Diablo

Diablo


Capítulo 24

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Honoria retrocedió un paso, con los ojos desorbitados y un grito helado en la garganta.

—Perdona, querida mía. No pretendía sobresaltarte.

Con una breve y humilde sonrisa. Charles dio un paso atrás, también.

—¡Oh…! —Honoria, con una mano sobre su corazón palpitante, no supo qué decir. ¿Dónde estaba Diablo? ¿Y Veleta? ¿Dónde estaban los que debían explicarle el plan?—. Yo… hum…

Charles frunció el entrecejo.

—Te he asustado. Lo siento. Sin embargo, me temo que traigo graves noticias.

Honoria palideció como la cera.

—¿Qué noticias?

—Me temo que… —Con los labios apretados. Charles estudió su expresión—. Ha habido un accidente —dijo por fin—. Sylvester está herido… Pide que vayas.

Honoria estudió el rostro de Charles con ojos desorbitados. ¿Era verdad lo que decía, o sólo el primer paso de su plan final? Si Diablo estaba herido, sobraban las preguntas; correría a su lado en cualquier caso.

Pero ¿y si Charles mentía? Controló la respiración e intentó calmar su corazón desbocado.

—¿Dónde? ¿Dónde está?

—En la cabaña del bosque.

—¿Donde murió Tolly? —Honoria parpadeó.

—Sí, ¡ay! —respondió Charles con expresión seria—. Un lugar desdichado.

En efecto; pero el molino estaba en la dirección contraria. Honoria trató de mantener la cabeza fría pero se descubrió retorciendo las manos, algo que no había hecho en su vida. En ausencia de Diablo y de Veleta, tendría que escribir la escena ella sola. Lo primero era emplear tácticas dilatorias.

—Me siento mareada…

Charles frunció el entrecejo.

—¡No hay tiempo para eso! —Cuando vio que ella se tambaleaba de costado hasta golpearse contra la pared del establo, su expresión se hizo aún más ceñuda—. No creía que fueras de las que se desmayan a todas horas.

Ella mantuvo una expresión de desconcierto, de aturdimiento.

—¿Qué… qué le ha pasado?

—Le han disparado. —Charles mantuvo la expresión grave, como se suponía que debía mostrarse un buen primo en aquellas circunstancias—. Está claro que algún canalla rencoroso con la familia utiliza el bosque como guarida.

Honoria tuvo que hacer un esfuerzo para reprimir su reacción.

¡Tenía delante al tal canalla!

—¿Está malherido?

—De gravedad. —Charles extendió la mano—. Debes venir enseguida… Dios sabe cuánto durará.

La agarró por el codo y Honoria contuvo el impulso de soltarse, pero notó la firmeza de su mano. Charles, casi a rastras, la condujo al interior de los establos.

—Tenemos que apresurarnos. ¿Cuál es tu caballo?

Honoria movió la cabeza:

—No sé montar.

—¿Qué significa eso? —Charles la miró, perplejo.

Las mujeres embarazadas no debían cabalgar y, hasta donde Honoria recordaba. Charles nunca la había visto a caballo.

—Los caballos me ponen nerviosa. Y los de Diablo son imposibles. —Consiguió desasirse—. Tendremos que ir en la calesa.

—¿La calesa? ¡No hay tiempo de prepararla!

—Pero… ¡pero entonces no podré ir!

Honoria lo miró con impotencia; en medio de la cuadra ofrecía un aspecto patético. Él la miró y ella retorció las manos.

—¡Oh, está bien! —Charles salió a toda prisa del establo en dirección al granero.

Honoria salió al patio. Cuando él desapareció en el granero, se puso a buscar. Investigó las dependencias y penetró en la oscuridad de los establos del otro lado. ¿Dónde estaba Melton? Enseguida oyó ruido de ruedas.

Volvió donde estaba a toda prisa. Su papel estaba claro: debía continuar adelante con el plan de Charles y hacer que se incriminase a sí mismo. El pánico atenazaba sus nervios y le producía un hormigueo en la columna; mentalmente, la enderezó. Charles era una espada que pendía sobre sus cabezas: la suya, la de Diablo y la del hijo que esperaban. Tenían que atraparlo. Pero ¿cómo iba a rescatarla Diablo si no sabía dónde buscarla? Le flojearon las piernas y se golpeó contra la pared del establo.

Y entonces vio a Melton en las sombras del establo, directamente delante de ella.

Contuvo una exclamación de alegría y se apresuró a cambiar de expresión cuando Charles salió del granero tirando de una calesa ligera.

—Ven a sostener las varas del enganche mientras voy a buscar un caballo —le dijo con voz áspera.

Honoria relajó el gesto, ocultó cualquier asomo de resolución y obedeció, trastabillando. Charles entró en la cuadra; Honoria miró hacia el establo del otro lado. Por la puerta abierta se adivinaba apenas la gorra de Melton. El viejo se refugiaba en las sombras a un lado de la entrada.

Charles regresó con un potente tordo.

—Levanta las varas.

Honoria las dejó caer una vez; después, con disimulo, azuzó al caballo para que se las quitara de encima otra vez. Con gesto adusto, Charles se afanó en sujetar los arneses, visiblemente nervioso por el tiempo que perdía. Honoria esperaba haber calculado bien al escoger aquel carruaje… y que Diablo no hubiera decidido dar un paseo más largo.

Charles apretó bien la última cincha y retrocedió un paso para estudiar el enganche. Por un segundo, descuidó su expresión y Honoria hubiera querido ahorrarse la visión de la sonrisa que cruzaba sus labios, emanando expectación. En ese segundo vio al asesino tras la máscara.

Melton quizá fuera viejo, pero tenía un oído muy agudo y por eso siempre conseguía evitar a Diablo. Honoria lanzó su mirada más desvalida a Charles.

—¿Keenan está con él? Has dicho que estaba en la cabaña de Keenan, ¿verdad? —mantuvo su expresión vaga, perturbada.

—Sí, pero Keenan no está.

Charles preparó las riendas. Honoria, con los ojos desorbitados, se detuvo.

—¿Está solo, entonces? ¿Está muriéndose en la cabaña, solo?

—¡Sí! —La agarró del brazo y la subió a la calesa prácticamente en volandas. Le puso las riendas en la mano y añadió—: ¡Está muriéndose allí mientras tú te pones histérica aquí! Debemos darnos prisa.

Honoria esperó a que Charles montara en su caballo bayo y se volviera hacia la entrada de los establos. Entonces preguntó:

—¿Tú vuelves allí directamente?

—¿Directamente? —Charles se giró, perplejo.

—Bueno… —Honoria señaló la calesa con gesto de frustración—, esto no pasa por el arco de la puerta; tendré que salir por la puerta principal y tomar el camino hasta la cabaña.

Charles hizo rechinar los dientes.

—Será mejor que te acompañe —masculló—. No vayas a perderte.

Honoria asintió atolondradamente. Tomó las riendas y, mansamente, puso en marcha la calesa. Había hecho todo lo posible por retrasar la marcha. El resto era cosa de Diablo.

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