Diablo

Diablo


Capítulo 8

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8

DOS días después, por la mañana. Diablo bajaba la escalera principal, poniéndose los guantes. Cuando llegó al último peldaño, apareció Webster camino de la puerta.

—Vuestro birlocho está a punto, su alteza.

—Gracias. —Antes de llegar a la puerta, Diablo volvió la vista atrás.

—¿Falta algo, alteza? —preguntó Webster con la mano en el tirador.

Diablo se volvió mientras el mayordomo abría la puerta y vio que su coche esperaba ante la escalinata; a su lado había una figura ataviada de color lavanda claro.

—No, Webster —sonrió—. Todo está como esperaba.

Diablo salió y se detuvo en las sombras del porche para disfrutar de la imagen que ofrecía Honoria. Su futura esposa tenía estilo, una elegancia innata. Llevaba el cabello recogido en un moño en lo alto de la cabeza con unos finos mechones errantes que se rizaban sobre su rostro. Se protegía la piel con una sombrilla y llevaba guantes y botines de cuero oscuro. Su vestido lavanda estaba cortado con gracia, entallado a su delgada cintura y realzando la madurez de sus caderas y las curvas generosas de sus pechos. Tuvo que hacer un esfuerzo para borrar la sonrisa lobuna de su rostro.

Con una expresión indiferente e imperturbable, Diablo bajó los peldaños.

Honoria lo vio aproximarse haciendo girar su sombrilla.

—Supongo que vais a St. Ives, su alteza. Me preguntaba si podría acompañaros. Me interesan mucho las iglesias antiguas. Creo que la del puente de St. Ives es un excelente ejemplo de ellas.

—Buenos días, Honoria Prudence.

Se detuvo ante ella, le tomó la mano libre y se la llevó suavemente a los labios, besándole la muñeca que asomaba por encima del guante.

A Honoria casi se le cayó la sombrilla. Lo miró con ceño e intentó calmar su acelerado corazón.

—Buenos días, su alteza.

Sin más palabras, sin la discusión que ella esperaba ganar, él la levantó en vilo para acomodarla en el asiento. No le costó ningún esfuerzo. Ella se vio obligada a calmar de nuevo los latidos de su corazón. Cuando él subió, tuvo que agarrarse al asiento porque se movió. Cuando se estabilizó otra vez, se compuso la falda y jugueteó con la sombrilla.

Diablo cogió las riendas, despidió a su mozo de cuadras y arrancaron con brusquedad. Honoria respiró hondo. Bajo los robles, el aire frío le hizo recuperar de nuevo el sentido común y revivió los últimos minutos. De repente entrecerró los ojos, enojada, y se volvió hacia Diablo.

—¡Tú lo sabías!

Él la miró con una expresión un tanto condescendiente.

—Dicen que aprendo muy deprisa.

—¿Adónde me llevas? —preguntó Honoria, suspicaz.

—A St. Ives, a ver la iglesia del puente, ¿no? —En esta ocasión su expresión fue de pura inocencia.

Honoria lo miró a los ojos; eran transparentes como el cristal. Se volvió y vio que atado al birlocho iba un caballo.

—Vas a St. Ives a devolver el caballo que montaba Tolly la tarde en que lo mataron.

—Supongo que no podré convencerte de que dejes ese asunto en mis manos. —La miró Diablo con expresión de enfado.

—¿Es el caballo de Tolly o podría ser el de su asesino? —preguntó Honoria con ceño.

—Tiene que ser el de Tolly —respondió Diablo con la mandíbula encajada—. Lo encontraron ensillado en un campo contiguo al bosque al día siguiente de la tormenta. Pertenece a los establos que Tolly utilizaba. Pero es probable que el asesino también huyera a caballo. —Ante ellos había un trecho recto. Hizo disminuir el paso de los caballos bayos y la miró—: Honoria Prudence, tú encontraste a Tolly unos minutos antes que yo, pero no tienes por qué participar en la búsqueda de su asesino.

—Pido permiso para disentir, su alteza —replicó ella, arrugando la nariz.

—Basta, por el amor de Dios —la riñó—. Llámame Diablo y déjate de altezas. Al fin y al cabo, pronto seremos marido y mujer.

—Eso es muy improbable —afirmó Honoria alzando la barbilla.

Él observó el extremo de su barbilla y reprimió las ganas de discutir.

—Honoria —dijo con tono duro pero monocorde—, soy el jefe de esta familia, mis hombros son más anchos que los tuyos y mi espalda mucho más fuerte. Encontrar al asesino de Tolly es mi responsabilidad. Y puedes estar segura de que lo haré.

—¿No te das cuenta de que has caído en una contradicción? —Lo miró—. Primero dices que seré tu esposa y luego me prohíbes comportarme como se comportan las prometidas y las esposas.

—En mi opinión, mi esposa, la futura y la real, es decir tú, tiene que abstenerse de toda actividad peligrosa. —Obligado a controlar los caballos, Diablo oyó su propio gruñido y frunció el entrecejo—. Los asesinatos son actos violentos, y perseguir a un asesino es peligroso. No debes participar en ello.

—Pues hay opiniones arraigadas que afirman lo contrario: una esposa tiene que apoyar y auxiliar a su esposo en todas sus empresas.

—Olvídate del apoyo, me conformo con el auxilio.

—Me temo que no puedes separarlos, los dos vienen en el mismo paquete. Además —añadió, abriendo los ojos—, si tengo que alejarme del peligro, ya me dirás cómo podría casarme contigo.

—Ya sabes que conmigo nunca estarás en peligro. —La miró con expresión subyugada, estudió su rostro, entrecerró los ojos y dijo—: Si corrieras algún peligro, no estarías aquí.

Honoria tuvo que admitirlo para sus adentros. Diablo era una fuerza demasiado potente para desafiarla. Y como él la consideraba su prometida, defendería su honor, incluso en contra de sí mismo. No podía tener mejor protector. Segura, le sonrió con serenidad.

—¿Se han enterado de algo tus primos?

Él murmuró entre dientes y miró al frente. Honoria no se esforzó en entender sus palabras. Tenía la mandíbula tensa. Tomó el siguiente recodo a más velocidad y fustigó a los caballos. Imperturbable, Honoria se recostó en el asiento y contempló los llanos campos por los que volaban.

Pasaron por Somersham a toda velocidad. Honoria vislumbró al señor Postiethwaite junto a la vicaría. Lo saludó con la mano y él parpadeó y le devolvió el saludo. ¿Había transcurrido sólo una semana desde que tomara el atajo que cruzaba el bosque?

La familia directa de Tolly se había marchado el día anterior, acongojada y sumida en su dolor. Ella se había ocupado de las gemelas, alentándolas a dirigir los pensamientos a la vida que tenían por delante. También había pasado por alto una de sus reglas de oro y se había ocupado de Henrietta y Mary, las más pequeñas. Era la persona más adecuada para ello. Al consolar y animar a las hermanas de Tolly había reafirmado su decisión de colaborar en que su asesino fuera llevado ante la justicia.

Cuando Diablo volvió a hablar, se distinguían ya los tejados de St. Ives.

—Ayer Veleta envió un mensajero; nadie tiene ninguna pista ni ha oído nada, nada que nos indique por qué Tolly tomó este camino o por qué lo mataron.

—Esperabas más, ¿verdad? —Honoria estudió su perfil.

—He pospuesto la devolución del caballo esperando tener una descripción del hombre que buscamos. Seguro que pasó por el bosque. Si siguió a Tolly o llegó antes de Londres, tal vez alquiló un caballo en St. Ives.

—¿Y si iba en coche?

—De haber sido así —Diablo meneó la cabeza—, tendría que haber dejado el bosque muy lejos de Somersham, de lo contrario se hubiera encontrado contigo. En los campos más abajo de los bosques había un grupo de jornaleros de La Finca. Habrían visto cualquier carruaje que hubiese pasado por allí, y no pasó ninguno.

—¿Y un jinete?

—No, pero los bosques están llenos de senderos. Un jinete podría haber tomado cualquiera de ellos.

—¿Es posible venir a caballo desde Londres?

—Posible pero no probable. —Diablo refrenó los caballos. Estaban llegando a las primeras casas de St. Ives—. Un caballo montado a una velocidad razonable desde tan lejos no habría podido huir al galope.

Llegaron a la calle principal y Diablo redujo la velocidad de sus bayos a la de paseo.

—Entonces —concluyó Honoria— buscamos a un hombre de identidad y descripción desconocidas que alquiló un caballo el día el asesinato.

—Buscamos exactamente eso. —Diablo remarcó el plural y Honoria sintió su mirada y el suspiro breve e irritado que emitió antes de pronunciar esas palabras.

Cinco minutos más tarde, mientras oía las preguntas que Diablo hacía al dueño del establo, Honoria seguía regocijándose con su triunfo. Sabía que era mejor no demostrarlo, lo último que quería era herir su orgullo y hacerlo volver atrás en su decisión. Sin embargo, la victoria era tan dulce que le resultaba difícil borrar la sonrisa de sus labios y cada vez que Diablo no miraba, cedía a su instinto y sonreía.

—¿Has oído? —Cuando Diablo subió al birlocho, este se balanceó.

—Ningún hombre a caballo a excepción de Tolly. ¿Hay otros establos en la población?

Había otros dos, pero las respuestas fueron idénticas que en el primero. Ese día, ningún hombre había alquilado un caballo y nadie había visto pasar a ningún jinete.

—Y ahora ¿qué? —preguntó Honoria mientras Diablo encaminaba de nuevo el birlocho hacia la carretera.

—Mandaré hombres a Huntingdon, Godmanchester y Ely para que investiguen. A Chatteris también, aunque es menos probable.

—¿Y Cambridge?

—Es la opción más segura —afirmó Diablo—. Está más cerca de la ciudad y en ese camino los carruajes son más frecuentes.

—Entonces ¿cuándo iremos a Cambridge? —preguntó ella.

—No iremos. —Diablo le lanzó una rápida mirada—. Y tampoco a las otras poblaciones.

Honoria lo miró, confundida, y vio que sus labios temblaban.

—Soy demasiado conocido y no puedo hacer preguntas sin suscitar comentarios. St. Ives es distinto, es el pueblo de la familia y de otras familias importantes que viven en las cercanías. Y tú tampoco puedes preguntar, pero mis criados pueden tomar un par de cervezas con los posaderos y enterarse de lo que necesitamos saber sin que nadie salga perjudicado.

—Humm… —Honoria lo miró con suspicacia.

—A Cambridge enviaré a Melton.

—¿El encargado de tus establos?

—Por decirlo así.

—Pues no parece estar mucho por el trabajo. —Honoria todavía no lo había visto.

—Cuando lo necesito nunca está. Para él es una cuestión de honor.

—¿Y por qué se lo toleras? —Lo miró sorprendida.

—Es viejo.

—¿Eso es todo? ¿Porque es viejo?

—No.

Intrigada, Honoria vio que aquel duro rostro se ablandaba, no mucho pero lo suficiente para que se notara.

—Melton me subió al primer poni que tuve, de hecho podría decir que fue quien me enseñó a montar. Ha estado en La Finca toda su vida, y nadie sabe de caballos más que él, ni siquiera Demonio. No podía jubilarlo después de haber ocupado ese puesto toda la vida. Por suerte, su yerno Hersey, un hombre sensato, es su inmediato subordinado, y en realidad es quien hace todo el trabajo. Aparte de cuidar de

Suleimán y de sus actividades especiales, el puesto que ocupa es puramente nominal.

—Pero cuando regresas con

Suleimán nunca está.

—Ni cuando lo saco. Como ya he dicho, para él es una cuestión de honor. —Diablo la miró torciendo maliciosamente los labios—. De esa manera se asegura de que no olvido nada de lo que me ha enseñado. En su opinión, el que sea un duque no me exime de almohazar ni caballo.

Honoria cloqueó y luego, cediendo a la risa, soltó una carcajada incontenible.

Diablo la miró con ceño y siguió adelante.

Mientras ella aún emitía risitas ocasionales, él refrenó a los caballos. Se hallaban a una milla de Somersham. Diablo salió de la carretera y enfiló un estrecho sendero hasta un pequeño prado. Honoria recuperó la seriedad.

—Mira, el norte de Cambridgeshire —anunció él.

No habría podido pasarle por alto. La región se extendía en una alfombra de verdes y dorados, festoneada por los tonos oscuros de los bosques y de setos de arbustos.

—Por estos parajes, esto es lo más parecido que tenemos a un mirador.

Honoria contempló el paisaje con repentina alarma. Estaban en una zona de hierba alta y una hilera de árboles impedía que se les viese desde la carretera. Un paraje totalmente apartado.

—Allí —dijo Diablo, señalando con el dedo— se ven los tejados de Chatteris. La primera línea verde oscura es el canal de los Cuarenta Pies, la segunda es Old Nene.

Honoria asintió. Conocía los nombres de la disertación anterior que él había dado sobre los marjales.

—Y ahora… —Diablo aseguró las riendas— ha llegado la hora del almuerzo.

—¿Almuerzo?

Pero él ya había bajado de un salto del birlocho. Al cabo de unos instantes lo oyó hurgar en el portaequipajes y reaparecer con una alfombra en una mano y un cesto de

picnic en la otra.

—Toma. —Diablo le lanzó la alfombra. Ella la cogió y después contuvo el aliento al notar que él la tomaba por la cintura. Esbozó una sonrisa lobuna y añadió—: ¿Por qué no eliges un lugar adecuado para extender la alfombra?

Honoria lo miró ceñuda. No podía hablar, tenía el corazón en la garganta y le costaba respirar. A duras penas consiguió soltarse del brazo que la rodeaba y avanzó por la hierba con toda la determinación que sus temblorosas piernas le permitían. Él le seguía los pasos y, cuando hubo extendido la alfombra sobre el primer lugar que le pareció apropiado, se acordó de su sombrilla y regresó al birlocho para recuperarla.

Aquello le dio tiempo para calmarse, recuperar la compostura y recordarse lo segura que estaba en realidad. Si no le permitía que la besase otra vez, todo iría bien.

Ella no era responsable de los besos anteriores que Diablo le había robado, como el bucanero que veía en él; la había capturado y había tomado lo que deseaba. En esta ocasión, sin embargo, aunque hubiese caído en la trampa, sabía de antemano que era una trampa. Como dama virtuosa que era, su deber era impedir que los planes de Diablo llegaran a buen puerto.

Sus besos y el deseo que los impulsaba distaban mucho de ser inocentes. Honoria no podía caer en esa escandalosa licencia, lo cual dejaba muy claro cómo tenía que comportarse: con circunspección, precaución y una virtud inexpugnable. Regresó repitiéndose esa letanía. El almuerzo que él había dispuesto —las dos copas, la botella de champán, fría y envuelta en una tela blanca, las exquisiteces pensadas para tentar el paladar de una dama— delataba sus intenciones.

—Lo habías planeado todo —le dijo.

—Pues claro, ¿qué esperabas? —respondió él arqueando las cejas, sentado en la alfombra.

La tomó de la mano y tiró de ella con suavidad. Honoria no tuvo más remedio que sentarse en la otra mitad de alfombra, al otro lado del cesto.

—Pero si no sabías que yo iba a acompañarte.

Por toda respuesta, Diablo arqueó una ceja con un gesto tan condescendiente que Honoria se quedó sin palabras.

—Ten —sonrió y metió la mano en el cesto—. Un muslo de pollo.

Honoria respiró hondo y miró el trozo que le tendía, cuidadosamente envuelto en una servilleta. Lo tomó y dio un bocado.

Para su alivio, vio que Diablo no se esforzaba en conversar. Estaba tumbado en la alfombra, apoyado en un codo, buscando algo en el cesto. Honoria bebió un sorbo de champán y decidió hablar para distraerlo y distraerse a la vez.

—¿Por qué Tolly vino pasando por St. Ives en vez de hacerlo por Cambridge? —preguntó—. Si quería verte, ¿por qué no tomó el camino más corto?

—Todos los Cynster viajamos siempre pasando por St. Ives —respondió él encogiéndose de hombros.

—¿Por algún motivo en particular?

—Porque nos sentimos vinculados con la población, por supuesto. —Sonrió mirándola a los ojos—. Al fin y al cabo, el que construyó la iglesia del puente era un antepasado mío.

Honoria se había olvidado por completo de esa iglesia.

—Como penitencia, supongo —murmuró.

—Posiblemente. —Diablo bebió un sorbo de champán.

—¿Cuándo llegó Charles a La Finca? —Honoria había vuelto a sus reflexiones.

—No lo sé. Veleta dijo que ya estaba allí cuando él llegó esa noche más tarde, justo antes de que la tormenta empezara a arreciar.

—Si Charles siguió a Tolly desde la ciudad, ¿por qué no lo encontramos por el camino?

—Charles no tomó ese camino.

—Pensaba que todos los Cynster pasabais siempre por St. Ives.

—Todos excepto Charles. —Diablo se sentó y empezó a recoger los restos del almuerzo. Cogió la copa de Honoria y la apuró de un trago—. Por si no lo habías notado, Charles no es de la manada.

Manada… Una buena palabra para describirlos: la manada de lobos Cynster.

—La verdad es que… —Honoria vaciló—. Bueno, parece hecho con otro molde.

—Se parece a su madre tanto en el físico como en el carácter —dijo Diablo, encogiéndose de hombros—. Apenas tiene rasgos Cynster.

—Oh. —Se apoyó en un brazo, medio tumbada. Una oleada de calidez se extendía por sus entrañas—. ¿Hace mucho que murió su madre?

—Unos veinte años.

—¿Y tu tío volvió a casarse enseguida?

Con el cesto ya cargado. Diablo se desperezó, cruzó los brazos bajo la cabeza, entrecerró los ojos y miró a Honoria.

—El primer matrimonio del tío Arthur fue un desastre. Almira Butterworth hizo lo que nadie ha hecho nunca en la historia de la familia. Tendió una trampa a un Cynster para que se casara con ella, por mal que le saliera. Después de doce años de desavenencias conyugales, murió de tuberculosis y Arthur se casó con Louise al cabo de un año escaso.

—Entonces, al no ser un Cynster de pura cepa, ¿cómo fue a La Finca? ¿En un carruaje? ¿Conduce?

—No, no conduce. No me preguntes por qué. Siempre viene pasando por Cambridge, alquila un caballo y toma la carretera principal. Una vez dijo algo de que un señor siempre llega a la puerta principal, y no a la trasera.

Honoria decidió que Charles tenía que ser tan insoportable como ella había intuido.

—Así pues, no pudo ver nada.

—Dijo que no había visto a nadie.

Honoria siguió pensando pero no encontró preguntas que formular. El sol calentaba y había dejado la sombrilla en la hierba, a su espalda. Tenía que abrirla pero se sentía perezosa. La invadió una calidez deliciosa, una relajante sensación de calma, y decidió no romper el hechizo.

Diablo tenía los ojos cerrados y sus largas pestañas le acariciaban los altos pómulos. Ella dejó que su mirada vagara brevemente por su largo cuerpo, consciente, como siempre, de aquella profunda atracción que nunca antes había experimentado ni sentido por ningún hombre, una oleada de pura excitación que exacerbaba sus sentidos, sensibilizaba cada nervio y aceleraba los latidos de su corazón. Al mismo tiempo y en un plano visceral, la atraía como un imán, una atracción tan fuerte que no podía negarla. Todos sus instintos le advertían que era peligroso, peligroso para ella. Y en cambio, esos mismos instintos le decían que con él estaba a salvo. No era de extrañar, pues, que se sintiera confundida.

Sin embargo, esto último era tan cierto como lo primero. Ni siquiera Michael le proporcionaba esa sensación de seguridad ni la certeza de que, a su lado, estaba por completo protegida. Diablo podía ser un tirano, un autócrata sin remedio, pero sin embargo podía confiar en él, en muchos aspectos era previsible y su sentido del honor muy estricto.

Con la mirada de nuevo en su rostro, Honoria respiró hondo. Si, era peligroso, pero el cesto se encontraba entre ellos. Con una leve sonrisa en los labios, desvió la mirada y la posó en la suave bruma de la tarde que se levantaba en los verdes campos de los que él era señor.

Ningún campo era de un verde tan pálido como sus transparentes ojos.

Llegó a esa conclusión cuando, de repente, el horizonte se hundió y se encontró tumbada de espaldas, mirando el cielo sin nubes. Al cabo de un instante, el cielo desapareció y fue sustituido por una melena negra, unos rasgos duros y angulosos y unos ojos que veían demasiado. Y unos labios cuyas comisuras reflejaban la misma sonrisa de triunfo que Honoria veía en sus ojos verdes.

El cesto ya no estaba entre los dos. No había nada.

Honoria contuvo el aliento, con la mirada clavada en la suya y fue presa de una oleada de pánico. ¿Sabía Diablo leer la mente? Parecía que sí. La mirada verde se volvió más intensa y el contorno de sus labios más marcado. Él entrecerró los párpados y bajó la cabeza despacio.

La expectación de Honoria creció, una insidiosa tentación que la recorría por dentro y desbarataba sus defensas. Sintió que el calor aumentaba y lo anheló. Cada vez que la había besado había sido más intenso, más difícil de negar. Se sintió presa de su influencia y sus labios se suavizaron.

—No —susurró. No pudo decir más. Los latidos de su corazón reverberaban en todo su cuerpo y la aturdían.

—¿Por qué no? —preguntó Diablo deteniéndose, con un destello en los ojos. Luego arqueó las cejas y esbozó una sonrisa, al tiempo que le buscaba la mirada—. Si mis besos te gustan, Honoria Prudence.

Su nombre, pronunciado con aquella voz profunda y aterciopelada, arrastrando las erres, fue como una caricia sensual. Honoria intentó contener un estremecimiento pero no lo consiguió.

—Te gustan mis besos y a mí me gusta besarte —añadió Diablo—. ¿Por qué negarnos ese inocente placer?

¿Inocente? Honoria puso ojos como platos. Con él estaba segura, pero la idea de seguridad de Diablo y la suya no congeniaban.

—No se trata de eso…

—¿Y de qué se trata, pues? —preguntó él, ensanchando la sonrisa.

Honoria no lo sabía. Parpadeó. Inexpresiva, vio el destello de su sonrisa de pirata. Luego él inclinó la cabeza y sus labios cubrieron los suyos.

En esta ocasión tenía que resistirse. Ese pensamiento alumbró su mente y, al instante siguiente, desapareció, borrado por la excitación. No podía pensar nada más. El beso de Diablo liberaba otro ser en ella, un ser sensual y excitable que llevaba escondido en su interior. Era ese ser el que disfrutaba con la presión de los labios de él sobre los suyos, el que los abría para invitarlo a saborearla, a disfrutarla, a saquear su corazón.

Aparte de los labios y los largos dedos que le enmarcaban el rostro, él no la tocó. Sin embargo, Honoria se sintió rodeada por su fuerza, por su voluntad, doblada como un junco por su pasión. Su cuerpo —la piel, la carne temblorosa e incluso los huesos— era dolorosamente consciente de él, de su fuerza, de sus músculos tensos y marcados, de la dureza que derretía su ternura.

Los labios se unieron, las lenguas se acariciaron sensualmente. El beso resultó tan embriagador como el champán que habían tomado, tan cálido como la luz del sol que los envolvía. Él se inclinó sobre ella al tiempo que su beso se volvía más profundo. Honoria saboreó su deseo. El impulso de satisfacer su voracidad, que subía como la fiebre, un ímpetu que crecía con cada latido de su corazón, la necesidad imperiosa de abrazarlo, de tocarle los hombros, el cuello, de pasar los dedos por su abundante cabello. Los dedos le escocían, una de sus manos había caído sobre un brazo de él, la otra sobre un hombro. Honoria hizo un intento desesperado de negar sus ganas de tocar, de sentir y explorar.

En cambio, el acerado tacto de Diablo, más duro de lo que había imaginado, algo parecido a una roca caliente y flexible la seducía. Atrapada en ese descubrimiento, le hincó los dedos, cautivada por aquellos músculos que se movían bajo sus manos.

Al instante, los labios de Diablo se endurecieron y, en un abrir y cerrar de ojos, su beso pasó de voraz a ansioso. Estaba más cerca, con el peso de su cuerpo tentadoramente cerca aunque no encima de ella. Honoria separó los labios y jadeó. Antes de que tuviera tiempo de abrir los ojos, él poseyó de nuevo su boca, de manera imperiosa, exigente, arrasándole los sentidos.

Diablo había cerrado una mano sobre su pecho.

La conmoción que le produjo su tacto, la sensual caricia de sus dedos largos y fuertes quedó amortiguada por su traje de montar, pero nada podía amortiguar la reacción que sintió en su interior, un relámpago de fuego incandescente que corría por sus venas. Bajo la mano de Diablo, su pecho se hinchó y el pezón se endureció como un botón antes incluso de que sus dedos lo encontraran. Honoria intentó recobrar el aliento pero él la seguía besando. Desesperada, respiró dentro de su boca y descubrió que podía hacerlo.

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