la delicada curva de su mejilla y se fijó en la vulnerable ternura de sus labios. Le revelaría su identidad por la mañana. ¿Qué diría ella? Las posibilidades, pensó, eran muchas. Cuando se dedicaba a sopesar las más probables, Honoria emitió un gemido y se irguió en el sillón.

Diablo abrió los ojos del todo y advirtió que la tormenta había recobrado su ferocidad. Los truenos retumbaban cada vez más cerca. El viento se alzó en un repentino aullido y se produjo un fuerte crujido en las vigas.

Honoria contuvo una exclamación y se puso en pie. Con los ojos cerrados y los brazos extendidos, caminó hacia delante.

Diablo se levantó y, agarrándola por la cintura, la desvió de la chimenea.

Con un sollozo de dolor, Honoria se volvió y se lanzó a sus brazos, a los que se cogió con fuerza al tiempo que apoyaba la mejilla en su pecho. Instintivamente, Diablo la abrazó y sintió los sollozos que la contraían. Retrocedió un paso, perdió el equilibrio y se sentó en la vieja silla.

Honoria no se soltó y lo siguió en su caída. Recogió las piernas y se acurrucó en su regazo sollozando en silencio.

Diablo inclinó la cabeza y miró su rostro. Tenía los ojos cerrados, pero no con fuerza. Las lágrimas surcaban sus mejillas y, sin embargo, estaba dormida.

Honoria tembló, atrapada en su pesadilla. Intentó tragarse un sollozo pero otro se formó en su lugar.

Al observarla. Diablo sintió un profundo dolor removerse en su pecho. Las lágrimas se formaban bajo sus párpados, se acumulaban y luego resbalaban despacio por sus mejillas.

Se le encogió el estómago. Con suavidad, volvió la cabeza de Honoria hacia arriba. La muchacha no se despertó y las lágrimas continuaron brotando.

Diablo no pudo soportarlo. Agachó la cabeza y apoyó los labios sobre los suyos.

Atrapada en un dolor tan negro, tan denso que ni siquiera los relámpagos podían atravesarlo, Honoria sintió la calidez y la firmeza de unos labios. La inesperada sensación la sorprendió y la liberó de su pesadilla. La negrura retrocedió, se apartó y recuperó el aliento.

Unos dedos fuertes se curvaban alrededor de su mandíbula. Los labios que la habían sorprendido regresaron y la calidez llenó todo su ser, alejando el frío de la muerte. Aquellos labios seguían pegados a los suyos, tranquilizadoramente vivos, el vínculo entre un sueño y el siguiente. Pasó de la pesadilla a una sensación de paz, de estar a gusto y segura gracias a la fuerza que la rodeaba y a los latidos de un corazón que no era el suyo.

No estaba sola en la desgracia. Allí había alguien que le daba calor y que mantenía los recuerdos a distancia. El hielo de sus venas se derritió, sus labios se suavizaron y, con un titubeo, devolvieron el beso.

Diablo controló sus instintos justo antes de que se disparasen. Ella seguía dormida y lo último que quería era despertarla y que se asustase. La batalla para resistirse a sus demonios, que clamaban que profundizase en la caricia y la convirtiese en algo que distaba mucho de un beso inocente, era furiosa, tan feroz como la tormenta. Venció, pero el esfuerzo lo dejó tembloroso.

Ella se apartó. Diablo alzó la cabeza y la oyó susurrar levemente. Luego, los labios esbozaron una sonrisa inequívocamente femenina, se movió y se acurrucó en su regazo.

Diablo contuvo una exclamación y se mordió el labio.

Honoria volvió a apoyar la mejilla contra su pecho y durmió tranquila, sin agitación.

Al menos había conseguido que no llorase más. Con la mandíbula apretada, Diablo se recordó que era eso, y sólo eso, lo que pretendía. Gracias al destino, tendría todo el tiempo del mundo para pedir su recompensa por el daño que ella le estaba causando, para pedir un premio a la altura de su extraordinaria rectitud. Por una vez, su halo debía estar reluciente.

Pasó más de media hora pensando en otras cosas hasta que consiguió relajarse. Ella ya estaba profundamente dormida. Se movió con cuidado para acomodarse mejor y entonces advirtió que el fuego se estaba apagando. Cogió su chaqueta y la echó por los hombros de su futura esposa.

Luego, con una sonrisa en los labios, apoyó la cabeza en el respaldo de la silla y cerró los ojos.

Diablo despertó con la cabeza sobre los rizos de Honoria.

Parpadeó. La luz del sol se colaba entre los postigos. Ella seguía profundamente dormida, acurrucada contra él, con las piernas recogidas sobre sus muslos. Entonces oyó el sonido de cascos que se acercaban. Tenía que ser Veleta, que iba en su búsqueda.

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