Diablo

Diablo


Capítulo 10

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TRES días después. Diablo se encontraba ante la ventana de la biblioteca con la mirada absorta en la glorieta. A su espalda, sobre su escritorio se acumulaban libros abiertos y un montón de cartas que esperaban respuesta. En esos momentos tenía muchos asuntos por resolver.

No había encontrado rastro del asesino de Tolly y la sencilla tarea de asegurarse a su esposa estaba resultando muy complicada. Esto último era lo que más le preocupaba. Sabía que tarde o temprano darían con el asesino de su primo. También estaba firmemente convencido de que Honoria sería su esposa; de lo que no estaba tan seguro era de en qué estado llegaría él a la boda.

Honoria lo estaba volviendo loco. ¿Qué fuerza lo había impulsado a declararle sus intenciones con tanta intensidad, allí, en la terraza, a la luz de la luna? Había sido una locura comportarse como el tirano que era, y sin embargo con sólo pensar en ella volvía a sentir la misma emoción, el impulso de conquistar, aprehender, retener.

Por fortuna, la obstinación, el desafío y el implacable orgullo de Honoria la habían retenido en la casa. Permitiría que Michael se marchase solo. Y con el mentón erguido, envuelta en una capa de gélida cortesía, a él lo mantendría a distancia.

Después de haberse enterado de su pasado, el sentido común sugería a Diablo que al menos reconsiderase su postura. Pero el sentido común no podía plantar cara a la profunda convicción de que Honoria le pertenecía. Con ella se sentía como uno de sus antepasados conquistadores preparándose para el asedio de una posición muy deseada. Según intuía, la rendición de Honoria, cuando llegase, tendría que ser proclamada desde las almenas.

Diablo se preguntaba cómo habría llegado a la suculenta madurez de sus veinticuatro años sin casarse. Aun cuando su cargo de institutriz la ocultara de muchas miradas, los hombres no eran ciegos. Los que la hubieran visto habrían apreciado, sin lugar a dudas, su belleza. Sólo su determinación de permanecer soltera, de no tener hijos, podía explicar lo inexplicable. La obstinación de Honoria era algo tangible.

Pero ahora tendría que renunciar a esa obstinación porque él nunca renunciaría a ella. Al menos, Honoria nunca podría decir que no la había advertido.

Con la mirada todavía fija en la glorieta. Diablo alargó la mano para abrir la balconera. Salió y se dirigió a la glorieta.

Honoria lo vio llegar. Su mano se quedó inmóvil a medio gesto; bajó la cabeza y siguió cosiendo. Diablo subió los peldaños de dos en dos. Ella alzó los ojos, se encontró con los suyos y arqueó las cejas despacio.

Él le sostuvo la mirada y luego la dirigió al asiento que había a su lado.

Honoria dudó y luego, lentamente, recogió las madejas de seda.

—¿Ha averiguado algo tu hombre en Chatteris?

Diablo la miró fijamente.

—Lo he visto regresar a caballo —explicó Honoria, metiendo las madejas en un cesto.

—Nada —respondió él, tragándose la indignación, al tiempo que se sentaba a su lado—. Nadie transitó por ese camino.

Se le ocurrió que podría poner setos alrededor de la glorieta. Honoria lo había convertido en su refugio y eso podía suponerle algunas ventajas.

—¿Así que ya has preguntado en todas las poblaciones de la zona y nadie alquiló un caballo en ninguna? —Honoria frunció el entrecejo.

—A excepción de Charles, que vino por Cambridge.

—¿Y no hay ningún otro lugar, una taberna o algo parecido, donde alquilen caballos?

—Mis hombres han estado en todas. A menos que alquilara un caballo en otro lugar, algo que no podemos descartar, parece probable que el asesino huyó en su propio caballo.

—Creía que lo considerabas improbable.

—Pero no imposible.

—La tormenta empezó muy poco después. Debió de necesitar cobijo…

—Los demás han estado en todas las posadas y tabernas del camino de regreso a Londres. Ningún caballero se refugió en ellas. El asesino de Tolly o bien tuvo mucha suerte o bien ocultó sus pasos perfectamente.

—Si montaba su caballo, pudo haber venido de cualquier parte, sólo de Londres. Tal vez fuese un asesino a sueldo.

—No compliques las cosas —dijo Diablo tras contemplarla en silencio.

—Sí, es cierto, pero lo que yo quería preguntarte… —Calló un momento para cortar un hilo. Diablo entendió su mensaje. Había querido preguntárselo antes de que se comportara como un déspota. Dejó a un lado las tijeras y prosiguió—: ¿Era de dominio público que Tolly atajaba siempre por el bosque?

—No de dominio público, pero se sabía lo bastante para que cualquiera pudiese preguntar y averiguarlo.

—¿Han descubierto algo tus primos en Londres? —inquirió Honoria, dando otra puntada a su labor.

—No, pero tiene que haber algo, alguna pista, en algún sitio. Los caballeros jóvenes no mueren asesinados en un camino local sin que exista una razón de peso. —Diablo vio que su madre se acercaba. Con un suspiro, descruzó las piernas y se puso en pie.

—¿Es aquí donde te escondes, Sylvester? —La duquesa madre subió los escalones entre susurros de encaje negro. Le ofreció la mejilla para que él la besara.

—Yo no diría que esto sea esconderme,

maman —replicó él tras obedecerla.

—Sí, eres demasiado grande para poder esconderte —bromeó la duquesa—. Siéntate, que me tapas la luz.

Como la dama le quitó el sitio al lado de Honoria, Diablo tuvo que apoyarse en el alféizar de una ventana. La duquesa miró la labor de Honoria y señaló un punto. Honoria lo miró, murmuró algo, dejó la aguja y cogió las tijeras. Diablo aprovechó la oportunidad:

—Quería hablar contigo,

maman. Mañana parto hacia Londres.

—¿Londres?

La exclamación procedió de las dos gargantas. Dos caras sobresaltadas lo miraron.

—Por asuntos de negocios.

Honoria miró a la duquesa y esta le devolvió la mirada. Luego frunció el entrecejo y se volvió hacia su hijo.

—He pensado,

chéri, que yo también debería ir a Londres. Ahora que tengo la compañía de Honoria, creo que sería de lo más conveniente.

—Pero si estás de luto —parpadeó Diablo, sorprendido.

—¿Y qué? Puedo estar de luto en Londres. Es muy apropiado… En esta época del año está siempre tan gris…

—Pensaba que querías quedarte aquí, al menos una semana más —dijo Diablo.

—¿Para qué? —repuso la duquesa madre alzando las manos con las palmas hacia arriba—. Es un poco pronto para asistir a los bailes, lo admito, pero no he dicho que vayamos a Londres a llevar una vida disipada. No; lo que me parece apropiado es presentar a Honoria, aun cuando la familia esté de luto. He hablado con tu tía Horatia y piensa lo mismo que yo. Cuanto antes conozca la nobleza a Honoria, mejor.

Diablo lanzó una rápida mirada a la joven y la consternación que vio en sus ojos era todo un espectáculo del que disfrutar.

—Excelente idea,

maman. —En los ojos de Honoria había un brillo plateado y Diablo apartó los suyos—. Pero deberás tener cuidado con las chismosas.

—No des consejos a tu madre. —La duquesa hizo un gesto de desprecio con la mano—. Tu tía y yo sabremos cómo llevarlo. No diremos nada demasiado concreto para evitar el vendaval…

—El vendaval no, mamá, la polvareda.

—Tenéis unos dichos muy raros. En inglés… —La duquesa frunció el entrecejo.

Diablo desistió de mencionarle que su madre había vivido en Inglaterra casi toda su vida pero que su uso del lenguaje flaqueaba cuando maquinaba algo. En aquella ocasión, sin embargo, aprobaba sus maquinaciones.

—Las cosas se harán

comme il faut, no tienes que preocuparte —dijo la duquesa—. Sé lo conservador que te estás volviendo… No haremos nada que hiera tu susceptibilidad.

El comentario dejó a Diablo sin habla.

—Esta mañana estaba pensando que tendría que estar en Londres con tu tía Louise. Soy la matriarca, ¿no? El deber de una matriarca es estar con su familia. —La duquesa dirigió una mirada indiscutiblemente matriarcal a su silencioso hijo—. Tu padre así lo habría querido.

Con estas palabras, la duquesa dio por cerrada cualquier posible discusión, aunque en este caso Diablo no tuviera ninguna intención de discutir.

—Si eso es lo que deseas,

maman —dijo tras fingir un suspiro de agravio—, daré órdenes inmediatamente. Podemos salir mañana a mediodía y llegar a la ciudad antes de que anochezca.

Bon. —La duquesa miró a Honoria—. Será mejor que vayamos a hacer el equipaje.

—Pues sí.

Honoria dejó la labor en el cesto y miró a Diablo brevemente con aire de triunfo.

Él permaneció impasible mientras las dos salían de la glorieta. Cuando las siguió, bajó los peldaños con pasos lánguidos, la mirada fija en las marcadas curvas de Honoria y un brillo de satisfacción en los ojos.

La casa de los St. Ives en Grosvenor Square era mucho más pequeña que la mansión de Somersham. Sin embargo, tenía el tamaño suficiente para que en ella se perdiera un batallón, algo que sugerían los extraños individuos de porte militar que la poblaban.

Honoria se cruzó con el mayordomo Sligo en el vestíbulo y lo saludó con la cabeza al tiempo que se preguntaba por la idiosincrasia de Diablo Cynster.

Dos días antes, a su llegada al atardecer, le había sorprendido el delgado, fibroso y jorobado Sligo. Tenía un rostro redondo como la luna llena y cargado de inquietudes y pesares. Su vestimenta era seria pero el corte de las prendas dejaba que desear. Hablaba con brusquedad, como si aún estuviera en un cuartel.

Más tarde, Honoria preguntó a la duquesa madre. Por lo que esta le contó, supo que Sligo había sido el ordenanza de Diablo en Waterloo. Era un admirador incondicional de su antiguo capitán. En la desbandada, se había limitado a seguirlo. Diablo lo nombró su factótum principal y Sligo se quedaba en St. Ives como cuidador cuando la familia no estaba en la casa. Cuando su amo estaba fuera, intuyó Honoria, Sligo volvía a su cargo anterior, lo cual significaba que se dedicaba a las tareas de vigilancia.

Un criado le abrió la puerta que daba a la sala del desayuno.

—Hola, querida. —Magnífica, la duquesa le sonrió desde el extremo de una elegante mesa.

Honoria le hizo una reverencia y luego inclinó la cabeza hacia Diablo.

—Su alteza —dijo.

—Espero que hayas dormido bien —repuso él tras devolverle el saludo y mirándola de arriba abajo. Con un gesto, llamó a Webster para que le apartase una silla, justo la que estaba a su lado.

—Sí, he dormido aceptablemente bien.

Honoria miró las otras nueve sillas vacías en torno a aquella mesa tan bien dispuesta, se recogió las faldas y dio las gracias a Webster cuando este le sirvió el té. El día anterior había estado ocupada deshaciendo el equipaje e instalándose. Un chubasco había partido la tarde en dos y lo más cerca que había estado de la plaza había sido a través de las ventanas de la sala.

—Le estaba diciendo a Sylvester que esta mañana tenemos pensado ir a las modistas y me cuenta que, en estos tiempos, la nobleza se dirige a las modistas según la edad.

—¿La edad? —Honoria frunció el entrecejo.

La duquesa asintió al tiempo que untaba de mantequilla y mermelada una tostada.

—Al parecer, es conveniente que yo siga yendo a la vieja Franchot, pero en tu caso es mejor que acudas a… —Miró a su hijo—.

Qu’est-ce que?

—Celestine —respondió él.

Honoria lo miró con ceño y él le devolvió una mirada aburrida.

—Es muy simple. Si quieres turbantes y fustanes de algodón, ve a Franchot. Si te gustan los volantes y los caireles,

madame Abelard es la mejor. Para las inocentes señoritas de campo… —Hizo una pausa, rozando brevemente con la mirada el magnífico encaje de Honoria—. Me han dicho que la mejor es

mademoiselle Cocotte. Pero si buscas verdadera elegancia, sólo hay un nombre: Celestine.

—¿De veras? —Honoria bebió un sorbo de té, dejó la taza y se preparó una tostada—. ¿Y esa Celestine tiene taller en Bruton Street?

—¿Dónde, si no? —Diablo arqueó las cejas. Vio que Sligo se acercaba con una bandeja de plata llena de cartas. Las cogió y echó un vistazo a los sobres—. Creo que si paseas por Bruton Street encontrarás muchas modistas de tu gusto.

Mientras él examinaba el correo, Honoria lo observó por el rabillo del ojo. Diablo tenía una pequeña legión de empleados. Uno de ellos los había seguido desde La Finca y había pasado el día anterior encerrado en el despacho con su amo. Administrar fincas tan extensas como las del ducado de St. Ives podía mantener muy ocupada a cualquier persona. Hasta entonces, por lo que Honoria sabía, los negocios habían impedido a Diablo investigar personalmente el asesinato de su primo.

Al llegar a la última carta, las juntó todas y miró a su madre.

—Si me disculpas,

maman… —Acto seguido, volvió los ojos brevemente hacia Honoria—. Honoria Prudence…

Con un elegante asentimiento, se puso en pie y, abstraído en su correspondencia, salió de la habitación.

La joven lo siguió con la mirada hasta que la puerta lo ocultó. Luego tomó otro sorbo de té.

Cuando Veleta Cynster cruzó la plaza, el carruaje de la casa St. Ives acababa de doblar la esquina con la duquesa madre y Honoria camino de Bruton Street. Con pasos largos y haciendo oscilar el bastón, Veleta subió la escalinata que conducía a la puerta de la imponente casa de su primo. En ese momento la puerta se abrió y Sligo salió apresuradamente.

—Oh, señor, lo siento. —Sligo se apartó—. No lo había visto.

—Está bien, Sligo —sonrió Veleta.

—Tengo órdenes del capitán. Un mensaje urgente. —Sligo se dio unos golpecitos en el pecho. Un crujido de pergamino confirmó sus palabras—. Si me disculpa, señor.

Veleta asintió, perplejo. Sligo bajó los peldaños de dos en dos y corrió hasta la esquina. Subió a un simón y Veleta lo vio alejarse. Sacudió la cabeza y se volvió hacia la puerta, que seguía abierta. Webster estaba en el umbral.

—Su alteza está en la biblioteca, señor. Creo que lo espera. ¿Desea que lo anuncie?

—No es necesario.

Veleta le tendió el bastón, el sombrero y los guantes y se dirigió al santuario de Diablo. Abrió la puerta y se encontró con la mirada de su primo.

—Eres el primero —dijo Diablo, sentado en una silla de cuero al otro lado de un gran escritorio, con una carta abierta en la mano.

—Y estás impaciente —sonrió Veleta.

—¿Tú no?

Veleta arqueó las cejas. Cruzó la estancia y se dejó caer en un sillón, delante del escritorio.

—Hasta hace un segundo no sabía que tenías noticias.

—Entonces supongo que tú no tienes ninguna.

—En una palabra, no.

Diablo hizo una mueca. Dobló la carta y la dejó a un lado.

—Espero que los otros hayan descubierto algo.

—¿Y Sligo? ¿Qué se traía entre manos? —Cuando vio que Diablo alzaba la vista, añadió—: Me he topado con él en las escaleras. Parecía llevar mucha prisa.

—Una cuestión de estrategia avanzada. —Diablo quitó importancia a sus palabras con un gesto de la mano.

—Por cierto, ¿has conseguido convencer a tu futura esposa de que investigar un asesinato no es entretenimiento apropiado para una dama?

—Siempre se puede contar con que

maman salga a visitar modistas a las cuarenta y ocho horas de haberse instalado en la ciudad.

—¿Quieres decir que no has conseguido borrar el asesinato de Tolly de la agenda de la señorita Anstruther-Wetherby?

—Dirijo mi artillería hacia otro punto —replicó Diablo con una sonrisa—. Cuando haya dado en el blanco, esa agenda perderá validez.

—Pobre Honoria Prudence —sonrió Veleta—. ¿Sabe lo que le espera?

—Ya se enterará.

—¿Demasiado tarde, quizá?

—Tal vez.

Unos breves golpes en la puerta anunciaron a Richard Cynster, alias Escándalo. Lo seguían Gabriel y Demonio Harry, el hermano de Veleta.

La espaciosa y confortable habitación se vio, de repente, llena de hombres corpulentos.

—¿Por qué este retraso? —Preguntó Harry, acomodándose en la

chaise—. Yo esperaba que nos mandases llamar ayer.

—Diablo tenía que asegurarse de que no hubiese moros en la costa —respondió a Veleta, ganándose una dura mirada de su primo.

—Lucifer manda sus disculpas —informó Gabriel a los reunidos—. Está muy fatigado, después de sus esfuerzos por intentar desentrañar los pecadillos de Tolly. Unos esfuerzos que por lo demás no han dado ningún fruto.

—Eso cuesta de creer —replicó Harry.

—No han dado ningún fruto en lo que se refiere a nuestra investigación —le corrigió Gabriel.

—Ya —repuso Harry—. Sé perfectamente lo que se siente.

Pese a sus considerables esfuerzos en los ámbitos que les habían encomendado, ninguno había descubierto prueba alguna de que Tolly anduviese metido en líos.

—Tal vez, sin proponérselo, averiguó algo que ponía a alguien en un compromiso. Quizá sin saberlo se había convertido en una amenaza para alguien.

—Eso suena muy propio de Tolly —asintió Gabriel.

—Y el muy estúpido, movido por su vehemente inocencia, se apresuró a ir a visitarte para contarte lo que había descubierto —refunfuñó Harry.

—Y para pedirte que lo resolvieras —añadió Richard con una sonrisa torcida—. Eso es lo más probable.

—¿Acudir a verme pudo llevarlo a la muerte? —dijo Diablo, con los ojos clavados en Richard.

—Eso explicaría por qué lo mataron en Somersham —asintió Veleta.

—Tendremos que volver a hablar con todos sus amigos —dijo Diablo, y ordenó a Gabriel, Harry y Richard que lo hicieran.

—¿Y yo? —Preguntó Veleta arqueando las cejas—. ¿Qué fascinante investigación me espera?

—Tú interrogarás al viejo Mick.

—¿Al viejo Mick? —Gruñó Veleta—. Ese hombre bebe como una esponja.

—Tú eres el más listo de nosotros y alguien tiene que hablar con él. Como era el criado de Tolly, es quien más pistas puede darnos.

Veleta refunfuñó pero nadie le hizo caso.

—Nos encontraremos de nuevo aquí, dentro de dos días. —Diablo se puso en pie y los otros lo imitaron.

Gabriel, Harry y Richard se dirigieron a la puerta.

—Me temo —dijo Veleta mientras salía detrás de los demás— que la última incorporación a la familia tal vez no se doblegue tan fácilmente ante tu autoridad.

—Ya aprenderá —replicó Diablo arqueando una ceja.

—Eso es lo que contestas siempre. —Al llegar a la puerta, Veleta se volvió y añadió—: Ya sabes lo que dicen: cuidado con la rebeldía, es peligrosa.

Diablo le dirigió una mirada de suprema arrogancia. Veleta cloqueó y salió, cerrando la puerta a su espalda.

Sonsacar información a un diablo era una tarea difícil, sobre todo porque ahora no parecía anhelar su compañía. Honoria se detuvo en lo alto de las escaleras y decidió su siguiente paso.

Había seguido el consejo de Diablo y había visitado el salón de Celestine. Su carácter suspicaz se había agudizado al ver que, tras ella, había llegado al taller de la modista una nota con lacre rojo. Mientras Honoria se probaba unos vestidos de mañana que no le habían convencido mucho, unos trajes de carruaje muy a la moda y unos exquisitos y elegantes trajes de noche, la modista, que la había atendido personalmente desde que había leído la nota, había hecho unos cuantos comentarios sobre los gustos de

monsieur le duc que ella empezó a sospechar. Pero para entonces estaba fascinada por las creaciones de Celestine.

Así pues, compró un guardarropa entero, con el objetivo concreto de que

monsieur le duc volviera a hacerle caso. Si bien eran aceptables, los trajes de noche de Celestine resultaban un tanto escandalosos, pero su edad y su estatura le permitían llevarlos y sacar partido del impacto que causarían. También eran sorprendentes los camisones, las camisas y las batas de seda y de satén, y todas las prendas, naturalmente, eran muy caras, aunque por fortuna su bolsa podía permitirse aquellos caprichos.

Durante el camino de vuelta a Grosvenor Square imaginó la cara que pondría Diablo si la veía con uno de los camisones, especialmente provocativo. Cuando el carruaje llegó a la casa de los St. Ives, Honoria advirtió lo absurdo de aquel pensamiento. ¿Cuándo la vería Diablo con el camisón?

Si era inteligente, nunca. Apartó aquella idea de su cabeza.

Las dos mañanas siguientes había entrado en la sala de desayunos con una alentadora sonrisa y una de las creaciones más atractivas de Celestine. Pero si Diablo había reparado en ella, aparte de cierto destello en sus ojos verdes, no había mostrado ninguna inclinación a comprometerse más allá de un leve saludo con la cabeza. Ambas mañanas se había excusado y se había refugiado en su estudio al cabo de muy poco tiempo.

Honoria no terminó de creerse que él tuviera trabajo; no estaba dispuesta a aceptar que no le hiciera caso con tal excusa, sobre todo porque tenía la certeza de que Diablo ya había averiguado algo acerca de la muerte de su primo.

Respiró hondo con determinación y empezó a bajar la escalera, decidida a pasar a la acción: acorralaría al león en su guarida. Por fortuna, la guarida era la biblioteca. Con la mano en el tirador de la puerta, se detuvo; al otro lado no se oía nada. Antes de entrar, esbozó una sonrisa alegre. Luego abrió la puerta y entró deprisa.

Cerró la puerta sin alzar la vista y dio dos pasos antes de mirar hacia el escritorio.

—¡Oh! —exclamó con los labios separados y los ojos muy abiertos—. Lo siento, no sabía que… —Se interrumpió.

Su diabólico anfitrión estaba sentado al gran escritorio y tenía la correspondencia esparcida ante él. Sligo manipulaba libros junto a las ventanas. Ambos alzaron la vista. Sligo la miró sorprendido, pero la expresión de Diablo fue indescifrable.

—Lo siento, no quería interrumpir —dijo Honoria, con una sonrisa llena de excusas, al tiempo que miraba las estanterías con inquietud. Se recogió la falda y se dio la vuelta.

—Si es distracción lo que buscas, aquí la encontrarás.

Los ojos de Diablo se clavaron en los suyos al tiempo que, con una mano, señalaba los libros. Honoria no entendió a qué tipo de distracción se refería. Alzó la barbilla e inclinó graciosamente la cabeza.

—No quiero interrumpirte —dijo ella, aunque ya lo había hecho.

Diablo se revolvió en la silla y se centró de nuevo en ordenar la correspondencia. Con el rabillo del ojo observó a Honoria, que examinaba las estanterías haciendo una pausa aquí y allá para coger un libro. Se preguntó si ella creería de veras que lo estaba engañando.

Los dos días anteriores habían resultado muy duros. Resistirse a la invitación de sus ojos había requerido una gran fuerza de voluntad, pero había ganado muchas batallas y sabía lo importante que era que ella se le aproximara. Significaba que sus convicciones se habían debilitado. Con creciente impaciencia, esperó que ella fuese al grano.

Cogió la pluma, firmó una carta, le pasó el papel secante y la dejó a un lado. Al levantar los ojos, vio que Honoria lo estaba observando, aunque enseguida, miró hacia, otro lado. Un rayo de sol que se filtraba por la ventana iluminó el brillante moño castaño que llevaba en lo alto de la cabeza. Unas hebras finas se le escapaban sobre la nuca y la frente. Con su traje de mañana, de color crema, estaba de lo más deseable. Para un lobo rapaz como él, la tentación era demasiada grande. Vio que posaba la mano en un pesado tomo de agricultura. La muchacha vaciló pero al final lo sacó y abrió.

Al advertir el tema del que trataba el libro, lo cerró bruscamente y lo dejó de nuevo en su sitio antes de acercarse a las estanterías cercanas a la puerta y sacar otro tomo al azar. Con un suspiro callado, Diablo dejó la pluma y se puso en pie. No tenía todo el día, pues sus primos llegarían por la tarde. Rodeó el escritorio, cruzó la alfombra y se acercó a ella. Honoria lo miró.

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