Diablo

Diablo


Capítulo 17

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EL único consuelo El éxito llama al éxito. La noche siguiente, muy tarde, mientras entraba en el vestíbulo. Diablo reflexionó sobre esa máxima. En esos momentos tenía que celebrar el éxito en varios frentes de su vida sólo uno de los asuntos principales de su agenda personal seguía sin resolverse y, además, los avances eran muy pequeños.

Cogió la vela encendida que lo esperaba, se dirigió a la biblioteca y se apresuró a tomar asiento ante su escritorio. Encima de este, colocada de forma que destacara, había una carta. Rompió el lacre, examinó la única hoja y el sobre a la temblorosa luz de la vela y sonrió. Heathcote Montague, su auxiliar en los negocios, le había enviado las pruebas.

Diablo sacó del bolsillo del chaleco un par de pagarés firmados que le había dado el vizconde Bromley esa noche a cambio del dinero que había perdido a las cartas. Diablo tomó una llave que llevaba en la cadena del reloj y abrió el cajón central del escritorio, en el que había un fajo de otra docena de pagarés como aquellos, con la firma de Bromley. Los puso junto a los otros y a los seis que le había llevado discretamente Montague, procedentes de otros caballeros que, al saber que Bromley y él jugaban a las cartas, habían convertido, encantados, las promesas del vizconde en dinero en efectivo.

Estudió los distintos pagarés, calculó el total y lo comparó con la tasación que había hecho Montague del patrimonio de Bromley. No resultaba difícil ver cómo se encontraba el vizconde en aquel momento: atascado en el cenagal, a punto de ser arrastrado por la corriente. Allí era exactamente donde Diablo quería tenerlo.

Con una sonrisa satisfecha. Diablo guardó de nuevo las cartas y los pagarés en el cajón, lo cerró y se levantó. Cogió la palmatoria, salió de la biblioteca y subió la escalera, dispuesto a celebrar el éxito de una victoria que ya había obtenido.

La casa estaba sumida en un profundo silencio y caminó deprisa hacia sus habitaciones. Cuando llegó a la puerta, la expectación le había clavado las espuelas y estaba muy excitado. La abrió y entró, cerrándola a sus espaldas, mientras sus ojos ya buscaban sombras en la cama.

Al cabo de un instante soltó una maldición. Honoria no estaba. Respiró hondo y se quedó inmóvil, con la mirada clavada en la cama sin deshacer. Pugnó por liberar su mente de la niebla de la decepción y la frustración y sintió una punzada en el pecho. De nuevo, necesitaba pensar.

Dejó la palmatoria en la cómoda, y miró hacia la cama esbozando una mueca. Una tensión conocida se apoderó de él. Soltó una imprecación. Cerró los ojos y pronunció un juramento al tiempo que se quitaba la chaqueta. Tardó menos de un minuto en desvestirse. Se puso un batín y se miró los pies descalzos. Titubeó y se ciñó el cinturón del batín. Tal vez le convendría enfriar su acalorada sangre. Salió de la habitación y se alejó por los oscuros pasillos, caminando a grandes pasos.

Ya no quería pensar más. Fueran cuales fuesen las razones por las que Honoria no lo había esperado en la cama, como él suponía, no quería saberlas. No iba a discutir sobre ellas, ni siquiera iba a mencionarlas, pero ¿podía creer una señorita de veinticuatro años, de buena familia, recién perdida la virginidad, que bastaba con una sola vez? Después de haber saboreado su cuerpo, su pasión, su deseo desatado, si las cosas iban a ser como antes hasta la noche de bodas, Diablo no podría seguir viviendo.

Cuando pasó por delante de los retratos de sus antepasados, les lanzó una mirada enfurecida. Salió de la galería, torció a la izquierda y enfiló el pasillo que llevaba a los aposentos de Honoria.

De repente, chocó contra un fantasma de satén blanco marfil.

La sujetó por los hombros y la reconoció al instante. El deseo recorrió dolorosamente por su cuerpo cuando las curvas cubiertas de satén de Honoria rozaron su sexo devolviéndolo a la vida. Su grito instintivo no pasó de una exclamación sofocada, ya que Diablo le tapó la boca con sus labios.

Al instante, Honoria se relajó y le rodeó el cuello con los brazos. Se apretó contra él y le devolvió el beso, y él le saboreó su boca con voracidad. Balanceándose, seductora, le acarició el pecho con sus senos. Diablo tomó uno de ellos, ya henchidos, y notó el pezón como un duro guijarro contra su palma.

Honoria contuvo una exclamación y se restregó contra él en un acto de rendición tan inaudito que lo dejó aturdido. Ella deslizó las manos bajo la bata buscando su pecho y los dedos juguetearon con su rizado vello. Cada caricia estaba cargada de apremio, el mismo apremió que corría por sus venas.

Diablo soltó un gruñido gutural, la tomó por las nalgas con ambas manos y la atrajo hacia sí. La levantó en el aire para que ella sintiese su dolorosa erección. La meció sensualmente, siguiendo su ritmo con la lengua. Honoria le devolvió el beso, caliente y mojado, suave y resbaladizo.

La deliberada tentación, la promesa flagrante en la caricia íntima hizo que sus demonios se alborotaran. El suave tirón que dio Honoria al cinturón del batín disparó todas las alarmas.

Pasmado, tambaleante, con su control hecho añicos. Diablo no tenía fuerzas ni siquiera para gemir. Esa mujer iba a acabar con él. La puerta del dormitorio de su madre estaba al otro lado del pasillo.

Si ella hubiese tenido más experiencia. Diablo habría sentido la tentación de hacerlo allí mismo, de apoyar sus nalgas en la mesita situada al lado de la puerta de su madre y hundir la cabeza entre sus piernas. El placer ilícito, sabiendo que no podían hacer ruido, los habría excitado al máximo.

Pero ya estaban bastante excitados y aunque ella pudiese aguantar aquella posición, sería incapaz de permanecer en silencio. La noche anterior había gritado más de una vez, con los conocidos sonidos del orgasmo femenino. Diablo quería oírlos de nuevo, una y otra vez. Aquella noche, ya mismo, pero no allí.

Interrumpió el beso y la alzó en vilo.

—¿Qué…?

—Chssst —susurró él. Su bata se abrió; si hubiera esperado un instante más, ella le habría tocado y sólo Dios sabía qué habría sucedido a continuación.

Caminó deprisa por el pasillo hacia los aposentos de Honoria.

Abrió la puerta de su salita llevándola en vilo y entró. Se volvió para cerrarla y ella le pasó las manos por el cuello. Diablo volvió la cabeza y sucumbió a su beso.

La dejó en el suelo y, perdiendo todo control, permitió que sus manos se movieran libremente. Sus manos ya la conocían íntimamente, y querían reconocerla otra vez. Le dedicó unas caricias pensadas para encender su pasión. La suya también se encendió, pero apartó las manos de Honoria de su cuerpo como medida de precaución. Sus caricias —las de él arrobadoras, las de ella no tanto— se transformaron enseguida en un jadeante y acalorado juego que alimentó el fuego que los asolaba.

Con un gemido de frustración, Honoria dijo:

—Quiero que…

—Aquí no —replicó Diablo—. En el dormitorio. —Volvió a besarla en la boca y el juego continuó porque ninguno deseaba que se detuviera.

Desesperada, con un sonido parecido a un grito, Honoria se apartó. Tenía la piel encendida y el cuerpo también. Si no la penetraba enseguida, se desmayaría. Lo tomó de la mano y tiró de él hacia su dormitorio.

Honoria se detuvo en el claro de luna que se colaba por la ventana y se volvió hacia él. Se quitó su bata y cuando la prenda cayó a sus pies, extendió los brazos. Diablo cerró la puerta e hizo una pausa. Ella sintió su mirada ardiente deslizarse sobre su cuerpo aún cubierto con el fino camisón de satén.

Diablo mantuvo la mano en el frío tirador de la puerta, aferrado a él como un hombre a punto de ahogarse. Intentó recordarse que debía dominar la situación y que, como sólo la había poseído una vez Honoria tal vez aún estuviera dolorida y necesitase tiempo para acostumbrarse a su penetración. Aquellos pensamientos se grabaron en su mente consciente, en lo poco de ella que todavía funcionaba. El resto estaba centrado en Honoria, en la palpitante tensión de su sexo, en su desesperada ansia de poseerla.

^camisón era un modelo fascinante, de suave satén con aberturas hasta las caderas. El contorno de sus largas piernas había asomado breve y tentadoramente; luego, ella se había detenido y el camisón había vuelto a caer con decoro, una ilusión de virtuosa feminidad.

Sus manos lo llamaron suplicantes y Diablo se acercó despacio, dejando caer su bata a sus espaldas. Desnudo, dejó que las manos de Honoria lo acariciaran a su manera. Con las suyas, le tomó la cara y despacio, dilatando cada momento hasta que los dos temblaron, inclinó la cabeza y la besó con avidez, profundamente, al tiempo que intentaba no perder el control. Cuando las manos de Honoria se deslizaron por su cintura, sus músculos se tensaron al tiempo que aceptaba su beso sin reservas. Después le acarició la espalda y se apretó brevemente contra él. Entonces, para su sorpresa, Honoria se apartó. Intrigado, Diablo se quedó inmóvil.

Con la mirada enigmática Honoria lo tomó de la mano y lo llevó hacia la cama adoselada. Al llegar se volvió hacia él. Mirándolo a los ojos, levantó las manos y soltó las cintas de los hombros que le sujetaban el camisón. Este se deslizó y dejó al descubierto las esferas exuberantes de sus pechos, blancos como el marfil a la tenue luz de la luna. El camisón se detuvo en su cintura. Honoria se contoneó y la prenda resbaló hasta el suelo.

Sin una pizca de reticencia, timidez o gazmoñería, con una determinación que a Diablo le quitaba el aliento y muchas otras cosas, Honoria se acercó a él. Puso las manos sobre su abdomen y las deslizó hacia arriba. Se apretó sensualmente contra su cuerpo, echándole los brazos al cuello al tiempo que le presionaba el tórax con pechos y le restregaba las caderas. Honoria se ofrecía.

Algo se rompió en el interior de Diablo.

Alargó las manos para abrazarla y allí estaba, no sabía si él se había acercado o ella se había presionado contra él. Los labios de Honoria estaban debajo de los suyos, abiertos y anhelantes. Sus lenguas se entrelazaron, invocando a todos los demonios de la pasión allí presentes. Lo demás carecía de importancia.

Su único objetivo era la culminación, la satisfacción plena, esos eran los únicos pensamientos que circulaban por sus febriles mentes. Diablo sabía que sus caballos se habían encabritado pero no tenía voluntad para tirar de las riendas. Ella le colapsaba los sentidos, las fuerzas, cada partícula de su cordura. El deseo de Honoria, casi frenesí, era la réplica perfecta del suyo propio.

El deseo de unirse los embargaba con una fuerza y una potencia irresistibles. Palpitaba en sus venas, se expresaba en sus respiraciones entrecortadas. Con cada caricia audaz producía un placer tan intenso que rayaba en el dolor.

Honoria contuvo el aliento y apoyó una rodilla en la cama. Diablo la tomó en brazos y la depositó encima, dejando que ella lo atrajese hacia sí. Le hizo notar el peso de su cuerpo, deleitándose en la suave elasticidad de los brazos que lo rodeaban, del cuerpo de mujer que se ondulaba bajo el suyo. Honoria separó las piernas y él se apartó apenas para acariciarle el sexo, para sentir la humedad de su deseo, el calor de su excitación.

De sus labios brotó una súplica incoherente. Adelantó las caderas en una clara señal de invitación. Movió las manos hacia abajo, acariciándole los costados, pero Diablo, situándose por completo sobre ella, se las retuvo.

Sus ojos se encontraron, brillantes. Diablo le llevó una mano a cada lado de la cabeza. Ya no podía pensar ni controlar. La fuerza que lo impulsaba, que lo consumía, lo compelía a poseerla del todo, completamente.

El calor pegajoso de su sexo envolvió la palpitante verga que rozó sus hinchados labios. Ella situó sus caderas más abajo, sorprendiéndolo, en una postura perfecta para la penetración. Abrió sus muslos en una franca invitación a que la poseyera.

La emoción que embargó a Diablo fue tan poderosa, tan profunda, que tuvo que cerrar los ojos un instante, retrasando la tormenta Al abrirlos, respiró hondo, apretó el pecho contra sus senos y de dispuso a besarla.

Sus labios se encontraron, sus fuegos se encendieron. La penetró con una potente embestida y el incendio empezó.

Se movió en su interior y Honoria se acopló a sus movimientos. Su cuerpo lo acarició de tantas maneras que ya no supo distinguir quién en era quién. Diablo la embestía profundamente y la sentía escalar los peldaños de la pasión.

Honoria se rindió a ella, al calor primordial que ardía entre ambos, que los consumía, un fuego puro que quemaba todo fingimiento, que exaltaba la verdad y la emoción que se habían forjado en sus llamas. Honoria lo aceptó ansiosa, acogiéndolo, poseyéndolo y siendo poseída a la vez. La estrella subió deprisa; sus cuerpos pugnaron y corrieron hacia su destino.

Y el destino salió a su encuentro. Los aprisionó en su calidez, en una inagotable fuente de delicias, en sensaciones tan exquisitas que ella gritó. Se aferró a él y lo notó en su interior. Unidos, ascendieron, jadearon y, por fin, estallaron en un mundo de comunión y plenitud más allá de los sentidos humanos.

Diablo fue el primero en volver a la Tierra. Despacio, con el cuerpo exhausto y saciado, se incorporó y arregló las almohadas alrededor. Sus ojos recorrieron el rostro sereno y resplandeciente de Honoria. Le alisó el sedoso cabello con cariño, pasándole los dedos para extenderlo. Durante largos momentos, callado e inmóvil estudió sus facciones. Luego bajó la mirada y la paseó por su cuerpo, por la pálida piel que resplandecía a la luz plateada.

Segundos después, tiró de las mantas y las subió hasta la barbilla de Honoria. Se tumbó boca arriba, con un brazo debajo de la cabeza y el entrecejo fruncido.

Y así estaba cuando Honoria despertó. Con los ojos medio entrecerrados observó sus rasgos iluminados por la luz de la luna. Parecía pensativo. Pensativa también ella, dejó que su mirada vagase por la amplitud de su pecho sombreado por su vello negro, cada músculo claramente definido. Las mantas le llegaban a la cintura. Bajo ellas, Honoria notaba la firmeza también cubierta de vello de sus piernas.

Sonrió como una gata relamiéndose tras un festín. Tenía la piel algo sonrojada, las extremidades deliciosamente distendidas. Se sentía en paz, satisfecha, poseída. Poseída por completo y hasta el fondo. Sólo de pensarlo, la recorrió una oleada de placer.

El día quedaba atrás. La inquietante inseguridad que había sentido al volver a su habitación, después de recorrer a hurtadillas los pasillos como una doncella caprichosa en la penumbra del amanecer, había desaparecido, erradicada por el fuego de la pasión. Honoria sonrió. Todavía notaba su resplandor dentro de sí.

Al pensarlo, volvió a mirarlo y descubrió que Diablo la estaba observando.

Su vacilación era evidente. Movió una mano para apartarle un mechón de la cara y le preguntó:

—¿Por qué no me esperaste en mi cama?

—No sabía si me querías allí. —Honoria le sostuvo la mirada.

—Te quiero… y te quiero allí —replicó él tras fruncir el entrecejo. Le rozó levemente la mejilla con un dedo pero no sonrió.

Aquellas sentidas palabras brillaron a la luz de la luna y Honoria sonrió.

—Mañana me encontrarás allí —dijo.

Diablo suspiró e hizo una mueca de disgusto.

—Lamentablemente, no. —Se tumbó de nuevo sin dejar de mirarla—. Por más que te desee en mi cama, hasta que nos casemos tendremos que limitarnos a la tuya.

—¿Por qué no podemos dormir en tu cama?

—Por una cuestión de propiedad.

—¿Propiedad? —Honoria lo miró perpleja.

—No es propio que te vean rondando por los pasillos cada mañana en bata. Los criados no lo aprobarían. En cambio, si me encuentran a mí, todos lo aceptarán sin rechistar. A fin de cuentas, es mi casa.

Honoria murmuró entre dientes. Decidió darle la espalda.

—Supongo que sabes cuál es la manera correcta de proceder.

Lo oyó moverse. Al cabo de un segundo, unas extremidades cálidas la rodearon y notó su incipiente barba en la espalda desnuda. Sus labios empezaron a juguetear con la oreja.

—Pues claro que sí. —Se apretó contra ella—. Y hablando de maneras correctas de proceder, tengo que mandar una nota a

The Gazette para que anuncien la fecha de nuestra boda.

—¿Y cuándo será? —preguntó Honoria mirando las sombras.

—Eso tienes que decidirlo tú… Espero que sea el primero de diciembre.

Faltaba un mes. Honoria frunció el entrecejo y dijo:

—Necesitaré un vestido.

—Puedes ordenarlo a cualquier modista. Se pelearán por ese honor.

—Que lo haga Celestine. —No veía motivo para prescindir de modista sólo porque Diablo le hubiera dado órdenes estrictas.

—Lo demás puedes dejarlo en manos de

maman y de mis tías.

—Lo sé. He tenido una mañana terrible. Tu madre ha querido ir a visitar a la vieja ama de llaves de La Finca, la que estaba en la mansión cuando se casaron tus padres. Toda la conversación ha girado en torno a los preparativos de la boda en Somersham.

—¿Y cómo lo sabía? —cloqueó Diablo.

—No tengo ni idea —mintió Honoria. Estaba segura de que habían sido sus repentinos e inexplicables sonrojos los que la habían traicionado—. Tendré que escribir a Michael.

—Yo le escribiré mañana. Dame tu carta y la pondré en el mismo sobre que la mía. —Observó su espalda—. Y, dicho sea de paso, esta mañana he hablado con el viejo Magnus.

—¿Con el abuelo? —Honoria se volvió y lo miró incrédula—. ¿Para qué?

—Es el patriarca de la familia.

—Pero no necesitas su permiso para casarte conmigo.

—No. —Los labios de Diablo se curvaron en una sonrisa—. Sin embargo, la relación de los Anstruther-Wetherby con los Cynster se remonta a hace mucho tiempo. Llevamos saldando cuentas los unos con los otros desde que cruzamos el canal con Guillermo el Conquistador.

—¿Y cómo se ha tomado la noticia? —Honoria estudió su rostro.

—Al final, con filosofía. —Hizo una mueca—. Ya sabía que vivías en casa, por lo que no ha sido una sorpresa completa.

Ella entrecerró los ojos, irritada, murmuró entre dientes y le dio la espalda.

La mueca de Diablo se convirtió en sonrisa. Se inclinó y la besó detrás de la oreja.

—Duérmete —le dijo—. Necesitarás todas tus fuerzas.

Las palabras de Diablo contenían una estimulante promesa, Sonriendo, ella restregó la espalda contra su pecho y cerró los ojos.

Al día siguiente enviaron sus cartas a Michael. Transcurridos dos días apareció en The Gazette el anuncio de la boda de Honoria Prudence Anstruther-Wetherby, la hija mayor de Geoffrey Anstruther-Wetherby y de su esposa Heather, de Nottings Grange, Hampshire, con Sylvester Sebastian Cynster, duque de St. Ives. La boda se celebraría en La Finca de Somersham el 1 de diciembre.

Pese a que la nobleza estaba ocupada preparando su marcha de Londres, la noticia corrió como la pólvora. Honoria agradeció que los únicos actos sociales que le quedaban fuesen tomar el té con las amistades para despedirse antes de que se trasladaran al campo para la temporada de caza y para pasar las Navidades en sus propiedades. Los muebles y las lámparas estaban enfundados. Las grandes familias se retiraban de Londres y no regresarían hasta febrero.

Como Diablo y ella habían previsto, su madre y las otras damas Cynster se prestaron, encantadas, a organizar la boda. La duquesa madre le explicó a Honoria que era tradición familiar que la novia, aunque tomaba todas las decisiones finales, no hiciese nada. Según los preceptos, su único papel era aparecer para quedar bien y mantener a raya al futuro marido. Honoria decidió que la tradición tenía cosas buenas.

Diablo la observaba a distancia, tranquilizado al verla tan dispuesta a desempeñar el papel de esposa. Honoria ya había impresionado a sus tías, con cuyo aliento había asumido las riendas. La duquesa madre permanecía estática.

Al cabo de cinco días frenéticos, estuvieron preparados para marcharse de Londres. La única tarea pendiente de Diablo era hablar con el vizconde Bromley.

Cuando le quedaron claras las cantidades que había perdido y el estado de sus finanzas, Bromley se encogió de hombros con filosofía y aceptó las condiciones que Diablo le impuso. Tendría que descubrir la verdad sobre «el deshonroso rumor de Lucifer, desenmascarar a los Cynster implicados y esclarecer los hechos. Se comprometió a hacerlo todo antes del 1 de febrero. Satisfecho en todos los frentes, Diablo se quitó el brazalete negro y regresó a La Finca de Somersham con su futura esposa.

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